La operación se llamaba irua y consistía en tres partes: extirpar el clítoris, recortar los labios y cerrar la vulva con puntos de sutura.
Su finalidad era atenuar la lujuria de las muchachas, poner coto a la promiscuidad sexual e imposibilitar la masturbación. Se creía que, una vez eliminada la parte sensible de los genitales y reducida la abertura vaginal al ancho de un dedo meñique, las muchachas se abstendrían de hacer experimentos antes del matrimonio. Más adelante, al ser compradas por un esposo, serían sometidas a un examen para que éste estuviera seguro de su virginidad, tras lo cual se haría una incisión para que el coito fuera posible.
La irua era uno de los rituales más antiguos y venerados de los kikuyu; señalaba la entrada oficial de una muchacha en la tribu y celebraba su paso a la condición de mujer. Las que se sometían a la irua eran honradas y respetadas entre el clan; a las otras se las consideraba proscritas y tabú.
Wachera llevaba varios días preparando sus instrumentos y medicinas.
Habían transcurrido muchas cosechas desde la última vez que ejecutara la sagrada irua, ya que el temor de su pueblo a las represalias del hombre blanco había ocasionado el abandono de muchos importantes rituales de los kikuyu; así pues, Wachera se sentía orgullosa y honrada de ejecutarla ese día. Los antepasados estaban complacidos; se lo habían dicho. Del mismo modo que la habían informado del escondrijo de su hijo: en la tierra donde el sol dormía.
Sin embargo, no le habían indicado cuándo volvería a casa.
Pero Wachera tenía paciencia y fe, por lo que estaba segura de que algún día su hijo regresaría a la tierra de los kikuyu y ocuparía su lugar como líder de su pueblo. Wachera también estaba segura de que ese día David recuperaría la tierra robada por el hombre blanco y expulsaría al intruso del país de los kikuyu.
Porque, ¿acaso su thahu no estaba dando resultado?
La terrible maldición que Wachera lanzara hacía muchas cosechas, en la gran casa de piedra del bwana, finalmente se había llevado la vida del único hijo del bwana. El resto de la thahu surtiría efecto en su momento y borraría la simiente del hombre que había derribado la higuera sagrada. Llegaría el día en que el bwana y su familia dejarían de existir y parecería que jamás hubiesen existido.
Con todo, los frutos de la venganza poco aliviaban el dolor que Wachera albergaba en su pecho día y noche, el dolor que le producían la ausencia de su único hijo, el anhelo de verle, la preocupación por su seguridad y su felicidad. No obstante, algún consuelo le brindaba saber que David estaba pasando por una prueba especial de su hombría, como los guerreros de antaño. Después de lo que había sufrido a manos del jefe Muchina y en la cárcel del hombre blanco, después de las penalidades que en ese momento soportaba en las tierras del oeste, Wachera sabía que su hijo, al volver, sería un guerrero, un auténtico Mathenge.
Interrumpió los preparativos finales para escuchar si se oían los cánticos de las muchachas, los cánticos que indicarían que venían del río, dispuestas a ser operadas.
Nadie ayudaba a la hechicera a hacer su trabajo secreto. Debido a su naturaleza sagrada, la irua requería una atención especial, una atención ritualmente limpia y espiritualmente pura. Empuñar el cuchillo no le estaba permitido a cualquiera, del mismo modo que tampoco cualquiera podía observar el procedimiento. Sólo podían presenciarlo las mujeres que estuvieran circuncidadas y tuviesen buena reputación en la tribu. Y la ceremonia era tabú para los hombres, hasta el punto de que se les castigaba si intentaban verla.
Wachera sabía que lo que iba a hacer no era visto con buenos ojos por el hombre blanco. No iba en contra de sus leyes, pues, pese a los esfuerzos de los misioneros por poner fin al antiguo ritual, no habían conseguido que lo declarasen ilegal oficialmente. Sin embargo, recurrían a otros medios para que los Hijos de Mumbi abandonasen las costumbres tradicionales y muchas veces lo conseguían. Uno de tales medios consistía en no admitir en sus escuelas a las niñas circuncidadas. Las escuelas de las misiones eran las mejores y, como la mayoría de los padres deseaban que sus hijos recibieran las ventajas y la educación del hombre blanco, hacían un triste pacto con los misioneros, renunciando a las costumbres ancestrales con el fin de recibir las migajas que caían de la mesa del amo blanco.
Éste había sido el sentimiento predominante en la tierra de los kikuyu hasta el día de la detención de David Mathenge.
Pero a partir de aquel día, gracias a los discursos persuasivos de Wanjiru y otros jóvenes como ella, los Hijos de Mumbi empezaron a ver que el pacto que establecieran con sus opresores blancos no tenía ningún sentido. El día de la gran protesta en Nairobi, cuando David se había fugado y los soldados habían hecho fuego contra la multitud indefensa, a los kikuyu se les habían abierto los ojos. Uno a uno habían acudido a Wachera, para preguntarle qué debían hacer, y ella les decía:
—Volved a las costumbres de los antepasados, pues se sienten infelices.
Aunque muchos kikuyu no estaban de acuerdo y se negaban a participar en la irua de ese día, pues creían a los misioneros cuando decían que era una costumbre monstruosa y bárbara, los verdaderos Hijos de Mumbi traerían a sus hermanas e hijas a la selva para que Wachera las circuncidara.
Volvió a escuchar por si se oían los cánticos.
Mientras Wachera trabajaba en la intimidad de la choza de iniciación, muchachas de todo el distrito, de nueve a diecisiete años de edad, se bañaban en las heladas aguas del río. Mientras las ancianas de la tribu montaban guardia en las márgenes, para tener la seguridad de que ningún hombre o ninguna persona no kikuyu las espiase, las muchachas que iban a ser iniciadas tiritaban y se helaban en unas aguas que tenían por objeto insensibilizarlas, pues no se utilizaría anestesia en la operación. Cantaban las canciones ceremoniales y dejaban caer hojas en el río como símbolo de que sus espíritus infantiles se ahogaban. Permanecerían en el agua helada hasta apenas sentir nada de cintura para abajo; luego seguirían un sendero que llevaba a una choza construida especialmente en la selva.
Antes del amanecer Wachera se había bañado en el río y afeitado la cabeza. Ahora se estaba pintando el cuerpo con pintura sagrada: yeso blanco del monte Kenia y ocre negro. Mientras se pintaba iba recitando palabras sagradas que hacían del yeso y el ocre potentes medicinas contra los malos espíritus. Después, volvió a comprobar las hojas curativas, las que ahuyentaban a los espíritus de la infección y la mezcla de leche y hierbas calmantes con que rociaría las heridas recién abiertas. Apartó unas hojas de dulce aroma para la última parte de la operación, momento en que las ataría entre las piernas de las muchachas antes de que las llevaran a la choza donde se curarían. Finalmente, Wachera inspeccionó su cuchillo de hierro. Estaba afilado y limpio, tal como le había enseñado su abuela, la anciana Wachera. Pocas de sus muchachas llegaban a sentir dolor en el momento de cortar o morían con la sangre envenenada.
Se oyeron unos cánticos lejanos y Wachera se dirigió a la puerta de la recién construida choza de iniciación. Tías y madres construían alegremente el arco ceremonial con plataneros, cañas de azúcar y flores sagradas en la entrada del hogar temporal. El arco era un medio de comunicación con los espíritus ancestrales; nadie salvo las iniciadas podían pasar por debajo de él. Otras mujeres estaban extendiendo pellejos de vaca en el suelo; las muchachas se sentarían en ellos durante la operación. Y otras preparaban el festín a base de cordero asado y cerveza de caña de azúcar que seguiría a la terrible prueba.
La irua era una de las celebraciones más solemnes y al mismo tiempo más gozosas de los kikuyu. El corazón de Wachera se henchía al ver a su pueblo unido de nuevo para participar en una de las antiguas costumbres. ¡Sin duda el Dios de la Luz se sentiría complacido! ¡Sin duda esta vuelta a las costumbres de los antepasados era una señal de que el hombre blanco no tardaría en irse de la tierra de los kikuyu! Y significaba que su hijo David pronto volvería a casa.
De repente, por primera vez en muchos años, Wachera Mathenge se sintió muy feliz.
Grace no tuvo necesidad de preguntarle a Mario dónde estaban las muchachas, pues podía oír sus cánticos abajo en el río.
Antes de llegar a ellas le cortaron el paso unos hombres —Mario le explicó que eran los padres y los hermanos de las iniciadas— que se pasaban unos a otros calabazas llenas de cerveza de caña de azúcar. Se mostraron corteses con la memsaab Daktari, pero se negaron a dejarla pasar. Ya estaba allí un oficial de distrito, el superintendente auxiliar Shannon, que había llegado a través de la selva, en compañía de dos agentes africanos, después de dejar el coche en la carretera. Al mismo tiempo que Grace llegaron dos misioneros de la iglesia metodista de Nyeri y un grupo de sacerdotes de la misión católica que parecían muy consternados.
—Hola, doctora Treverton —dijo al acercarse a ella el superintendente auxiliar Shannon. Era un hombre alto y rígido, de porte militar, que llevaba muy bien el distrito y sabía cuándo no debía meterse en los asuntos «nativos»—. Me temo que no nos permitirán ir más lejos —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los padres y hermanos felizmente borrachos—. Las chicas están en el río, pero pasarán por este sendero. Será su única oportunidad de verlas.
—¿Dónde va a tener lugar la ceremonia?
—Allí arriba, entre aquellos árboles. Se han pasado semanas desbrozando el lugar.
—No esperaba verle a usted aquí. ¿Va a tratar de impedirlo?
—No estoy aquí para entrometerme, doctora. He venido para velar por la paz y evitar que suceda algo desagradable. —Se refería a los misioneros, que parecían excitados y con ganas de obstruir la ceremonia—. Créame usted —añadió en voz baja el oficial—. Lo que hacen los nativos no me parece mejor que a usted. Pero no tengo autoridad para impedírselo y no lo intentaría aunque la tuviese. Los africanos superan en número a mis reducidas fuerzas y, además, están borrachos perdidos. Algunos agitadores políticos se han encargado de soliviantarlos. Cada vez es más difícil controlar a esta gente.
—¡No había oído decir ni una palabra sobre esto!
—Lo mismo que nosotros. Lo han llevado muy en secreto. Todo tiene que ver con el asunto de David Mathenge.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde está?
—Sólo he oído rumores. Unos dicen que en Tanganika; otros, que en el Sudán. El gobernador no dispone de hombres suficientes para registrar toda el África Oriental en su busca, y ahora que este otro chico ha confesado que mató a su sobrino de usted, pues, si quiere que le sea franco, doctora, me parece que a nadie le importa un bledo el paradero de David Mathenge.
—Mi scusi, signor —dijo un sacerdote de pelo blanco y cara de disgusto, acercándose al policía—. ¡Tiene que impedir esta abominación!
—No infringen ninguna ley, padre. Y le aconsejo que no se entrometa. Me temo que si lo intenta tendré que detenerle.
—¡Pero esto es intolerable! ¡No somos nosotros los que celebramos el ritual diabólico! ¡Debe impedirlo, por el bien de esas pobres muchachas!
—Padre Vittorio —dijo Shannon con paciencia profesional—. Sabe usted tan bien como yo que esta gente no me escuchará. Y si trato de impedírselo, habrá derramamiento de sangre. Aguarde hasta el domingo, padre, y entonces écheles un buen sermón desde su púlpito.
El anciano sacerdote dirigió una mirada ceñuda al policía, luego se volvió hacia Grace.
—Signora dottoressa —dijo—, sin duda querrá usted que impidan la celebración de esta atrocidad, ¿no?
Sí. Grace quería que la impidiesen. Era tan enemiga de la irua, que seis años antes había ido a Ginebra, donde se celebraba una conferencia sobre la infancia africana bajo los auspicios del Fondo para Salvar a los Niños. Junto con otros delegados europeos, Grace había hablado contra la bárbara costumbre, declarando que todos los gobiernos de los países donde se practicaba tenían la obligación de prohibirla. La clitoridectomía se practicaba, no sólo en Kenia, sino en toda África y en el Oriente Medio; cientos de tribus, de los beduinos de Siria a los zulúes del África del Sur, obligaban a las niñas a sufrir un ritual doloroso y traumático que provocaba complicaciones años más tarde, especialmente al dar a luz. En la conferencia, Grace había contado el caso de Gachiku y la cesárea que le había practicado al nacer Njeri.
Sin embargo, la conferencia no logró ponerse totalmente de acuerdo para la abolición total de la costumbre sagrada y profundamente arraigada de un pueblo; en vez de ello, optó por fomentar la educación con el fin de que la gente renunciara voluntariamente a tales costumbres.
Que Grace supiese, hacía años que no se celebraba ninguna irua en la provincia. Si era verdad lo que decía Shannon, que había alguna relación entre el ritual y la detención de David Mathenge, la irua que iba a celebrarse ese día representaba algo más significativo que una simple reunión tribal.
Querían que fuese una bofetada en el rostro del hombre blanco.
—Ya vienen —dijo uno de los metodistas.
Era el único momento durante todo el ritual en que otras personas podían mirar a las iniciadas. Mientras recorrían el sendero que iba del río a la choza, las muchachas, sin más atuendo que un collar, cantaban canciones ancestrales y lúgubres con voces lentas y dulces. Caminaban por parejas, los codos doblados y apretados contra las costillas, las manos alzadas y los puños cerrados con el pulgar metido entre el índice y el dedo corazón, para indicar que estaban dispuestas a soportar el dolor inminente.
Grace quedó paralizada al ver el espectáculo. Tampoco reaccionaron los sacerdotes y los misioneros, pues no estaban preparados para ver lo que en esos momentos pasaba ante sus ojos.
Las muchachas mostraban un talante grave y majestuoso, cantando en perfecta y bella armonía, las cabezas recién afeitadas, los cuerpos desnudos reluciendo debido al agua del río. No miraban a ninguno de los lados del sendero ni detrás de ellas, porque eso habría traído mala suerte; no prestaron atención a los hombres de la tribu, que ahora se mantenían a una distancia respetuosa, ni a los europeos, que contemplaban la escena con ojos fascinados, sin habla. Las iniciadas caminaban como si estuvieran en trance; se autohipnotizaban con su cántico melodioso; sus cuerpos esbeltos se mecían al andar.
Grace calculó que sus edades estarían entre los diecisiete y los ocho o nueve años. Una diferencia tan grande no se habría dado en otros tiempos, pero, como en años recientes no se había celebrado ninguna irua, las mayores se habían unido a las más jóvenes. Y Grace conocía a la mayoría de ellas. Vio a Wanjiru, la perspicua luchadora que había orquestado la fuga de David Mathenge de la cárcel; las tres hijas de Rebecca, la enfermera; Njeri, la medio hermana de David y acompañante de Rose.
Grace no podía moverse ni hablar.
Se preguntó cuándo lo habrían organizado, cómo se las habían arreglado para mantener el secreto. ¡Había cientos de muchachas, como mínimo, en la monstruosa procesión! ¿Por qué ni una sola persona blanca había tenido noticia de ello?
De pronto Grace sintió frío. Por primera vez en los dieciocho años que llevaba en el África Oriental experimentó un miedo tenebroso, extraño. Había algo sobrecogedor en aquellas muchachas inocentes y desnudas, algo crudo y primitivo. Grace tuvo la sensación de estar contemplando algo que pertenecía al pasado. Era como si estuviese viendo unas muchachas que habían vivido cien años antes e iban a someterse a la antigua prueba de fuerza, valor y resistencia.
Y ello la asustaba.
Cuando las muchachas se perdieron de vista los hombres cerraron filas tras ellas y miraron a los europeos con ojos vigilantes.
—¿Por qué no se van todos ustedes a casa? —preguntó en voz baja el superintendente auxiliar Shannon—. No hay nada que puedan hacer aquí.
Recuperándose de la conmoción, el padre Vittorio se volvió hacia el oficial de distrito y con acento desabrido preguntó:
—¿Piensa quedarse aquí parado, sabiendo lo que van a hacerles a estas pobres muchachas?
Shannon miró a los africanos, luego sonrió al sacerdote.
—Tenga cuidado, padre. Nos están vigilando. Y son parientes de las chicas. Si hace usted un movimiento en falso, no podré salvarle de sus iras.
El sacerdote miró a los africanos. Conocía a muchos de ellos. Uno era el portero de su iglesia; otro cuidaba sus vestiduras sacerdotales. Eran hombres que iban a misa con regularidad, que se arrodillaban ante el altar para recibir la sagrada comunión, que bautizaban a sus hijos con nombres cristianos, pero en ese momento el padre Vittorio vio en ellos a unos desconocidos.
El sacerdote parpadeó. Acababa de experimentar una revelación súbita que por algún motivo le infundía temor: que el África salvaje seguía latiendo en aquellos corazones católicos.
Mientras los europeos continuaban discutiendo sobre lo que había que hacer, sin quitar ojo de los africanos que bloqueaban el camino, Grace se separó discretamente del grupo y se internó en la selva. Que ella supiera, ninguna persona blanca había presenciado jamás una irua. Ella misma sólo había visto las secuelas: la hermana muerta de Mario y Gachiku tratando de dar a luz.
Siguió la dirección del sendero y al poco, entre los árboles, vio el arco sagrado adornado con flores. Unos cuantos kikuyu montaban guardia. Grace siguió avanzando a través de la selva, rodeando el claro donde estaba la choza. Finalmente llegó a un lugar donde había un peñasco rodeado de castaños. Se encaramó a él y comprobó que desde arriba podía ver el claro sin ser vista.
Contuvo la respiración y se dispuso a observar.
El superintendente auxiliar Shannon tenía razón. Una cosa era intervenir en un parto, como ella había hecho en el caso de Gachiku, y otra cosa muy distinta era entrometerse en un ritual sacratísimo y solemnísimo. En este caso, nada podía hacer para impedírselo, como tampoco podía el oficial con sus policías negros. Y los kikuyu también lo sabían. La irua que iba a celebrarse era una burla descarada dirigida contra las autoridades blancas. Desde el día del desfile en Nairobi, donde una masa de mil africanos había sufrido una humillación ante los ojos de sus amos blancos, los kikuyu habían buscado la forma de devolver el golpe. Y la habían encontrado.
Esto era una rebelión activa y todo el mundo lo sabía.
Las muchachas entraron en el claro, donde las esperaban sus madres. Grace sabía algo sobre las reglas del ritual. La tradición ordenaba que una muchacha tuviera una padrina, otra mujer de la tribu que se convertía en una especie de segunda madre. Pero vio que las mujeres del claro eran las madres verdaderas de las iniciadas. Tal vez no había suficientes mujeres disponibles. Grace se dio cuenta de que, después de todo, pese a tratarse de un grupo nutrido, no representaba a toda la población kikuyu de la provincia. La mayor parte de dicha población era lo bastante prudente como para no tener nada que ver con el asunto.
Las muchachas se dirigieron a sus madres, que esperaban en los pellejos de vaca, y se sentaron en grupos de diez, mientras las demás formaban un círculo de protección a su alrededor. Desde su puesto de observación Grace podía ver por encima de las cabezas de las mujeres. Cada chica se sentaba con las piernas abiertas, luego su madre se sentaba detrás de ella y entrelazaba sus piernas con las de su hija, para que las mantuviera abiertas y quietas. La muchacha se reclinaba en los brazos de su madre, la cabeza hacia atrás, mirando al cielo. Cuando todas estuvieron en esa postura una mujer anciana pasó entre ellas y roció con un líquido —Grace sospechó que era agua helada— los genitales de cada una de ellas. El objeto del líquido era insensibilizar aún más la zona genital y retrasar la hemorragia, pero Grace sabía que surtiría escaso efecto.
Sujetas así por su madre, las chicas no debían apartar los ojos del cielo ni moverse; tampoco debían quejarse, ni siquiera parpadear durante la operación. Si hacían alguna de estas cosas, la desgracia caería sobre ellas y su familia.
Grace no se sorprendió al ver que Wachera, pintada de negro y blanco, salía de la choza.
Wanjiru era la primera. Estaba reclinada en los brazos de su madre y Grace pudo ver que no sólo no mostraba señales de miedo, sino que daba la impresión de sentirse orgullosa, como si acogiera con agrado la terrible prueba. Y cuando el cuchillo de Wachera hizo su trabajo Wanjiru permaneció serena.
Grace cerró los ojos.
Al abrirlos de nuevo, vio que se llevaban a Wanjiru, la herida taponada con hojas, hacia la choza de curación.
Grace presenció las siguientes operaciones. Las niñas más pequeñas lloraron. Unas cuantas chillaron. No muchas se comportaron como la radical Wanjiru.
El tiempo parecía haberse detenido. Las mujeres cantaban con su armonía obsesiva y primitiva, celebrando cada nueva mutilación, como sus madres habían hecho en su caso, y sus abuelas en el de sus madres y así sucesivamente, formando un legado ancestral ininterrumpido e invariable. Cada vez que cortaban a una de las muchachas, Grace tenía la impresión de que la civilización europea retrocedía un paso. Oía cómo mujeres que llevaban nombres cristianos entonaban cánticos de alabanza a Ngai, el dios del monte Kenia, y notó que la invadía una especie de aturdimiento.
Pero cuando el siguiente grupo de muchachas se acercó a los pellejos de vaca y Grace vio que Njeri, aterrorizada, se instalaba entre las piernas de Gachiku, volvió súbitamente en sí.
Con movimientos rápidos y hábiles, Wachera les hizo la operación a cuatro muchachas antes de llegar a Njeri. Al ver el miedo en los ojos de la niña de diecisiete años, al ver cómo forcejeaba para librarse del abrazo de su madre, al recordar el día en que sacara el bebé del abdomen de Gachiku, Grace exclamó:
—¡Deteneos!
Y bajó del peñasco.
Cesaron los cánticos y las mujeres se volvieron hacia ella.
Era el peor de los sacrilegios: una persona no kikuyu y que, a juzgar por lo que sabían de las costumbres blancas, no estaba circuncidada acababa de hacer acto de presencia en medio de ellas. La intrusión de Grace hacía caer la thahu sobre la irua sagrada. Pero las mujeres estaban demasiado asombradas para reaccionar. Se apartaron cuando Grace se abrió paso hacia el círculo de en medio.
—Espera —dijo Grace con voz entrecortada, acercándose por detrás a la hechicera arrodillada—. ¡Detente, por favor!
Wachera hizo una pausa, cuchillo en mano, luego se levantó y miró a Grace. No pareció sorprenderse al ver a la memsaab en medio de ellas. Grace observó que, de hecho, Wachera parecía alegrarse de la interrupción.
«Como si fuera por fin una oportunidad para luchar conmigo», pensó Grace.
—Por favor, no hagas esto, Wachera —dijo Grace en kikuyu—. Por favor, deja que la chica se vaya. Mira lo asustada que está.
—No avergonzará a su familia.
Grace apeló a la madre de la niña.
—Gachiku, ¿no es ésta tu hija favorita? ¿No es la hija de tu querido Mathenge? ¿Cómo puedes hacerle esto?
—Lo hago porque la quiero —dijo Gachiku con voz tensa, sin mirar a los ojos de Grace—. Y para honrar a mi difunto esposo.
—¿Quieres que tu hija sufra al dar a luz como sufriste tú?
Gachiku no contestó.
—Dame la niña a mí —dijo Grace a Wachera—. ¡Me pertenece! Yo le di vida cuando todos los demás la habríais dejado morir. Tu abuela, la anciana Wachera, la hubiese dejado perecer. Y el jefe Mathenge también. ¡Y salvé a Njeri! ¡Mas no para esto!
—Pertenece a los kikuyu. La haremos una hija verdadera de Mumbi.
—¡Por favor, Wachera! ¡Te lo suplico!
—¿Me lo suplicas? ¿Como mi abuela suplicó una vez al bwana, tu hermano, que no cortase la higuera sagrada?
—Lo lamento, Wachera, de veras que lo siento. Pero no soy responsable de los actos de mi hermano.
—¿Dónde está mi esposo? —exclamó Wachera—. ¿Dónde está David, mi hijo? ¿Dónde están mis hijos no nacidos? Si tu hermano no hubiese venido a la tierra de los kikuyu, hoy tendría a toda mi familia a mi lado. En vez de ello, estoy sola. Vete. La tierra de los kikuyu no es tu sitio. Vuelve adonde moran tus antepasados.
Antes de que Grace pudiera responder, Wachera se arrodilló y rápidamente le hizo la operación a Njeri.
El chillido de la niña rasgó el aire e hizo huir a los pájaros de los árboles que rodeaban la escena.
Wachera vertió la leche de hierbas en la herida de Njeri y luego le aplicó las hojas curativas.
—Ahora esta muchacha es una verdadera hija de Mumbi —dijo.
Grace bajó los ojos y empezó a temblar mientras el llanto de Njeri le llenaba los ojos. Sabía que por mucho tiempo que viviese, jamás olvidaría el chillido de la joven.
Mientras Gachiku ayudaba a su hija a ir a la choza de curación, Grace se volvió hacia la mujer sentada en el siguiente pellejo de vaca.
—Rebecca —dijo con voz tranquila—. Yo te he enseñado cirugía. Te he enseñado la importancia de la limpieza y el peligro de la infección. Sabes que lo que estás haciendo aquí es perjudicial. Sabes que obligas a tus hijas a correr un grave riesgo. Deja que se vayan. Porque en caso contrario, nunca más volverás a trabajar a mi lado.
La mujer kikuyu con la crucecita de oro colgada del cuello miró impasiblemente a la mujer blanca.
—Y a todas os digo —Grace alzó la voz y fue mirando a las mujeres de una en una—, que si no detenéis esta costumbre malévola ahora, nunca volveréis a ser bien recibidas en mi misión. Si enfermáis, no vengáis a mi clínica. No seréis bien recibidas.
Las mujeres le devolvieron la mirada.
—No te escucharán —dijo Wachera—, porque les he dicho que tu clínica no seguirá allí mucho más tiempo. Se acerca ya el día en que el hombre blanco abandonará la tierra de los kikuyu. Volveremos a las costumbres antiguas y seréis olvidados.
Grace miró el rostro escondido detrás de la pintura negra y blanca, el rostro de una mujer a la que había creído conocer pero que era una desconocida, ahora se daba cuenta de ello. Y Grace notó que una premonición fría y gris pasaba sobre ella como una nube que oscureciese fugazmente el sol. Pensó en los pocos miles de blancos que gobernaban a millones de africanos, oyó al oficial Shannon decir que cada vez era «más difícil controlarlos», miró los pellejos manchados de sangre y de repente supo, sin el menor asomo de duda, que acababan de cruzar algún umbral terrible, irrevocable.
Con gran dignidad, ocultando con su porte la ira de su corazón y la angustia de su alma, Grace dio la espalda a la hechicera y salió del claro. Al llegar al arco sagrado de los antepasados, oyó que detrás suyo empezaba de nuevo el cántico suave y armonioso de las mujeres africanas.