Grace dejó el bisturí y alargó la mano pidiendo una pinza hemostática. Miró a su enfermera instrumentista y exclamó:
—¡Rebecca! ¡Una pinza, por favor!
La mujer alzó la mirada de la cubeta de los instrumentos, sobresaltada. Musitó unas palabras pidiendo disculpas y colocó la pinza en la mano de Grace, luego, azorada, apartó la vista rápidamente.
Grace frunció el ceño. No era propio de Rebecca distraerse durante una operación. Era una de las mejores enfermeras instrumentistas del hospital, vigilante y entregada a su profesión, orgullosa de ser la única mujer africana de la provincia capaz de ayudar en las operaciones de cirugía. Pero esa mañana, mientras trabajaban bajo la luz del sol de octubre, Rebecca estaba distraída de un modo muy poco característico en ella.
—Otra pinza, por favor. Deberías dármelas sin necesidad de que te las pidiese.
—Perdone, memsaab Daktari.
—¿Te ocurre algo, Rebecca? ¿Deseas que te releven?
—No, memsaab Daktari.
Grace trató de leer en los ojos de la enfermera. Gran parte del rostro quedaba oculto por la mascarilla blanca, pero los ojos, que evitaron cruzarse con los de Grace, revelaban un estado de ánimo sumamente emotivo.
Otra de las razones que habían empujado a Grace a seleccionar a esa mujer kikuyu para la labor quirúrgica era su temperamento estable, unido a su serenidad en los momentos críticos. Sin embargo, esa mañana Rebecca daba muestras de agitación y de pronto Grace se sintió preocupada.
—La seda para las suturas, por favor, Rebecca —dijo Grace, tendiendo la mano en busca de algo que debería haber recibido sin necesidad de pedirlo. La operación era una histerectomía normal y corriente. Grace y Rebecca habían hecho muchas juntas, tantas, que a menudo Grace no necesitaba pronunciar ni una palabra durante toda la operación.
Pero ahora, con sorpresa y preocupación crecientes por parte de Grace, Rebecca confesó que se le había olvidado poner seda en la cubeta de instrumentos.
—Quizá sería mejor que te sustituyeran —dijo Grace, señalando a la otra enfermera africana que se hallaba presente en el quirófano. Era el miembro del equipo que no tenía un puesto fijo junto a la mesa esterilizada—. Tráeme seda para las suturas. Date prisa —le dijo Grace—. Y luego mira si hay alguien que pueda sustituir a Rebecca.
Al ocuparse nuevamente de la herida, Grace no vio que las dos enfermeras cambiaban una mirada secreta, preocupada.
—Rebecca —dijo Grace mientras se quitaba la bata blanca y los guantes—. Quiero hablar contigo.
La enfermera estaba limpiando el quirófano con gestos bruscos, chapuceros. No habían encontrado a nadie que pudiese sustituirla y se había quedado durante toda la histerectomía, cometiendo demasiados errores.
—¿Rebecca? —volvió a decir Grace.
—Sí, memsaab Daktari —dijo la mujer, sin volverse.
—¿Tienes problemas en casa? ¿Dificultades con tus hijos?
Rebecca tenía cuatro chicos y tres chicas, de edades comprendidas entre uno y catorce años; su marido la había abandonado durante el último embarazo para irse a vivir en Nairobi. Durante todos los años que llevaba trabajando con Grace en la misión, desde que se graduara en la nueva escuela secundaria para muchachas hasta su aprendizaje con Grace y sus años de trabajar en el quirófano, Rebecca había sabido evitar que su vida personal se entrometiera en su trabajo. Pero ahora Grace sospechaba que las responsabilidades de cuidar ella sola a la familia empezaban a afectarla.
Sin embargo, Rebecca se volvió hacia Grace y dijo:
—No, memsaab Daktari. No hay ningún problema en casa.
Grace intentó pensar. Recordó que esa mañana no era la primera en que Rebecca se comportaba de un modo extraño. Súbitamente, Grace recordó que, de hecho, Rebecca había empezado a cambiar más o menos el día de la gran protesta en Nairobi, hacía ya dos meses. Al pensarlo, Grace estuvo segura de que fue entonces cuando Rebecca había empezado a comportarse de una forma extraña, a los pocos días de aquella tarde terrible del asesinato de Arthur Treverton y la milagrosa fuga de David Mathenge. ¿Sería eso lo que preocupaba a Rebeca ahora? ¿Sentiría remordimientos de conciencia a causa de la temeridad de un puñado de los suyos?
Rebecca Mbugu era una cristiana devota que iba a la iglesia en Nyeri todos los domingos y colaboraba en numerosas obras de caridad. Todos sus hijos estaban bautizados e iban a escuelas de las misiones. El brutal asesinato de Arthur Treverton y la cobarde fuga de David Mathenge habían escandalizado y avergonzado a muchos kikuyu como Rebecca. A partir de aquel día la unidad dentro de la tribu parecía haberse roto; Wanjiru perdió una parte de su influencia y los africanos habían vuelto tranquilamente a sus granjas.
El impacto de aquel día parecía haber sido especialmente fuerte para Rebecca y Grace pensó que quizás había formado parte de la multitud que protestó en King’s Way.
Grace se acercó a la enfermera, apoyó una mano en su hombro y dijo:
—Si alguna vez necesitas hablar, Rebecca, o si necesitas algún otro tipo de ayuda, sabes que mi puerta siempre está abierta.
Al salir del quirófano, Grace volvió a perderse la mirada que cruzaron las dos enfermeras africanas.
La Misión Grace Treverton abarcaba casi ocho hectáreas y consistía en edificios de piedra que alojaban las escuelas primaria y secundaria, el hospital, el dispensario, el dormitorio de las enfermeras y el cobertizo para el mantenimiento de los vehículos. En el centro de estas edificaciones, que parecían una ciudad pequeña, se alzaba la imponente casa de Grace. Ocupaba el lugar donde en otro tiempo estuviera el bungalow, pero era mucho más espaciosa y había sido construida, después del incendio, para que fuese permanente.
Al cruzar la amplia extensión de césped que separaba los edificios, Grace saludó con la mano a las personas que la llamaron y oyó que en una de las aulas los niños cantaban: Old MacDonald and shamba…
Grace tenía muchas cosas en que pensar: en los Estados Unidos habían inventado una vacuna contra la fiebre amarilla; sus experimentos con cloral para el tratamiento del tétano; la necesidad de contratar a un técnico de laboratorio con dedicación completa; su proyecto de viajar al interior del África Ecuatorial francesa en Navidad. James Donald, durante un viaje al Gabón el año anterior, había conocido al doctor Albert Schweitzer, a quien había dado un ejemplar del manual de sanidad rural que escribiera Grace, Cuando el médico es usted. El doctor Schweitzer había escrito una carta a Grace elogiando su libro e invitándola a visitarlo en su clínica de Lambarené. Y como tenía el cerebro ocupado por todo esto, Grace no observó nada extraño en esa luminosa mañana de octubre.
Entre otras cosas, en el recinto de la misión reinaba un silencio desacostumbrado.
Subió los escalones de la galería, donde las fucsias importadas de California empezaban a echar hojas, y miró a su alrededor, desconcertada. Tenía por costumbre tomar té a media mañana en la galería, mientras echaba un vistazo al correo del día, y Mario nunca se olvidaba de tener la mesa puesta y la tetera abrigada. Pero la mesa aparecía desnuda, ni siquiera cubierta con un mantel blanco, y el correo de la mañana no estaba encima de ella.
—¿Mario? —llamó Grace.
No hubo respuesta.
Entró en la sólida tranquilidad de su espaciosa y majestuosa sala de estar.
—¿Mario? —volvió a llamar.
La casa se hallaba sumida en silencio. Grace entró en la cocina y vio que ni siquiera la marmita estaba preparada. La llenó de agua y la puso en el fogón, luego regresó a la sala de estar, donde encontró el correo de la mañana en una mesa grande y ornamental desde la que se divisaba el jardín de atrás.
Preguntándose dónde estaría Mario, del que cabía fiarse tanto como del amanecer, Grace echó una ojeada a los sobres.
Desde hacía ocho años James Donald tenía por costumbre escribir a Grace por lo menos una vez al mes, pero su última carta tardaba mucho, y no estaba entre las de esa mañana.
Con todo, Grace se llevó una grata sorpresa al encontrar un cheque de su editor de Londres con una carta en la que decía que, habida cuenta de los progresos de la medicina y la ciencia, tal vez era conveniente que Grace pusiera al día su manual para una nueva edición.
El correo contenía otra buena noticia: una carta del banco la informaba de que el depósito anónimo que cada año hacían en su cuenta, y que llevaba varios años sin ser aumentado, acababa de ser multiplicado por dos. Grace pensó que sin duda el rancho Donald, bajo la hábil administración de Geoffrey, marchaba viento en popa.
Dejó las demás cartas sobre la mesa, al lado de su diario, y llamó por tercera vez. Pero Mario no estaba en casa.
Al volver a la cocina para preparar el té, vio un periódico sobre la mesa, la última edición del East African Standard, que había llegado esa misma mañana y aún no había podido leer. Cuando vio el titular de la primera página dejó la tetera y tomó el periódico.
—¡Oh, Dios mío! —musitó. Luego, pensando en Mona, dobló el periódico y salió corriendo.
Entró en la casa grande por la puerta de atrás y se sorprendió al ver que no había nadie en la cocina, que los fogones estaban fríos. En el imponente comedor el reloj de caja dejaba oír fielmente su tictac en medio del silencio opresivo. La sala de estar aparecía oscura y sombría; las cabezas de impalas y búfalos miraban los sofás y las sillas que nadie había utilizado desde hacía semanas. Las superficies relucientes y la plata bruñida eran la única prueba de la presencia de un ser humano que, provisto de escoba y trapo de limpiar, pasaba alguna vez por ella.
Grace se detuvo para escuchar. Bellatu estaba tan silenciosa y era tan poco acogedora como un mausoleo. Sabía que Valentine, abrumado por el dolor tras la muerte de su hijo, estaba cazando leones en Tanganika y que Rose hacía frente a su desgracia del único modo que sabía: en su claustro del claro de los eucaliptos. Pero ¿dónde estaba Mona?
Oyó un ruido y, al volverse, vio que, después de todo, la sala de estar no se encontraba desierta. Geoffrey Donald se levantó del sofá de cuero y dijo:
—Hola, tía Grace. Espero no haberte asustado.
—¿Dónde está el servicio?
Geoffrey se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Nadie respondió cuando llamé a la puerta. La abrí yo mismo.
—¿Dónde está Mona?
—Arriba. La vi en la ventana. No quiere bajar a hablar conmigo.
—¿Has visto esto? —Grace le entregó el periódico.
Geoffrey arqueó las cejas.
—¡Caramba! Es una buena noticia, ¿verdad?
—Espero que así la considere Mona. Tal vez le dé un poco de tranquilidad. Subiré a verla, Geoff. ¿Por qué no pones la marmita en el fuego? La haré bajar a tomar el té.
«Cuando los muertos son olvidados, han muerto dos veces».
Mona no podía recordar dónde había leído esa frase. Pero no importaba; de todos modos, era verdad. Y por eso nunca olvidaría a su hermano.
Estaba sentada al pie de la ventana del dormitorio de Arthur, contemplando los inmensos cafetales que se extendían hacia el lejano monte Kenia. Sobre su regazo tenía el poema que Tim Hopkins había escrito y le había entregado la mañana del desfile y que ella no había tenido oportunidad de pasar a su hermano. Lo había leído tantas veces, que se lo sabía de memoria.
—¿Mona? —dijo Grace desde la puerta. Luego entró y comenzó a tiritar mientras se preguntaba cómo su sobrina podía soportar el frío que hacía en la habitación. Al acercarse, Grace miró a la muchacha con cara de preocupación. La chica había heredado la guapura morena de su padre, pero durante las últimas semanas se había puesto pálida. El bronceado keniano que tan común era entre los colonos británicos había desaparecido y ocupaba su lugar una blancura inquietante que realzaba sus ojos y sus cabellos negros. También había perdido peso y el vestido le venía excesivamente holgado.
—¿Mona? —dijo Grace, sentándose de cara a su sobrina—. Geoffrey está abajo. ¿Por qué no quieres verle?
Pero Mona no contestó.
Grace suspiró. Sabía que el dolor de Mona se encontraba enredado en una compleja red de culpas y castigos. Mona se consideraba culpable de la muerte de su hermano porque, según ella, de no haber insistido en que encargaran a Arthur la tarea de cortar la cinta, su hermano hubiese estado sentado en la tribuna, sin correr ningún peligro, en el momento de producirse el incidente. También culpaba a Geoffrey Donald porque, según había declarado apasionadamente, «no hacía nada» mientras asesinaban a su hermano. Valentine también era culpable por no haber afrontado mejor la protesta de los africanos y por permitir que David Mathenge se fugara; hasta lady Rose, en el confuso pensamiento de Mona, era culpable porque nunca había sido una buena madre para Arthur.
Finalmente, Mona echaba a David Mathenge la culpa de la muerte de su hermano.
Grace le enseñó el periódico.
—Es inocente, después de todo —dijo Grace mientras Mona leía—. Este otro chico, Matthew Munoro, se ha entregado a la policía y ha confesado que fue él quien apuñaló a Arthur. De modo que no fue David.
Mona tardó mucho en leer la noticia; luego Grace se dio cuenta de que no la estaba leyendo, de que sencillamente tenía los ojos clavados en la página.
—Al parecer —explicó Grace—, ha habido mucha presión en el seno de la tribu para que el verdadero asesino se presentara y exonerase a David. Los kikuyu quieren que se permita al hijo de Wachera salir de su escondrijo, pero él se niega mientras la policía le busque por asesinato. Dicen que el jefe Muchina ha caído bajo una thahu y está terriblemente enfermo. Me imagino que ese chico, Matthew, decidió que hacer frente a la justicia del hombre blanco era preferible a una thahu de Wachera.
Mona miró hacia otro lado y sus ojos se posaron en el mar de cafetos verdes que llegaban hasta las estribaciones.
—David Mathenge sigue siendo culpable —dijo en voz baja.
—Pero si tú misma dijiste a la policía que no habías presenciado el asesinato propiamente dicho. Y sólo había otra persona presente, Tim, que había perdido el conocimiento y luego reconoció no haber visto nada. Mona, ese chico ha confesado.
—David Mathenge —siguió diciendo Mona en voz baja— es culpable de la muerte de mi hermano porque fue su fuga la que causó su muerte. Tal vez él no clavó la daga en la espalda de Arthur, pero es culpable de su asesinato, de todos modos. Y algún día David Mathenge pagará su culpa.
Grace se recostó en el asiento. Aquel asunto de pesadilla había dividido a la familia Treverton. Ante ella se encontraba Mona, hundida en un cenagal de dolor y de recriminaciones contra sí misma; Valentine se había ido corriendo a desahogar su rabia y su ira impotente en las llanuras de Serengeti; y Rose se había hecho un poco más invisible entre sus preciosos árboles, y su única compañía, irónicamente, era Njeri, la medio hermana de David.
—Mona, por favor, baja y habla con Geoffrey.
—No deseo verle.
—¿Qué harás entonces? ¿No volver a ver a nadie mientras vivas? Este dolor pasará. Te lo prometo. Sólo tienes dieciocho años. Tienes todo tu porvenir por delante… matrimonio, hijos.
—No quiero casarme ni tener hijos.
—Eso no puedes decirlo ahora, Mona, querida. Tienes tanto tiempo por delante. Las cosas cambian. Si no te casas, ¿qué clase de vida llevarías?
—Tú no te has casado nunca.
Grace miró fijamente a su sobrina.
Entonces Mona, con los ojos llenos de lágrimas, le preguntó:
—¿Has estado enamorada alguna vez, tía Grace?
—Lo estuve una vez… hace mucho tiempo.
—¿Por qué no te casaste con él?
—No… no podíamos. No éramos libres.
—Te diré por qué lo pregunto, tía Grace. Es porque ahora sé que soy incapaz de amar. He pasado muchas horas sentada aquí, pensando. Y al final me he dado cuenta de que Arthur y yo éramos diferentes de las demás personas. Ahora veo que soy justamente igual que mi madre, que nací incapaz de sentir amor. Mamá nunca sintió amor por Arthur, ahora lo sé. Nunca nos ha amado a ninguno de los dos. Cuando trato de imaginarme a mi madre, ¡no puedo verla, tía Grace! —Las lágrimas rodaban por sus mejillas—. No es más que una sombra. Es una mujer incompleta. Y al igual que ella, nunca seré capaz de amar a nadie, y ahora que Arthur ha muerto, estaré completamente sola en la vida.
Cuando Mona rompió a llorar, los recuerdos invadieron el pensamiento de Grace: la aterradora noche de febrero, dieciocho años atrás, en que había traído al mundo un bebé que no respiraba, en un vagón de ferrocarril; la primera risa de Mona, sus primeros pasos; aquella criatura parecida a un mono que se había apeado corriendo de un Cadillac diciendo que habían vuelto y no tenía que ir a Inglaterra. De pronto Grace sintió cada uno de los días de sus cuarenta y siete años.
—Mona, escúchame —le dijo, tomando las manos de la joven entre las suyas—. La daga que cayó aquel día sigue cayendo. Está apuñalando toda la vida y el amor que llevas dentro. No permitas que también te mate a ti, Mona. Sal de esta habitación. Ciérrala y dile adiós al fantasma que vive en ella. Tú perteneces a la tierra de los vivos. Arthur lo hubiese querido así. Y habrá alguien, no lo dudes, habrá alguien en tu vida a quien podrás amar. Te lo prometo.
Mona se secó los ojos con el dorso de la mano. Sus ojos negros se pusieron tristes y su voz estaba llena de soledad.
—Sé lo que me depara el futuro, tía Grace. Ahora que mi hermano ha muerto, soy la heredera de Bellatu. Todo esto será mío algún día, y voy a convertir esta plantación en mi vida. Voy a aprender a dirigirla, a cultivar café, y a ser independiente. El único amo que tendré en mi vida será Bellatu. Será la única cosa que amaré.
En los ojos de Mona brillaba una luz y de pronto Grace pensó en otro recuerdo, también de dieciocho años antes. Ella y Valentine se encontraban en ese mismo sitio, en una colina yerma donde algún día se alzaría la casa, y Grace escuchaba los planes que Valentine tenía para aquellos parajes sin cultivar. Grace había captado el tono de convicción de su voz al hablar de poseer esa tierra; había visto una iluminación extraña en sus ojos negros mientras describía su visión del futuro. Y de repente Grace se dio cuenta de que volvía a ser testigo de todo ello… en la hija de Valentine.
—Será una existencia solitaria, Mona —dijo con tristeza—. Tú sola, sin ninguna compañía, en esta casa tan grande.
—No me sentiré sola, tía Grace, porque estaré muy ocupada.
—¿Viviendo sólo para los cafetos?
—Tendré un motivo para vivir.
—¿Cuál?
—Hacer que David Mathenge pague su crimen.
—Déjalo correr, Mona —susurró Grace—. Entierra tu dolor. ¡La venganza nunca ha sido un consuelo para nadie!
—Algún día volverá aquí. Saldrá de su escondrijo, de dondequiera que esté, y volverá aquí. Y cuando vuelva me encargaré de que David Mathenge pague el asesinato de mi hermano.
Una puerta se cerró de golpe abajo. Se oyeron unos pasos ruidosos en la casa y finalmente la voz de Mario sonó en el pasillo:
—Memsaab Daktari!
—Santo Dios —dijo Grace, levantándose—. Estoy aquí, Mario.
El muchacho irrumpió en la habitación.
—Memsaab! ¡En la selva! Tiene que venir.
—¿Qué ocurre?
—¡Una iniciación, memsaab! ¡Una importante! ¡Muy secreta!
—¿Dónde? ¿Una iniciación para quién?
—En las montañas. Allí. Para muchachas, memsaab.
De repente Grace comprendió el extraño comportamiento de sus enfermeras, la ausencia del servicio de Bellatu, el extraño silencio en el recinto de la misión. Se habían reunido para una gran iniciación secreta, la primera desde hacía años. Era la ceremonia prohibida de la circuncisión femenina —la clitoridectomía—, la operación que había matado a la hermana de Mario.
—Memsaab —dijo el chico—, la chica, Njeri Mathenge…
Grace pasó volando por su lado hacia las escaleras.
Mona se quedó junto a la ventana, escuchando los pasos que se alejaban. Miró al exterior y vio que Grace y Mario cruzaban apresuradamente el césped hacia el sendero que llevaba a la misión.
A los pocos momentos un coche llegó de la otra dirección. Al ver que de él se apeaba un oficial de distrito, Mona se apartó de la ventana y bajó a recibirle.
Geoffrey se levantó al entrar ella en la sala de estar.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Acaba de llegar un policía. Sin duda se trata de algo relacionado con la iniciación.
Pero no era ése el motivo de la visita del policía. Traía un telegrama y se lo entregó a Mona.
—Es para la doctora Treverton, pero en la misión nadie sabía dónde estaba. Pensé que tal vez usted podría hacérselo llegar.
Mona miró el sobre amarillo y frunció el ceño. Al ver que el telegrama procedía de Uganda, lo abrió rápidamente.
Era de Ralph, el hermano de Geoffrey, y decía: TÍA GRACE. GRAVE BROTE MALARIA. MAMÁ HA MUERTO. PAPÁ MORIBUNDO Y PREGUNTA POR TI. VEN EN SEGUIDA. TRAE GEOFFREY.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Mona.
Geoffrey cogió el telegrama y, antes de que pudiera reaccionar, Mona ya bajaba corriendo hacia el río.
Al llegar al risco, desde donde se divisaban el recinto de la misión, el campo de polo y la choza de Wachera, Mona no vio a su tía en ninguna parte.