30

Arthur Treverton hacía votos para que no le diese un ataque.

El desfile iba a ser el mayor de los celebrados en Kenia hasta la fecha, y él sería la más importante de cuantas personas participarían en él. El ansioso muchacho de quince años tenía la impresión de que los ojos de la colonia estarían puestos en él cuando inaugurase oficialmente la semana de celebraciones. Iba a ser su primera oportunidad de demostrar definitivamente su aptitud.

Habían puesto una cinta roja de un lado a otro de la calle principal de Nairobi y en el momento señalado Arthur, que cabalgaría al frente del desfile, bajaría galopando por la calle sin asfaltar, con el sable en ristre, y la cortaría ante cientos de espectadores, y a partir de ese momento Central Road pasaría a llamarse oficialmente Avenida de Lord Treverton.

Arthur estaba nervioso y excitado. Las tribunas que se habían erigido a ambos lados de la calle, entre el hotel Stanley y Correos, aparecían llenas de personas importantes, tanto de la colonia como venidas de fuera. Su madre, lady Rose, ya se encontraba bajo su marquesina especial, sonriendo serenamente, como una reina. A su lado, su padre, el conde, estaba sentado bajo un retrato del rey. El muchacho sabía que su padre le observaría con la mirada crítica y desapasionada que Arthur había aprendido a temer y adorar.

Pero aún más importante que complacer a su padre sería el papel que hiciese ante Alice Hopkins, que por ser propietaria del segundo rancho en orden de importancia de Kenia, también tenía una plaza en las codiciadas tribunas.

Alice Hopkins contaba veintidós años de edad y no destacaba por su belleza ni por su encanto, pero era toda una leyenda en el África Oriental, pues se había puesto al frente de un rancho de más de treinta mil hectáreas a raíz de la muerte repentina de sus padres hacía seis años, cuando ella tenía sólo dieciséis. Todo el mundo había dicho que ella sola no conseguiría sacar adelante la enorme finca, y se había especulado mucho sobre quién sería el afortunado comprador de la misma. Valentine Treverton se había contado entre los posibles compradores y, como otros muchos, había quedado impresionado al ver cómo la joven Alice luchaba por conservar sus tierras y explotarlas sin más ayuda que la de un puñado de africanos leales y su hermano, Tim, cinco años más joven que ella. Pese a las enormes dificultades, Alice había conseguido salvar las ovejas y el sisal, no contraer deudas y librarse del acoso de los cazadores de fortuna y a sus veintidós años gozaba de una sólida y próspera independencia.

Y a cambio de todo ello había pagado un solo precio: su feminidad.

Era a la dura y severa Alice Hopkins, cuya boca ya no recordaba cómo se sonreía, sentada con sus pantalones de color caqui y su camisa de confección casera, el rostro tostado por el sol oculto bajo las anchas alas de un sombrero de hombre, a quien Arthur Treverton esperaba impresionar y conquistar en esa tarde de agosto, porque Alice se interponía entre él y Tim Hopkins, su hermano de diecisiete años, de quien Arthur estaba desesperadamente enamorado.

El desfile iba a celebrarse en los terrenos del hotel Norfolk. Debajo de los árboles había mesas cargadas de champán y viandas y se escuchaba la música de un gramófono. Eran principalmente jóvenes quienes habían construido las plataformas con ruedas y montarían en ellas, y en ese momento se afanaban dando los últimos toques a la indumentaria y comprobando los motores de los coches que remolcarían las plataformas, y sus risas y su excitación llenaban la fresca mañana de agosto.

—¿Estoy bien así, Mona? —preguntó Arthur a su hermana, alisándose con las manos la guerrera del uniforme que le habían prestado.

—¡Estás imponente! —contestó Mona, dándole un fuerte abrazo.

Mona pensó que era maravilloso que Hardy Acres júnior, hijo del banquero, prestase a Arthur su uniforme de los Rifles Africanos del Rey. Al ponérselo, la estatura de Arthur había parecido crecer dos palmos. Mona rogaba a Dios que su hermano hiciera un buen papel ese día. Abrir el desfile significaba tanto para él.

Arthur no tenía ni idea de que su hermana había hecho que a él le cupiese el honor de cortar la cinta. Al enterarse de que la distinción iba a concedérsele al sobrino del gobernador, y al ver la cara de envidia de su hermano al oír la noticia, había comenzado una campaña secreta para persuadir a su padre de que el privilegio de inaugurar la Avenida de Lord Treverton lógicamente debía corresponderle a un Treverton. Valentine había acabado cediendo, aunque Mona sabía que no era porque estuviese de acuerdo con ella, ni porque le importara lo que ella pensaba, sino porque ella sabía ponerse realmente pesada cuando abrazaba una causa. Mona sabía manejar a lord Treverton. No utilizaba el amor de su padre como medio de salirse con la suya, como lo hacían otras hijas, porque sabía que tal amor no existía. Lo que hacía Mona era persistir hasta que su padre, deseando que lo dejara en paz, daba su brazo a torcer.

Y al final su padre había confesado que, si bien no le atraía la idea de ver a su hijo galopando por Central Road con un sable, tenía que reconocer que al menos Arthur haría algo varonil, para variar.

El niño no sabía nada de todo esto. Mona lo protegía de las hirientes realidades de la vida y de gran parte de la decepción que causaba en su padre. Lo único que sabía Arthur era que por alguna razón el gobernador había cambiado de parecer e invitado al honorable Arthur Currie Treverton a inaugurar las celebraciones en vez de conceder ese honor a su sobrino. De ello hacía ahora cuatro semanas y desde entonces Arthur parecía otro.

—Quedaré bien, ¿verdad? —dijo a su hermana mientras ella le arreglaba el cuello de la camisa.

—De maravilla.

—¿Y si me da un ataque?

—¡Imposible! No has sufrido ninguno desde hace un año, ¿verdad? ¡Oh, Arthur, estarás estupendo! ¡Me siento tan orgullosa de ti!

Arthur sonrió de oreja a oreja. No recordaba la última vez que alguien se había sentido orgulloso de él. Probablemente nunca. Adoraba a su hermana; Mona siempre se las arreglaba para darle confianza en sí mismo. Se alegraba de que ya no estuviera en la escuela y viviese siempre en casa. La esperanza secreta de Arthur era que Mona no se casara con Geoffrey Donald, porque entonces se trasladaría a Kilima Simba y él volvería a quedarse solo en Bellatu.

—¿Me harías un favor? —preguntó Arthur en voz baja, echando una mirada a la multitud que se preparaba para presenciar el desfile.

—Sabes que sí. —Mona era capaz de hacer cualquier cosa por su hermano menor. Después de todo, con la madre de ambos viviendo su propia vida en el claro de los eucaliptos y el padre raramente en casa, en realidad lo único que tenían en el mundo era su compañía mutua. También Mona se alegraba de haber dejado la escuela y vivir en casa, y daba la coincidencia de que también ella pensaba que no quería casarse con Geoffrey Donald—. ¿De qué favor se trata, Arthur?

El muchacho se sacó un sobre de la manga y se lo puso en las manos.

—Dale esto a Tim, ¿quieres?

Mona se metió el sobre en el corpiño de su disfraz de mujer del harén. Mona hacía las veces de intermediaria entre los dos chicos. Se alegraba de que por fin Arthur tuviera un amigo, pese a lo que la gente murmuraba sobre su relación.

—El beso de la buena suerte —dijo, besando a su hermano en la mejilla. Luego, haciendo una pausa para mirarle, para mirar el rostro de muchacho tierno bajo la gorra de oficial, y pensando que cuidaría de él a partir de ese momento, Mona dio a su hermano un último abrazo y se fue en busca de Tim Hopkins.

El tema del desfile era la apertura de África por el hombre blanco. Aunque los británicos estaban presentes en la costa de Kenia desde hacía más de un siglo, el año 1887, ahora hacía cincuenta, había sido elegido como «fecha de fundación» porque fue el año en que se fundó en Mombasa la primera misión. Geoffrey Donald, que iría con Mona en la carroza Vasco de Gama, disfrutaba de una notoriedad sin par porque su abuela había sido una de las primeras misioneras, mientras que su padre, sir James, nacido en 1888 del matrimonio entre la misionera y su esposo explorador, gozaba del honor singular de ser uno de los primeros hombres blancos nacidos en Kenia.

Vestido con un jubón isabelino y una chaqueta acolchada para representar al explorador portugués Vasco de Gama, Geoffrey dio la vuelta a la plataforma para inspeccionar el modelo de la ciudad de Malindi construido con cartón piedra, igual que los bosquecillos de palmeras cocoteras, y se dijo que ojalá su padre hubiese podido asistir a las celebraciones de ese día. El desfile no era más que el principio de una semana de festejos y hubiera sido justo que sir James Donald pudiera disfrutar del prestigio y el reconocimiento que le correspondían legítimamente. Pero se había producido otro brote de melanuria en Uganda y sus padres estaban en la jungla, ayudando a las tribus afectadas por la enfermedad.

Terminó la inspección de la carroza, convencido de que era la mejor de todas y que sería una representación perfecta del encuentro histórico entre Vasco de Gama y el sultán de Malindi en 1498. Después de asegurarse de que el camión enganchado a la enorme plataforma con ruedas sería capaz de arrastrarla por Government Road, Geoffrey volvió a buscar a Mona entre la muchedumbre.

Divisó a la muchacha en el otro extremo del jardín, riéndose con Tim Hopkins. Geoffrey hizo una mueca y se preguntó por qué Mona malgastaba su tiempo con Tim Hopkins cuando no era ningún secreto que Tim sólo tenía ojos para el hermano de la muchacha.

Su enfado se disolvió al fijarse en el disfraz de Mona.

Debajo de la capa de seda rosa brillante que le cubría de la cabeza a los pies, Geoffrey podía distinguir la falda de mujer del harén, tan transparente, que casi se le veían las piernas. También podía ver el corpiño ceñido que era como el que usaban las mujeres asiáticas de Nairobi, con ribetes de oro y dejando las costillas al descubierto. Aunque era cierto que Mona llevaba el rostro recatadamente cubierto por un velo y que la capa color de rosa le cubría la cabeza y que no se le veía nada más, exceptuando las manos y los pies, Geoffrey se sintió levemente escandalizado al pensar que el disfraz era extremadamente atrevido y provocativo.

Tim Hopkins, que lucía un anticuado equipo de safari y un salacot Victoriano, debía representar al famoso explorador sir Henry Morton Stanley. En una carroza adornada con árboles y enredaderas de la jungla, Tim adoptaría una pose histórica con Hardy Acres júnior —en el papel de doctor Livingstone— conmemorando el día de 1871 en que el explorador encontró al doctor «perdido».

Geoffrey se acercó a Mona para hacerla volver a su carroza y procuró no entablar conversación con el guapo y joven Tim, que lo hacía sentirse decididamente incómodo. Pero resultó inevitable. Al verle, Tim le dirigió su brillante sonrisa y dijo:

—¡Hemos estado hablando de las comparsas del Fuerte Jesús, Geoff!

—¿Sí? Vamos, Mona, que el desfile está a punto de empezar.

—¡Míralos, Geoff! —dijo Mona, señalando la plataforma que sostenía una reproducción de la balsa del fuerte costero. La escena representaba el año en que los portugueses fueron víctimas de la peste y los que subían a bordo con sus disfraces parecían estar interpretando su papel con bastante realismo.

—Anoche se pasaron un poco con el champán —dijo Tim—. ¡Todos tienen resaca!

Geoffrey tomó el brazo de Mona.

—Tu hermano está a punto de ponerse en marcha. Será mejor que subamos a nuestra plataforma.

—Pero si ni siquiera ha montado aún en su caballo —dijo Mona, tratando de soltarse y sonriendo para disimular su irritación. El espíritu posesivo de Geoffrey comenzaba a resultarle pesado—. Tengo que buscar a la tía Grace. Tiene un par de pendientes que completarán mi disfraz. ¡Recuerda que soy la esposa favorita del sultán! —Volviéndose rápidamente para que Geoffrey no la viera, Mona se metió un papel doblado en el corpiño; Tim acababa de entregárselo para que se lo diera a su hermano después del desfile—. ¡Nos veremos en la plataforma, Geoff!

Grace se encontraba en la veranda del hotel, mirando con expresión preocupada hacia el cuartelillo de policía de King’s Way, que estaba en la otra acera.

Al parecer, estaba pasando algo. Se advertía una actividad desacostumbrada en las proximidades del cuartelillo. Demasiados policías…

En la galería había bastantes personas además de Grace. Eran las que no tenían ningún asiento de tribuna ni ganas de quedarse de pie en la calle para ver pasar el desfile. Preferían sentarse cómodamente con sus ginebras y presenciar la salida. Sin quitar ojo del cuartelillo, Grace oía fragmentos de conversación.

—Digo yo que la invasión de Etiopía por los italianos es lo mejor que nos ha pasado —dijo la voz de un ganadero que Grace conocía—. Estoy ganando el dinero a espuertas suministrando carne al ejército italiano. Pregúntale a Geoffrey Donald. ¡Hacía años que su rancho no iba tan bien!

—A todos nos ha beneficiado —dijo su compañero—. Mientras a los italianos no se les ocurra seguir bajando e invadir Kenia.

—Ni lo pienses, Charlie.

—En Europa se está preparando una guerra. Ya lo verás.

Sobresaltada, Grace miró a los dos hombres.

«Se está preparando una guerra…».

—Si hay algo que no soporto —dijo otra voz desde el extremo más alejado de la galería— es un negro educado que sube de Nairobi vestido con un traje y luciendo una corbata chillona, hablando el inglés de la corte y creyendo saberlo todo.

Grace volvió a dirigir su atención al cuartelillo de policía, que era un edificio con tejado de cinc. David Mathenge estaba ahí dentro, entre rejas. Grace se había disgustado al enterarse de su detención la semana anterior, ya que sabía lo mucho que el jefe Muchina odiaba al muchacho y el trato que daban en la cárcel a ciertos prisioneros «especiales». Grace sentía afecto por el hijo de Wachera; lo había visto crecer y convertirse en un joven excelente y educado. David nunca había mostrado amistad por Grace, pero existía una especie de respeto cauto entre ellos. Siempre que lo veía, Grace recordaba, sin poderlo evitar, la noche de la primera fiesta de Navidad en Bellatu, hacía casi dieciocho años ya, y la trágica muerte del jefe Mathenge.

«Se parece mucho a su padre», pensó en ese momento.

Un camión se detuvo delante del cuartelillo y varios hombres uniformados y armados subieron a la caja. Mientras el vehículo se alejaba velozmente calle abajo, Grace sintió crecer su ansiedad.

¿Se preveían complicaciones?

Un oficial salió por la puerta principal del cuartelillo, ajustándose la gorra y dando órdenes a alguien que estaba dentro. Cuando echó a andar calle abajo Grace lo llamó.

—Buenos días, doctora Treverton —dijo el oficial, acercándosele.

—¿Puede decirme qué es lo que pasa, teniente?

—¿Pasar?

—Sus hombres parecen especialmente ajetreados esta mañana. ¡No puede ser por el desfile!

El teniente sonrió.

—Oh, no es nada que deba preocuparla, doctora. Sólo un asuntillo de los nativos del interior. Lo estamos investigando.

—¿Qué clase de asuntillo?

—Nos informaron que había una concentración de indígenas kikuyu en las afueras de Nairobi. Dicen que han venido de todas partes. Algunos de sitios tan al norte como Nyeri y Nanyuki. Ahora mismo nos dirigíamos hacia allí para vigilarlos.

Grace sintió frío. Los kikuyu llegaban de sitios tan alejados como Nyeri.

—¿Qué supone usted que significa eso?

—¿Quién sabe? Pero le aseguro que no hay por qué preocuparse, doctora. Nos encargaremos de que no echen a perder el desfile. Buenos días tenga usted.

Mientras lo veía alejarse, Grace no pudo sacudirse de encima la impresión de que debajo de la sonrisa y de la tranquilidad había un policía muy preocupado.

—¡Ah, estás ahí! —dijo una voz a sus espaldas.

Al volverse, Grace vio que su sobrina aparecía en la galería envuelta en una nube de seda rosa, los ojos sonriendo por encima del velo que le cubría el rostro. Grace también vio que algunos hombres volvían la cabeza.

—Deberías ir al Stanley, tía Grace. El desfile va a empezar de un momento a otro.

Grace consultó su reloj. Había ido al Norfolk con Mona y Arthur para ayudarles con los disfraces y las carrozas. Tenía reservado un asiento en las tribunas, y ya era hora de ir a aparcar el coche en las calles de atrás para estar presente cuando Arthur cortase la cinta que iba de una a otra acera de la Avenida de Lord Treverton.

—¿Qué ocurre, tía Grace? Te veo deprimida. Si estás preocupada por Arthur, ¡olvídalo! Está tan bien. Deberías verle montado en su caballo. ¡El uniforme le ha dado muchísima confianza en sí mismo! Estoy impaciente por ver la cara que pondrá esta noche cuando vea la sorpresa que tengo para él.

—¿Qué sorpresa? —preguntó Grace, distraída.

—¿No te acuerdas? ¡El rifle para cazar elefantes!

—Ah, sí. Pero no estaba pensando en Arthur. —Grace pensaba en la desacostumbrada actividad de la policía, en la concentración de kikuyu en las afueras de la ciudad, y se daba cuenta de que no podía tratarse de una coincidencia en el día del gran desfile. Los africanos tramaban algo…—. Pensaba en David Mathenge —dijo—. Está en esa horrible cárcel.

La sonrisa de Mona se esfumó durante unos instantes. Miró hacia el cuartelillo y una expresión sombría e intensa apareció fugazmente en su cara; luego volvió a sonreír.

—¿Qué te parece mi disfraz? —preguntó, dando la vuelta.

Grace sonrió forzadamente. El atuendo de Mona le parecía demasiado indecente. Pero en seguida se recordó a sí misma que estaban en 1937 y que los jóvenes de ahora eran muy diferentes de los de sus tiempos. Además, Mona no había podido elegir el papel que representaría en el desfile. Las mujeres que iban en las plataformas habían tenido trabajo para encontrar personajes históricos del pasado de Kenia que pudieran representar, a menos que, como Sukie Cameron, se disfrazaran de hombre. Había más que suficientes hombres en la historia de África, desde sultanes y exploradores hasta comerciantes y cazadores, pero las mujeres se encontraban tristemente ausentes, como si no hubieran existido. De manera que Mona y sus amigas habían tenido que conformarse con papeles tan deslucidos como el de mujeres del harén y esposas de hombres famosos.

Ningún africano tomaría parte en el desfile y tampoco se representarían figuras históricas africanas.

—Vámonos, pues —dijo bruscamente Grace, volviendo la espalda al cuartelillo de policía y a su creciente preocupación—. ¡Vamos a llevarte al harén antes de que a Vasco de Gama le dé un ataque!

En ese mismo momento, Arthur, que se disponía a montar en su caballo, tenía exactamente la misma preocupación: un ataque.

No le había dado ninguno desde hacía más de un año. Los sencillos bromuros y sedantes de la tía Grace eran un paliativo maravilloso para su enfermedad incurable. A pesar de ello, la amenaza de un ataque se cernía día y noche sobre Arthur Treverton como un hacha pendiente de un hilo. Nunca sabía cuándo le iba a dar uno, qué lo provocaría, dónde estaría al desplomarse, y ante quién quedaría en ridículo. Por estas razones Arthur nunca había ido a la escuela, no podía viajar solo a ninguna parte, tenía prohibido manejar armas de fuego y jamás le permitirían hacer el servicio militar. Arthur soñaba con hacer todas estas cosas algún día.

Más que los preceptores particulares, lo que le molestaba era perderse la camaradería de los chicos, pertenecer a clubs y formar parte de equipos de rugby. Tampoco le importaba que las niñeras lo vigilasen cuando iba de safari; lo que sí le fastidiaba era que su padre no le permitiera ir armado. En cuanto al ejército, tenía que descartar toda idea de que le admitiesen. Arthur pensaba que era indigno del hijo de un conde no tener colores de la escuela ni trofeos, cuernos de búfalo o colmillos de elefante cobrados por él mismo, ni tener la más remota posibilidad de recibir medallas por sus servicios en la guerra. Algún día Arthur sería lord Treverton y sabía que iba a sentirse como un impostor.

Como se sentía en ese momento, vestido con el uniforme que le habían prestado. Nunca poseería un uniforme igual, nunca entraría en combate —aunque todo el mundo decía que en Europa no tardaría en haber otra guerra— y jamás le darían la oportunidad de demostrarle al mundo que dentro del muchacho epiléptico se escondía un hombre.

Por todos estos motivos, Arthur detectaba su debilidad física y había sido desgraciado toda la vida. Hasta el día que conoció a Tim Hopkins.

Había sido durante la semana de carreras del año anterior. Arthur había ido a Nairobi con su padre y Geoffrey Donald, que tenían caballos inscritos en todas las carreras, y había conocido a Tim en la tienda donde se servían refrescos. La amistad había empezado de un modo incierto y tentativo entre el chico de catorce años y el de dieciséis, pues ambos eran dolorosamente tímidos y estaban poco acostumbrados a trabar conversación con desconocidos. Pero luego, mientras bebían té y comían bizcochos, poco a poco habían descubierto algo de lo más asombroso: que tenían muchas cosas en común.

A raíz del presunto asesinato de sus padres a manos, según los rumores, de borrachos de la tribu wakamba, la testaruda hermana de Tim, Alice, había sacado al pequeño de once años de la escuela y le había puesto a trabajar, pues se proponía salvar el rancho. Durante los años siguientes Tim había recibido una educación esporádica de diversos preceptores, no había podido ingresar en ningún club o equipo deportivo, nunca había participado en safaris de caza sólo por los trofeos, y ahora, por culpa de una debilidad pulmonar causada por los años de arduo trabajo en la infancia, se hallaba exento del servicio militar.

Arthur y Tim habían notado inmediatamente algo conocido y consolador el uno en el otro y en seguida se habían hecho grandes amigos.

Pero durante el último año ciertos obstáculos habían impedido el desarrollo de su relación. La hermana de Tim, Alice, protegía ferozmente al muchacho y sentía celos de cualquiera que buscase el cariño y la atención de Tim; y el padre de Arthur, Valentine, pensaba que Tim Hopkins era demasiado vulgar, de extracción demasiado humilde, para su hijo. Así que los muchachos robaban momentos cuando podían: durante las celebraciones del cumpleaños del rey, en todas las semanas de carreras de Nairobi, en la víspera de Año Nuevo en el Norfolk, y hacía sólo un mes, cuando toda Kenia había acudido al lago Naivasha para presenciar la llegada del primer hidroavión de la Imperial Airways procedente de Inglaterra.

Incluso se carteaban. Y era una carta en particular la que había empujado al padre de Arthur a darle una paliza con el cinturón al mismo tiempo que le prohibía volver a ver a Tim Hopkins.

Arthur pensó en ello en ese momento, sentado en su caballo, guapo y deslumbrante con el uniforme de otro, esperando que las campanas de la iglesia dieran la hora, momento en que comenzaría su histórico paseo a caballo por Government Road.

«¿Y si me da un ataque? ¿Y si me caigo delante de Tim? ¿Se escandalizará? ¿Sentirá repugnancia? Debería habérselo dicho…».

El amor que Arthur sentía por Tim no podía expresarse con palabras. Era la razón de la paliza que le propinara su padre. Lord Treverton había encontrado la carta dirigida a Tim y se había puesto furioso al leer la palabra «amor». Había sido el detonante de la paliza que Arthur había recibido sin alzar un brazo para defenderse, pues no entendía por qué su padre gritaba tanto, acusándole de algo antinatural y usando palabras que Arthur nunca había oído. Había recibido los golpes sin protestar y había llorado hasta muy entrada la noche, las señales rojas quemándole la espalda. Había intentado comprender lo ocurrido, y lo mismo hacía en ese momento. Pero lo único que sacaba en claro era el amor mutuo que Tim y él se tenían, la admiración, el vínculo de lo compartido, la fuerza que se daban el uno al otro, y el solaz que intercambiaban en un mundo hostil y confuso. Era la única cosa que finalmente proporcionó felicidad a Arthur Treverton en su vida solitaria y desconcertada.

En los últimos segundos que precedieron al comienzo de su espectacular paseo hasta la cinta roja, Arthur decidió que, exceptuando la amistad de Tim, nada significaba tanto para él como la aprobación de su padre. Quería una oportunidad de demostrarle al conde que era un hombre y no un «marica», como decía su padre. Arthur deseaba con desesperación que le dieran la oportunidad de hacer algo más heroico que cortar una cinta.

Al oír murmullos en las plataformas que tenía detrás, Arthur se volvió en la silla de montar y vio que la gente se dirigía hacia el lugar donde iba a celebrarse el desfile. Miró su reloj y vio que era tarde. Había estado soñando despierto mientras esperaba oír las campanas de la iglesia y no se había dado cuenta de que el momento previsto llegaba y se iba sin que las campanas sonaran.

—¿Qué pasa? —preguntó a Geoffrey Donald.

—No lo sé. Pero parece que ocurre algo. Iré a ver.

Arthur vio que su hermana se encaramaba a un minarete de su plataforma, la seda color de rosa revoloteando a impulsos de la brisa, y que hacía visera con una mano para mirar por encima de las cabezas del gentío.

—¿Qué es, Mona? —preguntó.

—No consigo distinguirlo. Parece que hay algo que baja por la calle. La policía…

Unos lejanos gritos de ira hicieron callar al público. Los espectadores se miraron unos a otros mientras algunos hombres saltaban de las plataformas y se apeaban de los camiones. Un hombre apareció corriendo y todos le reconocieron: era el que tenía que hacer sonar las campanas de la iglesia.

—¡Los he visto! —exclamó el hombre—. ¡Desde el campanario! ¡Los negros marchan sobre Nairobi! ¡Los hay a miles!

Estalló el caos y Arthur trató de dominar su caballo mientras la gente empezaba a salir corriendo de los jardines del hotel.

—¡Mona! —llamó Arthur—. ¿Ves algo?

—Todavía no. Es difícil… —Se quitó la mano de la frente—. ¡Oh, Dios mío!

—¿Qué ocurre?

—¡Vienen por King’s Way! Parece que se dirigen hacia el cuartelillo de la policía.

—¿Qué quieren?

—No consigo verlo. Pero llevan pancartas. Ayúdame a bajar de aquí, ¿quieres, Arthur?

Arthur galopó hasta la plataforma que representaba Malindi, en la que ya no quedaba nadie excepto la joven esposa del harén, a quien se le cayó el velo, dejando la cara descubierta, al bajar apresuradamente del minarete del palacio del sultán. Mona subió a la grupa del caballo de su hermano y salieron a la calle delante del hotel Norfolk, donde encontraron un cordón de policías armados con fusiles que cortaban el paso.

Arthur y Mona se quedaron detrás de la multitud y a lomos del caballo contemplaron el avance lento e ininterrumpido de una gran muchedumbre que bajaba por la calle. Cuando los africanos estuvieron más cerca los europeos pudieron ver que el hombre del campanario había dicho la verdad: eran miles.

Mona apretó con fuerza la cintura de su hermano.

A pesar de su número, los kikuyu marchaban en silencio y ordenadamente, con decisión, hacia el cuartelillo de la policía; algunos llevaban pancartas en las que se leía LIBERTAD PARA DAVID MATHENGE y UNA UNIVERSIDAD PARA LOS AFRICANOS. Mona quedó asombrada al ver su aparente organización y su silenciosa cohesión, pues creía que los africanos eran incapaces de ello. Entonces vio que la probable razón marchaba a la cabeza de la multitud: una joven a la que Mona reconoció porque en otro tiempo era alumna de la escuela primaria de la tía Grace.

La gran masa de africanos que seguían a Wanjiru era temible en su silencio. Unificados de esta manera, como el hombre blanco nunca había visto, representaban una amenaza temible y colectiva que heló la sangre de todos los policías que formaban el cordón. Aunque había mujeres y niños entre el gentío, y ninguno de los africanos iba armado, y ninguno gritaba ni hacía gestos amenazadores, el terror cundió entre los europeos que se encontraban en el otro extremo de la calle.

Mona contemplaba la escena como si estuviera hechizada, preguntándose cómo lo habrían conseguido; qué misteriosa red de comunicaciones había llegado a todos los rincones de la provincia y reunido a tanta gente para un único propósito. También se preguntó qué los uniría y controlaría en ese momento. Miró con atención a la joven que iba a la cabeza de la multitud que avanzaba. Caminaba con orgullo y había rebeldía y valor en sus andares, en el movimiento de sus brazos largos. Y cuando alzó la mano para que la multitud se detuviera y pidió a voz en grito que pusieran en libertad a David Mathenge, había algo en su voz que los europeos nunca habían oído en un africano.

El silencio se enseñoreó de la escena. Los policías apuntaban con sus fusiles, el dedo en el gatillo; los europeos miraban; los africanos esperaban.

Entonces se oyó un ruido lejano, el motor de un coche que se aproximaba a toda velocidad, por detrás de los europeos. Arthur tiró de las riendas para que el caballo se hiciera a un lado y la gente se apartó para dejar paso al gobernador y a Valentine Treverton. Mona miró a su padre cuando pasó por delante de ella. ¡Con qué decisión caminaba directamente hacia una crisis, sin el menor asomo de miedo!

El gobernador subió los escalones del cuartelillo y miró con severidad el mar de cabezas africanas que se extendía ante él; parecía un padre amonestando a sus hijos.

—Vamos, vamos —dijo—. ¿Se puede saber a qué viene todo esto?

Wanjiru dio unos pasos al frente.

—¡Dadnos a David Mathenge! —gritó.

El gobernador no salía de su asombro. ¿Una chica conducía a la multitud?

—Vamos a ver. Sabéis que esto no os está permitido. Id todos a casa.

—¡Dejad en libertad a David Mathenge! —insistió Wanjiru.

Valentine se colocó al lado del gobernador y miró a la multitud con expresión ceñuda.

—¿Creéis que es forma de hacer las cosas? ¿Con una demostración de fuerza?

Wanjiru avanzó hasta el pie de los escalones, apoyó las manos en las caderas y dijo:

—¡Os estamos hablando en el único lenguaje que conocéis! ¡La fuerza es lo único que entendéis! —habló de modo convincente, con el terso y melodioso acento británico del africano educado—. Así es cómo votamos los kikuyu. No metemos papelitos en una caja secreta, como hacéis vosotros, que teméis expresar vuestras opiniones. Nosotros lo hacemos abiertamente. Votamos mostrándonos. Y lo que hemos votado es que pongáis en libertad a David Mathenge.

—Su detención fue completamente legal —dijo el gobernador.

—¡No es verdad! —Wanjiru se sacó un papel del bolsillo y lo agitó ante los dos hombres blancos—. Esto es lo que estaba haciendo David Mathenge cuando Muchina lo detuvo. ¡En este papel se pide una universidad para los africanos en Kenia! ¡David Mathenge estaba actuando pacíficamente y dentro de la ley cuando Muchina ordenó que se lo llevasen encadenado! ¡No tenéis ningún derecho a encarcelarle!

Mona sintió que el pulso se le disparaba al escuchar la voz de Wanjiru. Vio la pasión que había en la actitud de la muchacha y pensó:

«Está enamorada de David».

Mona miró las caras negras que llenaban toda la calle y se perdían de vista al doblar la esquina y se sintió amenazada y excitada al mismo tiempo. Tenía la sensación de ser testigo de algo profundamente significativo.

—¡Dadnos nuestra universidad! —exclamó uno de los kikuyu.

Los demás asintieron con la cabeza a la vez que se oía un murmullo bajo y la multitud empezaba a moverse nerviosamente.

—Santo Dios —dijo Arthur en voz baja a su hermana—, dudo que esa chica pueda contenerlos mucho más tiempo. A la más mínima esta gente se desmandará y entonces habrá derramamiento de sangre.

El gobernador hizo una señal a un oficial que se encontraba en el porche y le susurró algo. El hombre saludó y se alejó apresuradamente.

—Os lo digo por última vez —dijo el gobernador—. Enviadme una delegación. Elegid a tres o cuatro hombres entre vosotros y escucharé vuestras quejas. ¡No pienso tolerar más amenazas!

—¡Vosotros sois los que nos amenazáis! —exclamó Wanjiru—. ¡Con vuestros policías y vuestras leyes y vuestros impuestos! No tenéis ningún derecho a prohibir nuestras costumbres tribales. ¡No tenéis ningún derecho a prohibir que celebremos nuestros cultos ante las higueras sagradas ni que circuncidemos a nuestras muchachas! ¡Nos amenazáis con borrar por completo nuestra forma de vida! ¡Nos amenazáis con hacer desaparecer nuestra raza! Si no nos dais lo que queremos, convocaremos una huelga general. Todos los africanos de Kenia se sentarán con los brazos cruzados. ¡Tú! —señaló a Valentine con un dedo acusador—. ¡Mañana te levantarás y pedirás a tu criado que te sirva el té! ¡Y te quedarás sin té!

El gobernador hizo un gesto de impotencia.

—Los hombres blancos irán a sus oficinas —continuó Wanjiru— y se encontrarán sin empleados que les hagan el trabajo. Las memsaabs llamarán a sus criadas africanas, pero se habrán ido.

—¡Os doy un minuto para que despejéis la calle!

—Mira allí arriba, Mona —dijo Arthur en voz muy baja.

Mona alzó la mirada y vio soldados apostándose en el tejado del cuartelillo de policía y detrás de las paredes del recinto. Un camión se acercó en silencio; en su caja había una ametralladora.

—Cielo santo —susurró.

—Será mejor que nos marchemos de aquí.

—¡Mira, Arthur! ¡Ahí detrás pasa algo!

Al volverse, Arthur vio lo que ninguno de los europeos ni los policías habían visto: una actividad sospechosa y furtiva tenía lugar detrás de la cárcel.

—¿Qué crees que será? —preguntó Mona.

—Me imagino que tratan de sacar a David Mathenge de la cárcel. —Entonces Arthur vio algo más: Tim Hopkins, con su disfraz de Stanley y su fusil, avanzaba lentamente, sin ser observado, hacia la parte posterior de la cárcel.

Mona empezaba a sentirse asustada de verdad.

—¿No te parece que deberíamos advertir a la policía?

—No. Podríamos provocar una matanza general. Tim ha tenido una buena idea. —Arthur tiró de las riendas y condujo su caballo hasta el hotel Norfolk, donde depositó a su hermana en la galería.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mona en un susurro.

—Entra en el hotel, Mona, y si hay tiros, no salgas. ¿Me has oído?

—¡Arthur! Quédate aquí, por favor. No te metas.

—Voy a ayudar a Tim, Mona. Podemos impedírselo discretamente y evitar un incidente.

—¡No vayas, por favor, Arthur!

Arthur dio media vuelta y se alejó.

Mona vio que obligaba al caballo a andar despacio para no llamar la atención. De pronto su hermano le pareció terriblemente joven y terriblemente viejo al mismo tiempo. Su rostro era tan terso y dulce, todavía el de un adolescente, pero la expresión de sus ojos y el tono de su voz le dijeron que Arthur había crecido en cuestión de unos minutos.

Vio que daba la vuelta al grupo de europeos y se acercaba subrepticiamente a la parte posterior de la cárcel, mientras seguía escuchando al gobernador y a Wanjiru, que todavía discutían acaloradamente. De pronto Mona comprendió lo que pasaba. Ése era el objetivo de la muchacha: distraer la atención de las autoridades mientras unos cuantos de los suyos liberaban a David.

Asustada y preocupada por su hermano, Mona se ajustó la capa color de rosa, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, y echó a andar en la misma dirección que su hermano, hacia la parte de atrás de la cárcel.

Mientras Wanjiru, a sus diecisiete años, seguía asombrando a su propia gente y a los europeos con su oratoria, David Mathenge hacía su primer intento por recobrar la libertad.

Como la mayoría de los policías tenía la atención puesta en la calle, a los amigos de David les había resultado fácil dominar a los centinelas, llegar a la celda de David y sacarle de ella. Sacarle del recinto sin ser atrapados, no obstante, era otra cosa. Porque David no podía andar.

Lo habían torturado.

No aquí, en la cárcel del hombre blanco, sino en el norte, en Karatina, en una choza situada en las tierras del jefe Muchina. Unas heridas en los pies, que el médico de la policía había vendado sin hacer preguntas, casi le impedían andar. Dos camaradas lo sostuvieron por los brazos y echaron a correr, medio arrastrándolo, hacia la puerta donde cuatro policías, africanos al servicio del rey Jorge, yacían sin conocimiento. Un grupo de kikuyu jóvenes, empuñando garrotes y cuchillos tribales, aguardaba ansiosamente al otro lado de la puerta, vigilando el extremo del callejón, donde la multitud de africanos se arracimaba alrededor de Wanjiru.

El aire parecía crepitar a causa de la tensión. Las palabras de Wanjiru encendían la sangre de sus oyentes africanos. Los jóvenes no apartaban los ojos del bloque de celdas, esperando a David y sus amigos; también miraban con frecuencia a los soldados de los tejados, que apuntaban con sus fusiles a la muchedumbre que llenaba la calle.

Oyeron que el gobernador volvía a gritar, ordenando a la gente que se dispersara, y añadiendo esta vez la amenaza de abrir fuego si no le obedecían.

El reducido grupo que esperaba detrás de la cárcel daba muestras de inquietud. Sentían las armas en las manos, el calor en las venas. Tenían órdenes de sacar a David Mathenge rápidamente, sin ser vistos, y llevarle a un escondrijo en las montañas. Pero los jóvenes impetuosos comenzaban a oír, no las órdenes de una simple muchacha, sino el tronar de su propia hombría. Eran jóvenes africanos que jamás habían conocido la guerra, que habían nacido demasiado tarde para experimentar el orgullo y la excitación de ser guerreros, que ahora, de repente, odiaban a los hombres blancos que les habían quitado las lanzas a sus padres.

Y por esto perdieron el dominio de sí mismos cuando en el callejón apareció un joven europeo que iba solo y empuñaba un rifle.

Varias cosas sucedieron simultáneamente. La pandilla de jóvenes cayó sobre Tim Hopkins con garrotes y cuchillos en el momento en que sacaban a David Mathenge del recinto y Arthur Treverton aparecía en el extremo del callejón, a pie, desenvainado el sable con que tenía que cortar la cinta.

Hubo un momento de confusión, que más adelante ninguno de los participantes podría aclarar a las autoridades, durante el cual Arthur, al ver que Tim caía bajo los golpes y las patadas, cargó como un loco contra el grupo de africanos.

—¡No! ¡Deteneos! —gritó David Mathenge y vio que el segundo muchacho blanco caía también.

Soltándose de los dos hombres que le sostenían, David echó a andar con pasos vacilantes hacia el lugar donde luchaban, tratando de sujetar a sus amigos enloquecidos y gritándoles que se calmasen. Vio que una daga se alzaba y caía vertiginosamente; trató de detenerla, pero no lo consiguió y cayó de rodillas junto al cuerpo de Arthur. Horrorizado, David vio que la daga se clavaba en la espalda del muchacho blanco. La asió por el mango y la arrancó.

Se oyó un grito en el extremo del callejón y los jóvenes se volvieron hacia allí, sobresaltados.

Una muchacha blanca, vestida como una memsaab asiática, se encontraba en la entrada del callejón, con los ojos muy abiertos, las manos sobre la boca.

Los africanos se separaron y emprendieron la huida. Dos saltaron una pared, los demás pasaron corriendo junto a Mona y se mezclaron con la multitud de la calle. Mona se quedó mirando fijamente a los dos muchachos blancos tendidos en el suelo y a David Mathenge, que estaba arrodillado junto a su hermano, con una daga ensangrentada en la mano.

Sus ojos se cruzaron.

El tiempo se detuvo unos instantes mientras David Mathenge y Mona Treverton se miraban fijamente. Luego, acordándose de repente, los dos compañeros de David se le acercaron corriendo y tiraron de él hasta ponerle de pie.

David se detuvo para mirar a Mona con ojos llenos de dolor. Abrió la boca, pero no pudo decir nada. Luego sus amigos lo obligaron a andar y, justo en el momento en que en la calle llamaban a gritos a la policía y daban la voz de alarma, David echó a correr, dejando a Mona con el cuerpo de su hermano.