Wanjiru no poseía ningún espejo. De haberlo tenido, hubiera podido examinarse los lóbulos de las orejas para ver si se estaban curando como era debido. Algunas jóvenes de su edad empezaban a despreciar la antigua costumbre de perforarse las orejas, debido a la presión de los misioneros, que predicaban contra cualquier tipo de mutilación corporal. Pero Wanjiru se sentía orgullosa de sus nuevas heridas. Eran el legado de sus antepasadas y demostraban al mundo que podía soportar el dolor.
Cada perforación era una prueba terrible. En la infancia se hacían los primeros dos agujeros, los ndugira, en los cartílagos sensibles de la parte superior de la oreja; luego, cuando una chica se acercaba a la edad adulta, se hacía el agujero de abajo, que era mayor. La muchacha se echaba en el suelo y un hechicero o una hechicera le atravesaba las orejas con palitos afilados. Tenía que llevar los palitos clavados durante tres semanas, soportando estoicamente el dolor, sin apenas dormir porque resultaba difícil acostarse. A Wanjiru le habían quitado los palitos hacía poco, y Wachera Mathenge, la hechicera que vivía río abajo, le había untado las costras con una pomada. Aún le dolían las orejas y no estaban preparadas para los anillos de cobre y los abalorios.
Pero eso era trivial en comparación con otra prueba mayor que aún no había llegado.
Iba a celebrarse una iniciación secreta. Sería la primera desde hacía mucho tiempo y traerían niñas de doce a dieciocho años de todo el distrito para que las circuncidaran y entrasen así en la tribu. Aunque ya no eran posibles las semanas de preparativos ceremoniales que fortalecían a las niñas y les infundían valor para enfrentarse al cuchillo sin asustarse —semejantes rituales estaban prohibidos y su aparición súbita avisaría a las autoridades de la iniciación que se acercaba—, Wanjiru estaba sometiéndose a una preparación personal propia.
Sabía que a la mayoría de las niñas les aterraba lo que se avecinaba, que a muchas de ellas las obligarían los padres y los hermanos. Pero Wanjiru esperaba ilusionada el momento de someterse a la antigua iniciación, a la prueba del dolor y la sangre.
Pero pensaba en algo más inmediato en ese momento, mientras se preparaba para salir de la choza que compartía con sus dos hermanas solteras. David Mathenge había convocado a última hora un mitin de la Joven Alianza Kikuyu y Wanjiru no quería perdérselo.
No porque los hombres desearan su asistencia. A las mujeres nunca les permitían asistir a los mítines políticos, como no fuera para llevarles la comida a sus hombres, para sentarse y escuchar en respetuoso silencio, reducidas a seres invisibles, marginadas de los asuntos importantes. Pero Wanjiru tenía la intención de participar activamente.
David Mathenge la irritaba. El simple hecho de pensar en él la hacía ponerse su único vestido con gestos bruscos y abrochárselo mal.
David era un tonto, un zopenco, un indeciso. La impetuosa Wanjiru no acertaba a comprender cómo un chico listo y educado podía ser tan lento, tan ciego, tan… débil. Si ella fuera él y llevase su nombre influyente y tuviera un certificado de estudios y ganara doce chelines al mes —si fuese un hombre siquiera—, sería capaz de mover montañas.
«¿Por qué —se preguntó, exasperada, mientras se despedía de su madre, que estaba arando su pequeña shamba— los hombres no utilizaban el poder que tenían? Si las mujeres tuvieran ese poder, ¡qué distinto sería el mundo!».
El sendero era el mismo por el que Wanjiru solía andar ocho años antes para ir y volver de la misión de Grace Treverton. En aquel tiempo los chicos eran crueles con ella, trataban de asustarla para que dejase de ir a la escuela. Ahora sabía que era debido a que su presencia en el aula les hacía dudar de su superioridad sobre las chicas. Wanjiru creía que los hombres se sentían seguros de su dominio mientras las mujeres estuviesen embarazadas y fueran analfabetas, pero una mujer educada, independiente, les daba miedo, les ponía nerviosos como un rebaño al ver la proximidad de un león. Wanjiru sabía que su seguridad masculina se tambaleaba por culpa de ella. Y ella se esforzaba en hacer que así fuese, para incitarles a actuar.
Eso era exactamente lo que la molestaba de David Mathenge. Era de los que hablaban mucho y actuaban poco. ¿Y creía engañar a alguien convocando el mitin cuando se sabía que el jefe John Muchina estaba en Nairobi? Por puesto, David quería evitar que lo detuviesen; todo el mundo había oído contar historias de horror sobre lo que ocurría en la cárcel a los agitadores africanos. Pero ella no sentía ningún respeto por un chico que se levantaba para soltar bonitos discursos cuando ello no representaba ningún peligro y luego, al llegar la autoridad, se retiraba en silencio.
Por el sendero de tierra se cruzó con unos chicos kikuyu de su misma edad que llevaban mantas y apacentaban sus cabras. Los chicos la miraron con curiosidad: Wanjiru, el bicho raro.
La muchacha echó la cabeza hacia atrás y anduvo orgullosamente con los pechos hacia adelante, meneando las nalgas, los pies descalzos golpeando la tierra, y los brazos largos y fuertes oscilando con confianza.
A sus diecisiete años se sentía segura porque sabía quién era y adonde iría en la vida. Y casi todo ello se lo debía a su madre, que, abandonada por su esposo con nueve hijos y una shamba que moría, había tenido la vista y el valor suficientes para tratar de cambiar el futuro. Había cogido a una hija, Wanjiru, y le había enseñado que jamás debía ser propiedad de los hombres. Después de la escuela primaria de Grace, la madre de Wanjiru se había encargado de que su hija fuese una de las primeras en matricularse en la nueva escuela para muchachas nativas de Nyeri, una de las que empezaban a aparecer en toda provincia, lugares de educación superior llamados kiriri porque así se llamaba también parte de la choza donde dormían las muchachas kikuyu. Wanjiru acababa de graduarse en ese instituto y se proponía ingresar en el hostal civil para nativos de Nairobi, donde sería una de las primeras estudiantes en un programa novísimo destinado a preparar enfermeras africanas.
Los asistentes al mitin eran muchos. David había escogido un lugar significativo: el lugar donde en otros tiempos había una higuera sagrada en la periferia de la ciudad de Nyeri. Para cautivar aún más el corazón y las pasiones de sus oyentes, David se subió al gigantesco tocón que dejaron los padres católicos cuando hicieron cortar el árbol. No había entre los presentes ningún kikuyu que no reconociese y apreciara lo que el joven Mathenge quiso dar a entender con su gesto.
David ya estaba hablando cuando Wanjiru llegó. La muchacha se abrió paso entre las bicicletas aparcadas, la más preciada de las cosas que los africanos poseían, y se puso a escuchar.
—Cuando los hombres blancos llegaron aquí por primera vez —decía David—, creímos que su presencia sería temporal. Nuestros padres, y muchos de los que estáis presentes, creyeron que era un pueblo errante en busca de una patria. Empujados por la piedad, les permitimos quedarse y compartir la abundancia de la tierra de los kikuyu. Pero los hombres blancos se volvieron codiciosos y ahora sabemos que están aquí y no tienen intención de irse.
»Primero instituyeron un impuesto sobre nuestras chozas, lo cual era extraño a nuestro modo de vida. Y el único pago que estaban dispuestos a aceptar eran monedas, que nosotros no teníamos, y la única forma de obtener estas monedas misteriosas era trabajar para el hombre blanco. ¡En nuestra propia tierra! Seguidamente crearon el humillante sistema de la kipande y nos hicieron llevar identificaciones colgadas del cuello, ¡las mismas plaquitas que cuelgan del cuello de sus perros! Finalmente, tratan de romper nuestra unidad tribal proscribiendo nuestras preciosas costumbres ancestrales como la curación nativa y la circuncisión de las muchachas.
»Cuando nos quejamos el hombre blanco nos dice que lo hace por nuestro propio bien, ¡como si fuéramos niños! Nos dice que nos está enseñando el valor del trabajo disciplinado, que nos está enseñando la utilidad de las modernas costumbres europeas. En vez de ello, nos ha enseñado a comportarnos egoístamente ¡y a volver la espalda a nuestra familia y nuestros antepasados!
—Eyh, eyh —dijo la multitud, empezando a dar muestras de agitación. Wanjiru observó que, si bien la mayoría de los que escuchaban el apasionado discurso de David eran jóvenes, en los bordes había también muchos ancianos, apoyados en sus largos palos, los cuerpos descarnados envueltos en mantas. La oratoria persuasiva de David empezaba a hacer mella en Wanjiru, a pesar suyo.
—Los hombres blancos trajeron a Dios e iglesias a la tierra de los kikuyu y predicaron la igualdad desde el púlpito. Mas no veo a los africanos y europeos trabajando juntos. Los hombres blancos no dedican su atención a nosotros, sino a fomentar el colonialismo en África. Nos hacen trabajar por sueldos de miseria y no nos permiten estar presentes cuando comen, excepto como criados. Yo os digo, hermanos, que cualquier forma de multiplicidad de razas en Kenia sería como la unión de un jinete y su caballo. ¡Se separan en cuanto el caballo ha llevado a su jinete a la victoria en una carrera!
Se oyeron murmullos entre el gentío y muchos espectadores asintieron vigorosamente con la cabeza.
—Hermanos míos —prosiguió David—, oímos a los británicos protestar continuamente por el trato que hoy día se da a los judíos en Alemania. Pero yo os pregunto: ¿a los judíos de Alemania se les trata peor que a los africanos en todas las colonias de este continente?
—¡No! —exclamaron los oyentes.
—¡Aguardad! —gritó un anciano desde la periferia de la multitud—. ¡Haces mal diciendo lo que dices, David Mathenge! El hombre blanco nos trajo el amor de Señor Jesu, ¡y por eso debemos estarle eternamente agradecidos!
—¡Y Karl Marx nos ha dicho que la religión es el opio de las masas! —le respondió David—. ¡Este Señor Jesu, mzee, ha matado tu espíritu y tu virilidad!
La gente soltó un respingo de pasmo.
David prosiguió y su voz avanzó en oleadas por encima de las aturdidas cabezas de sus oyentes.
—Hoy día los hombres blancos extraen oro de donde está enterrado cerca del lago Victoria, lo llevan a Europa ¡y vuelven a enterrarlo! Lo usan para adornar a sus esposas. ¡Nosotros queremos adornar a las nuestras… y la tierra donde está el oro nos pertenece!
—Pero ¿qué quieres que hagamos? —preguntaron los amigos de David—. ¿Cómo podemos cambiar lo que ya es? No tenemos ningún poder contra los británicos.
—Tenemos que ser como el mosquito que hace notar su presencia. Debemos exponer nuestras exigencias de escuelas mejores y una universidad para los africanos aquí en Kenia. Debemos ir despacio y educarnos y demostrar lo que valemos ante los ojos de nuestros amos coloniales. Debemos recordar aquel proverbio que dice que la bolsa de cordel se empieza tejiendo a partir de abajo…
—¡Proverbios! —exclamó una voz en la parte de atrás del gentío. Todas las cabezas se volvieron porque la voz era de mujer—. Sabes describir muy bien nuestros problemas, Mathenge —dijo Wanjiru—. ¡Pero no nos das soluciones excepto tus inútiles proverbios!
David frunció el ceño. ¡Wanjiru tenía el hábito exasperante de no presentarse nunca cuando era necesario y de presentarse cuando no lo era! Decidió que la muchacha necesitaba un esposo que la tuviese a raya y no le hizo caso.
—He redactado una petición —dijo a la multitud, mostrando un papel— exigiendo al gobierno que nos dé una universidad en Nairobi. Ahora haré circular este papel y todos pondréis vuestro nombre en él y…
—¡Y los británicos lo usarán para limpiarse el trasero!
Todo el mundo se volvió hacia Wanjiru otra vez. La muchacha se abrió paso a codazos hasta la primera fila; los hombres, atónitos, se apartaban para dejarla pasar.
—Te lo pregunto por segunda vez, Mathenge. ¿Qué soluciones nos ofreces aparte de proverbios y papeles inútiles?
David le lanzó una mirada de enojo.
—Venceremos por medio de la unidad y la palabra.
—¡La unidad y la «fuerza»! —exclamó Wanjiru.
David notó que la sangre empezaba a arderle. La ira y el deseo despertaron en él al mismo tiempo. Sólo se le ocurría una forma de tratar a la muchacha, pero no era el momento apropiado, delante de un millar de ojos.
—Comenzaremos una lucha pacífica por la libertad —dijo.
—No puedes hablar de «lucha pacífica», Mathenge. Las dos palabras se contradicen y se anulan.
—Por medio de la resistencia pacífica demostraremos nuestra superioridad al hombre blanco, como hace Gandhi en la India.
Wanjiru escupió al suelo.
—¿Acaso el león demuestra su superioridad al chacal por medio de la resistencia pacífica? —Se volvió hacia la muchedumbre y levantó los brazos—. Los británicos no entienden las negociaciones pacíficas porque ellos mismos robaron nuestra tierra por la fuerza. ¡La violencia es el único lenguaje que entienden!
La multitud se movió como una marea. La mitad de los presentes quería actuar inmediatamente, con garrotes y lanzas; la otra mitad miraba a su alrededor con ojos temerosos, buscando soplones y policías. Irónicamente, los ancianos constituían los primeros; los jóvenes, los segundos.
Wanjiru, encaramándose al tocón gigantesco, se acercó a David y le sujetó el brazo. Aproximó la boca a su oído y con voz sibilante le dijo:
—¡Yo estuve presente la noche en que por primera vez oíste a Jomo Kenyatta en la selva! ¿Has olvidado su mensaje? ¡Yo, no!
David abrió los ojos desmesuradamente y la miró con expresión atónita. Los dedos de la muchacha se clavaron en sus bíceps, dolorosamente. Los ojos, a sólo unos centímetros de los suyos, dispararon una mirada que le atravesó el cerebro y que pareció abrasarle la parte posterior del cráneo. Ahora, David quería poseerla ahora.
—Este mitin ha terminado —dijo una voz grave y autoritaria—. Id todos a casa.
Wanjiru y David vieron que el jefe John Muchina se abría paso entre el gentío utilizando su bastón con puntera de plata; unos soldados indígenas le daban escolta.
—¡Baja de ahí, David Kabiru! —ordenó Muchina—. Vete a casa y olvídate de todas estas tonterías.
David miró fijamente al formidable jefe. Por el rabillo del ojo vio que la multitud empezaba a dispersarse, se dio cuenta de que sus amigos le miraban esperando que les indicase lo que tenían que hacer, notó los pechos firmes de Wanjiru apretándole la espalda desnuda. Dijo:
—No estoy infringiendo ninguna ley, mzee.
—Ya te he dicho otras veces, hijo, que no pronuncies discursos de esta clase. Me estás desafiando deliberadamente. Ahora vete a casa, en paz, y dejaré las cosas como están.
—Nos hemos reunido aquí para tratar un asunto importante, mzee.
El jefe cloqueó a la vez que meneaba la cabeza.
—Eres joven y revoltoso, David Kabiru, igual que tu propio padre hace años. Atiende al proverbio que dice: «Si cavas con prisas, romperás el ñame y la mejor parte quedará en el suelo; pero si cavas despacio, lo recogerás entero».
David bajó de un salto y miró al jefe cara a cara. Formaban un extraño dúo, el joven nervudo y guapo, vestido únicamente con unos pantalones cortos de color caqui, y el jefe gordo y de pelo canoso, vestido con un largo kanzu blanco y una piel de leopardo sobre el hombro.
—Proverbios —dijo David—. ¿Es eso lo único que nos ofreces?
La multitud se quedó helada y Wanjiru, en lo alto del tocón, contuvo el aliento. Muchina entornó los ojos.
—Te he dicho que te fueras a casa, muchacho, antes de que te metas en un apuro serio.
David pensó en la muchacha que se encontraba detrás suyo, observándole con sus ojos negros y arrogantes. Hizo acopio de valor y dijo:
—En apuros estamos todos, mzee, con jefes como tú.
Pareció que toda África enmudecía, que un continente entero miraba con ojos atónitos al simple muchacho que desafiaba la autoridad de un jefe y, detrás del jefe, al Imperio británico. Lo que ninguno de los ojos sorprendidos vio aquella mañana de agosto en la periferia de la ciudad de Nyeri fue el miedo que embargaba a David Mathenge. Sabía el riesgo que estaba corriendo; había oído hablar de los «accidentes» que sufrían en la cárcel los hombres que se oponían a Muchina. Pero allí estaba Wanjiru, observando, escuchando, dudando de su virilidad y su valor. Tenía que salvar su prestigio delante de la chica; tenía que mantenerse firme frente a Muchina, como si fuera uno de los guerreros de antaño cazando su primer león. Ninguno de los espectadores se daba cuenta del miedo que atenazaba las entrañas de David, del terror que le oprimía la garganta. Lo único que veían era el nacimiento súbito e inesperado de un héroe nuevo y necesario.
John Muchina hervía de rabia. Sopesó la situación mientras iban transcurriendo los segundos. Esos advenedizos políticos se ponían cada vez más pesados, como Jomo Kenyatta, el agitador que actuaba en el extranjero; eran una amenaza para el cómodo acuerdo que había establecido con los británicos. El anciano Muchina odiaba a la nueva generación educada. Eran jóvenes inteligentes y despiertos y sabían pronunciar bonitos discursos, mientras que él ni siquiera sabía leer ni escribir y nunca había ido a la escuela.
—¿Tienes algo que decirme, muchacho? —preguntó en tono bajo, de advertencia.
Mil oídos estaban pendientes de la respuesta de David. Wanjiru, dominándolos desde lo alto del tocón, como una negra estatua de la Libertad, sintió deseos de hablar, pero hasta ella sabía guardar silencio en presencia de un jefe.
David notó que el sudor le bañaba todo el cuerpo.
—Esto es lo que tengo que decirte —repuso, sintiendo los fuertes latidos de su corazón—. Digo que los británicos que nombraron jefes entre los kikuyu obraron arbitrariamente y sin tener en cuenta la competencia del hombre ni su deseo de ayudar a su pueblo. Digo que los jefes nombrados por los hombres blancos no proporcionan una representación tribal adecuada en el gobierno, que no representan la tradición tribal, que su cargo es extraño al modo de vida kikuyu, y que lo único que les interesa a los jefes es conservar el statu quo.
Muchina apretó las mandíbulas.
—Hablas, pues, de tu propio padre, el jefe Mathenge.
—Así es. Fue por culpa de su estupidez y de la estupidez de nuestros padres que ahora no tenemos tierra. No tenían ningún derecho a vender nuestro patrimonio al hombre blanco.
De haber agredido físicamente al jefe, David no le habría causado mayor ofensa, pues John Muchina tenía una edad superior a las cien cosechas y, por consiguiente, pertenecía a la generación del padre de David, lo que significaba que también él había vendido su tierra al hombre blanco a cambio de la placa del cargo que ostentaba.
—Tu lengua descarada te está arrastrando hacia la cárcel, muchacho. —Muchina bajó la voz para que sólo David pudiese oírle—. Si te meto entre rejas, nunca volverás a ver la luz del día.
David reprimió un estremecimiento. Se volvió hacia la multitud y con voz fuerte dijo:
—¡Aquí tenéis a vuestro jefe, a un hombre que pretende correr con la gacela y cazar con el león!
Muchina hizo un gesto a los soldados indígenas, que empezaron a avanzar.
Inflamado, cruzando sus ojos con los ojos fieros de Wanjiru, David gritó:
—¡Nuestros jefes son como perros! ¡Ladran cuando ladran otros perros, pero hacen monerías cuando quieren que sus amos británicos les den de comer!
Dos soldados lo sujetaron por los brazos, pero David gritó todavía más:
—¡El jefe Muchina es un Judas Iscariote!
—Detenedle.
David forcejeó con los hombres que lo sujetaban.
—¡Escuchadme! —gritó a la multitud, cuyo nerviosismo y agitación crecían por momentos. Unos cuantos hombres habían recogido piedras; los ancianos se dieron cuenta de que los palos que empuñaban eran como las lanzas de antaño—. ¿Por qué queremos ser como los europeos? —exclamó David—. ¿Cuántos europeos habéis visto que desearan ser como los kikuyu?
—Eyh! —exclamó la muchedumbre.
Muchina alzó su bastón con puntera de plata para imponer silencio y, una vez restablecido el orden, abrió la boca para decir algo. Pero en lugar de a él, la gente oyó que David decía:
—Recordad, hermanos, que el hombre que no ama a su país no ama a su madre ni a su padre ni a su pueblo. ¡Y un hombre que no ama a su madre ni a su padre ni a su propio pueblo no puede amar a Dios!
El bastón con puntera de plata golpeó la cabeza de David. Hizo un ruido sordo y seco en la quietud de la mañana. La cabeza se dobló hacia atrás, pero el muchacho se repuso y lanzó una mirada ponzoñosa al jefe. Durante unos instantes se miraron el uno al otro con expresión de odio, luego Muchina hizo un gesto para que se lo llevaran.
Pero de pronto la multitud perdió los estribos. El tumulto empezó en las filas de atrás y fue extendiéndose hasta llegar a las de delante y el jefe tuvo que imponer orden de nuevo. Esta vez, la multitud, al obedecer, se separó en dos mitades, formando un camino en el centro y al final de ese camino estaba el motivo del tumulto.
Era la madre de David, Wachera.
Algunos de los presentes vieron que un leve temblor turbaba la actitud tranquila del jefe al ver a Wachera. No era ningún secreto que John Muchina iba a menudo a la choza de la hechicera en plena noche para conferenciar sobre graves tabúes tribales. Si todos los habitantes del distrito temían al jefe Muchina, el jefe Muchina temía a Wachera.
David miró a su madre con ojos turbios, intentó verla a pesar de la sangre que se le metía en los ojos y que manaba de la herida en el cuero cabelludo. Wachera le parecía casi irreal, como si fuese una antepasada surgida de la niebla del tiempo a resultas de un conjuro. La hechicera llevaba su vestido y sus delantales de pieles suaves, sus hileras de collares de abalorios, brazaletes y ajorcas, sus cinturones ceremoniales con los amuletos mágicos cosidos a ellos. Mantenía erguida su cabeza rasurada y sus ojos cruzaban el espacio que había entre ella y su hijo. Le habló con su mirada, le dijo cosas que nadie más podía leer.
Y David supo en seguida que su madre no iba a salvarle de la cárcel y de una tortura cierta.
—La injusticia blanca será la forja que te hará hombre, hijo mío —le había dicho su madre una vez, y sus ojos volvían a decírselo ahora—. Sufre primero; luego tendrás la fuerza y el valor necesarios para recuperar nuestra tierra.
Al darse cuenta de que Wachera no pensaba entrometerse, el jefe Muchina dio una orden tajante a los soldados indígenas y se alejó apresuradamente con su prisionero, dejando atrás a una multitud sumida en la confusión, a una madre llena de amor, orgullo y dolor, y, sobre el tocón gigantesco de la higuera, olvidada, a una Wanjiru de diecisiete años transformada, que, apretándose el pecho con las manos, veía cómo se llevaban a David Mathenge, veía que su vida tenía ahora un nuevo propósito.