David Mathenge se desperezó al amanecer, miró hacia la choza de su madre, que seguía durmiendo, y pensó en el ugali que había sobrado de la cena.
Tenía hambre. Últimamente parecía tener hambre siempre, no sólo de comida, sino también de otras cosas, de libertad para cambiar su forma de vida, de oportunidades de hacer suya la irascible e intocable Wanjiru. A sus diecinueve años, David Kabiru Mathenge era todo apetito. Su cuerpo alto, nervudo, se movía a impulsos de una energía y un desasosiego que apenas podía dominar. Cada amanecer se levantaba y salía de la choza de soltero que él mismo se había construido, y pensaba que el mundo se había encogido un poco más durante la noche. Incluso en ese momento, forzando la vista bajo la opalescencia de la mañana, le pareció que el río se había hecho más pequeño, que sus márgenes eran más estrechas. Tenía la impresión de que le estaban estrujando por todos lados. David quería salir de ese mundo sofocante y minúsculo, huir al mundo más amplio, donde podría respirar, donde podría ser un hombre.
Wanjiru.
Apenas había dormido pensando en ella, ardiendo por ella. ¿Qué clase de hechizo mágico le tenía tan consumido de deseo sexual? Pero David sabía que no era brujería lo que le hacía tener hambre de Wanjiru; era la muchacha misma.
Quizá a Wanjiru no se la pudiera considerar una belleza desde el punto de vista físico. Tenía el rostro redondo y un poco vulgar, pero su cuerpo era deseable; era alta, con pechos grandes, prominentes, y piernas fuertes, firmes. No obstante, el espíritu de Wanjiru era lo que inflamaba a David, el fuego frío de sus ojos, el calor de su voz, su negativa a ser dócil y humilde incluso en presencia de hombres. ¡Especialmente en presencia de hombres! Wanjiru había interrumpido más de un mitin político que se celebraba pacíficamente bajo una higuera hablando claro y fuerte, tratando de incitar a los hombres a hacer algo temerario en vez de, como decía ella, limitarse a pronunciar palabras, palabras, palabras. Esto molestaba a los hombres, por supuesto. A los hombres no les gustaba Wanjiru; la evitaban porque había ido a la escuela y sabía leer y escribir y, aunque no quisieran reconocerlo, sabía más de política colonial que algunos de ellos. Estaba proscrita en el clan porque desafiaba a los británicos y por su intransigencia en lo referente a elevar la condición de las mujeres africanas. Wanjiru azoraba a los jóvenes que eran amigos de David; les hacía sentirse incómodos. Se reían nerviosamente al pasar ella y hacían comentarios obscenos. Pero había lujuria en los ojos de no pocos de ellos cuando ella aparecía; David había podido comprobarlo.
Wanjiru era una alegría para su corazón, a la vez que una maldición. Al pensar en ella, su espíritu se remontaba en el aire, pero también se sentía bajo una pesada carga. Cada vez pensaba con mayor frecuencia en la ngweko, la antigua costumbre que seguía viva en los poblados, pero que iba extinguiéndose a causa de las presiones de los misioneros.
Ngweko significa «acariciar» en kikuyu y era una forma de contacto íntimo, de naturaleza ritual, entre jóvenes antes de casarse. Muchachos y muchachas se congregaban para celebrar bailes y fiestas; se elegía compañero o compañera y las parejas se metían en las chozas. Una vez a solas, el joven se quitaba toda la ropa; la muchacha se quitaba sólo la prenda superior, conservando puesto su delantal de cuero, que ataba por detrás haciéndolo pasar entre las piernas por pudor. Luego se acostaban en la cama uno de cara al otro, las piernas entrelazadas, y se dedicaban a acariciarse afectuosamente los pechos y el torso mientras sostenían una conversación sobre hacer el amor hasta que se quedaban dormidos. La ngweko no culminaba con el acto sexual, que era tabú, y tampoco podía la muchacha tocar el miembro del joven, ni éste apartarle el delantal, y si un chico dejaba embarazada a una chica, tenía que pagar una multa de nueve cabras a su padre y la chica tenía que ofrecer un festín para todos los hombres de su edad.
Últimamente David se pasaba las noches en la cama pensando en Wanjiru. En sus fantasías, la muchacha aparecía inesperadamente en su thingira, su choza de soltero, portando alimentos y cerveza de caña de azúcar. Se echaban cara a cara, tal como exigía la costumbre, y se acariciaban. En sus sueños llevaban haciendo esto algún tiempo, por lo que a él ya le estaba permitido meter el pene entre los muslos de ella y experimentar alivio, siempre y cuando no la penetrase del todo. Mas eso no era necesario para su fantasía. David se daba por satisfecho con el orugane wa nyondo, «el calor de su pecho», que era la costumbre kikuyu del amor.
Si Wanjiru fuese como cualquier otra muchacha kikuyu, David se dirigiría a su padre, le ofrecería un precio y la compraría. Luego le construiría una choza al lado de la de su madre y visitaría su lecho siempre que lo deseara. Pero Wanjiru no era como las demás muchachas. El primer problema era su educación. Era la única muchacha educada que David conocía, aunque sabía que había otras en Kenia y que su número iba en aumento. Así pues, Wanjiru era tabú, no apta para esposa, y, en el caso de comprarla, David se convertiría en un proscrito a ojos de sus amigos. El segundo problema era su propia madre; Wanjiru no era del agrado de Wachera porque se había sentado en un aula con chicos y llevaba vestidos europeos y decía lo que pensaba en presencia de hombres. Pero el problema más grave que tenía David con Wanjiru era sencillamente que la muchacha no le hacía caso.
En ese momento Wachera salió de su choza, saludó a David y se fue a buscar agua en el río. David la observó con el corazón lleno de orgullo.
Wachera había resistido las fuerzas de cambio y «europeización» y, como había desafiado la ley del hombre blanco contra el ejercicio de la medicina tribal y había vivido sola sin esposo, su mística y su condición de persona venerada habían crecido con el paso de los años, por lo que ahora era una leyenda viva entre los kikuyu.
Sin ser invitada, Njeri acudió al pensamiento de David.
¡Qué distinta era su medio hermana de las otras dos mujeres de su vida! Llevaba vestidos como los de Wanjiru, vestidos desechados por la esposa de bwana Lordy, pero no tenía ni pizca del espíritu combativo de Wanjiru. Njeri contaba diecisiete años, igual que Wanjiru, y era dócil y resignada como las mujeres de antes, pero detestaba las costumbres antiguas y mostraba una adoración degradante por los wazungu.
A David le constaba que Njeri quería desesperadamente ser blanca. Despreciaba su negrura y creía las mentiras que el hombre blanco contaba sobre la inferioridad de su raza. Se aferraba a la memsaab Mkubwa como si en ello le fuera la vida y se pasaba todos los días en el claro de los eucaliptos, a los pies de la memsaab. Adondequiera que la memsaab fuera, Njeri iba tras ella, desde el viaje a Inglaterra ocho años antes. Cuando pensaba en su hermana, David se sentía avergonzado. Njeri le partía el corazón de un modo que Wanjiru nunca podría partírselo. Un día la había sorprendido en el río: Njeri se estaba rascando todo el cuerpo con una piedra pómez, hasta sangrar. Trataba de borrar el color negro de su piel.
Mientras la mañana volvía a la vida y los pájaros y los monos llenaban los árboles con sus noticias, David, haciendo un esfuerzo, apartó de su pensamiento a las tres mujeres de su vida y se recordó a sí mismo la cita importante que tenía para dentro de poco.
Al recibir una respuesta inesperada a la carta que había escrito al Times de Inglaterra, David había convocado una reunión de la Joven Alianza Kikuyu, la organización política que él y sus amigos habían formado dos años antes. La reunión de ese día tenía dos finalidades: hacer circular una petición exigiendo que el gobierno crease una universidad para africanos en Kenia y mostrar a sus hermanos la carta que había recibido de Jomo Kenyatta.
En toda Kenia empezaba a ser famoso ese nombre, que estaba rodeado de un aura de poder. Jomo vivía en Inglaterra, donde estudiaba, y escribía artículos para el Times con regularidad. Los artículos llegaban luego a manos de la impetuosa juventud kikuyu de la provincia Central. En los artículos que escribía para los ingleses, Jomo Kenyatta hablaba de las costumbres de su tribu, aclaraba misterios africanos y procuraba hablar al público británico en nombre de la independencia negra. En Inglaterra era tachado de «agitador». Entre los jóvenes kenianos se estaba convirtiendo en símbolo de su lucha.
Todo el mundo sabía que en otro tiempo se llamó Johnstone Kamau, pero el motivo y el significado del cambio no eran sabidos y daban pie a muchas especulaciones. La teoría que gozaba de mayor aceptación era que Kenyatta había adoptado el nombre del cinturón ornamental que usaba, el kinyata, pero David sabía cuál era la verdad. Nunca olvidó la noche en que su madre lo llevara a la selva, donde un joven llamado Johnstone Kamau había dirigido la palabra a un grupo secreto. La madre le había hablado a aquel joven de su profecía, diciéndole que algún día sería la «lámpara de Kenia», Kenya taa.
Al recordarla ahora, aquella reunión le parecía poca cosa a David comparada con las que se estaban celebrando en todo el país. El nacionalismo iba en aumento a la vez que se propagaba la concienciación de los africanos. Las chispas que Kenyatta hiciera saltar aquella noche, hacía ahora ocho años, habían provocado un incendio que los británicos no conseguían apagar. A lo largo y ancho de la colonia, entre todas las tribus, desde el pueblo luo del lago Victoria hasta los suajili de la costa, la conciencia política era cada vez mayor.
David había fundado la Joven Alianza Kikuyu porque él y sus amigos consideraban que los Patriotas Leales Kikuyu eran demasiado moderados y la Asociación Central Kikuyu sólo admitía a personas mayores. Los jóvenes necesitaban un medio de dar salida a su sentir y un portavoz. Eligieron como líder a David Kabiru por tres razones: llevaba el apellido Mathenge, que significaba poder para todos los kikuyu; era un orador excelente que no temía exponer sus opiniones; y, sobre todo, reconocían que era el más inteligente y educado de los jóvenes de su edad.
Cuatro años antes había dejado la escuela primaria de Grace Treverton para ingresar en la escuela secundaria para chicos de Nyeri, que era un instituto fundado por el Consejo Nativo local cuando las familias, decididas a resistirse a la lucha de los misioneros contra la circuncisión femenina, y oponiéndose a la nueva regla que prohibía la asistencia a una escuela misional a todo africano que hubiera pasado por la iniciación tribal, habían sacado a sus hijos de dichas escuelas y se habían unido para construir las suyas propias. Al dejar la pequeña escuela de Grace, David era el alumno más brillante de la misma. La memsaab Daktari, percatándose pronto de las aptitudes del chico para los estudios, se había encargado de darle clases extra y de regalarle libros en las ocasiones especiales. David los había leído ávidamente y lo retenía todo.
Al ingresar en el instituto, ya les llevaba mucha delantera a los demás muchachos, de modo que el director había escrito un currículo especial para David Mathenge, que el chico había seguido con gran éxito, dejando asombrados a sus profesores blancos. Y en los exámenes finales obtuvo unos resultados superiores a los que sacaron muchos alumnos de la Escuela Príncipe de Gales, la principal escuela para europeos. Ahora tenía un diploma de la Escuela de Cambridge y había solicitado el ingreso en la prestigiosa Universidad Makerere de Uganda, cuya respuesta aguardaba con ansiedad.
David pensaba estudiar agricultura en Uganda. Su madre le había prometido que la tierra de los Treverton sería suya algún día, por lo que el chico quería estar preparado.
Pero la espera no resultaba fácil. David tenía prisa por hacer algo, por alcanzar resultados más elevados. Al salir del instituto con su precioso certificado y el cerebro despierto y lleno de ideas, además de sediento de conocimientos, David no había encontrado ningún puesto esperándole. Los escasos africanos que estaban colocados en oficinas o llevaban la placa del hombre blanco lo habían conseguido por medio de «favores» y servilismo. David Mathenge era simplemente otro «chico» educado. La memsaab Grace le había encontrado su colocación actual, que le hacía trabajar denodadamente, por doce chelines al mes, para el hermano de la memsaab; era escribiente en un barracón de madera junto a los cobertizos donde se preparaba el café, situados río arriba. David se pasaba doce horas diarias sentado ante una mesa, haciendo anotaciones en un libro mayor. Tomaba nota de la producción de café y llevaba las fichas de los trabajadores africanos. Como no le daban ningún momento de descanso, llevaba su almuerzo a la oficina envuelto en una hoja de platanero y se lo comía mientras trabajaba; nunca tocaba dinero y tenía que levantarse respetuosamente cada vez que un hombre blanco entraba en el barracón.
David no quería el empleo, pero su madre le había animado a aceptarlo, recordándole el proverbio kikuyu que decía: «Es el león bien alimentado el que estudia el rebaño».
David oyó el ruido de los motores de unos camiones que subían hacia el risco. Estaban recolectando las hectáreas del sur y las bayas eran transportadas al barracón, donde el rugido de la maquinaria era ensordecedor durante todo el día. En lo alto del risco, con la espalda doblada y los dedos desollados, mujeres y niños kikuyu arrancaban las bayas rojas de tres cuartos de millón de cafetos y llenaban con ellas sus sacos.
David alzó la cara hacia el cielo azul pálido y pensó:
«Ésa es mi tierra…».
Pero David quería algo más que tierra. Quería que le devolviesen su virilidad, y la virilidad de su pueblo.
—¡No gozamos de igualdad con el hombre blanco! —había exclamado en su último mitin político, su guapo rostro negro, imagen del de su padre, iluminado por las antorchas—. En Nairobi tenemos restringida la zona por donde podemos andar. El hombre blanco puede pasearse libremente por toda la ciudad; a nosotros no nos permiten ir más allá de River Road. Si nos cruzamos con un hombre blanco y no nos quitamos el sombrero, el hombre blanco tiene derecho a darnos un puntapié en el trasero. En tiendas y restaurantes hay letreros que dicen: «Prohibida la entrada de perros y africanos». No nos permiten llevar zapatos ni pantalones largos y tenemos que conformarnos con llevar los pies descalzos y usar pantalones cortos, como los niños pequeños, porque nos dicen que no debemos aspirar a cosas que no podemos comprarnos. Los hombres blancos toman a nuestras mujeres como queridas y prostitutas, pero si un africano estrecha la mano de una mujer blanca, aunque sea en plan de amigo y con su consentimiento, ¡va a parar a la cárcel! Ni siquiera en la otra vida somos iguales, pues, ¿acaso no nos entierran en cementerios aparte?
Y entonces, justo cuando la joven muchedumbre estaba más acalorada, cuando le hervía la sangre a causa de sus palabras, David, había cometido su único error fatal.
—¡Ha llegado la hora —había gritado— de que se les quite el liderazgo a los jefes ineficaces e inútiles y se nos entregue a nosotros, los jóvenes educados!
Fue entonces cuando el jefe John Muchina, el único hombre de toda Kenia a quien David temía, había intervenido y disuelto el mitin.
David odiaba a John Muchina. El hombre había engordado colaborando con los amos imperialistas. Muchina llevaba un doble juego: aplacaba a su gente, que era sencilla, con unas cuantas carreteras, alguna que otra escuela, y complacía a los blancos con su actitud servil y rastrera, y se enriquecía a costa de unos y otros. John Muchina era un anciano kikuyu de la región de Karatina; poseía diecinueve esposas, quinientas cabezas de ganado, una casa de piedra y un automóvil. Era lo que los blancos llaman «un buen negro» y, en calidad de jefe del distrito de Nyeri, uno de los hombres más poderosos de la colonia. Muchina tenía autoridad para meter a David Mathenge en la cárcel, donde podrían someterle a interrogatorios o torturas, o a ambas cosas.
Pero éste no era tonto. Antes de convocar el mitin de la alianza se había cerciorado de que el jefe John Muchina se encontraría en Nairobi muy ocupado despachando con el Comisario Nativo Principal.
Se dirigía hacia la choza de su madre, con la intención de recoger una calabaza llena de leche de cabra, cuando la súbita aparición de dos caballos en el campo de polo de bwana Lordy lo hizo detenerse. Cuando se le acercaron galopando, David reconoció a los jinetes. Y se llevó una sorpresa. Bwana Geoffrey no era ningún extraño en la finca Treverton, pero memsaab Mona había estado ausente de la finca, estudiando en una escuela de Nairobi. David llevaba tres años sin verla; la miró fijamente, miró a la chica que le había desafiado a entrar en la choza de cirugía.
—¡Apártate, Mona! —exclamó Geoffrey, alzando el mazo en el aire—. ¡Deja paso a un campeón!
Mona galopaba delante de Geoffrey y tiró de las riendas en el último momento, haciendo que su poney respingara. Golpeó con su mazo y la pelota salió volando. Luego galopó hacia los postes de la meta en el extremo norte, seguida muy de cerca por Geoffrey. Hacían mucho ruido y arrancaban gran cantidad de hierba en sus intentos de hacerse con la pelota. El extremo norte del campo de polo era el que lindaba con la tierra de Grace Treverton. Al otro lado de la valla estaba el camino nuevo que cruzaba las altas puertas de la misión. Más allá de las puertas, los edificios con techo de hierro se vislumbraban entre los árboles. Dentro de uno de esos bungalows de piedra, trabajando en dos quirófanos modernos y atendiendo a los pacientes que ocupaban un centenar de camas, el bien adiestrado personal médico de Grace podía oír las voces de las dos personas que jugaban en el cercano campo de polo y también el ruido de los mazos al golpear la pelota.
Geoffrey obligó a su montura a retroceder hacia su propia meta; Mona lo siguió velozmente, dispuesta a utilizar el mazo. Se rieron con la respiración entrecortada y se gritaron insultos cariñosos, reconociendo su habilidad y pericia mutuas. Geoffrey Donald, de veinticinco años, tenía una clasificación de cuatro y era un número tres, el mejor jugador de su equipo. La posición de Mona era número uno y su clasificación era de menos uno, pero tenía dieciocho años y sólo llevaba uno jugando al polo. Estaba progresando rápidamente y labrándose una reputación en el polo femenino y esas semanas, después de graduarse en la escuela, las dedicaba a entrenarse para el gran torneo que se celebraría durante la semana de las carreras de Nairobi.
Llegaron al extremo sur del campo, donde David Mathenge los observaba a través de la valla. Mona estaba a punto de marcar un tanto cuando el caballo de Geoffrey giró inesperadamente hacia la izquierda y asustó al caballo árabe de la muchacha. Al encabritarse su montura, Mona salió disparada de la silla y cayó de espaldas al suelo.
Geoffrey se le acercó inmediatamente.
—¡Mona! —La tomó entre sus brazos—. ¿Mona?
Los párpados de la muchacha se movieron. Le costaba enfocar la vista. Luego aspiró hondo y sonrió.
—¿Estás bien?
—Me… me parece que sí. Es sólo que me he quedado sin aliento. Nada grave.
Geoffrey la ayudó a levantarse. Mona se apoyó en él, sintiéndose ligeramente mareada.
—¿Estás segura? —dijo él; y la besó cuando Mona alzó la cara para decir que sí.
El beso la pilló desprevenida. Nunca la habían besado y jamás había soñado que Geoffrey Donald sería el primero. Así que le dejó hacer. Y fue un beso largo, mientras sus brazos la rodeaban, apretándola contra su cuerpo. Pero cuando la lengua de Geoffrey tocó sus labios cerrados la muchacha se apartó bruscamente.
—¡Geoffrey! —exclamó, riéndose.
—Estoy enamorado de ti, Mona. Cásate conmigo.
—Geoff…
—Sabes que esperan que nos casemos. Durante años nuestras dos familias han dado por seguro, tácitamente, que tú y yo nos casaríamos.
Mona, sintiéndose repentinamente enfadada, se libró del abrazo del muchacho y se sacudió las briznas de hierba de los pantalones de montar. Sí, sabía lo que las dos familias pensaban «tácitamente», y nunca se había parado a pensar en ello siquiera un minuto. Mona sabía que sus padres no le permitirían casarse con «cualquiera». Era hija de un lord; su título completo era lady Mona Treverton. Geoffrey Donald era aceptable, aunque por poco, por el hecho de ser muy rico y porque a su padre le habían nombrado caballero por su valentía en la guerra. Pero ¿y casarse por amor? ¿Y si le preguntasen a Mona lo que ella quería?
Pero, aunque se lo preguntasen, Mona no sabría qué decir.
Había pasado seis años en un internado para señoritas de Nairobi. Cuando volvía a casa para las vacaciones su único contacto con chicos era en grandes reuniones y en esos casos Bellatu estaba abarrotada de gente. No había tenido ocasión de cultivar una amistad especial con un chico ni de vivir un amor de colegiala. Durante los seis años en el internado se había encontrado a veces con Geoffrey Donald, que era un cazador y ranchero un tanto tosco, que trabajaba en Kilima Simba cuando le apetecía y luego se iba de safari y no volvía hasta después de varios meses. Al encontrarse, él se mostraba cortés e indiferente con ella, pues sin duda la veía como una chica más, una chica torpe que era todo ojos y rodillas y se sentaba con el plato de pastel en el regazo, como una visita no deseada. Y luego, el año anterior, las cosas habían cambiado. Geoffrey asistió a la fiesta del decimoséptimo cumpleaños de Mona. Sus padres no dieron la fiesta para complacerla, sino que usaron el cumpleaños como excusa para invitar a cien personas. En la fiesta, Geoffrey la había mirado como si nunca se hubiesen visto. Más adelante Mona se había llevado una sorpresa al recibir dos cartas, una del Sudán, donde Geoffrey estaba controlando el ganado, y otra de Tanganika, donde estaba cazando leones en la llanura de Serengeti. Finalmente, al dejar la escuela y volver a casa definitivamente, hacía ahora unas semanas, Geoffrey se había presentado —un poco más peinado y planchado que de costumbre— y ahora era casi un elemento fijo de la plantación.
Mona se sentía halagada. Nunca en la vida había recibido tanta atención. Geoffrey era bien parecido, no tanto como su padre, sir James, pero terriblemente atractivo de todos modos. Llevaba una vida romántica, aventurera, poseía un rancho ganadero muy próspero y era admirado por todo el mundo. Pero Mona no estaba enamorada de él.
—Oye —dijo Geoffrey—. ¿Quién es ése?
Mona miró a través de los postes de la meta y vio a David Mathenge, que se encontraba entre las dos chozas situadas junto a la valla del campo de polo.
—Nadie. Sólo uno de los chicos de mi padre.
—Pues parece un tipo bastante huraño. No me gusta ni pizca su forma de mirarnos.
—Vamos, Geoffrey. Volvamos a la casa.
Pero Geoffrey no se movió.
—¡Apuesto a que le hemos escandalizado al besarnos! Ellos no se besan, ¿sabes? ¡Y no saben lo que se pierden!
De pronto Mona se sintió incómoda. David estaba de pie bajo la luz humosa de primera hora de la mañana, y su pecho desnudo y sus largas extremidades hacían pensar en los guerreros masai que había visto en Nairobi. Curiosamente, sus pantalones cortos de color caqui le parecieron una burla a Mona, aunque no supo si la burla iba dirigida a él mismo o a ella.
—¿Qué te parece si le escandalizamos otra vez? —preguntó Geoffrey.
—No —dijo Mona, demasiado rápidamente. Luego dijo—: Sí. —Y rodeó impulsivamente el cuello de Geoffrey con sus brazos.
«No saben lo que se pierden», había dicho Geoffrey.
Inesperadamente, Mona recordó una tarde en el bungalow de su tía varias semanas antes. Grace estaba ayudando a los Leakey, dos arqueólogos sin dinero, y tratando de recaudar dinero para sus excavaciones en Kenia, así que había organizado un té para ellos y durante la pequeña fiesta Louis Leakey había hablado de los africanos, con franqueza y conocimiento de causa.
—Se considera una desgracia —había dicho el doctor Leakey— que un esposo africano no dé a su esposa una satisfacción sexual completa. Antes del matrimonio, el joven recibe instrucción sobre qué es exactamente lo que debe hacer y lo que no debe hacer. A su vez, la madre de la novia enseña a ésta las mejores posturas, así como todo lo necesario para llevar una vida sexual excitante y gratificadora.
«Dudo que a David Mathenge le haya escandalizado nuestro beso —pensó Mona. Y luego, en un nivel más hondo y secreto de su mente, añadió—: Nuestro beso frío, soso».
Geoffrey se apartó un poco, pero sin soltarle los brazos. Miró los ojos de Mona y dijo:
—Te casarás conmigo, ¿no es verdad. Mona?
La muchacha volvió a sentirse enfadada. ¿Era ésa su idea del romance? ¿El encuentro superficial de los labios en un campo de polo? Luego pensó:
«Pero ¿qué es lo que quiero, si puede saberse?».
Mona nunca había experimentado excitación sexual, nunca se había enamorado de un astro de la pantalla como les ocurría a las otras chicas de la escuela, nunca había tenido fantasías deliciosas ni había sentido la electricidad de «su contacto». Lo único que sentía por dentro era una especie de distanciamiento, quizá hasta cierta impaciencia al pensar en ello, y empezaba a sentirse preocupada.
De hecho, empezaba a estar asustada. Iba a ser una mujer igual que su madre…
—¿Qué me respondes, querida?
—No… no sé qué decirte, Geoffrey. —La proximidad de Geoffrey le resultaba extraña. En cierto modo la aturdía, pero al mismo tiempo era desagradable. El aturdimiento no se debía al hecho de que fuera un hombre, sino sencillamente a que era otro ser humano. Mona no estaba acostumbrada al contacto físico con otras personas. Su padre nunca la había abrazado, y su madre sólo lo hacía en raras ocasiones; quedaban la tía Grace y su hermano, Arthur, las únicas personas cuyo cuerpo había sentido alguna vez. Ahora sentía el de Geoffrey. Y no sabía si le gustaba o no—. Necesito tiempo —dijo, muy consciente de que los mozos se llevaban los caballos, de que otros trabajadores volvían a esparcir la hierba, de que el día se estaba haciendo luminoso, de que David Mathenge la estaba observando.
De pronto se sintió molesta con David, el chico que años antes había discutido con ella sobre de quién era realmente el país, que la había contemplado con ojos tristes cuando estaba acostada en la choza de su madre, recuperándose de las heridas sufridas en el incendio. De repente David Mathenge representó todos los problemas de Mona; simbolizó la fuente de toda su desdicha. No había tenido por qué presentarse en la choza de cirugía aquella noche, con la consecuencia de que Mona había sufrido heridas graves en el incendio y ahora tenía cicatrices muy feas que le impedían ir en bañador y le hacían temer que repugnasen a cualquier amante que tuviera. Él, David, era la raíz de su infelicidad: David Mathenge, que siempre se mostraba tan orgulloso cuando seguramente no tenía en el mundo nada de qué enorgullecerse.
Se separó bruscamente de Geoffrey y, apoyando las manos en las caderas, espetó:
—¿Se puede saber qué estás mirando?
Geoffrey se volvió.
—¿Todavía está ahí? Lo echaré.
—No, Yo me encargo de echarle. Es uno de los nuestros. —Mona se acercó a la valla y dijo—: ¿Deseabas hablar con nosotros?
—No —dijo David, tranquilamente.
—¿No, qué? —dijo Geoffrey, acercándose—. Un poco más de respeto, chico.
—No, memsaab Mdogo.
Mona inclinó la cabeza.
—Entonces, ¿no deberías volver a tu trabajo?
Los dos pares de ojos se cruzaron y algo frío y amenazador pasó entre ellos. Luego el chico dijo:
—Sí, memsaab Mdogo. —Y empezó a retroceder.
—¡Qué insolencia! —musitó Geoffrey—. Si quieres que te diga, tiene cara de agitador. Hablaré con tu padre. Ese chico no debería continuar trabajando aquí.
Mientras se alejaban de la valla, Mona miró por encima del hombro y vio que David había vuelto a detenerse y los miraba fijamente. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Había algo en sus ojos…
Buscó la mano de Geoffrey y la apretó con fuerza.
David se quedó observando cómo se iban. Pensaba en el suelo que aquellos pies blancos pisaban. Era el lugar que su madre le había enseñado muchas veces; mucho tiempo atrás había allí una higuera sagrada. David juró algo a sus antepasados: un día se plantaría otra higuera en el lugar que ahora pisaban los wazungu.