27

El camión Chevrolet bajaba velozmente por la carretera de tierra, levantando grava y piedras y dejando una larga nube de polvo rojo tras sí. James Donald sujetaba el volante con los nudillos blancos y tenía los ojos clavados en el suelo por si había baches o peñascos. Cuando el camión empezó a bajar desde el risco con gran estruendo de engranajes y crujir de la carrocería, las mujeres que trabajaban en los campos irguieron la espalda para mirar, a la vez que los hombres que construían las nuevas edificaciones de piedra para la Misión Grace Treverton se protegían los ojos y comentaban entre ellos que los wazungu siempre parecían tener prisa.

Finalmente el camión frenó en seco en medio de una lluvia de arena y guijarros; James saltó de la cabina antes de que el motor se apagara y echó a correr. Unos cuantos africanos, al reconocerle, le saludaron con la mano y a gritos, pero él no les prestó atención. Sus largas piernas le llevaron al otro extremo del concurrido recinto y a la veranda del recién reparado bungalow de Grace.

—¿Dónde está la memsaab? —preguntó James, jadeando, al sobresaltado Mario.

—En el poblado, bwana —replicó Mario.

Sin apenas darle tiempo a terminar, sir James bajó corriendo los escalones y siguió corriendo hacia el río.

Sus botas cruzaron con estruendo el puente de madera. Al llegar a la entrada del poblado, sudando bajo el sol ardiente, no aflojó el paso. La gente se volvió para mirar con curiosidad cuando el hombre blanco apareció inesperadamente y preguntó en tono apremiante por la memsaab Daktari.

La encontró en el centro de un círculo de mujeres, enseñándoles los primeros auxilios para los casos de dislocación y fractura. Grace alzó los ojos al irrumpir él.

—¡James!

—¡Gracias a Dios que te encuentro, Grace! —Le tomó la mano.

—¿Qué…?

—¡Tienes que venir conmigo! ¡Es una emergencia! —Tiró de ella para que saliera del círculo y la obligó a correr con él, sujetándole con fuerza la mano.

A Grace se le cayó el salacot y dijo:

—Espera, James.

Él siguió corriendo, arrastrándola.

—Tengo el maletín ahí dentro —dijo Grace, sin aliento.

James no contestó. Cruzaron corriendo la entrada y continuaron por el sendero de la selva.

—¡James! ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo has vuelto a Kenia?

De pronto James se desvió del sendero para internarse en la selva, sin soltarle la mano. Se abrieron paso entre la espesura, asustando a los pájaros y a los monos.

—¡James! —exclamó Grace—. Dime qué…

James se detuvo de repente, se volvió y la estrechó entre sus brazos y le cubrió la boca con la suya.

—Grace —musitó James, besándole la cara, el pelo, el cuello—. Creí que te había perdido. Dijeron que habías muerto. Dijeron que habías perecido en el incendio. Vine en seguida.

Se besaron con hambre, Grace rodeándole el cuello con los brazos, aferrándose a él.

—He venido directamente de Entebbe en el camión —dijo él—. Al pasar por Nairobi, me dijeron que estabas viva.

—Wachera…

—Santo Dios, creía haberte perdido. —Enterró el rostro en los cabellos de Grace, abrazándola con tanta fuerza, que Grace apenas podía respirar.

Cayeron al suelo en la intimidad de las flores silvestres, los bambúes y los cedros. James la cubrió con su recio cuerpo; Grace veía el cielo azul de África a través de las ramas.

La selva daba vueltas alrededor de ellos.

—No debería haberte dejado nunca —dijo James, y luego no dijeron ninguna otra palabra.

Yacían en la cama, despiertos y hablando con voz queda. Era casi el amanecer; pronto la misión se llenaría del ruido de los martillos y los formones, del canto de los niños en el aula al aire libre.

Esta vez James y Grace habían hecho el amor despacio, estirando las horas de la noche para saborear cada minuto.

—Me encontraba en la selva cuando llegó la noticia —dijo James. Grace yacía entre sus brazos y él le acariciaba el pelo mientras hablaba—. Durante todo el camino me he figurado que venía a tu entierro.

—Estuve en la choza de Wachera durante los días que siguieron al incendio. La tempestad nos aisló.

—No volveré a dejarte nunca, Grace.

Ella sonrió tristemente y apoyó una mano en el pecho desnudo de James.

Si nunca volvía a tener algo, al menos le quedaría el recuerdo de esa noche.

—No, James. Tienes que volver. Tu vida está con Lucille y tus hijos. No tenemos derecho.

—Sí lo tenemos… nos lo da el amor que sentimos el uno por el otro.

—¿Y cómo viviríamos?

—Volveré a Kilima Simba. —Pero, aún mientras las pronunciaba, se dio cuenta de que sus palabras eran huecas. El dolor le empujó a apretarla más contra sí—. Te he amado durante diez años, Grace. A veces sólo estar cerca de ti era una tortura. Pensé que si nos íbamos a Uganda, las cosas resultarían más fáciles. Pero he pensado en ti todos los días desde que nos fuimos.

—Y yo he pensado en ti. Nunca dejaré de quererte, James. Mi vida y mi alma te pertenecen.

James se alzó apoyándose en un codo y la miró. Memorizó todos los detalles de su cara, de los cabellos que reposaban sobre la almohada, la curva de la clavícula. Llevaría su imagen con él a la jungla de Uganda.

—Voy a escribir aquel libro —dijo ella—, el manual médico para los trabajadores rurales. Te lo dedicaré a ti, James. —Le acarició la mejilla. Las arrugas parecían más profundas y tenía la piel más bronceada. Grace sabía que nunca volvería a estar tan guapo como en ese momento.

James la besó y empezaron de nuevo, por última vez.