Grace abrió los ojos.
Había poco que ver, sólo el interior humoso de una choza africana. Al tratar de moverse, notó que le dolían todas las articulaciones y músculos. Tenía el cerebro lleno de niebla y no conseguía acordarse de dónde se encontraba, de lo que había ocurrido.
Permaneció tendida e inmóvil, escuchando el ruido de la lluvia sobre el techo de paja, reconociendo los olores de la choza. Eran a la vez conocidos y extraños. Alguien hablaba. ¿Cantaba? De nuevo intentó moverse. La choza giraba en torno a ella y se sintió mareada.
«Estoy herida. Tengo que moverme despacio».
Poco a poco la niebla de su cerebro fue disipándose al mismo tiempo que sus pensamientos se hacían más claros. La lluvia. Recordó una tempestad. Y un incendio… ¡Mona!
Grace se incorporó bruscamente. La choza volvió a dar vueltas. En la oscuridad vio el resplandor de piedras calientes y las siluetas de tres personas: una sentada, las otras dos echadas. Cuando sus ojos se acostumbraron a las tinieblas reconoció el rostro de Wachera, sus facciones cobrizas sumidas en profunda concentración. Luego vio a David, dormido en un lecho de hojas de platanero, el cuerpo cubierto con una piel de cabra. En el otro lado de la pequeña choza yacía Mona, blanca como la muerte.
Grace abrió la boca. Tenía los labios y la lengua secos y le costaba hablar.
—Mona…
Pero la hechicera alzó una mano y dijo:
—No estás bien. Tienes una herida en la cabeza. Échate.
—Tengo que atender a Mona.
—Ya lo he hecho yo. Vive. Ahora está dormida.
—Pero… estaba sangrando.
Wachera abandonó su lugar junto al fuego y se acercó a la niña. Levantó la piel de cabra y señaló la pierna herida.
Grace miró con atención. El muslo de la pequeña aparecía limpio y sobre la herida tenía un puñado de hojas atado con una tira de cuero.
—Necesita puntos de sutura… —dijo Grace, la cabeza dándole vueltas.
Wachera alargó la mano hacia la pared circular y Grace vio que en ella colgaban muchas calabazas y bolsas de cuero. Tomando una de ellas, Wachera vertió algo en su mano y se lo mostró a Grace. En la palma morena había agujas de hierro de diversos tamaños, pedacitos de tendón de oveja e hilo hecho con corteza.
—La herida está cerrada —dijo Wachera. Luego volvió a meter las cosas en la bolsa y la colgó de su gancho.
Grace la observó con ojos que rehusaban enfocar con claridad. La imagen de la joven hechicera se hizo borrosa; parecía alejarse por un túnel largo. Grace volvió a oír la voz que cantaba y se dio cuenta de que era ella misma. Se preguntó por qué estaría cantando. Pero no, no cantaba, sólo gruñía.
Volvió a echarse sobre la cama de hojas de platanero. Parecía no tener ni un gramo de fuerza en el cuerpo.
«Mis pacientes», pensó.
¿Dónde estaban todos? Mario. La cabeza le latía con fuerza. Se llevó una mano a la sien y tocó algo que parecían hojas.
Luego cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Wachera se acuclilló junto a la niña y musitó encantamientos mágicos mientras le quitaba las hojas para inspeccionar la herida. Vio mucha rojez e hinchazón, lo que significaba que los malos espíritus habían invadido la carne, así que sacó unas cuantas hojas de una bolsa que llevaba en el cinturón, se las metió en la boca, masticó durante un momento, luego las aplicó a la herida, que estaba cosida con hilo de corteza. Después examinó la quemadura de la espalda. En la calabaza quedaba jugo de áloe suficiente para otra aplicación; luego tendría que enviar a David a por más. Pero ¿dónde estaba el niño?
Miró hacia la puerta y vio que seguía lloviendo. El fuerte aguacero no había cesado ni un solo momento; el mundo entero era gris y acuoso.
Wachera volvió a tapar a la niña con las cálidas pieles de cabra y se ocupó de la memsaab, que seguía inconsciente. Wachera la contempló con atención. Nunca había estado tan cerca de una mujer blanca, nunca había tocado a una. Miró la piel curiosamente incolora, el pelo castaño, endeble como las barbas del maíz; le levantó las manos y se quedó maravillada al no encontrar callosidades. La mzunga era como una oveja recién nacida, blanca y suave toda ella. Wachera no alcanzaba a comprender cómo mujeres así podían sobrevivir en el país de los kikuyu. Pero sobrevivían, y cada día llegaban más con aquellos cascos que eran más anchos que sus hombros y sus prendas que protegían todos los centímetros de su piel vulnerable.
¿Por qué vendrían? ¿Por qué estaban allí?
La hechicera se sentó al lado de la memsaab dormida y apoyó una mano en la frente fría y seca. El latido de vida en la garganta de la memsaab, la energía de su espíritu ancestral, era fuerte. Era una mujer sana. Viviría. Pero quedaría medio ciega. Wachera no podía hacer nada para remediar la pérdida de vista de la memsaab.
David entró en la choza, se sacudió la lluvia y se sentó en cuclillas junto a la hoguera. Miró furtivamente a la niña blanca que dormía en su cama y pensó que ojalá se muriera.
Mientras echaba un puñado de corteza y raíces en una olla que hervía en el fuego, Wachera ordenó a su hijo que se acercara al río y recogiese tres lirios «del color de una lengua de cabra». Pero le advirtió que no tratase de cruzar el río para ir a los otros poblados, porque las aguas estaban subiendo y su espíritu le apresaría y tiraría de él hacia el fondo. Abrazó a David, dando las gracias a Ngai por salvarle, luego le vio salir nuevamente de la choza.
Al volver a ocuparse de la infusión, Wachera vio que la memsaab se había despertado y la estaba mirando.
—¿Cómo está Mona? —preguntó Grace.
Wachera movió la cabeza arriba y abajo para indicar que todo iba bien.
Grace trató de incorporarse. Se llevó una sorpresa al encontrar el camisón seco y ver que ella estaba limpia. Entonces comprendió que la hechicera la había bañado.
El humo y la oscuridad llenaban la choza. La luz diurna que entraba por la puerta era pálida y seguía cayendo una cortina de lluvia, sin interrupción. Grace intentó orientarse, parpadeando a causa de la confusión. Entonces se dio cuenta de que a su vista le pasaba algo malo.
Al ver la expresión de la memsaab, Wachera dijo:
—Recibiste un golpe en la cabeza. Aquí —añadió, señalándose su propia sien.
Grace se palpó las hojas colocadas en el lado derecho de la frente. No recordaba que la paja ardiendo la hubiese golpeado. Luego se pasó la mano por delante del ojo derecho y no pudo verla.
—No he podido salvarte la vista —dijo Wachera.
Grace la miró con sorpresa.
—¿Cómo sabías que no podía ver con este ojo?
—Es el conocimiento antiguo. Cuando una cabeza recibe un golpe ahí se pierde la vista. —Cogió una calabaza vacía, la llenó con la infusión y se la entregó a Grace.
—¿Qué es esto?
—Te dará fuerzas. Bébetelo.
Grace miró el líquido caliente. Su aroma vaporoso no era desagradable, pero no se fiaba de la hechicera.
—¿Qué es esto? —volvió a decir.
Wachera no respondió. Dio la espalda a la memsaab y se acercó a la niña, que empezaba a moverse. Sosteniéndola con un brazo, acercó una calabaza a los labios secos. Mona bebió con los ojos cerrados, fláccido el cuerpo. Grace empezó a protestar. Quería apartar a la hechicera de su sobrina y atenderla ella misma. Pero de nuevo se sintió mareada y se echó otra vez, dejando la calabaza en el suelo de tierra.
Se puso a pensar en su ojo. Sabía que un golpe en la sien podía provocar un desprendimiento de retina; la misma herida había cegado al almirante Nelson. Y no podía curarse. ¿Pero cómo lo sabía esa mujer africana?
Grace intentó explicarse su extraña debilidad, su incapacidad de levantarse del lecho primitivo en que yacía.
«Debo pedir ayuda. Debo avisar…».
Pensó en los trabajadores de la misión, en sus pacientes, en Mario. Tenía que traerlos de nuevo a la misión, reconstruir la clínica. Pensó en su bungalow tal como lo había visto por última vez, destruido por el fuego, la lluvia cayendo dentro. Todo estaba perdido.
Escuchó la lluvia y su sonido la adormeció. Observó cómo la hechicera, con mucha paciencia, administraba la infusión a Mona, que estaba medio inconsciente. El aroma penetrante de la infusión llenaba la choza. Parecía vigorizante, incluso en forma de vapor. ¿Qué habría en ella? Grace alargó la mano temblorosa hacia la calabaza y sin querer la volcó; la infusión negra se derramó en el suelo y la tierra la absorbió.
Wachera trabajaba en silencio y despacio. Acostó a Mona de lado, comprobó de nuevo las hojas que taponaban la herida, luego la abrigó bien con los pellejos de cabra. Volviendo a la hoguera, recogió la calabaza que Grace había volcado, la llenó otra vez y se sentó al lado de la memsaab. Esta vez, cuando Grace intentó incorporarse, Wachera le rodeó los hombros con uno de sus fuertes brazos y la sostuvo. La hechicera acercó la infusión a los labios de Grace y ésta bebió.
—¿Te duele? —preguntó Wachera.
—Sí. En la cabeza. Me duele muchísimo…
En ese momento entró David. Dejó los tres lirios en el suelo y se sentó con las piernas cruzadas junto a la pared, observando. Wachera dejó a la memsaab para trabajar con las flores. Tras separar las raíces y las hojas, echó los pétalos en un recipiente lleno de agua y se puso a removerla cuando hirvió. Sin poder hacer nada, Grace contempló el sencillo proceso de preparar una decocción. Sintió palpitaciones en la cabeza y empezó a encontrarse mal otra vez.
Cuando el nuevo brebaje se hubo enfriado Wachera volvió al lado de Grace, la ayudó a incorporarse y le acercó la calabaza a los labios. Pero Grace echó la cabeza hacia atrás.
—¿Nenúfares? —preguntó con voz débil—. No puedo beber esto.
—Es para el dolor de la cabeza.
—Pero… podría ser venenoso.
—No es venenoso.
Grace alzó los ojos hacia el rostro negro separado por unos centímetros del suyo. Los ojos de Wachera eran como guijarros de color marrón encontrados en el lecho del río. Parecían no tener fondo. Grace miró la infusión, cuyo color era rosáceo. Luego bebió.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Wachera poco después, mientras empezaba a preparar estofado de mijo en la hoguera.
—Me encuentro mejor —dijo Grace, y era verdad. El dolor de la cabeza iba disminuyendo y las fuerzas parecían volver a su cuerpo.
Consiguió concentrarse, organizar sus pensamientos. Miró al chico sentado con expresión hosca junto a la pared, se preguntó qué hacían él y Mona en la choza de cirugía, luego preguntó a Wachera si era posible mandar aviso a los demás para que supieran dónde estaba.
Wachera removió el mijo y el movimiento hizo tintinear los brazaletes con abalorios que llevaba en los brazos.
—La lluvia es muy mala. Mi hijo no puede ir. Yo no puedo ir. Cuando deje de llover lo intentaremos.
Grace se imaginó el mundo más allá de las paredes de barro; nunca había visto una tempestad parecida. El río estaría crecido y turbulento; todas las sendas y carreteras serían cintas de barro; la gente no podría moverse de donde estaba; y algunos infortunados a quienes la lluvia hubiera pillado fuera de casa se ahogarían.
Cuando la mujer le sirvió una calabaza de estofado de mijo, Grace se dio cuenta de que tenía apetito y se lo comió con gusto. Primero Wachera dio de comer a Mona, que parecía estar despierta sólo a medias; luego comió un poco de estofado ella misma. David devoró el suyo y después se echó de costado para dormir, dando la espalda a los demás ocupantes de la choza.
Grace fue la primera en despertarse. Miró el techo de paja, escuchó la lluvia, luego se incorporó lentamente.
Wachera seguía durmiendo de costado, junto a David, su cuerpo amoldado al del chico, cubriéndole con un brazo. Grace luchó con un acceso de vértigo, luego pudo levantarse del lecho de hojas. Se acercó a Mona e inmediatamente comprobó sus constantes vitales.
Grace se echó hacia atrás, alarmada. Mona ardía de fiebre.
Deshizo el tapón de hojas y vio con ojos atónitos unos pulcros puntos de sutura en el muslo de la niña. Había rojez, pero no sangraba. Luego echó un vistazo a la quemadura de la espalda. Quedaría una cicatriz, pero, gracias a la rápida intervención de Wachera, no había señales de infección.
Así que la fiebre de Mona obedecía a alguna otra causa. Y podía ser cualquier cosa: la lluvia fría, los misteriosos brebajes de la hechicera, la picadura de un insecto, uno de los muchos que vivían en la choza.
Mona necesitaba algo que le hiciera bajar la fiebre, y lo necesitaba rápidamente. Como carecía de termómetro, Grace no podía comprobar la temperatura exacta, pero sabía que la niña estaba peligrosamente febril. Grace se puso en pie y anduvo hasta la puerta. Habría aspirina en la casa grande, en el cuarto de baño de Rose. Pero la lluvia formaba una especie de muro sólido entre la choza de Wachera y el risco y Grace sabía que el sendero que llevaba a Bellatu habría desaparecido.
Al oír un ruido, se volvió. La joven africana estaba despierta y en ese momento tomaba una bolsa de cuero. Wachera parecía no darse cuenta de que la memsaab se había levantado y se encontraba junto a la puerta; con gran concentración, sin pensar en otra cosa, procedió a extraer unas raíces de la bolsa y a machacarlas entre dos piedras. Luego echó la pulpa en una calabaza llena de agua de lluvia fría, removió la mezcla y se la llevó a Mona. En el momento que acercaba la calabaza a los labios de la pequeña, Grace exclamó:
—¡No!
Wachera no hizo caso.
Mona parpadeó, abrió la boca y un poco de jugo entró en ella.
Grace se acercó corriendo a Wachera y le arrebató la calabaza.
—¿Qué le estás dando?
—Acacia —dijo la hechicera, utilizando el nombre kikuyu del árbol—. Esto expulsará el fuego de su cuerpo.
—¿Cómo sé que no la matará? ¿Cómo sé que no son tus medicinas las que la han puesto mala?
Wachera se volvió para mirar a Grace con ojos fríos. Luego alargó la mano y sujetó la calabaza con firmeza.
—Mis medicinas no ponen enferma a la niña. Tiene los malos espíritus de la enfermedad en el cuerpo.
—Bobadas. No existen malos espíritus.
—Sí existen.
—Muéstramelos.
—No pueden verse.
—Y yo te digo que no existen. Mona está enferma porque algunos gérmenes se han metido en su cuerpo. Lo que la pone mala son unas cosas minúsculas que se llaman «microbios».
—Enséñame esos microbios.
—Son demasiado pequeños para poder verlos… —Grace parpadeó. Dejó que Wachera tomara la calabaza y observó cómo Mona bebía la medicina sin acabar de despertarse. Cuando la calabaza quedó vacía Wachera machacó más raíces de acacia, las mezcló con agua de lluvia fría y destapó a Mona. Utilizando una gamuza suave, lavó el cuerpo enfebrecido de la niña de la cabeza a los pies.
Estaban sentadas cara a cara con la hoguera entre las dos; Grace, envuelta en pieles de cabra para protegerse de las corrientes de aire frío; Wachera, removiendo otro estofado de mijo. De vez en cuando Grace miraba por la puerta y veía el campo de polo de su hermano convertido en un lago. Miró la figura dormida de David, luego a Mona, cuyo sueño era agitado a causa de la fiebre, y finalmente a la hechicera.
Grace nunca había estado tan cerca de Wachera, nunca había tenido ocasión de verla realmente bien. Pero ahora, al hacerlo, vio lo que antes se le había escapado: que, de hecho, la mujer kikuyu era hermosa, que en su cuerpo no se notaban aún los estragos del tiempo y de la vida dura, y que había dignidad en sus ojos. Grace vio con sorpresa que también había compasión.
Grace siguió observando mientras las hábiles manos morenas añadían pedacitos de vegetales al estofado. Los brazaletes de cobre relucían al resplandor de la hoguera; los lóbulos de las orejas, agrandados mediante aros de cuentas, rozaban los hombros morenos. Wachera llevaba nueve años viviendo sola en la choza, renunciando a la compañía y la seguridad del poblado para conservar una porción de terreno en apariencia insignificante, sin más compañía que un niño pequeño. Grace se preguntó cómo podía soportarlo. Wachera todavía era joven y, sin duda, los hombres de su tribu la encontrarían deseable. ¿Cómo podía renunciar a tantas cosas por una lucha que era fútil y que tenía que librar totalmente sola?
«Estás sola, Grace. —De pronto la voz de Valentine sonó en la memoria de Grace—. No te ayudaré con tu misión. Has elegido venir a África y cuidar de un puñado de nativos que al final nunca te apreciarán. No estoy de acuerdo con lo que haces. No recibirás ninguna ayuda de mí».
Luego Grace pensó en su pequeño bungalow y en las sombras que habitaban en él y eran sus únicas compañeras.
Wachera alzó la mirada. Los ojos de las dos mujeres se cruzaron. Grace se estremeció y se abrigó más con las pieles de cabra. Había preguntas tácitas en la mirada de la hechicera; Grace vio la curiosidad, el deseo de saber y se dio cuenta de que la expresión debía de ser reflejo de la suya propia.
Finalmente, Wachera dijo con voz queda:
—¿Por qué viniste?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué viniste a la tierra de los kikuyu? ¿Fue porque vino tu esposo?
—No tengo esposo.
Wachera frunció el ceño.
—Ése al que llaman bwana Lordy…
—Es mi hermano.
—Entonces, ¿quién es tu propietario?
—No tengo ningún propietario.
Wachera la miró fijamente. El concepto le resultaba extraño. Hablaban en kikuyu y en esa lengua no había ninguna palabra que significase «soltera». Sólo las muchachas muy jóvenes no estaban casadas. En la tribu kikuyu todas las mujeres se casaban.
—Tú no tienes propietario tampoco —dijo Grace.
—Es verdad. —Wachera era un caso aparte en su tribu. De no haber sido la hechicera y la viuda del gran Mathenge, la habrían desterrado. Miró a Mona y dijo—: ¿Es tu hija?
—Es la hija de la esposa de mi hermano.
Wachera puso cara de sorpresa.
—¿No tienes hijos propios?
Grace dijo que no con la cabeza.
El estofado de mijo burbujeaba y las corrientes de aire estremecían la estructura de la choza. La joven africana se puso a reflexionar.
—Conocí a tu esposo —dijo Grace—. Y lo respetaba.
—Tú le mataste.
—No es verdad.
—No con tus propias manos —dijo Wachera, su tono endureciéndose—. Primero le envenenaste la mente.
—Yo no aparté a Mathenge de las costumbres de los kikuyu. No somos todos iguales, nosotros los wazungu, del mismo modo que no todos los kikuyu sois iguales. Yo me opuse a la destrucción de la higuera sagrada. Le dije a mi hermano que la respetase.
Wachera reflexionó sobre estas últimas palabras. Luego volvió a mirar a Mona, que empezaba a despertarse, y se acercó a ella. Las dos mujeres examinaron la quemadura y la herida del muslo, y cuando Wachera empezó a lavar ambas cosas con jugo de una calabaza Grace preguntó:
—¿Qué es esto?
—Es la sangre del sisal.
Los largos dedos de ébano trabajaban con rapidez y pericia. Grace pensó que en su propia clínica, si no protegía una herida con yodo o permanganato, se producía una infección grave. La hechicera no tenía ninguna de las dos cosas y, pese a ello, las heridas de Mona estaban sanando limpiamente.
Grace recorrió la choza con los ojos y vio las calabazas y las bolsas de cuero colgadas en la pared circular, los amuletos mágicos, las sartas de hierbas y raíces, los cinturones adornados con conchas de cauri y los collares de abalorios que parecían tener cientos de años de edad y trató de encontrar la brujería que había creído que allí se cultivaba.
—Dama Wachera —dijo Grace, usando la forma kikuyu para dirigirse cortésmente a una persona—, tú lanzaste una maldición contra mi hermano y sus descendientes. ¿Por qué ahora cuidas a su hija?
Wachera alzó a Mona y se dispuso a hacerle beber una infusión de hierbas.
—Lo que hago aquí no influye para nada en la thahu. El futuro de esta niña es muy malo. Lo he visto.
Grace miró la cara blanca de Mona, los párpados trémulos, los labios pálidos que bebían por reflejo y se preguntó cuál sería el futuro de la pequeña. Los padres de Mona no eran unos verdaderos padres y en la gran casa de piedra había poco amor para la niña. Y la herencia Treverton sería para Arthur. ¿Qué deparaba el futuro para Mona? Grace trató de imaginarse a la adolescente, a la joven, a la esposa y madre, pero no lo consiguió. ¿A qué escuela iría Mona, con quién se casaría, dónde viviría, cómo se abriría camino en el mundo? Grace nunca había pensado en ello, pero ahora, al hacerlo, se sentía turbada.
Un profundo sentido de posesión la embargó. Sintió deseos de arrebatarle la niña a la hechicera y acunarla en sus propios brazos hasta que se pusiera bien.
«Yo te di a luz —pensó Grace mientras Wachera volvía a acostar a Mona, que se durmió plácidamente—. En el tren de Mombasa, cuando estuve a punto de perderos a ambas. Tú madre no tenía fuerzas para traerte al mundo; fue mi voluntad la que te dio vida. Me perteneces».
—He salvado a la hija de la esposa de tu hermano —dijo Wachera— porque tú salvaste a mi hijo.
Grace miró a David, que estaba de pie junto a la puerta, contemplando la lluvia. Era un chico desgarbado y pensativo y Grace sospechó que algún día sería tan guapo como su padre.
—No deberíamos ser enemigas, tú y yo —dijo finalmente Grace sorprendiéndose a sí misma con la revelación.
—No podemos ser otra cosa.
—¡Pero si nos parecemos!
Wachera le dirigió una mirada suspicaz.
—¡Somos iguales! —exclamó Grace con pasión—. ¿No hay un proverbio que dice que tanto el cocodrilo como el pájaro nacen de un huevo?
La hechicera miró a la memsaab durante un largo rato, pensativamente; luego desató la tira de cuero que sujetaba las hojas en la frente de Grace. Sintiendo el roce de las puntas de los dedos de Wachera, y sabiendo, sin necesidad de mirar, que la herida de la cabeza se estaba curando bien, Grace intentó encontrar palabras para expresar lo que de pronto, inesperadamente, había entrado en su corazón.
—Ambas servimos a los Hijos de Mumbi —dijo mientras Wachera le limpiaba la herida con jugo de sisal, procurando que ninguna gota penetrase en el ojo herido de Grace—. Ambas servimos a la vida.
—Ésta no es tu tierra. Tus antepasados no moran aquí.
—Ellos, no; pero mi corazón, sí.
Compartieron una calabaza de cerveza de caña de azúcar, pasándosela en silencio, las dos escuchando la lluvia y con los ojos clavados en el estofado que iba espesándose. Al poco otros sonidos se unieron al repiqueteo continuo de la lluvia: rebuznos de burros, gritos de hombre, el motor de un automóvil. Luego Grace reconoció la voz de Mario acercándose a la choza.
Hizo ademán de levantarse, pero Wachera la detuvo con una mano.
—Hace veinte cosechas —dijo—, sacaste a Njeri del vientre de Gachiku. Gachiku era la esposa favorita de mi esposo. Njeri era la alegría de sus ojos.
Grace esperó.
—La thahu que temíamos no llegó jamás. Njeri, que es la hermana de mi hijo, ya es una muchacha y traerá honor a nuestra familia.
—Memsaab! —dijo la voz de Mario enfrente de la choza. Los pies hacían ruido de chapoteo en el barro—. ¿Estás ahí dentro, memsaab?
—Dama Wachera —dijo Grace en voz baja—. Nunca podré agradecerte bastante lo que has hecho. Has salvado la vida de mi niña. Estaré siempre en deuda contigo.
Sus ojos se cruzaron una última vez.
—Adiós, memsaab Daktari —dijo Wachera.