Se oyeron unos truenos y la luz blanca de un relámpago iluminó fugazmente el interior del bungalow. Grace tomó la carta de Rose y empezó a leer:
Mi querida Grace:
El tiempo aquí es espantoso y me estoy volviendo loca de tanto estar encerrada en casa. ¡Bella Hill es un lugar tan triste! Cuando Valentine está en casa (pasa muchísimo tiempo en Londres hablando en el Parlamento en nombre de los blancos de Kenia) él y Harold discuten tan acaloradamente, que trabajo me cuesta conservar la cordura.
¡Pero he hecho algunas cosas maravillosas con el tapiz! Encontré un rojo de tonalidad bellísima en una de las tiendas del pueblo. Lo utilizaré para los pétalos de las flores de hibisco. ¿Te dije que había decidido poner hibiscos en mi tapiz? No sé si estas plantas crecen en las laderas del monte Kenia, pero me parecen apropiadas. ¿Qué opinas de una variación del punto húngaro para el cielo? ¿Es demasiado? Sigo sin saber qué poner en el espacio en blanco. No se me ocurre nada por mucho que lo intente. La montaña está saliendo bien; algunos de los árboles ya tienen el detalle de la corteza. Ahora dedicaré mi atención al leopardo que acecha detrás de los helechos. ¡Sin duda me ocupará uno o dos años de mi vida! ¿Pero qué voy a poner en el espacio en blanco?
Respondiendo a tus dos últimas cartas, todavía no puedo decirte nada sobre el estado de Arthur. No tienes por qué reñirme, Grace. Que no lo mencione en mis cartas no significa que no le quiera. ¡Un especialista de Harley Street tuvo la desfachatez de decirle a Valentine que llevase a Arthur a que le viera un freudiano! ¡Si supieras la que se armó!
¿Por qué noviembre es siempre tan horrible en Inglaterra? ¿Han llegado ya las lluvias a Kenia? Ruego a Dios que así sea. Mis rosas y mis consólidas las estarán necesitando. Esta mañana he recibido una carta de Lucille Donald desde Uganda. No habla sino de sus buenas obras.
Parece ser que, después de todo, no estaremos en casa para las Navidades. Aunque nos marchemos de Inglaterra, el barco tarda seis semanas. Mi corazón está en Kenia, con todos vosotros. Besos.
ROSE
Grace suspiró y dejó la carta sobre la mesa. Estaba escrita en papel primoroso, de color rosa y azul, los colores de los Treverton, con el león y el grifo en la parte superior. La letra elegante de Rose llenaba toda la página sin decir nada, como de costumbre, a juicio de Grace.
Alzó los ojos hacia el techo de paja en el momento en que se oían más truenos procedentes del monte Kenia. El viento azotaba el papiro seco, cuyo ruido se unía al crepitar de la chimenea. Grace estaba sola a excepción de Mario, que dormía en su choza, y de Mona, que estaba acostada en el cuarto añadido recientemente. La casa grande se hallaba cerrada desde que Valentine y Rose se fueran a Inglaterra.
Grace procuró no pensar en la vacía Bellatu. Sólo servía para recordarle su propio vacío.
Tras servirse una segunda taza de té, se puso a escuchar el viento. Tenía a Mona. Grace sabía que, de no ser por la niña, la soledad la hubiese abrumado.
Arrancó sus pensamientos de las tinieblas que se cernían sobre ellos e intentó concentrarse en los problemas más recientes que tenía que resolver. Uno de ellos era el de la linfa de la viruela, que llegaba inactiva de Inglaterra porque no viajaba bien; la inoculación había sido un ritual de futilidad. Otro era el «proyecto pañales», que le costaba poner en marcha: enviar enfermeras a la selva para enseñarles a las africanas que los pañales para los bebés eran necesarios, así como para demostrarles cómo se hacían. Seguía enfrentándose al problema de los niños que sufrían quemaduras al caer en las hogueras y también al de los niños que se deshidrataban y no recibían a tiempo una terapia a base de líquidos. Además, era necesario examinar los filtros de agua instalados en todas las chozas para cerciorarse de que los estuviesen utilizando. Volvía a haber brotes de disentería, y el problema de los parásitos iba de mal en peor en vez de desaparecer poco a poco; los casos de desnutrición también iban en aumento porque cada vez nacían más niños; muchos bebés recién nacidos morían de tétanos por culpa de las condiciones antihigiénicas en que tenía lugar el parto. La lista parecía interminable.
Grace luchaba contra dos obstáculos inmutables: la falta de educación entre los africanos y su persistente preferencia por los médicos tribales. Sabía que el primer obstáculo podría vencerlo con escuelas, libros y maestros; el segundo era más peliagudo. Pese a que las misiones presionaban cada vez más a los africanos para que dejasen a los hechiceros, lo único que conseguían era que la medicina tradicional se hiciese más y más clandestina. Muchas noches Grace, al no poder dormir, salía a la veranda a tomar un poco de aire y veía a la luz de la luna sombras furtivas que entraban en la choza de Wachera.
Wachera era su enemiga; había que pararle los pies.
Grace hizo la carta de Rose a un lado y tomó la que había recibido de James. Los truenos iban aproximándose. Sabía que la tempestad era inminente y se preguntó si Mona seguiría durmiendo cuando llegara. James decía:
Aquí en Uganda tenemos los mismos problemas que vosotros. Los poblados están demasiado lejos unos de otros y demasiado hacia el interior de la jungla para que los misioneros médicos puedan ver a todo el mundo. ¡Esta gente se muere de las cosas más tontas! Diarrea, deshidratación, desnutrición, infecciones… Todo esto podría prevenirse o curarse si hubiera alguna forma de darles lecciones de sanidad básica a los africanos. Muchísimas veces, al entrar en un poblado, Grace, y ver tantos sufrimientos innecesarios, me he dicho que ojalá hubiera algún manual que pudieran utilizar las personas sin conocimientos de medicina como, por ejemplo, Lucille y yo, o incluso los propios nativos. Tú eres la persona más indicada para escribirlo, Grace. Rogamos a Dios que algún día lo hagas.
Los ojos se le empañaron y dejó la carta. Un libro. Que sustituyera al médico. Con explicaciones sencillas, dibujos fáciles de entender. A eso se refería James. Grace permaneció un largo rato con los ojos clavados en el fuego, pensando en el sueño de James y escuchando la tempestad que se aproximaba.
—No te dan miedo unos cuantos relámpagos, ¿verdad? —preguntó Mona.
David puso cara de estoico. De buena gana habría vuelto corriendo a la choza donde dormía su madre. Pero hubiese parecido cobardía y tenía que demostrarle a la hija del bwana que él no tenía miedo.
Ella le había desafiado.
Al encontrarse cerca del río a primera hora de la tarde, Mona había anunciado osadamente su vuelta «permanente» a Kenia y David le había contestado que no era verdad, que no estaría allí mucho tiempo. Luego habían discutido sobre de quién era el país, David basándose en lo que decía su madre y Mona en las palabras de su padre. La discusión había engendrado un desafío: encontrarse a medianoche en un terreno que fuera tabú. El que demostrara ser más valiente era el propietario legítimo de la tierra.
Y por ello David estaba allí, a una hora tan avanzada, agazapado junto a la pared de paja de la choza de cirugía, para demostrarle su valor a Mona. Un viento frío penetraba por su delgada camisa; los relámpagos rasgaban el cielo e iluminaban los negros nubarrones que traían la lluvia. A David no le gustaban las tempestades; a ningún kikuyu le gustaban. Sabía que ésa no era una lluvia normal. Las tempestades furiosas como la que se avecinaba eran raras y hacían que los Hijos de Mumbi se preguntaran si Dios estaba enfadado con ellos; no el Dios mzungu, al que cantaban canciones el domingo y alababan en los momentos buenos, sino Ngai, el antiguo dios de los kikuyu, a quien volvían cuando sus temores primitivos afloraban a la superficie.
El viento azotaba los cabellos cortos y negros de la niña. El mono de color caqui, bajo el cual llevaba una blusa de manga larga, se hinchaba como un globo alrededor de su cuerpo. Se había acostado completamente vestida, sin que la tía Grace se enterase porque, al entrar para darle el beso de las buenas noches, Mona estaba tapada hasta el mentón.
—Vamos a ver si eres un guerrero valiente —dijo Mona—. ¡A que no te atreves a entrar ahí! —señaló la puerta de la choza de cirugía.
Era una estructura pequeña, no mucho mayor que la choza donde vivía la madre de David. No tenía galería, sencillamente una abertura con una puerta de madera; David apoyó las palmas de las manos en ella y empujó. La puerta se abrió con un crujido y la luz de un relámpago permitió ver durante unos segundos el suelo de madera, los armarios, las luces eléctricas que colgaban de las vigas y una tosca mesa de operaciones.
Era la choza más limpia de Grace, tan libre de insectos y roedores como podía estarlo una estructura de paja. En ella operaba a los enfermos que no enviaba al hospital grande de Nairobi: operaciones de poca importancia y urgencias. David nunca había visto el interior de ese lugar, que los trabajadores de la misión miraban con gran temor porque en su interior la memsaab Daktari se valía de una magia muy poderosa. ¡Sin duda era tabú que David entrara allí!
—¡Anda! —susurró Mona detrás suyo—. ¡A que no te atreves!
David tragó saliva. Tenía la boca seca y el pulso disparado. Cada trueno parecía sacudir el suelo. Los relámpagos iluminaban el recinto de la misión, revelando escenas rápidas, fantasmales. El viento azotaba frenéticamente los árboles del perímetro; un fuerte ruido, como de una avalancha, bajaba del monte Kenia; parecía que Ngai estuviera furioso.
David quedó paralizado por el terror.
—¡Anda! —gritó Mona, el viento arrancándole las palabras de la boca y llevándoselas—. ¿O es que eres un cobarde?
Con los puños apretados, el cuerpo delgado temblando de miedo y de frío, David cerró los ojos y dio un paso al frente.
—¡Vamos… entra de una vez!
La choza temblaba en medio de los truenos y el vendaval. Puñados de paja se desprendían del techo, arrancados por el viento. Columnas de polvo se elevaban del suelo y se metían en los ojos de los dos pequeños. Dedos de fuego cruzaban el cielo negro. En la cercana selva un rayo alcanzó un árbol, que empezó a arder.
Mona dio un empujón a David, que cayó sobre las manos y las rodillas. Mona le dio otro empujón al mismo tiempo que el viento la lanzaba hacia el interior de la choza. La puerta se cerró de golpe.
Los dos niños soltaron una exclamación.
El viento se colaba entre las cañas y el papiro y hacía que las paredes de la choza se estremecieran. David y Mona alzaron los ojos.
El techo estaba ardiendo.
Corrieron hasta la puerta e intentaron abrirla, pero no lo consiguieron.
Estaban atrapados.
Al notar olor a humo, Grace dejó su diario y se acercó a la ventana.
Tres chozas ardían.
—¡Santo Dios! —susurró—. ¡Mario! ¡Mario! —Salió corriendo por la puerta principal, bajó los escalones y dio la vuelta a la choza de Mario, que ya salía de ella, subiéndose los pantalones.
Empezaban a aparecer trabajadores de la misión, parpadeando, con cara de sueño, corriendo hacia las chozas en llamas. Al ver que Mario se encaminaba hacia la choza de cirugía, Grace gritó:
—¡No! Olvídate del equipo. ¡Salva a los pacientes!
Se dirigieron rápidamente hacia la choza larga donde estaban los enfermos hospitalizados y vieron que las dos enfermeras de noche ya hacían salir a la gente. Dos de las paredes y el techo aparecían envueltos en llamas.
El viento llevaba chispas de una choza a otra hasta que todas las estructuras empezaron a arder. Las llamas subían hacia el cielo mientras los trabajadores forcejeaban con camillas, sillas de ruedas y muebles. Grace intentaba supervisar el caos, gritando para hacerse oír en medio del estruendo del viento y el fuego. Pero el pánico se apoderó de la multitud. Los hombres entraban en las chozas incendiadas y quedaban atrapados al intentar poner a salvo mesas y sillas. Las balas de oxígeno estallaban y el ruido de cristales rotos se imponía al estruendo infernal. La gente corría de un lado a otro, agitando los brazos, chillando; Grace les hacía detenerse, les daba órdenes e intentaba dirigir la evacuación de los pacientes.
—Memsaab! —gritó Mario, tirando de su camisón de dormir—. ¡Mire!
Al volverse, Grace vio que su bungalow ardía también.
¡Mona!
—¿Dónde está Mona, Mario? ¿La has visto?
El muchacho corrió hacia el bungalow, pero se vio empujado hacia atrás por la explosión de llamas que surgió de una choza. Grace lo arrastró hasta un lugar seguro. Luego echó a correr hacia su casa, llamando a Mona a gritos. Al pasar por delante de la choza de cirugía, que estaba medio incendiada, le pareció oír voces que llamaban desde dentro.
Corrió hasta la puerta y apretó la oreja contra la madera. El humo salía por las grietas y las rendijas. El tejado era un cono de fuego. Grace aguzó el oído. Oyó las voces de los niños, que llamaban débilmente.
—¡Mona! —Grace trató de abrir la puerta.
Unos hombres llegaron corriendo con hojas de platanero y empezaron a golpear las llamas que lamían las paredes. Alguien arrojaba puñados de tierra. Grace empujaba la puerta con toda su fuerza; un africano la obligó a apartarse y luego embistió la madera con su propio cuerpo.
El techo empezaba a hundirse y ya no se oían los gritos de los dos pequeños.
Pronto todo el recinto se convirtió en un infierno de llamas y los africanos comenzaron a retirarse, asustados.
Grace gritaba y golpeaba la puerta mientras una lluvia de ceniza y chispas caía sobre ella. Notaba el calor en el rostro y los pulmones.
—¡Mona! —gritó.
Finalmente la puerta cedió y el humo salió por ella. Cubriéndose la cara, Grace se arrodilló y alargó las manos hacia el interior. El techo empezaba a venirse abajo. Tocó una extremidad, la asió y tiró de ella con todas sus fuerzas. El cuerpo de David salió de la choza en el momento en que una masa de papiro llameante caía del techo sobre la cabeza de Grace. Siguió tirando de David hasta dejarlo fuera de peligro. Luego, luchando contra el calor y el humo, volvió a entrar para buscar a Mona.
Y entonces empezó a llover.
Las nubes abultadas reventaron y el agua cayó sobre el infierno. Las llamas se encogieron y un fuerte sonido sibilante empezó a llenar el aire. Los truenos y los relámpagos se alejaron y la lluvia comenzó a caer con fuerza, como un río.
Grace chapoteaba en el barro, tropezando con su propio camisón. La paja que momentos antes ardía era ahora una masa empapada y pesada. Grace se metió en el vapor, resbalando y tropezando, y se puso a buscar a Mona.
Los africanos se retiraron, luego se esfumaron en el diluvio.
Grace encontró a Mona atrapada debajo del armario de los instrumentos, que se había volcado. Antes de que pudiera sujetarla, el techo se derrumbó bajo la fuerza de la tempestad y enterró a la niña. Grace se puso a escarbar frenéticamente, apartando la paja empapada, hasta que le sangraron las manos. Mona yacía inmóvil, un brazo pálido formando un ángulo muy poco natural.
La lluvia azotaba con violencia a Grace, pegándole los cabellos al rostro. Intentó alzar el armario, pero no pudo. Llamó pidiendo ayuda y el viento le llenó la boca de lluvia. Apenas podía ver lo que tenía delante. La lluvia era como un muro sólido y el suelo de la choza se estaba transformando rápidamente en un lago. Hacía sólo unos momentos Mona corría peligro de morir abrasada, ahora se ahogaría si Grace no lograba sacarla a tiempo.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Que venga alguien! ¡Mario!
Miró a su alrededor, presa de desesperación. El recinto estaba desierto; los negros restos de las chozas y el mobiliario del hospital producían un sonido sibilante bajo el chaparrón.
—¡Socorro! —volvió a gritar—. ¿Dónde están todos?
Entonces vio que una forma salía de la cortina de lluvia y se le acercaba despacio.
—Ayúdeme, por favor —sollozó Grace—. Mi niña está atrapada. Puede que aún esté viva.
Wachera la miró con expresión pétrea.
—¡Maldita sea! —exclamó Grace—. ¡No te quedes ahí parada! ¡Ayúdame a levantar este armario!
La hechicera pronunció una sola palabra:
—Thahu.
—¡Ni thahu ni narices! —gritó Grace, tirando del armario y rompiéndose las uñas—. ¡Es una tempestad y nada más! ¡Ayúdame!
Wachera no se movió. Siguió de pie bajo el aguacero, su vestido de cuero empapado, la lluvia resbalándole por la cabeza afeitada.
Grace se levantó de un salto.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Ayúdame a salvar a esta niña!
Los ojos de la hechicera se movieron hacia el brazo patético que salía de debajo del armario. El nivel del agua iba subiendo alrededor del cuerpo inerte de Mona.
—¡Yo he salvado a tu hijo! —gritó Grace.
Wachera volvió la cabeza y, al ver a David, que empezaba a recobrar el conocimiento en el barro, su expresión cambió. Apartó la mirada del chico, la dirigió hacia la mujer blanca y luego hacia el armario. Sin decir palabra se agachó y asió un extremo. Grace asió el otro y juntas, jadeando y forcejeando, consiguieron levantar el pesado mueble.
Grace se arrodilló y con movimientos delicados dio la vuelta al cuerpo de la niña. Mientras apartaba los cabellos y limpiaba el barro de la cara, que estaba blanquísima, dijo:
—¿Mona? Mona, cariño. ¿Me oyes?
Grace palpó el cuello de la pequeña y encontró pulso. Acercó la mejilla a los labios grises y detectó una leve respiración. Vivía. Pero a duras penas.
Intentó pensar. Se sentó a medias con su sobrina en brazos y sus ojos recorrieron el recinto. ¿Dónde estaban todos?
Como si leyese su pensamiento, Wachera dijo:
—Todos te han abandonado. Tienen miedo a la thahu. Temen el castigo de Ngai.
Grace no le hizo caso. Apretando a la niña inerte contra su cuerpo, buscó ansiosamente un lugar donde refugiarse. Todas las chozas aparecían destruidas. El fuego había consumido su propio bungalow y el viento lanzaba la lluvia contra los restos. Su cerebro se debatía, incapaz de pensar con claridad. Siguió sentada en el barro, procurando que la lluvia no mojase el rostro de Mona.
«Mis instrumentos, mis medicinas, mis vendas…».
Todo había desaparecido.
Entonces pensó en Bellatu, en sus dormitorios y sus camas secas. En alguno de los cuartos de baño habría medicinas y podía hacer vendas con las sábanas.
Grace intentó levantarse. El golpe en la cabeza la había dejado mareada. Un hilillo de sangre le entraba en el ojo derecho. Decidió ir a la casa grande. Pero el camino… ¡estaría intransitable!
Bajo la lluvia vio su propio camión Ford hundido en el barro hasta el estribo. La carretera de Nyeri también sería un largo pantano. Sabía que nadie conseguiría llegar.
Apretando fuertemente a Mona contra sí, Grace intentó levantarse de nuevo, pero resbaló y cayó. Entonces vio la tremenda herida en la pierna de la niña e intentó encontrarle el pulso.
«¡Se me muere!».
A la tercera intentona, Grace logró tenerse en pie. Echó a andar con pasos vacilantes bajo la lluvia, hacia el sendero que subía hasta el risco. Mona era un peso muerto en sus brazos; el mundo tempestuoso que la rodeaba parecía dar vueltas; el suelo daba la impresión de moverse bajo sus pies.
Grace prorrumpió en sollozos. Siguió avanzando con el barro hasta las rodillas, tropezando con el camisón, la lluvia empujándola hacia atrás, Mona pesando cada vez más. Tenía que llegar a la casa o las dos morirían ahogadas en el barro, solas…
Entonces dos brazos negros, relucientes de lluvia, se extendieron hacia ella y de pronto la liberaron de su carga. Wachera tomó a Mona con facilidad y se volvió. Grace la siguió con los ojos.
Vio que el niño caminaba detrás de su madre y que los dos se dirigían hacia el campo de polo.
—Esperad —susurró Grace. La cabeza le daba vueltas; se tocó la frente con una mano y, al apartarla, vio que estaba ensangrentada.
Aterida, mojada y aturdida, Grace avanzó trabajosamente por las ruinas detrás de la hechicera africana, que caminaba hacia su choza.