24

—Toda la tierra que ves a tu alrededor, hijo mío, e incluso más allá pertenece a los Hijos de Mumbi y a nadie más.

David escuchaba a su madre mientras ella preparaba la cena. Dos boniatos grandes envueltos en hojas de platanero iban ablandándose sobre el vapor; granos de mijo estallaban en el agua hirviente y empezaban a formar unas espesas gachas. Aunque en el poblado de la otra orilla iba imponiéndose la costumbre europea de hacer tres comidas diarias, Wachera seguía fiel a la antigua tradición de una cena copiosa y única a última hora de la tarde.

—Los Hijos de Mumbi fueron engañados por los wazungu —dijo Wachera— y les cedieron su tierra. El hombre blanco no comprendía nuestras costumbres. Vio selvas donde no había ninguna choza y se apoderó de ellas diciendo que allí no vivía nadie. No sabía que los antepasados moraban allí y que algún día la selva sería desbrozada para dejar espacio donde los hijos de nuestros hijos pudieran construir sus chozas. El hombre blanco no piensa en el pasado ni en el futuro; sólo ve lo que es hoy.

David contemplaba a su madre con adoración. Era la mujer más bella que jamás había visto. Ahora que se acercaba al umbral de la virilidad y pronto sería circuncidado en la ceremonia de iniciación, empezaba a darse cuenta de la forma en que los hombres miraban a su madre; y también las mujeres. La mirada de los hombres era de hambre, y David sabía que su madre era deseada y solía recibir ofertas de matrimonio. La mirada de las mujeres era de envidia, pues admiraban en secreto la vida de libertad que llevaba Wachera, sin que ningún hombre fuese su amo. Y todo el mundo miraba a la hechicera con temor reverencial y respeto.

Aunque no tenía marido y con un solo hijo —lo que en otras circunstancias habría hecho que la compadeciesen—, Wachera era una mujer venerada en el clan porque era la guardiana de las costumbres antiguas. A lo largo de los años David había visto acudir a su choza a personas importantes; su infancia había sido una larga crónica de jefes y ancianos que visitaban a su madre para pedirle consejo, de mujeres que le revelaban sus secretos y pagaban sus amuletos y filtros, de hombres que ofrecían su virilidad. La pequeña choza que Wachera y David compartían había oído los pesares y las alegrías de los Hijos de Mumbi, expresados por muchas bocas bajo muchas lunas llenas. David se enorgullecía de su madre; estaba dispuesto a morir por ella.

Pero eran tantas las cosas que aún no comprendía. Tenía once años y ansiaba alcanzar la virilidad y la sabiduría que parecía acompañarla. Quería que su madre hablase más aprisa, le contase más cosas, que iluminara los tenebrosos misterios que atormentaban su joven alma.

David vivía un momento difícil. Gran parte de él seguía siendo infantil, le faltaba aún mucho para ser hombre. Pero la parte infantil anhelaba el momento de ser hombre y temía que no llegase nunca. Había también otra parte suya, la parte kikuyu, que miraba con envidia y deseo las riquezas del hombre blanco: sus bicicletas, su telégrafo, su rifle. David Kabiru Mathenge ansiaba ser dueño de cosas así, poseer tanto poder, ser aceptado en el seno de la élite. Mucho tiempo antes su padre le había hecho bautizar. Ahora David pertenecía al Señor Jesu, al menos eso decían los wazungu. Pese a ello, no era el hermano verdadero que le habían prometido que sería; no era su igual. Y por esto les tenía inquina.

«No quieras a los wazungu —le decía a menudo su madre—. No los respetes. No reconozcas sus leyes. Pero, al mismo tiempo, hijo mío, no te los tomes a la ligera y recuerda siempre el proverbio que dice que un hombre sabio se enfrenta a un búfalo con cautela».

—Ahora comeremos —dijo Wachera por fin, echando estofado de mijo en unas hojas de platanero—. Me recitarás la lista de los antepasados hasta llegar a los Primeros Padres. Luego iremos a la selva, donde va a celebrarse una reunión secreta. Vendrá un gran hombre a hablar a los Hijos de Mumbi. Tú le escucharás, David Kabiru, y te aprenderás de memoria sus palabras, del mismo modo que te has aprendido la lista de los antepasados.

Wanjiru se había quedado hasta tarde en la choza escuela para ayudar a memsaab Pammi, la maestra. No lo hacía por amor a la memsaab ni empujada por un sentido de deber para con la escuela; la pequeña de nueve años siempre, buscaba excusas para evitar a los chicos que andaban por el mismo sendero para volver al poblado y que se burlaban despiadadamente de ella.

No les tenía miedo; a Wanjiru no la asustaba nada excepto el camaleón, al que todos los kikuyu temían. Pero la madre de Wanjiru se esforzaba mucho por ser respetable y le dolía en el alma que los chicos le rompieran los vestidos o se los ensuciaran.

Terminadas sus tareas, Wanjiru se despidió con un kwa heri de la memsaab y salió del aula con techo de paja. El sol ya se ponía. Iba a tener que darse prisa para llegar a casa antes de que anocheciera. Al cruzar la entrada donde un letrero rezaba MISIÓN GRACE TREVERTON, Wanjiru titubeó. Ante ella había una extensión llana de hierba verde que la tenía perpleja por su inutilidad. Ningún animal pacía en ella; tampoco se usaba para cultivos. A pesar de ello, era cuidada por jardineros e inspeccionada por el bwana que llevaba un látigo. Una vez Wanjiru había visto caballos galopando arriba y abajo en el campo y, montados en ellos, hombres blancos que blandían bastones largos, mientras a los lados, bajo la sombra de los alcanforeros y los olivos, memsaabs de vestido y sombrero blancos animaban a sus hombres como si éstos fuesen guerreros.

Pero no era el campo de polo lo que en ese momento contemplaba Wanjiru, sino la choza que había en un extremo y donde la luz menguante permitía ver a dos personas que estaban terminando su cena.

Wanjiru sabía quiénes eran. La madre de Wanjiru acudía con frecuencia a la hechicera cuando los niños estaban enfermos. Y una vez la viuda del legendario jefe Mathenge había ido al poblado de Wanjiru para hablar de los antepasados, y la familia lo había celebrado bebiendo mucha cerveza. Wachera fascinaba a la pequeña. Aunque los wazungu habían prohibido a la hechicera practicar sus antiguas artes, ella los desafiaba y toda la gente del clan la respetaba y temía por ello. El chico se llamaba David Kabiru, Wanjiru lo sabía; había empezado a ir a la escuela de memsaab Daktari hacía poco. Se había jactado de que su madre quería que aprendiese las costumbres del hombre blanco, para que estuviese preparado el día en que los Hijos de Mumbi volvieran a ser dueños del país de los kikuyu.

Wanjiru encontró a la madre y al hijo preparándose para adentrarse en la selva. Oyó que Wachera le decía algo a David con voz grave. La niña presintió que había algo importante en lo que se disponían a hacer y, empujada por la curiosidad, decidió seguirles.

El camino era largo y lleno de malos espíritus y ojos dorados que parpadeaban en la espesura. Wanjiru les seguía a poca distancia, sin que ellos se dieran cuenta, a sabiendas de que su tardanza preocuparía a su madre, pero incapaz de resistirse al hechizo de la misteriosa pareja.

Al final, la hechicera y el muchacho salieron a un claro y Wanjiru vio con sorpresa que había allí muchos hombres sentados en silencio. Reconoció a unos cuantos de su propio poblado. La mayoría iban vestidos con shukas y mantas y llevaban palos en vez de lanzas, pero algunos vestían a la europea porque trabajaban en una de las misiones. La niña se agazapó entre la maleza y se puso a observarles.

No había mujeres entre los reunidos, pero a ninguno de los hombres pareció importarle la presencia de la hechicera. De hecho, le hicieron sitio a la vez que le ofrecían una calabaza de cerveza.

«¡Como si fuera un hombre!», pensó Wanjiru, abriendo mucho los ojos.

Iban llegando más hombres, en silencio, surgiendo repentinamente de la noche. No habían encendido ninguna hoguera; el claro aparecía bañado por la luz de la luna llena, momento en que se trataban asuntos de importancia. Los hombres estaban sentados en el suelo, sobre peñascos, sobre troncos caídos; compartían cerveza de caña de azúcar; algunos, para mantenerse despiertos, masticaban hojas de miraa, y otros hacían circular una botella de colobah. Wanjiru sabía qué era esta bebida; los hombres kikuyu la apreciaban mucho porque era el licor del hombre blanco y les estaba prohibida a los africanos, por eso la llamaban «color bar»[4].

Los hombres esperaban con la típica paciencia africana.

Nadie llevaba reloj; a nadie le preocupaba el paso del tiempo. Lo que Wanjiru no sabía era que estaban allí por curiosidad, porque había circulado de boca en boca la noticia de que un hombre llamado Johnstone asistiría a la reunión y hablaría de la Asociación Central de los Kikuyu. Debido a ello, había hombres que vigilaban escondidos entre los árboles. Y todos los presentes habían prestado un juramento sagrado conforme guardarían el secreto, lo cual excluía a los posibles espías del gobierno. Se hallaban reunidos para hacer algo que era ilegal.

Al poco un ruido extraño turbó el silencio de la selva. Era como el ruido de las tripas de un elefante, lejano al principio, pero haciéndose más fuerte hasta que algunos hombres se levantaron precipitadamente, dispuestos a huir corriendo. Pero era el hombre llamado Johnstone, que llegaba montado en su motocicleta inglesa.

Los pocos que ya le habían oído hablar alguna vez hicieron callar al resto del grupo y presentaron al recién llegado diciendo que era Johnstone Kamau. Era un kikuyu alto, de constitución poderosa, voz potente y mirada penetrante, y todos pudieron ver que lucía un cinturón ornamental de la tribu llamado mucibi wa kinyata. Johnstone Kamau anduvo a grandes zancadas hasta el centro del círculo.

Los hombres parecieron quedar hechizados cuando Johnstone Kamau habló del destino del africano, de la necesidad de unirse, de la necesidad de educarse. Wachera y su hijo escuchaban; la pequeña Wanjiru escuchaba también.

—En el antiguo orden de la sociedad africana —dijo Johnstone Kamau—, pese a todos los males que se le atribuyen, un hombre era un hombre, y como tal tenía los derechos de un hombre y era libre de ejercer su voluntad y su pensamiento como más conviniera a sus propósitos, así como a los de sus semejantes; pero hoy día un africano, sin que importe su posición en la vida, es como un caballo que se mueve únicamente en la dirección que el jinete indica tirando de las riendas… El africano sólo puede avanzar hacia un «nivel superior» si goza de libertad para expresarse, para organizarse económicamente, políticamente y socialmente, y para participar en el gobierno de su propio país.

Cuando hubo terminado se hizo el silencio. El hombre miró las caras de sus oyentes e hizo una breve pausa para contemplar a la hermosa hechicera que lucía el vestido ancestral. Luego dijo.

—Podéis decir lo que opináis.

Un hombre llamado Murigo, que vivía en el poblado de Wanjiru, dijo:

—¿Qué pretendes decirnos? ¿Que deberíamos expulsar al hombre blanco de la tierra de los kikuyu?

—No hablo de revolución, sino de igualdad, hermano mío. ¿Quién de vosotros se siente igual que su amo y señor blanco?

Otro hombre, Timothy Minjire, dijo:

—¡Los wazungu nos han dado tantas cosas! Antes de que llegaran, vivíamos en pecado y en tinieblas. Ahora tenemos a Jesu. Somos modernos a ojos del mundo.

Varios hombres asintieron con la cabeza.

—¿Pero qué habéis dado a cambio de estas cosas? —preguntó Johnstone—. Nosotros les dimos nuestra tierra y ellos nos dieron a Dios. ¿Fue un cambio justo?

—El bwana es bueno con nosotros —dijo Murigo—. Ahora nuestros hijos son más sanos; mis hijos están aprendiendo a leer y escribir; mis esposas cocinan con aceite y azúcar en abundancia. Antes de que llegase el bwana no teníamos ninguna de estas cosas.

—¡Pero éramos hombres! ¿Podéis decir que lo sois ahora?

Los oyentes se miraron unos a otros. Un anciano se levantó, dirigió una mirada imperiosa al joven Kamau y abandonó el círculo, perdiéndose en la oscuridad; otros hombres se levantaron apresuradamente y le siguieron. Los que se quedaron en su sitio siguieron mirando al advenedizo con suspicacia.

—¡Nosotros somos millones, mientras que ellos sólo son miles! —gritó Johnstone—. ¡Y pese a ello, nos gobiernan!

—¿Acaso un puñado de ancianos no gobiernan a todos los kikuyu? —arguyó un hombre.

Johnstone le lanzó una mirada penetrante.

—¿Es que mil hienas gobiernan a un millón de leones? —Se sacó un periódico del bolsillo y lo agitó como si fuera un garrote—. ¡Leed! —exclamó—. Leed las palabras del propio hombre blanco. Reconoce que el uno por ciento de la población de nuestro país decide todas las leyes, y ese uno por ciento son forasteros cuyos antepasados moran en otras tierras.

Se oyeron murmullos entre los reunidos.

—¡Nos quitaron las lanzas y las campanas de guerra! —gritó Johnstone—. Han convertido a nuestros hombres en mujeres. Y ahora pretenden abolir la sagrada iniciación de las muchachas, y les enseñan a leer y a escribir para que nuestras mujeres se conviertan en hombres. ¡Los wazungu están volviendo a los kikuyu al revés! ¡Poco a poco van destruyendo a los Hijos de Mumbi! ¡Y vosotros sois como borregos que besan la mano que empuña la daga! ¡Despertad, Hijos de Mumbi! ¡Haced algo antes de que sea demasiado tarde! Recordad el proverbio que dice que la familia de «lo haré» fue vencida por la familia de «lo he hecho».

Cruzó el círculo y se detuvo ante un anciano que estaba sentado en el suelo. El viejo iba envuelto en una manta, llevaba un palo y tenía un pequeño recipiente de metal colgado del cuello.

Mzee —dijo Johnstone en tono más calmado y respetuoso—, ¿qué es ese collar que llevas?

El anciano le miró con cautela.

—Tú sabes lo que es. Tú mismo llevas uno.

—¡Sí! —exclamó Johnstone—. Es la kipande, la identificación que los wazungu nos obligan a llevar. Pero como la mayoría de vosotros no lleváis ropa con bolsillos, como yo sí puedo llevarla, tenéis que llevar vuestra identificación colgada del cuello, ¡como los perros llevan collares!

La gente se quedó helada mientras los ojos del mzee se cruzaban con los del revoltoso. Al cabo de unos momentos, el digno anciano se puso en pie y con voz tranquila, mortal, dijo:

—El hombre blanco vino y nos sacó de las tinieblas. Nos enseñó el mundo más grande, del cual nada sabíamos. Nos trajo medicina y Dios, carreteras y libros. Nos trajo una vida mejor. Esta kipande que llevo les dice a los otros hombres quién soy yo. No me avergüenzo de llevarla. Y no tengo por qué escucharte.

Hizo un gesto majestuoso y se fue del claro como si abandonara su propio salón del trono. Los demás ancianos también se levantaron para irse con él. Pero los hombres jóvenes se quedaron y Johnstone se dirigió a ellos.

—Han pasado siete años desde la matanza de nuestra propia gente que hubo en Nairobi a causa de la detención de Harry Thuku. Thuku todavía está en la cárcel por sus actividades a favor de la uhuru, la independencia. Ciento cincuenta de nuestros hombres y mujeres, que iban desarmados, fueron muertos a tiros en la calle, igual que animales. ¿Seguiremos permitiendo esto?

Miró a los ojos de cada uno de los hombres del círculo, cautivándolos con su propio magnetismo, hasta que tuvieron que apartar la mirada.

—Os diré una cosa —añadió Johnstone Kamau con voz de fuerza tranquila—, si alguno de vosotros trabaja para un hombre blanco, no es un africano. ¿Me oís?

Eyh —dijeron unos cuantos—. Sí.

—¿Acaso nuestra virilidad no vale más que el azúcar y el aceite?

Eyh —volvieron a decir, un poco más fuerte.

—¿Seguiremos viajando en compartimentos de tercera clase en los trenes mientras el hombre blanco viaja en primera? ¿Hemos de soportar la indignidad de un pase para viajar de un poblado a otro? ¿Hemos de tolerar sus reglas prohibiéndonos fumar en presencia de un hombre blanco, obligándonos a quitarnos la gorra cuando él pasa, obligándonos a levantarnos cuando se nos acerca? ¿O viviremos como hombres?

Eyh! —gritaron.

Wanjiru notó que el corazón se le disparaba. Aquel hombre carismático, Johnstone Kamau, tenía magia en la voz. Wanjiru comprendía pocas de las cosas que decía, pero el poder que había en su forma de decirlas le calentó la sangre. Con sus ojos grandes, sin parpadear, observó cómo varios hombres más se levantaban y se iban, porque no estaban de acuerdo con el radical y temían a la policía. Vio miradas temerosas y excitadas, gestos de indecisión. Algunos hombres musitaban palabras de apoyo al orador, otros permanecían en silencio. Wanjiru pensó que el hombre que acababa de hablar era como un palo que removiera los rescoldos de una hoguera. Los carbones viejos y apagados caían a un lado, otros brillaban mortecinamente en los bordes, pero los jóvenes, rojos y ardientes, proyectaban su calor hacia el centro de la hoguera. Eran los jóvenes que llevaban pantalones cortos de color caqui, que habían aprendido a leer y escribir pero no tenían ni un chelín en el bolsillo. Eran jóvenes descontentos que el cálido aliento de Johnstone Kamau hacía arder como llamas.

Wanjiru vio con sorpresa que la hechicera se levantaba lentamente y se acercaba al joven. El grupo enmudeció. La hechicera llegó junto al orador y cambiaron palabras de respeto. Luego Wachera, viuda del legendario Mathenge, dijo:

—Tengo una visión, hijo de Mumbi. Los antepasados me han enseñado tu futuro. Tú conducirás al pueblo y harás que vuelva a las antiguas costumbres. Tú nos liberarás del yugo de los wazungu. He mirado en tus mañanas y he visto lo que serás algún día: serás la lámpara de Kenia, serás Kenya taa.

Johnstone parpadeó y por su rostro pasó fugazmente una expresión. Luego sonrió, asintió con la cabeza y se quedó contemplando a Wachera mientras ésta se alejaba.

Al llegar al lado de su hijo, Wachera le tomó la mano y dijo:

—Recordarás esta noche y a este hombre, David.

Wanjiru la oyó. También ella los recordaría.