22

Daktari! Daktari!

Grace alzó los ojos en el momento en que Mario entraba corriendo en el recinto. Subió ruidosamente los peldaños de la nueva clínica con techo de paja, pasó junto a los numerosos pacientes que aguardaban en la galería y entró.

Memsaab Daktari! —exclamó, jadeando—. ¡Venga en seguida!

En los años que llevaban juntos, Grace raramente había visto a Mario tan excitado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, entregando a la enfermera el niño al que acababa de reconocer.

—¡Mi hermana! ¡Se está muriendo!

Tras coger el maletín y el salacot, Grace siguió a Mario y los dos bajaron por los escalones de la galería y cruzaron el recinto formado por seis edificaciones con techo de paja. Pasaron corriendo entre cuerdas donde aparecían tendidos, para airearlos, colchones y sábanas del pabellón de enfermos hospitalizados, luego pasaron por delante del corral de las ovejas y las cabras, atravesaron el grupo de chozas donde se alojaban los diez empleados, salieron por la valla que cercaba la Misión Grace Treverton, atravesaron el campo de polo de Valentine, pasaron por delante de la choza de Wachera, cruzaron el puente de madera y subieron por la ladera del otro lado, donde las mujeres que estaban recolectando judías maduras en los campos hicieron una pausa para observar a la memsaab que pasó volando junto a ellas, la falda blanca ondeando al viento, el maletín negro en la mano.

Mario condujo a su patrona por senderos estrechos que cruzaban hectáreas de maíz más alto que ellos, huertos de boniatos y calabazas que crecían en el suelo, formando una especie de alfombra enmarañada, pasaron por delante de un poblado, luego de otro, hasta que Grace iba casi sin aliento y sujetándose un costado.

Por fin llegaron al poblado de Mario, que estaba en las colinas que dominaban el río Chania, una colección de chozas redondas de barro con tejados cónicos de papiro por donde surgían espirales de humo azul. Al entrar en el poblado, Grace no vio a nadie trabajando; la gente estaba parada y había en el aire un silencio extraño. Grace se abrió paso y vio con sorpresa que uno de los sacerdotes de la misión católica, un joven que se llamaba Guido, sacaba algo del portaequipajes de su bicicleta.

—¿Qué ha ocurrido, padre? —preguntó Grace al acercarse.

En el rostro del sacerdote había una expresión sombría y colérica debajo del sombrero de ala ancha. La sotana aparecía cubierta de polvo y manchas de sudor; también él había venido corriendo.

—Han celebrado otra iniciación secreta, doctora —dijo. Y entonces Grace vio que lo que estaba sacando eran los objetos que se usaban para dar la extremaunción.

—¡Santo Dios! —susurró y echó a andar detrás del sacerdote.

Varias personas de edad bloqueaban el camino que llevaba a la choza; madres y tías alzaron las manos y pidieron que los wazungu no se metieran en sus asuntos.

—¿Quién está dentro con ella? —preguntó Grace al padre Guido.

—Wachera Mathenge, la hechicera.

—¿Cómo se ha enterado usted de lo ocurrido?

—Me lo dijo Mario. Casi todos los habitantes de este poblado son católicos. La muchacha se llama Teresa y asiste a nuestra escuela. Kwenda! —dijo el sacerdote a las personas mayores, de expresión adusta—. ¡Tenéis que dejarme entrar! ¡Teresa pertenece al Señor!

Grace estudió las expresiones de los hombres y las mujeres kikuyu, que acataban la ley y normalmente hacían lo propio con la autoridad de un sacerdote. Pero ahora la situación no era normal.

Los misioneros llevaban mucho tiempo tratando de que se aboliera la costumbre de circuncidar a las muchachas, que llevaba aparejada la extirpación quirúrgica del clítoris. Estaba oficialmente prohibida en Kenia y quien la llevara a cabo se exponía a una multa o a ir a la cárcel. A primera vista, parecía que las iniciaciones ya no tuvieran lugar. Pero lo cierto era que no habían hecho más que volverse clandestinas. Grace sabía que tan salvajes ritos se llevaban ahora a cabo en lugares secretos que la policía local no podía encontrar.

—Dejadme verla, por favor —dijo Grace en kikuyu—. Quizá pueda hacer algo.

Thahu! —exclamó una anciana que debía de ser la abuela de Teresa.

Grace notó que el padre Guido se movía nerviosamente a su lado. Todos los habitantes del poblado formaban un círculo apretado a su alrededor, y había tensión y hostilidad en el aire.

—¿Cuándo tuvo lugar la iniciación? —preguntó en voz baja al sacerdote.

—No lo sé, doctora Treverton. Lo único que sé es que tomaron parte doce muchachas y que Teresa se está muriendo porque la herida se le ha infectado.

Grace apeló a los ancianos.

—¡Debéis dejarnos entrar!

Pero fue inútil. A pesar de la educación y la cristianización, aquella gente seguía aferrada a las antiguas costumbres. Todos los domingos asistían a misa en la misión del padre Guido y después se internaban en la selva para entregarse a sus antiguos y bárbaros rituales.

—¿Queréis que avise al oficial de distrito? —dijo Grace—. ¡Iréis todos a la cárcel! ¡Os quitará todas las cabras y pegará fuego a vuestras chozas! ¿Es eso lo que queréis?

Los ancianos, sin inmutarse, con los brazos cruzados, siguieron bloqueando la entrada de la choza.

—¡Lo que habéis hecho está mal! —exclamó el padre Guido—. ¡Habéis cometido una abominación a los ojos de Dios!

Finalmente uno de los ancianos habló:

—¿Acaso no nos dice la Biblia que el Señor Jesu fue circuncidado?

—Claro que sí. ¡Pero en ninguna parte dice que también lo fuera su bendita madre María!

Varios pares de ojos parpadearon. Una tía anciana miró por encima del hombro.

—¿Acaso no os hemos enseñado que las antiguas costumbres son malas? ¿Acaso no abrazasteis el amor de Jesucristo y prometisteis respetar sus leyes? —El padre Guido señaló el cielo con un dedo tembloroso y su voz resonó sobre las cabezas de sus oyentes—. ¡Seréis expulsados del cielo por lo que habéis hecho! Arderéis en el fuego infernal del negro Satanás por vuestros horribles pecados.

Grace vio que las caras pétreas empezaban a ablandarse. Entonces Mario se adelantó y, hablando rápidamente en kikuyu, rogó a sus parientes que permitiesen que el hombre santo y la memsaab entraran en la choza de Teresa.

Hubo un momento de silencio durante el cual los siete ancianos kikuyu y los dos blancos estuvieron mirándose fijamente a los ojos; luego la abuela se echó a un lado.

Al entrar en la choza, el padre Guido y Grace encontraron a Teresa acostada en una cama de hojas frescas; llenaban la oscuridad el zumbido de las moscas y el aroma penetrante de las hierbas ceremoniales. Arrodillada a su lado estaba Wachera.

Grace se inclinó para reconocer a la muchacha mientras el padre Guido se arrodillaba al otro lado, abría su maletín y sacaba la estola de seda y el agua bendita para administrar el último sacramento.

Habían tratado la herida de un modo que Grace sabía que era ritual, una fórmula estricta que se transmitía de una generación a otra. Habían mojado hojas especiales en aceite antiséptico y luego las habían colocado entre las piernas de Teresa. Se las acababan de cambiar, sin duda la «enfermera» nombrada especialmente, que enterraría las hojas usadas en un lugar secreto y tabú donde ningún hombre pudiera penetrar por casualidad. Grace sabía que habían dado a Teresa alimentos especiales de naturaleza religiosa, usando una hoja de platanero a guisa de plato.

Todo el proceso de iniciación era sagrado, algo que pocos blancos habían tenido ocasión de presenciar, y era tan sagrado y lleno de sentido para los kikuyu como la misa celebrada en el altar lo era para los católicos. Pero era una costumbre cruel e inhumana que causaba mucho dolor, sufrimiento y pérdida de sangre, así como una deformidad que luego creaba problemas a la mujer, entre otros la dificultad para dar a luz. Grace se había unido a los misioneros en la lucha por su abolición.

La hermana de Mario era muy bonita. Grace pudo comprobarlo pese a la escasa luz que penetraba en la choza. Calculó que tendría unos dieciséis años, sus rasgos eran delicados y había en ella un aire de inocencia conmovedora. Teresa tenía los ojos abiertos. Grace los cerró suavemente… porque la muchacha había muerto.

Mientras el padre Guido musitaba solemnemente sus plegarias, Grace agachó la cabeza y sintió la picazón de las lágrimas.

No rezaba; sólo apretaba los dientes, presa de frustración y de rabia. Teresa era la cuarta muchacha que Grace veía morir de septicemia a raíz de una iniciación, una septicemia causada por el cuchillo de la hechicera que había practicado la operación. También sabía de otras chicas que habían muerto de infecciones que hubieran podido curarse de haber avisado a tiempo a un médico europeo.

Grace alzó el rostro y sus ojos se cruzaron con los de Wachera.

Durante unos instantes el aire del interior de la choza estuvo cargado y las energías de las dos rivales, Wachera y Grace, chocaron entre las paredes de barro.

Luego Grace dijo en kikuyu:

—Me encargaré de que pongan fin a tus malignas actividades. Conozco tu magia negra. Mis pacientes me han hablado de ella. Ya te he tolerado bastante. Por culpa tuya y de otras como tú, esta niña ha muerto.

Grace temblaba de rabia y la hechicera la miró con expresión indescifrable. Wachera seguía siendo hermosa, alta y esbelta, con la cabeza afeitada, los largos brazos cubiertos por sartas de abalorios y cobre, el cuerpo flexible vestido con pellejos suaves. Era un anacronismo entre los kikuyu cristianizados; Wachera existía como un fantasma de su pasado ancestral. Miró a Grace Treverton con arrogancia y orgullo. Luego se levantó y salió de la choza.

Al regresar a la misión, Grace encontró a Valentine paseando nerviosamente delante de la clínica. Cuando vio lo que tenía en la mano y al niño asustado que se acurrucaba junto a los escalones de la galería comprendió por qué su hermano estaba allí.

—¡Mira esto! —gritó Valentine, arrojándole el objeto, que cayó al suelo después de golpear el pecho de Grace. Al recogerlo, vio que era una de las muñecas de Mona—. ¡He vuelto a pescarle jugando con esto!

—Pero Valentine —suspiró Grace—. Solamente tiene siete años.

Grace pasó junto a su hermano, se acuclilló al lado de Arthur y en seguida se percató de que el pequeño había recibido otra zurra de su padre.

—¡No consentiré que le mimes! ¡Tú y Rose estáis convirtiendo a mi hijo en un afeminado!

Grace rodeó a Arthur con sus brazos y el pequeño rompió a llorar.

—Pobrecito —musitó, acariciándole el pelo.

—¡Maldita sea, Grace! ¡Escúchame!

Grace le dirigió una mirada furiosa.

—¡No, escúchame tú a mí, Valentine Treverton! Acabo de ver a una niña a la que realmente han malogrado, y no pienso escuchar tus gritos por algo ridículo. Ha muerto otra muchacha a causa de una iniciación y no he podido salvarla. ¿Qué piensas hacer para poner fin a estas iniciaciones, Valentine? Se trata de tu gente. ¡Deberías preocuparte por ella!

—¿Qué me importa a mí lo que haga un hatajo de negros? Lo único que me interesa es mi hijo. ¡No permitiré que juegue con muñecas!

—No te importa lo que hagan los africanos —dijo Grace, hablando despacio—. Y te preocupas más por ti mismo que por tu hijo.

El cuello de Valentine se tiñó de un rojo intenso; miró a su hermana con expresión colérica, luego dio media vuelta y se fue.

Entraron en el fresco edificio con techo de paja que era su clínica y Grace consoló a Arthur. El pequeño tenía señales de golpes en el cuello y los hombros.

—Hola —dijo una voz suave mientras una silueta llenaba la puerta abierta.

Grace levantó la mirada y su corazón dio un vuelco.

—James. Has vuelto.

—Llegué anoche y vine directamente a verte… Caramba, ¿qué ha pasado aquí?

—Valentine otra vez.

James entró y dijo:

—Hola, Arthur.

—Hola, tío James.

—Mi hermano cree que a fuerza de terror hará un hombre de su hijo —dijo Grace, procurando que la ira no se le notase en la voz y asustara al niño—. Voy a poner fin a estas palizas aunque tenga que… Te pondrás bien, Arthur. No ha sido nada.

—¿Se lo has dicho a Rose en tus cartas?

—Llegará de un momento a otro, de hecho. Su carta no decía exactamente cuándo… ya conoces a Rose.

—¿Entonces Mona está en la escuela en Inglaterra?

—Sí. En la academia a la que Rose iba cuando era niña.

—Echarás de menos a Mona, ¿verdad?

—Sí, muchísimo.

Grace besó a su sobrino en la cabeza, luego lo depositó en el suelo; el niño era demasiado pequeño para su edad y había heredado el temperamento soñador de su madre.

—Anda, amor mío —dijo dulcemente Grace—. Vete a jugar.

—¿Adónde he de ir? —preguntó el pequeño con una expresión de perplejidad en sus ojos grandes y azules.

—¿Adónde te gustaría ir, Arthur?

El pequeño fingió reflexionar durante unos momentos. Luego dijo:

—¿Puedo ir a ver los bebés?

Grace sonrió y dijo que sí. Valentine había prohibido a Arthur que pusiera los pies en la choza de maternidad, pero Grace había decidido no hacer caso de las órdenes de su hermano.

—¡James! —exclamó Grace mientras salían de la clínica—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa verte!

Una vez en el exterior, al ver cómo la luz del sol arrancaba destellos rojizos del pelo castaño oscuro de James, Grace notó la habitual sensación de amor y dolor que nunca la abandonaba. Cada vez que James se iba Grace tenía la sensación de que una parte de ella misma se iba con él.

Y cuando volvía se sentía entera de nuevo.

—Te he echado de menos —dijo Grace.

Anduvieron por el sendero que llevaba al bungalow y pasaron por delante de las edificaciones con techo de paja que Grace había añadido a las otras. Una de ellas era la pequeña clínica de maternidad donde Arthur pasaba gran parte de su tiempo contemplando a los recién nacidos.

Mientras subían los escalones de la galería Grace preguntó:

—¿Qué noticias traes de Uganda?

—Las de siempre. Enfermedad del sueño, malaria, melanuria. Me temo que nada nuevo. ¿Y tú qué me cuentas, Grace? ¿Qué tal ha ido la misión durante los últimos cuatro meses?

Grace entró en la casa y volvió a salir con dos vasos de limonada. Entregó uno a James y dijo:

—Has estado ausente cinco meses, no cuatro. Tenemos un gallinero nuevo y una nueva pizarra para el aula.

—¡A la salud de las gallinas y la educación! —dijo James, riéndose, y bebieron.

James la miró atentamente por encima del borde de su vaso. Mostraba el aspecto pulcro y limpio de siempre. Pese al trabajo que le daba dirigir la escuela y la clínica de la misión, Grace vestía siempre una blusa y una falda blancas y limpias, su cabello corto aparecía siempre bien peinado.

Y James pensó que estaba aún más bonita que la última vez que la viera.

—¿Te preocupa algo, Grace?

—Ha habido otra iniciación. La hermana de Mario murió. —Se sentó en una silla de mimbre—. Tengo que ser más firme con esta gente, James. Tendré que ponerme seria y hacerles comprender que las costumbres antiguas son perjudiciales. Estamos en el siglo veinte. La medicina moderna alcanza cotas desconocidas en toda la historia. Hoy día hacemos milagros. Pero, a pesar de todo, cuando están asustados acuden corriendo a una curandera tribal.

—No toda la medicina tradicional es mala, Grace.

—Sí, lo es. Es brujería, ni más ni menos. ¡Quién sabe lo que esa mujer echa en sus pociones! —Grace hizo un gesto señalando el campo de polo de Valentine y la choza que había en su extremo.

Después de tantos años, el hogar de Wachera se había convertido en una parte del paisaje, hasta el punto de que ya no suscitaba comentarios. De hecho, en numerosas granjas de europeos había ahora hogares de «intrusos» —las pequeñas parcelas de los africanos que habían salido de las reservas y que optaban por trabajar para el hombre blanco y vivir como arrendatarios en sus tierras—, por lo que la presencia de Wachera en el extremo del campo de polo ya no resultaba tan rara como en otro tiempo. Grace sabía que la joven hechicera llevaba una vida extraña y secreta, que ejercía silenciosamente su antigua profesión como una sombra que nadie veía. Pero Grace sabía qué era lo que Wachera hacía. Sus pacientes se lo contaban.

La viuda de Mathenge llevaba a la gente a cacerías espirituales siempre que había un brote de epidemia, supervisaba las ceremonias de plantación antes de las lluvias, elaboraba amuletos mágicos que protegían a los niños, asistía a las parturientas, preparaba filtros de amor, hablaba con los espíritus de los muertos y leía el futuro. Y Grace sospechaba que también empuñaba el cuchillo durante la iniciación de las muchachas.

—Me parece —dijo Grace con voz queda— que el comisario de distrito no ha enfocado bien el problema. Una cosa no desaparece por el simple hecho de que la declaren ilegal. Lo que tenemos que hacer es proscribir a los que perpetran estas barbaridades. Hay que echar a Wachera y a la gente como ella y entonces las antiguas costumbres morirán de forma natural.

—¿Qué te propones hacer para librarte de ella? Valentine lo intentó y no tuvo éxito.

—No lo sé. Bajaré a Nairobi y organizaré las misiones de modo más unificado. Hay que demostrarles a los africanos que las curas tradicionales son malas y que es al médico blanco a quien deben recurrir.

James sacó su pipa y la encendió.

—Me temo que no estoy de acuerdo contigo, Grace. Sigo diciendo que hay muchas cosas buenas en la medicina tradicional. ¿Recuerdas cuando hubo aquel brote de disentería entre mis hombres y se me habían terminado toda la epsomita y el aceite de ricino? El antiguo remedio de ruibarbo de los kikuyu fue lo que los salvó.

Grace meneó la cabeza.

—No hicimos ningún frotis, James. No llegamos a hacer ningún análisis con el microscopio. No sabes con seguridad que fuera disentería o siquiera disentería amebiana.

—No todo debe diagnosticarse de acuerdo con la medicina moderna, Grace. Ten en cuenta que a veces se puede ser demasiado unilateral.

—No hablarías así si hubieses visto a esa pobre muchacha esta tarde.

De pronto un grupo de chicos dobló a todo correr la esquina de la choza donde estaba el aula, riendo y mirando por encima del hombre. Al ver a Grace en la galería, recobraron la compostura inmediatamente y pusieron cara seria.

—Jambo, memsaab Daktari —dijeron, desfilando ante ella como soldaditos negros.

—Cielo santo —musitó Grace, levantándose de la silla—. ¿Qué estarán tramando ahora?

En la parte de atrás de la larga estructura que hacía las veces de escuela encontró una niña de corta edad que yacía en el suelo, embadurnada de barro.

—Wanjiru —dijo Grace, acercándose a ella.

Después de ayudar a la pequeña a levantarse y sacudirse la tierra del vestido, Grace dijo:

—Vamos, vamos, Wanjiru. No te habrás hecho daño, ¿verdad?

Al borde de las lágrimas, pero conteniéndolas, la niña dijo que no con la cabeza.

—¿Te gustaría irte a casa?

Meneó la cabeza con más fuerza.

—Muy bien, pues. Ve a ver a memsaab Pammi y dile de mi parte que te dé un dulce.

La pequeña musitó un tímido asante sana, luego echó a correr hacia la entrada de la escuela, donde la señorita Pamela estaba descansando y tomando el té entre dos clases.

—¿Es una de tus alumnas? —preguntó James mientras volvían al bungalow—. No sabía que tuvieses alumnas.

—Es mi primera niña y me temo que lo está pasando fatal. Ya sabes lo que me costó conseguir que las niñas vinieran a mi escuela. Hace tres meses, una mujer de uno de los poblados que hay río arriba trajo a su hija a la escuela y la matriculó.

—Fue muy valiente.

—¡Vaya si lo fue! La mujer es viuda y tiene nueve hijos. Su vida es muy difícil y me dijo que deseaba algo mejor para Wanjiru. Es la primera mujer africana a quien le he oído expresar ese sentimiento. Me encanta tener una alumna, por supuesto, pero los chicos le toman el pelo despiadadamente. La acosan y le dicen que nunca se casará y que será thahu porque hace una cosa de hombres. A pesar de todo, ella viene cada día, más decidida que nunca. Y aprende de prisa, lo que me parece que también molesta a los chicos.

Al llegar a la veranda, Grace dijo:

—Hay que hacer algo para aliviar la situación de las mujeres africanas, James. ¡Recuerda que tuvimos una plaga de langostas hace dos meses y los hombres echaron la culpa a las mujeres! Dijeron que era porque las mujeres llevaban faldas cortas y Dios mandó las langostas a modo de castigo.

Se volvió hacia él.

—James, he pesado algunas de las cargas que transportan estas mujeres. ¡Una de ellas transportaba nada menos que ochenta kilos y pico! Y la tasa de natalidad es tan alta. Se ven muchas mujeres con ocho o diez hijos, trabajando ellas solas en las parcelas porque sus hombres se han ido a trabajar para el blanco. Ahora que los jóvenes africanos empiezan a educarse, ya no quieren quedarse en las granjas. Quieren trabajar en las ciudades. Vienen de visita a casa, dejan embarazada a la esposa y vuelven a desaparecer. Y se oponen a que sus esposas e hijas se eduquen.

James la miró, vio el rostro que en diez años se había vuelto moreno, con arruguitas alrededor de los ojos y un mentón tan decidido como siempre. Era un rostro que se imaginaba con frecuencia y que lo visitaba en sus sueños.

—¿Podemos dar un paseo, Grace?

Los africanos que trabajaban en la misión de Grace ya no llevaban pieles de cabra y shukas, sino pantalones, camisas y vestidos a la usanza europea. Las cabezas ya no aparecían afeitadas, sino con el pelo debidamente cortado. Unos cuantos seguían luciendo cilindros de madera en los lóbulos de las orejas y brazaletes de cobre, pero en la mayoría de los casos el único adorno era una crucecita con una cadena.

Grace se detuvo en la parte posterior de un cobertizo de madera para inspeccionar las hileras de filtros para agua que debían repartirse entre los habitantes del poblado. Cada filtro consistía en dos cacharros de barro, el más pequeño colocado en la boca del mayor. Grace demostró su funcionamiento a James.

—El cacharro de arriba contiene una capa de arena limpia, otra de grava y, finalmente, una tercera de ladrillos rotos. El agua se echa por la parte superior, va goteando a través de estas capas y cuando llega al cacharro de abajo ya está limpia de impurezas, especialmente de lombrices de Guinea. Pretendo instalar uno en todas las chozas del poblado, y dar una lección sobre lo importantísima que es la pureza del agua.

—Sería una información valiosa que podrías incluir en tu libro —dijo James.

Grace se rió. Desde hacía un tiempo James insistía en que escribiera un manual de sanidad para los trabajadores rurales.

—¿De dónde iba a sacar tiempo para escribir un libro?

Pasaron por donde habían tendido los colchones para que se aireasen. Los colchones eran de americani relleno con perfollas de maíz secas y, al igual que los filtros, eran un invento de Grace.

Subieron por el sendero que llevaba al risco y desde arriba contemplaron un panorama que parecía un cuadro. Hileras de cafetos verdes cargados de bayas maduras cubrían dos mil hectáreas. El paisaje no era llano, sino que subía y bajaba formando ondulaciones y montículos como un mar suavemente agitado, el verde denso interrumpido por franjas de tierra roja y Jacarandas llenos de flores de color púrpura. Corría el mes de mayo y las lluvias largas ya habían terminado; mujeres y niños caminaban a lo largo de las hileras de cafetos, arrancando las bayas y echándolas en sacos. Unos camiones esperaban en el borde de los cafetales y los hombres transportaban las bayas a las secadoras instaladas río abajo. El monte Kenia vigilaba la lejana frontera de la inmensa vista, recortándose, nítido y oscuro, sobre el cielo despejado, los picos nevados brillando bajo el sol. De cara a la montaña, en el otro lado del valle, se encontraba Bellatu, elevándose hacia el cielo sobre céspedes verdes y perfectos y jardines aterrazados.

Había varios automóviles relucientes aparcados en la calzada. Grace reconoció el del brigadier Norich-Hastings. Los otros, exceptuando dos Oldsmobiles que pertenecían a Valentine, eran propiedad de las personas que en ese momento se alojaban en casa de su hermano.

En Bellatu nunca había tranquilidad. Ahora que los automóviles eran de uso común en Kenia y una carretera llegaba hasta la finca, aunque era de tierra e intransitable cuando llovía, y ahora que el tren llegaba hasta la ciudad de Nyeri, Bellatu distaba un solo día de viaje desde Nairobi. La casa de Valentine se había transformado en el centro de la vida social de Kenia; había siempre alguna fiesta, cacería o partido de polo que atraía a la gente rica y alegre del África Oriental a la plantación de café. Había nacido una leyenda en torno a Bellatu. A los que únicamente veían la fabulosa mansión desde lejos les parecía que la gente de dentro debía de ser eternamente joven y bella, gente que hacía las cosas que se juzgaban distinguidas y bebía champán, y que sólo ricos y aristócratas visitaban la casa. Los años veinte habían sido un decenio próspero para los colonos aristocráticos de Kenia; el café Treverton tenía mucha demanda y se enviaba a todo el mundo. El hermano de Grace reinaba como un rey… y nunca estaba solo.

Grace contemplaba fijamente la casa y a sus oídos, cuando cambiaba la dirección del viento, llegaban músicas y risas.

Estaba molesta con Valentine por su forma de tratar a Arthur, por avasallarle con el propósito de que se hiciera hombre. El chico había recibido más de una paliza fuerte por jugar con las muñecas de su hermana, y su torpeza y sus caídas no eran estratagemas para llamar la atención, como decía Valentine, sino que posiblemente eran consecuencia de algún problema neural. Grace había suplicado a su hermano que llevara a Arthur a que le vieran especialistas, pero Valentine le había dicho que se ocupara de sus propios asuntos. Un hijo suyo no podía ser débil ni tener ningún defecto, y a fuerza de golpes haría desaparecer cualquier señal de debilidad o afeminamiento.

Grace se preguntó cuándo habría cambiado Valentine. Había sido un proceso gradual. A ella le parecía que había empezado a cambiar cuando el terrible asunto con Miranda West, y luego con el nacimiento de Arthur. En Kenia todo el mundo sabía que Valentine mantenía una querida africana en Nairobi, en la misma casa que construyera para Miranda. Era una hermosa mujer meru que usaba ropa cara y conducía su propio coche.

James pasó por su lado, las botas haciendo crujir la tierra roja, e hizo una mueca cuando la luz del sol le dio en los ojos. Grace contempló su cuerpo duro y magro al coger un trozo de corteza de eucalipto y empezar a desmenuzarlo con aire pensativo. Las frecuentes visitas que últimamente hacía a Uganda, porque Lucille se había apasionado por el país africano del interior, cansaban a Grace más que sus largos días llenos de trabajo arduo. Lo echaba mucho de menos. Cuando James estaba a tantos kilómetros de distancia, en un territorio tan peligroso, Grace perdía el apetito y de noche le resultaba difícil conciliar el sueño. Pero cuando James estaba en casa, en Kilima Simba, Grace se sentía consolada sabiendo que estaba allí, a sólo unos kilómetros, y que de un momento a otro podía presentarse en una de sus visitas inesperadas. Las visitas de James eran lo que le había permitido seguir adelante durante los últimos diez años, lo que le daba la energía necesaria para soportar días de frustración y reveses. Grace salía de la clínica y allí estaba James, cubierto de polvo y sudoroso tras el largo viaje en coche, normalmente con un obsequio, algo de la lechería, algún pájaro para la olla. James se quedaba un rato; se sentaban en la veranda y hablaban tranquilamente como dos viejos amigos, pues eso eran, compartiendo problemas, ofreciéndose mutuamente ayuda y consejo, riéndose, o sencillamente sin decir nada, cerca el uno del otro pero sin tocarse, mientras el día africano iba dando paso a la noche.

Luego James se marchaba y Grace se acostaba y lo deseaba tanto, que a veces no conseguía pegar ojo.

—Grace —dijo James—. Tengo que decirte algo.

Ella le miró.

—Lucille y yo hemos decidido irnos a vivir a Uganda. Para siempre.