Mona ya había decidido escaparse. Lo único que le quedaba por hacer era elegir el momento oportuno.
Sus ojos solemnes absorbían las concurridas calles de París mientras la limusina circulaba camino de la estación; vio que algunos transeúntes se volvían para contemplar la majestuosa procesión de relucientes Pierce-Arrows. Mona iba con su madre en el primer coche; en el siguiente iba Sati, su aya india, con la secretaria personal de lady Rose y una niña africana llamada Njeri. Las seguían otros dos automóviles que transportaban los numerosos baúles de Rose, las compras hechas durante el viaje y sus dos doncellas. De color negro reluciente, con las cortinas echadas para ocultar a los pasajeros, los Pierce-Arrows causaban sensación al cruzar lentamente la Place de la Concorde.
Mona sentía crecer la pesadumbre en su corazón. Durante sus ocho semanas en París, pasadas en su mayor parte en el hotel Jorge V porque el ruido y las multitudes de la ciudad molestaban a Rose, Mona no había logrado disuadir a su madre de su intención de ir a Suffolk. Ahora iba camino de la estación donde tomarían el buque porta trenes con destino a Inglaterra, donde Mona sería abandonada.
Qué monstruosa era esa ciudad, con sus edificios grotescos y sus estatuas desnudas, sus puentes feos sobre un río llano y frío. Al ver París por primera vez, Mona había quedado aterrada. Nunca había visto tanta gente ni oído un estruendo tan grande. Y el cielo apenas se vislumbraba entre las azoteas. Le recordaban las colmenas que construían los wakamba. En París todo el mundo tenía prisa. La gente circulaba con paso rápido por las aceras, el cuello del abrigo subido, aterida, la cara enrojecida. Iban de aceras de cemento a calzadas de asfalto y paredes de piedra. No había nada natural en la ciudad; todo estaba planificado y ordenado. De las ventanas y las puertas salían sones de jazz y unas chicas norteamericanas de aspecto alocado, las llamadas flappers, hacían ostentación de sus cigarrillos y sus medias de seda en las terrazas de los cafés. Mona tenía ganas de volver a casa, a Bellatu y a la misión de la tía Grace. Deseaba correr libremente otra vez, despojarse de la ropa horrible que su madre le había comprado en un lugar que llamaban «salón». Anhelaba estar de nuevo con sus amigos: Gretchen Donald y Ralph, que tenía catorce años y era guapísimo y de quien Mona estaba perdidamente enamorada.
¿Por qué, por qué tenía que irse de Kenia?
—Mamá —dijo tentativamente.
Rose no apartó los ojos de la novela de F. Scott Fitzgerald que estaba leyendo.
—¿Sí, querida?
—¿No podríamos aplazarlo un poquito? ¿Hasta que sea mayor?
Rose se rió quedamente.
—Te encantará el internado, querida. A mí me encantó.
—¿Pero por qué debo ir a la escuela en Inglaterra? ¿Por qué no puedo ir al internado de Nairobi?
—Ya te lo he explicado, querida. Te conviene algo mejor que la escuela de Nairobi. Eres la hija de un conde; se te debe educar correctamente, como corresponde a tu posición.
—¡Pero Gretchen y Ralph estudian allí!
Rose dejó el libro y sonrió a su hija. ¡Pobre niña! A los diez años de edad no cabía esperar que se hiciera cargo.
—Cuando te hagas mayor serás una lady, Mona. Gretchen Donald será la esposa de un agricultor. ¡Hay una diferencia!
—¡Pero yo no quiero ser una lady! ¡Quiero vivir en Bellatu y cultivar café! —Mona sintió deseos de llorar. Sabía cuál era el verdadero motivo de que la llevasen a Inglaterra. Era porque sus padres no la querían—. ¡Prometo ser buena de ahora en adelante, mamá! ¡Haré siempre lo que me manden y prestaré atención a mis lecciones y no volveré a haceros enfadar a ti y a papá!
Rose la miró con expresión de sorpresa.
—Pero por Dios, Mona, querida, ¿cómo se te han metido estas ideas tontas en la cabeza? El internado no es un castigo. Deberías alegrarte de ir a él.
Alzó la mano y durante un momento Mona creyó que su madre iba a tocarla. Pero el gesto de Rose fue sólo para arreglarse el velo que le cubría los ojos. El libro volvió a subir y una vez más su madre se alejó de ella.
Sorbió aire por la nariz. No recordaba haber sido acariciada o abrazada por sus padres jamás. Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre había estado bajo el cuidado de una sucesión de niñeras, todas las cuales regresaron a Inglaterra o encontraron marido en Kenia; luego les había tocado el turno a las institutrices, un constante ir y venir de mujeres jóvenes que pronto se aburrían del aislamiento de Bellatu. Por eso Rose había acabado por ceder y contratar a Sati, la primera aya de Mona. Las niñeras y acompañantes indias o africanas empezaban a ser algo aceptable en Kenia, ya que cada vez era más difícil encontrar sirvientes ingleses. Los Treverton estuvieron entre los que más tiempo se resistieron; ahora acompañaba constantemente a Mona una joven de Bombay que usaba saris de colores vivos y perfume muy penetrante, de especias, y que era la única persona que había mostrado algún afecto físico por la pequeña.
Cuando llegaron a la estación la gente se detuvo para mirar con curiosidad a la mujer elegante y misteriosa que se apeó de la limusina. Las ocho semanas en París habían sido el primer contacto de Rose con el mundo de la moda desde hacía más de diez años, y en seguida había adoptado los últimos estilos. El sombrero de fieltro negro que le cubría la frente y las cejas, dejando ver unos ojos demasiado maquillados, daba a Rose una mística provocativa. Llevaba también un abrigo Chanel, igualmente negro, con el cuello de zorro levantado de tal modo que le ocultaba la parte inferior del rostro, creando un notable parecido con Pola Negri, la vampiresa de la pantalla.
Mona sabía que todo el mundo tomaba a su madre por una estrella de cine; en las tiendas de París algunas personas habían abordado a lady Rose para pedirle un autógrafo. Mona se sentía dolorosamente conspicua al lado de su madre mientras contemplaba cómo cargaban el equipaje en una carretilla. Cuando Sati y Njeri se apearon de la segunda limusina, un murmullo surgió de la multitud francesa.
A pesar del vestido de cintura caída, a la última moda, y de los zapatos con correas, Njeri, que tenía nueve años, causó sensación con su cabeza rapada y sus aros de abalorios kikuyu en las orejas. Las doncellas de Rose, ambas africanas vestidas con uniforme negro, y su secretaria particular, la señorita Sheridan, que también llevaba sombrero y la cara oculta por el cuello subido, formaron un círculo de protección alrededor de su señora. Todas juntas siguieron con pasos presurosos la carretilla del equipaje, impacientes por subir al tren.
Hubo un momento de confusión antes de subir. El andén estaba abarrotado de personas que se besaban, se abrazaban y decían adiós con la mano. Mona se sintió abrumada por los apretujones de personas con abrigos de pieles y por el ruido de las conversaciones en francés; se aferró a su madre mientras la señorita Sheridan iba en busca de un revisor para pedirle ayuda.
Njeri, también intimidada por el gentío, se acercó mucho a lady Rose, y Mona, al verlo, sintió crecer el resentimiento que la jovencita africana le inspiraba.
Njeri había llamado por primera vez la atención de Rose un día del año anterior, al entrar tímidamente en el claro de eucaliptos y quedarse parada, con el aire asustadizo de una gacela, contemplando a la memsaab de la glorieta. Mona había visto con celos infantiles cómo su madre, conmovida por la niña vestida de andrajos del mismo modo que le conmovían los animales extraviados, ofrecía a Njeri un bollito de almendra para atraerla hacia la glorieta. La niña había vuelto al día siguiente… ¡con su hermano! Y los celos de Mona habían dado paso al enfado cuando vio que su madre les daba dulces a los dos.
David, el hijo de once años de Wachera, la hechicera, no había vuelto después de aquel día; pero Njeri se había presentado todos los días y Rose, encantada con la pequeña, que parecía deseosa de que le prestaran atención y a quien obviamente la memsaab inspiraba temor, le permitió quedarse.
Al hacer los planes para el viaje a Europa, Rose había pedido a Grace, la tía de Mona, que hablase con Gachiku y obtuviera permiso para llevar a Njeri con ellas, en calidad de «acompañante de Mona». Pero Mona sabía la verdad: Karen von Blixen había causado sensación viajando por Europa con un africanito entre sus acompañantes y lady Rose quería hacer lo mismo.
Mona, que ya recibía poca atención de su madre, vio con muy malos ojos la intrusión de Njeri. De hecho, veía con malos ojos a todos los niños y niñas africanos que recibían la atención de la tía Grace en la escuela de la misión y que, por ser pobres, con frecuencia recibían también las prendas que lady Rose donaba con fines caritativos. Pero más que a ningún otro, le tenía manía a David, el hermano de Njeri, a quien consideraba un crío arrogante y que cierto día, en la orilla del río, le había dicho descaradamente a Mona que su madre afirmaba que aquel país era suyo y que algún día todos los blancos tendrían que irse de Kenia.
Por eso Mona no podía ir a la academia de Inglaterra. Tenía que regresar a Kenia, para demostrarle a David Mathenge que el país era suyo, de Mona.
Así es que… pensaba escaparse a la primera oportunidad.
Los coches avanzaban por la calzada de grava hacia la majestuosa mansión, delante de la cual se encontraban formados los sirvientes: criados con librea, doncellas de uniforme; el anciano Fitzpatrick, el mayordomo que había huido de Kenia en 1919, a los tres meses de su llegada. El viento de marzo agitaba las faldas como gallardetes y los veinte miembros del servicio contemplaban a los recién llegados con curiosidad y en silencio. Nunca habían visto africanos y había una belleza de piel oscura y vestido amarillo limón, de seda, que parecía recién salida de Las mil y una noches. Sati, el aya, no se dejó impresionar, pues no era la primera vez que veía una mansión inglesa, pero las dos doncellas kikuyu, con la cabeza rapada y sintiéndose incómodas con zapatos y uniforme, se quedaron contemplando con la boca abierta la casa de tres plantas con sus torres y torreones y sus mil ventanas.
—¡Mi querida Rose! —dijo Harold, bajando los escalones. Tomó las manos enguantadas de Rose y miró los ojos furtivos que apenas eran visibles entre el velo y el cuello de zorro—. Eres Rose, ¿verdad?
Harold había engordado y se parecía poco a su hermano mayor, Valentine, que, a sus cuarenta y un años, seguía siendo esbelto como un atleta y sólo tenía unos toques plateados en las sienes.
—¡No hacía falta que te trajeras toda África contigo! —dijo con forzado buen humor; luego agregó—: Ven, que Edith arde en deseos de conocerte.
El elegante hotel Jorge V de París había impresionado a Mona con su majestuoso vestíbulo y sus arañas de cristal. Pero la casa que veía ahora, ¡era como un palacio! Se le cortó el aliento al entrar en el oscuro vestíbulo lleno de armaduras, tapices antiguos en las paredes, retratos de personas con expresión sombría que llevaban mucho tiempo muertas. A su lado, Bellatu parecía un simple bungalow; y Mona sabía que la casa en la que acababa de entrar habría sido su hogar si su padre no se hubiera enamorado del África Oriental once años atrás.
Edith Treverton estaba en el salón con otra mujer y dos niñas. Edith saludó a su cuñada con entusiasmo exagerado e hizo las presentaciones. La mujer era lady Ester y una de las niñas era su hija, la honorable Melanie van Alien. La otra era la hija de Edith, Charlotte, prima de Mona.
—¡Qué alegría volver a verte después de tantos años, Rose! —declaró Edith, besando el aire cerca de la mejilla de Rose—. ¡Estábamos todos convencidos de que tú y Valentine volveríais a Inglaterra en el primer barco! ¿Qué tal resulta vivir en la jungla?
Mona se sentó tímidamente en una silla tapizada con brocado y observó con disimulo a las dos niñas, las dos un poco mayores que ella y vestidas a la última moda, con el talle caído. Su tía Edith no le causó mucha impresión, y tampoco le impresionó el tío Harold, que no se parecía ni pizca a su padre ni a la tía Grace.
Mientras los adultos hablaban, las niñas permanecieron sentadas, guardando un cortés silencio. Charlotte y Melanie manejaban las tazas y los platos con una finura extraordinaria. Mona no tardó en descubrir que las habían educado en la academia Farnsworth, la misma donde ella se matricularía al día siguiente.
—Charlotte te enseñará todo lo que conviene que veas —dijo Edith—. Tiene trece años y tendrá un grupo diferente de amigos, desde luego. Pero sois primas.
Charlotte y su amiga cruzaron una mirada secreta, divertida, y Mona sintió deseos de fundirse con el tapizado de la silla.
—¿Sabes, Rose? —dijo Harold, mirando con expresión seria a la muchachita africana, que se había quedado cerca de la puerta—. No esperaba que trajeras una negrita. ¿Qué haremos con ella?
—Duerme delante de la puerta de Mona.
Edith miró a su esposo.
—Quizá lo mejor sería ponerla en los alojamientos del servicio. Tu carta era tan vaga, Rose, que no teníamos idea de lo que debíamos esperar.
La conversación se hizo adulta y aburrida, girando en torno a quién había muerto, cambiando de residencia, contraído matrimonio o tenido algún hijo. Todas las noticias referentes a Suffolk iban envueltas en un lenguaje que escapaba a la comprensión o al interés de Mona, y mientras Charlotte y Melanie hablaban en susurros y soltaban risitas, Mona estuvo mirando por la ventana y preguntándose si las lluvias largas ya habrían llegado a Kenia.
Se desanimó al saber que cenarían por separado: su madre con el tío Harold, la tía Edith y lady Ester; ella con las dos niñas de trece años.
—Pero, mamá —protestó Mona mientras la instalaban en un dormitorio grande, frío y húmedo—, tú y yo siempre comemos juntas. ¿Por qué tengo que comer en el cuarto de los niños?
Rose estaba ordenando las cosas de Mona con aire distraído.
—Porque es lo que se hace aquí, Mona. Es la manera correcta de hacer las cosas.
—Pero yo me figuraba que se hacían correctamente en Bellatu.
Rose suspiró y una expresión preocupada pasó fugazmente por su cara.
—Me temo que con el paso de los años nos hemos descuidado un poco. No me había dado cuenta. Son cosas que te pasan en África. Tendremos que corregirlo. Por esto, Mona, vas a asistir a la academia Farnsworth. Cuando salgas, te habrás transformado en una elegante señorita.
El desánimo se apoderó de Mona.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando tengas dieciocho años.
—¡Es mucho tiempo! ¡Me moriré si estoy tanto tiempo lejos de Kenia!
—Tonterías. Vendrás a casa a pasar las vacaciones. Y no tardarás en hacer amistad con las encantadoras niñas de la escuela.
Mona rompió a llorar y Rose, sentándose a su lado en la cama, dijo:
—Vamos, vamos, Mona. ¡Estás haciendo un drama sin motivo! —Rodeó con el brazo los hombros de la pequeña, levemente; para Mona fue como un roce de neblina. El perfume de su madre la envolvió y Mona sintió deseos de ser abrazada por carne cálida—. Escúchame, cariñín —dijo Rose con voz plácida—, cuando llegue a casa empezaré a trabajar otra vez en el tapiz. ¿Por qué no me dices lo que he de poner en el espacio en blanco? En diez años no se me ha ocurrido nada. Lo dejaré en tus manos. ¿Qué te parece?
Mona se sorbió las lágrimas y se apartó de su madre. Era inútil. Sencillamente no había forma de hacerles comprender a sus padres que el dolor le atenazaba el corazón, que le angustiaba que la mandasen lejos de ellos, que no la quisieran y se alegraran de librarse de ella.
«Si fuera bonita o lista —pensó—, me querrían. Y si de pronto desapareciera, entonces se darían cuenta de que me echaban mucho de menos».
—¿Qué tal resulta vivir entre salvajes desnudos? —preguntó Melanie van Alien, una chiquilla insolente con flequillo y cabello corto y con cara de querer meterse en líos.
—No van desnudos —dijo Mona, jugueteando con los alimentos de su plato.
Las tres estaban sentadas en lo que llamaban el «cuarto de los niños», atendidas por varios criados. Njeri estaba en un rincón, ante una mesa más pequeña, comiendo en silencio, malhumorada.
—Una vez leí —dijo Charlotte— que son caníbales y no creen en Dios.
—Sí creen —dijo Mona.
—Sí, ahora que los han hecho cristianos.
—¿De veras juegas con ella? —preguntó Melanie, señalando a la niña africana de la otra mesa.
—No. La han traído para que me hiciese de acompañante.
—¿No tienes amigas blancas?
—Sí. Gretchen Donald. Y Geoffrey y Ralph, sus hermanos. Viven en un rancho ganadero que se llama Kilima Simba.
Charlotte le susurró algo a Melanie y las dos soltaron una risita.
—¡Ralph es muy guapo! —dijo Mona, sacando la barbilla.
Melanie se inclinó hacia ella, los ojos lanzando destellos.
—¿Cazas leones y tigres?
—Mi padre los caza. Pero en África no hay tigres.
—¡Claro que hay! No sabes muchas cosas sobre tu propio país, ¿verdad?
Mona cerró los oídos y los ojos y se refugió en una visión de Bellatu. Vio la dorada luz del sol y las flores; vio a Arthur, su hermanito, con las rodillas perpetuamente arañadas y, recortándose sobre el cielo azul, vio la silueta de su padre montado a caballo. Oyó las exclamaciones de los ruidosos partidos de polo que jugaban en el campo junto al río y percibió el aroma del toro que asaban el día de Año Nuevo y repartían entre los trabajadores africanos de la plantación. Mona sintió el sol en sus brazos desnudos, el polvo rojo debajo de los pies, el viento de las tierras altas jugueteando con sus cabellos. Saboreó los pasteles de mijo de Solomon y la cerveza de caña de azúcar de mamá Gachiku. Sus pensamientos giraban en un calidoscopio de inglés, suajili y kikuyu. Ansió estar sentada, no ante esa mesa odiosa, sino en el bungalow de la tía Grace, enrollando vendas y afilando hipodérmicas. Pensó en Ralph Donald, el valiente y gallardo hermano de Gretchen, que corría como un antílope y la fascinaba con sus historias de la selva.
—He de decir que tus modales son horribles.
Mona miró a Charlotte.
—Estoy hablando contigo. ¿Es que eres sorda? —Charlotte se volvió hacia Melanie y en tono de sufrimiento dijo—: ¡Es mi prima y esperan de mí que la presente en la escuela! ¿Qué van a pensar de ella? ¿Y de mí?
Melanie se rió.
—Trudy Greystone apostó conmigo a que tu prima llevaría una falda de rafia y un hueso atravesándole la nariz.
A Mona le tembló la barbilla.
—Kenia no es así.
—Entonces, ¿cómo es? ¿Vives en una choza?
—¡Tenemos una casa magnífica!
—Bellatu —dijo Charlotte—. ¿Se puede saber qué significa ese nombre?
—Significa… —Mona frunció el ceño. El nombre tenía algo que ver con la casa donde estaba ahora, Bella Hill; había alguna relación entre las dos casas. Tenía que ver con el hecho de que esa mansión gloriosa era más su casa que la casa de Charlotte, que su tía, su tío y su prima no eran más que huéspedes allí, encargados de vigilar la casa. Rose se lo había dicho una vez. Pero resultaba todo demasiado complejo para Mona.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo Charlotte, soltando un suspiro de mártir—. Ya aprenderás modales en el internado. ¡Allí se encargarán de que los aprendas!
Mona encontró a Njeri dormida en un camastro junto a su puerta; la despertó y le susurró:
—¡Levántate! ¡Vamos a fugarnos!
Njeri se frotó los ojos.
—¿Qué pasa, memsaab Mdogo? —dijo con voz soñolienta, llamándola por el nombre que Rose insistía en que usara y que significaba «amita».
—¡Levántate! ¡Vamos a fugarnos!
Mona llevaba su ropa de montar a caballo, chaqueta de terciopelo rojo y pantalones blancos. Le parecía que, para fugarse, era una indumentaria más apropiada que un vestido. Y llevaba unas cuantas cosas en un hatillo hecho con una funda de almohada: el cepillo para el pelo y el peine, una toalla, una bolsa medio vacía de dulces y algunas prendas de vestir.
—¿Adónde iremos, memsaab Mdogo? —preguntó Njeri, levantándose del camastro y tiritando.
—Adonde sea. No deben encontrarnos durante mucho tiempo. Tienen que creer que he muerto. Y cuando me encuentren no volverán a pensar en mandarme lejos de Kenia.
—Pero yo no quiero fugarme.
—Tú harás lo que yo diga. Ya has oído lo que te llamó mi tío. ¡Negrita! Sabes lo que significa, ¿no?
Njeri meneó la cabeza.
—Significa «estúpida». Tú no quieres ser una estúpida, ¿verdad?
—¡Pero es que no quiero escaparme!
—Cállate y ven conmigo. Primero pasaremos por la cocina y tomaremos un poco de carne y harina de maíz. Estaremos fuera mucho tiempo y vamos a necesitar comida.
De mala gana, Njeri la siguió por el pasillo oscuro, asustada de sus sombras y de la extraña gente plana que había en las paredes. Mona llevaba una linterna que proyectaba una luz tenue sobre la alfombra, delante de ellas. Los pasos quedaban amortiguados por la mullida alfombra; la casa seguía dormida, envuelta por el silencio nocturno.
Al llegar al extremo del pasillo, la linterna iluminó fugazmente algo que llamó la atención de Mona. Se detuvo y alzó los ojos hacia el retrato mientras la luz de la linterna iluminaba una cara conocida.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Es la tía Grace! ¡Siempre tan bonita!
Njeri alzó la mirada, perpleja, y reconoció a la memsaab Daktari.
—Pero ¿verdad que va vestida de una forma rara? —dijo Mona. Entonces se dio cuenta de que no se trataba de su tía, sino de una mujer que se le parecía mucho.
Mona apartó la luz del retrato y siguió andando por el pasillo sin haberse dado cuenta de dos cosas: que el rostro que acababa de ver era el de la abuela a quien nunca había conocido —lady Mildred, la madre de Grace, Valentine y Harold— y que sus rasgos mostraban un notable parecido con los suyos.
Al doblar la esquina, Mona se detuvo en seco y Njeri chocó con ella.
—¡Viene alguien! —susurró Mona. Dieron la vuelta y se escondieron en un hueco del pasillo.
Las dos niñas vieron con los ojos muy abiertos, los dientes castañeteando de miedo y frío, cómo una figura corpulenta enfundada en una bata se acercaba a una puerta cerrada. Era el tío Harold. Llamó, entró y cerró la puerta tras él.
Al oír voces dentro de la habitación, Mona se acercó sigilosamente y apoyó la oreja en la puerta. Reconoció la voz de su tío y luego la de su madre.
—Lamento molestarte a estas horas, Rose —decía Harold—, pero lo que tengo que decirte es muy importante y no puede esperar hasta mañana. Iré directamente al asunto, Rose. Tienes que decirle a Valentine que no siga derrochando.
—¿Se puede saber de qué me estás hablando?
—No ha contestado ninguna de mis cartas. La próxima la recibirá del abogado de la familia. Puedes decírselo de mi parte. Haz el favor de dejar ese hilo y mirarme, Rose.
Se oyó un murmullo y luego Harold alzó la voz:
—¡Si Valentine sigue gastando así, no quedará nada de Bella Hill! No para de vender tierras a diestra y siniestra. La finca apenas tiene la mitad de la extensión que tenía hace diez años.
—Pero él es el propietario de Bella Hill, Harold —dijo la voz dulce de Rose—. Puede hacer lo que se le antoje con ella. Después de todo, ésta no es tu casa.
—Rose, agradezco que mi hermano nos permita vivir aquí. Pero no puedo quedarme parado, sin hacer nada, mientras él arruina la herencia y el hogar de la familia. Tienes que decirle que reduzca sus gastos.
—Oh, Harold, te estás imaginando cosas.
—Rose, la plantación de café está produciendo pérdidas. Las ha producido desde que Valentine la puso en marcha.
Mona oyó que su madre se reía.
—¡Qué bobada! Damos fiestas todos los fines de semana, tenemos invitados en casa. ¡No puede decirse que nos hayamos empobrecido, Harold!
Harold hizo un ruido de exasperación.
—Y otra cosa —dijo—. Toma. Lee esto. Es una carta de Grace. Quiere que vuelvas a casa en seguida. Es por algo relacionado con tu hijo.
—Pobrecito Arthur. ¿Qué culpa tiene él de ser torpe? Siempre se está cayendo, dándose golpes en la cabeza, cortándose los codos. Valentine se pone furioso.
—Rose, esto es serio. Lee la carta.
—Harold, en este momento estoy muerta de cansancio.
—Y hay algo más, Rose. No puedes matricular a Mona en Farnsworth mañana.
—¿Por qué no?
—Porque es un gasto que Valentine no puede permitirse. No toleraré que venda más tierras de Bella Hill sólo para mandar a su hija a una escuela cara.
—¡Claro que podemos permitirnos que Mona estudie en Farnsworth!
—Rose, tú vives en Babia. ¿Es que Valentine no te ha dicho nada sobre el estado de tus finanzas? ¡La plantación funciona gracias a un descubierto bancario y a lo que producen las ventas de Bella Hill! ¡Todo se vendrá abajo! ¡Es cuestión de tiempo nada más!
—Mona irá a la academia y no se hable más del asunto.
—Me temo que no irá, Rose. Para que pueda asistir a esa escuela es necesario que tenga un padrino aquí, en Inglaterra, que se responsabilice de ella. Es una de las reglas. Retiro mi ofrecimiento de ser su tutor. Debes llevarte a Mona contigo cuando vuelvas a Kenia, y debes volver en el primer barco. Por lo que a mí respecta, asunto concluido.
—Entonces buscaré a otra persona que se haga responsable de ella.
—¿A quién? No te queda ningún familiar, Rose. Sé razonable. Que la niña se quede en Kenia, donde tú podrás estar cerca de ella. Me consta que la sobrina de lady Ashbury va a la escuela europea de Nairobi y que la escuela tiene una reputación excelente. Ya lo verás, Rose. Es lo mejor.
En el otro lado de la puerta las dos niñas se miraron. Luego Mona se apoyó en la pared y sonrió.
Iba a volver a casa.