20

Saltaba a la vista que el oficial de distrito Briggs se sentía incómodo.

—Es de lo más extraordinario, lord Treverton —dijo, evitando mirar a los ojos de Valentine—. Un caso muy desconcertante.

Se encontraban sentados en la galería de Bellatu, bebiendo té durante una breve pausa de sol entre aguaceros. Las nubes ya se estaban congregando para soltar otro bendito diluvio sobre las dos mil hectáreas de cafetales de Treverton.

—Al parecer, ocurrió hace cuatro noches —dijo Briggs—. Uno de los chicos de la cocina dijo que la señora West le envió a buscar un médico. La muchacha se llamaba Peony Jones, llegó de Inglaterra hace unos quince meses y trabajaba de doncella en el hotel de la señora West. Su hermana de usted ha confirmado lo que sucedió aquella noche. Por la mañana presentó un informe a la policía.

Valentine mostraba una expresión pétrea, la taza de té olvidada en la mano.

El oficial de distrito se movió nerviosamente y se dijo que ojalá el intrincado asunto no le hubiera tocado a él.

—Como le decía, encontraron el coche de la señora West en la carretera de Limuru, cerca de la granja Bates. La doctora Treverton afirmó no saber nada de ello. En su informe dice que se fue inmediatamente después de que naciera el bebé de la chica. Al parecer, la señora West se fue en coche a Limuru la misma noche en que murió la doncella. No sabemos el motivo del viaje.

Briggs miró de reojo a Valentine, que seguía mostrando la misma expresión, y prosiguió:

—Había un bebé con ella y lo más probable es que fuera el que su hermana ayudó a traer al mundo en el ático. Todavía estaba en brazos de la señora West cuando la encontraron; ambos se habían ahogado en el barro. Parece ser que el coche se encalló, que la señora West intentó recorrer el resto del camino a pie, bajo la lluvia, y que no lo consiguió.

Los ojos de Valentine pasaron por encima de las hileras de cafetos verdes salpicados de flores blancas. Más allá, el monte Kenia se alzaba envuelto en misterio y majestad.

—Pero… lo más desconcertante de todo —continuó Briggs— es que… el bebé que tenía en sus brazos era medio negro. El oficial médico sacó la conclusión de que la doncella había tenido relaciones sexuales con un africano.

Valentine no parpadeó; parecía hipnotizado.

—Hay sólo una cosa más, lord Treverton. El oficial médico también ha dicho que la señora West estaba embarazada cuando murió… de tres meses más o menos.

Valentine miró por fin al oficial de distrito.

—¿Por qué me cuenta todo esto? La señora West no es asunto mío.

Briggs lo miró fijamente durante unos momentos, luego apartó los ojos y un rubor intenso le subió por el cuello. Tras coger el sombrero y el bastón, se puso en pie y empezó a decir algo, pero lo dejó correr y se fue apresuradamente.

Llevaban sólo una semana de lluvia y los castaños de El Cabo ya aparecían cubiertos de flores color de rosa y los áloes florecían en grupos de rojo intenso entre las rocas. La perdiz cantaba sus escalas musicales y el pájaro de la lluvia le respondía con su canto aflautado.

Rose, sentada bajo la protección de su glorieta, tarareaba al compás de la naturaleza mientras confeccionaba el tapiz; con su chaqueta de punto de color rosa, la falda de lana color canela y la bufanda verde, también ella parecía fruto de la lluvia. No estaba sola en el claro. La señora Pembroke y Mona miraban un libro ilustrado; una muchacha africana, acuclillada junto a la cesta de la merienda, esperaba el momento de servir empanadas calientes y chocolate; y tres kikuyu invisibles montaban guardia entre los eucaliptos. Los animalitos de Rose también estaban con ella: un mono de cara negra acurrucado en su regazo, y, atada a un poste, Daphne, un antílope hembra y huérfana que Rose salvó cuando no era mayor que un gato.

En un bastidor recio aparecía colocado el lino blanco que se había convertido en toda la vida de Rose. Hasta el momento tenía trazados contornos y posibilidades, un bosquejo en hilo. A un lado el monte Kenia empezaba a materializarse, su pico escarpado y unas nubes tejidas con algodón perlé; las laderas estarían cubiertas de hilos persas y puntos florentinos; y la inmensa selva tropical, con sus enredaderas y su espesa vegetación, iba cobrando vida poco a poco con bordados y nudos a la francesa. Rose se lo imaginaba ya completo, respirando, vivo. Quedaba sólo un espacio en blanco: ligeramente hacia un lado, entre dos árboles nudosos. El resto de la escena aparecía equilibrado; cada lugar tenía su tema y cada tema tenía su lugar. Exceptuando el misterioso espacio vacío. Por mucho que lo estudiara, por muchas cosas que intentara colocar en él, nada salía bien. Era el único punto del tapiz que no sabía cómo llenar.

La señora Pembroke carraspeó discretamente, Rose alzó la mirada y se llevó una sorpresa inmensa al ver que Valentine se dirigía hacia ella caminando entre los árboles húmedos.

Subió los escalones de la glorieta, sacudiéndose la humedad de los hombros, y dijo:

—Si me hacen el favor, quisiera estar a solas con mi esposa.

Nadie se movió. Rose lo miró con expresión de perplejidad, tratando de ver de qué humor estaba. Luego hizo un gesto con la cabeza dirigido a la niñera, que se llevó a Mona y a la muchacha africana.

Una vez estuvieron solos, Valentine hincó una rodilla en el suelo al lado de Rose.

—¿Te molesto? —preguntó con voz queda.

—Nunca habías estado aquí antes, Valentine.

Valentine miró el lienzo. Los contornos trazados con hilos de distintos colores no tenían ningún sentido para él. A pesar de ello, los alabó. Luego preguntó:

—¿Eres feliz aquí, Rose?

Su rostro estaba al mismo nivel que el de Rose y ella vio una expresión de dulzura en sus ojos.

—Sí —susurró Rose—. Soy muy feliz aquí, Valentine.

—Sabes que esto es lo único que deseo, que seas feliz, ¿verdad?

—Así lo creo.

—La noche de la fiesta de Navidad, Rose. Lo que te hice…

Rose le cerró la boca con la punta de los dedos.

—No debemos hablar de ello. Nunca más.

—Rose, necesito hablar contigo.

Ella asintió con la cabeza.

—Me enteré de lo de la señora West, Valentine. Y lo sentí mucho.

El dolor sustituyó a la dulzura en los ojos de él. Alargó las manos y se aferró al respaldo de la silla de Rose.

—Te quiero. Rose —dijo con voz tensa—. ¿Me crees?

—Sí, Valentine.

—Supongo que ya es demasiado tarde para esperar que me correspondas, pero…

—Te quiero, Valentine.

Valentine miró fijamente los ojos color azul claro de Rose y vio que hablaba en serio.

—Necesito tener un hijo varón —le dijo—. Tienes que entenderlo. Necesito un hijo que herede lo que estoy construyendo.

—¿No puede heredarlo Mona?

—Claro que no, querida. Y tú lo sabes.

—Quieres que te dé un hijo varón.

—Sí.

—Me da miedo, Valentine.

—No te haré daño, Rose. No permitiré que te ocurra nada malo. Y no puedo recurrir a otra parte. —Bajó la cabeza—. Si me das esto, te haré una promesa. Dame un hijo varón. Rose, y nunca más volveré a acercarme a ti.

Rose apoyó una mano fría y delgada en la mejilla de Valentine y sus ojos se llenaron de lágrimas. Valentine había vuelto a ella, volvía a ser suyo y podía amarle.

El 12 de agosto de 1922 nació Arthur Currie Treverton. Rose había cumplido su parte del trato. Y Valentine cumplió la suya.