Las lluvias habían cesado hacía tres días y parecía que a Nairobi le hubiesen salido los colores de la noche a la mañana. Mientras caminaba hacia el hotel King Edward, Miranda West vio paredes cubiertas de buganvillas de color escarlata, anaranjado y rosa, jardines particulares llenos de geranios, claveles y fucsias que acababan de florecer. Los árboles que bordeaban las fangosas calles de Nairobi aparecían adornados con flores rojas, blancas y de color lavanda. Era Navidad y el mundo, alimentado por las breves lluvias de noviembre, rebosaba vida y crecimiento. El voluminoso cuerpo de Miranda West, que saludaba alegremente a las personas que se cruzaban con ella, era como un canto a la vida. Estaba embarazada de seis meses y se le notaba de lejos.
Al llegar al hotel, entró en la cocina para recoger una bandeja de sopa y emparedados, luego subió a sus aposentos, donde se quitó el cojín de debajo del vestido y lo dejó a un lado. Tras ponerse una bata y asegurarse de que nadie la veía, subió al ático por una escalera privada.
Peony estaba sentada en la cama, leyendo una revista.
—¿Qué tal estamos hoy? —preguntó Miranda, dejando la bandeja delante de Peony.
La habitación estaba decorada con papel pintado, alfombra, cortinas y contenía también los muebles y los extras —libros, un gramófono, una mecedora— que Peony había pedido. Era todo lo cómoda que podía ser; pero resultaba imposible disimular que era una cárcel, y Peony empezaba a estar harta.
—Faltan dos días para Navidad —dijo—, y yo estoy aquí encerrada, y me lo pierdo todo.
—No vas a perderte nada. Te traeré un poco de ganso y budín de Navidad. Y tengo un regalo para ti.
Peony echó un vistazo al contenido de la bandeja de emparedados y dijo:
—¡Vaya! ¿Pasta de jamón otra vez?
—Mis clientes pagan mucho dinero por mi pasta de jamón.
—Preferiría galletas y mermelada.
Miranda reprimió su irritación. Sabía que a la muchacha no le resultaba fácil permanecer encerrada las veinticuatro horas del día, sin ver a nadie más que a ella. Pero valdría la pena y así se lo recordó a Peony.
—Sólo faltan tres meses más, hija mía, y luego volverás a Inglaterra con dinero en el bolsillo.
—¿Está segura de que esa gente seguirá adelante… los que van a adoptar el bebé? —preguntó Peony con voz malhumorada.
—Te lo prometo.
—¿Y cómo es que nunca vienen a verme? Sería natural que quisieran ver a la madre. Vamos, digo yo.
—Ya te lo dije. Quieren que su identidad permanezca en secreto.
—Bueno, mientras cumplan su parte del trato.
Miranda se sentó en el borde de la cama y dio unos golpecitos en la mano de la muchacha.
—No tienes ningún motivo para preocuparte. En cuanto les lleve el bebé, recibirás el pasaje para el barco y podrás volver a Inglaterra.
—Y las quinientas libras, ¿no?
—Contantes y sonantes. Bueno, ¿vamos a ver cómo estamos esta noche?
Mientras se tendía en la cama, Peony dijo:
—¿Por qué habla siempre en plural?
—Es lo que hacen las enfermeras, ¿no? ¿Y acaso no soy yo tu enfermera?
Peony la miró con suspicacia.
—Pero buscará un médico de verdad para que me asista en el parto, ¿no es así?
—Ya te lo he dicho otras veces. La pareja tiene un médico pensado. Cuando llegue el momento mandaré por él. Bueno, dime cómo te encuentras.
Era lo mismo todos los días: Miranda entraba en la habitación, medía el abdomen de Peony, lo palpaba y le preguntaba si tenía apetito, si sentía dolores, si notaba el bebé. Miranda sacó la cinta métrica y vio que una vez más tendría que ensanchar un poco el cojín.
—¿Se acabaron las náuseas?
—Llevo cinco días sin tenerlas. Supongo que se han acabado.
Peony se había encontrado muy mal durante los primeros meses, vomitando cada dos por tres, incapaz de retener nada. Así que durante aquellas semanas Miranda había renunciado al desayuno y al almuerzo y se había quejado de náuseas a todos los que querían escucharla.
—Pero ahora me duele la espalda —dijo Peony.
—¿Dónde?
—Aquí. ¡Y me paso el día corriendo al retrete!
Miranda sonrió. Recordaría ese detalle.
—¿Duermes bien?
—Bastante bien. ¿Puede conseguir pescado? Me muero de ganas de comer pescado.
—¿De qué clase?
Peony se encogió de hombros.
—Da lo mismo. Es verdad lo que dicen… que cuando estás embarazada te apetecen cosas raras… ¡Normalmente detesto el pescado!
Miranda se levantó y dijo:
—Tendrás el mejor pescado que pueda comprarse con dinero. ¿Quieres algo más?
—¡Me gustaría alguna revista que no fuera de seis meses atrás!
—Ahora me pides un milagro. Pero veré qué puedo hacer.
—Esto no me gusta, ¿sabe? No me gusta ni pizca. Me volveré loca si no salgo.
Miranda se detuvo en la puerta con la mano en el pomo.
—Sabes que no es posible.
—¡Sólo a dar un paseo! ¿No dicen que a las embarazadas nos conviene hacer ejercicio?
—La pareja no quiere que te vean.
—¿Y quién lo sabría? ¡Por favor, señorita! Déjeme salir un ratito. No haré nada. Se lo prometo.
—Peony, eso ya lo hablamos en agosto. Accediste a cumplir todas las condiciones que pusieron. Si das un solo paso fuera de esta habitación, el trato se acabó, y te quedarás sola, embarazada y sin un penique. ¿Entendido?
Peony jugueteó con un mechón de cabellos. Miranda sonrió y dijo con dulzura:
—Ya verás cómo habrá valido la pena. Pero tienes que estarte quietecita.
Finalmente, la muchacha, cogiendo un emparedado e hincándole el diente, dijo:
—De acuerdo, no iré a ninguna parte.
Al salir de la habitación, Miranda hizo girar la llave en la cerradura.
«Ya no tengo náuseas, ¡pero ahora siento un deseo inesperado de comer pescado! —escribió Miranda en la carta a su hermana de Londres—. Me duele la espalda y voy al retrete con frecuencia; pero sólo quedan tres meses más y entonces estaré instalada muy cómodamente. El lord me está construyendo una casa magnífica en Parklands. Me mudaré a ella en cuanto nazca el bebé. Tú vendrás a vivir con nosotros. ¡Nos daremos la gran vida!».
Miranda dejó la pluma, dobló la hoja de papel y la metió en el sobre junto con una foto suya en la que aparecía con el vestido de futura mamá. Ya era tarde y se preguntó si debía ensanchar el cojín esa misma noche; en ese momento se oyó un ruido al otro lado de la puerta.
Miranda quedó paralizada. Su aposento estaba sobre la cocina, en lo alto de una escalera privada, totalmente aislado del hotel y sus huéspedes. Miró el reloj. Era la medianoche.
Escuchó con atención. Había alguien delante de su puerta.
¡Peony! ¡Se escabullía tras haber conseguido abrir la puerta!
Miranda se levantó de un salto y corrió hasta la puerta, la abrió rápidamente con la intención de sorprender a la muchacha y sujetarla antes de que alguien la viese. Pero se llevó una sorpresa tremenda.
—Hola, cariño —dijo Jack West.
Miranda retrocedió.
—Pones cara de haber visto un fantasma. ¿No reconoces a tu propio marido?
—¡Jack! —susurró ella—. Te creía muerto.
—Sí, claro, eso pretendía yo. ¿No vas a invitarme a entrar?
Pasó por delante de ella, achaparrado y pelirrojo, vestido con ropa caqui manchada de sudor. Una vez dentro, recorrió la habitación con los ojos.
—Veo que las cosas te han ido bien, Miranda. Vaya que sí.
Ella se apresuró a cerrar la puerta.
—¿Qué haces aquí?
Jack se volvió y alzó las cejas pobladas.
—¡Que qué hago aquí! Pues soy tu marido, cariño. ¿Acaso no tengo derecho a estar aquí?
—¡No! Después de abandonarme, no lo tienes.
—¡Abandonarte! Te dije que iba al lago Victoria a cazar hipopótamos.
—De eso hace siete años. No volví a saber de ti.
—Bueno, pues ahora sí sabes de mí. ¿No vas a ofrecerme un trago?
Miranda intentó pensar. Su cerebro se disparó: la muchacha oculta en el ático; el cojín con los lazos; lord Treverton. Le sirvió un whisky y le preguntó:
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
Jack se sentó en la misma silla en que se sentara el conde seis meses antes y apoyó sus sucias botas sobre el taburete.
—Por ahí. Lo de los hipopótamos no dio resultado, pero me las arreglé para ganar un poco de dinero durante la guerra, haciendo de explorador para los alemanes y espiando a los británicos. Después estuve una temporada en el Sudán, cazando elefantes furtivamente, por el marfil.
—¿Por qué has vuelto a Nairobi?
—Porque oí decir que habían encontrado oro en el Nyanza y me propongo aprovecharlo.
Miranda habló con cautela:
—¿Así que no has venido a quedarte?
—¡Mientras allí se encuentre oro, no! —Se bebió el whisky de un trago y alargó el vaso para que se lo llenara de nuevo—. Han encontrado rocas de cuarzo junto a piedra caliza cerca del lago Victoria. Dicen que son iguales que las formaciones auríferas de Rodesia. ¿Sabes a cuánto pagan el oro hoy día? ¡A cuatro libras la onza!
—Entonces, ¿por qué estás aquí y no allí?
Se bebió el segundo vaso y pidió el tercero.
—Porque necesito un equipo. Calculo que cinco mulas y un par de negros de confianza bastarán. Más las herramientas. Por esto he venido a Nairobi. —Cuando se hubo bebido el tercer whisky y el color hubo aparecido en sus mejillas, Jack West se acarició pensativamente la barba—. Pero, verás, es que no tengo dinero para todo esto. Y cuando me contaron que mi esposa tenía un próspero hotel en la ciudad, me dije…
Miranda se volvió bruscamente y se acercó a la pequeña caja de caudales que había junto a su cama.
—¿Cuánto necesitas? —preguntó.
—Vamos, vamos —dijo él, levantándose—, ¿a qué vienen tantas prisas? No puedo equiparme a estas horas, ¿verdad? La parte comercial de nuestra corta visita puede esperar hasta mañana.
Miranda sintió frío.
—Jack, ya no estamos casados —dijo.
—¡Claro que lo estamos! —Se acercó a ella—. ¡Y por Dios que te has vuelto una mujer muy guapa durante mi ausencia!
Miranda retrocedió mientras intentaba pensar. Jack podía echar a perder todos sus planes… eran tan frágiles.
—¿Cuándo te vas al Nyanza? —preguntó.
—Mañana. En cuanto haya reunido lo que necesito. ¡Pero en este momento pienso en otra clase de minería!
Se quedó quieta y le permitió acercarse más. Sabía que en Kenia buscar oro era una actividad que podía durar años. Una vez Jack hubiese salido de la ciudad, presentaría una petición de divorcio en regla, como debería haber hecho años antes. Nadie tenía por qué enterarse de que Jack había vuelto, de que ella le había visto, de que seguía vivo. Le aplacaría y luego él seguiría su camino…
Jack estaba cada vez más cerca de ella, se le olía el whisky en el aliento, y cuando alargó las manos para cogerla Miranda no se resistió. Dejó que la tocase. Pensó en todo lo que estaba en juego y cerró los ojos.