13

—¡Bien! —dijo Audrey Fox, probando el jabón de la olla para ver si estaba frío y seco—. ¡Ahora somos legítimos! ¡Ya no somos un protectorado, sino una colonia! De todas formas, no me gusta demasiado el nombre de Kenia. Significa «avestruz» en la lengua de la tribu local, ¿no es así? Me gustaba más el de África Oriental británica. Y, además, sonaba a británica, que es lo que somos, británicos. Kenia es un nombre africano.

Mary Jane Simpson, que sujetaba a su díscolo hijo mientras Grace le examinaba la oreja, se hizo eco de los sentimientos de su amiga y luego gritó:

—¡Lawrence! ¡Te lo digo por última vez! ¡Deja en paz a ese gato!

Estaban en la cocina de Lucille Donald en Kilima Simba, cinco mujeres y multitud de niños ruidosos. Mientras la señora Fox hacía bolas con el jabón que había elaborado durante toda la mañana, utilizando grasa de carnero y cenizas de hoja de platanero, Cissy Price comprobaba los pañales de los dos pequeños que se encontraban en el parque plegable. Mona estaba seca, pero Gretchen se había mojado. Después de despejar un poco la mesa de la cocina, Cissy colocó en ella a Gretchen y procedió a cambiarle los pañales. A pesar del frío día de junio, en la cocina hacía calor y a las cinco mujeres les relucía la cara debido al sudor.

—Esto le irá bien —dijo Grace, mojando un poco de algodón en aceite de sésamo e introduciéndolo en la oreja del chiquillo—. De ahora en adelante, Mary Jane, vigila dónde mete la cabeza. Este país es una amenaza para las orejas.

Mientras se disponía a atender al siguiente niño, Grace, sin poder evitarlo, dirigió un rápido vistazo por la ventana de la cocina. Sir James aún no había salido del establo.

Por la mañana sir James le había dicho que tenía una sorpresa para ella, algo especial que quería enseñarle, y le había pedido que esperase un poco antes de volver corriendo a casa. Pero luego se había presentado uno de los vaqueros diciendo que una vaca tenía dificultades para parir y James se había marchado apresuradamente, dejándola muy intrigada, preguntándose en qué consistiría la sorpresa.

—Ser una colonia nos beneficiará mucho —dijo Lucille. Estaba preparando la masa del pan y dividiéndola en bandejas de lata para meterla en el horno. Por la tarde, al irse sus invitadas, cada una de ellas se llevaría una barra de pan recién hecho. A su vez, ella recibiría un poco del jabón casero de Audrey Fox, al igual que las demás, así como un poco de la lana que Mary Jane Simpson había traído de su granja de ovejas para cambiarla por pan y jabón y asistencia médica. Grace se había presentado con su maletín.

El siguiente era el pequeño Roland Fox, que tenía niguas en los dedos de los pies.

—Antes —dijo Lucille, comprobando la temperatura del horno Dover—, el chico que ayudaba a la cocinera hacía las veces de médico. Teníamos que recurrir a él siempre que nos pasaba algo. Era todo un experto en extraer niguas.

—¡Preferiría morirme! —declaró la joven Cissy, que había llegado a la región de Nanyuki hacía sólo un mes y ya pensaba que ojalá estuviera de vuelta en Inglaterra. Al igual que las dos mujeres que estaban ahora con ella en la granja Donald, el marido de Cissy había recibido una concesión de tierra por ser excombatiente. Empujado por visiones y sueños, se había traído a la familia en una carreta con toldo y ahora iba tirando con lo que conseguía arrancar de la tierra. Estas reuniones en casa de una de ellas, típicas de la vida en Kenia, eran su única fuente de diversión y compañía, así como una oportunidad de cambiar los productos o artículos que les sobraban por otros que les hacían muchísima falta.

Cissy terminó de cambiarle los pañales a Gretchen y volvió a colocar a la niña en su parque plegable, donde las dos pequeñas, de dieciséis y trece meses respectivamente, jugaban sin armar ruido.

—¿Qué hacéis si os pasa algo realmente grave? —preguntó Cissy.

—Rezar —dijo Lucille, metiendo la masa de pan en el horno.

Grace curaba el pie de Roland, sin apenas prestar atención a lo que decían las demás. Le parecía que todas hablaban a la vez, mientras los críos corrían por toda la casa, llorando, gritando e imitando el estampido de armas de fuego. El estruendo era insoportable y Grace necesitaba desesperadamente pensar.

Los problemas se amontonaban en su cerebro.

La pasada semana de junio había estado llena de ceremonias y festejos para conmemorar el nuevo estatuto de Kenia, que ahora era una colonia de la corona. Como si pertenecieran a la realeza, Valentine y Rose habían estado en Nairobi, presidiendo diversos actos que habían culminado con el descubrimiento de una estatua de bronce del rey Jorge V, donación de Valentine a la colonia. Había sido una semana de carreras, cacerías, fiestas y discursos.

En Nairobi, Valentine y su esposa se alojaban en el hotel Norfolk, el único lugar donde se hospedaban los que eran alguien.

Pero tenían habitaciones separadas. Se las arreglaron para explicarlo con una mentira: Rose sufría ataques de asma por la noche y no deseaba turbar el sueño de su esposo. Todo el mundo aceptó la explicación, aunque sin dejarse convencer por ella. En el África Oriental era imposible tener secretos, porque todo acababa sabiéndose. Cuando Rose se dio cuenta de que estaba embarazada después de la fiesta de gala celebrada en Bellatu por Navidad, la noticia llegó hasta Tanganika antes de que hubiera transcurrido una semana. Y cuando tuvo un aborto al cabo de tres meses, también eso llegó a conocimiento de todo el mundo, incluyendo el detalle de que el bebé era varón. Desde entonces circulaba el rumor de que el conde y la condesa dormían separados y se susurraban motivos.

—Grace —le había dicho Rose, que seguía guardando cama a causa del aborto—. Dile a Valentine que jamás debe volver a tocarme. —Venía a ser el mismo ruego que Grace ya había oído de ella en una ocasión anterior, pero esta vez Rose se había mostrado sorprendentemente franca al hablarle—. Esta obligación me parece repugnante. Ahora ya sé qué quieren decir cuando hablan de la «alcoba del amo». Da gracias a Dios de no estar casada, Grace.

¿Y qué podía contestarle Grace? ¿Que sus propios sentimientos eran exactamente los contrarios? ¿Que ansiaba aquel contacto íntimo entre los amantes? ¿Que tejía fantasías en las que se acostaba con sir James? Rose no lo hubiese entendido.

Mientras le vendaba el dedo del pie a Roland, Grace volvió a mirar furtivamente por la ventana.

—¿Qué tal te va la clínica, Grace? —le preguntó Audrey Fox.

Grace envió a Roland a jugar con los otros chiquillos, tras advertirle que en lo sucesivo llevara siempre zapatos, y se puso a ordenar sus cosas. La visita de ese día no le había exigido tanto como otras: sólo un frasco de aspirina para los calambres mensuales de Cissy; una ojeada rápida a la garganta de Henry, que estaba irritada, no debido a alguna enfermedad, sino de tanto chillar; una loción para las manos agrietadas de Lucille; un reconocimiento rutinario del embarazo de Mary Jane, y los achaques de escasa importancia de los niños. Ahora ya había terminado. Metería las cosas en el maletín y volvería a casa. Pero James le había dicho que esperase. Que tenía una sorpresa para ella.

—La clínica va bien, gracias —dijo, poniendo sus instrumentos en remojo.

A veces Grace se preguntaba si las otras mujeres se daban cuenta de que ella era una persona muy reservada, de que nunca participaba en el habitual intercambio de intimidades femeninas. Se sentaban en la cocina y hablaban de la menstruación y de bebés, de problemas de alcoba y de secretos conyugales, últimamente de extraños sueños, de premoniciones e intuiciones; compartían el té y hablaban del tiempo y comparaban sarampiones y toses ferinas y el desarrollo relativo de los respectivos bebés. Mas en esas ocasiones Grace raramente decía algo como no fuera en su calidad de médico. Nunca hablaba de su vida o de sus sentimientos personales. Tal vez las demás no esperaban que hablara de esas cosas; quizá la consideraban médico y consejera más que mujer como ellas. O quizá la razón era muy sencilla: que Grace no tenía esposo ni hijos de corta edad.

«Pero yo os podría contar cosas —pensó Grace mientras secaba sus instrumentos y volvía a guardarlos en el maletín—. Os podría hablar de los soldados en el buque de guerra y de las confesiones que hacían, de las proposiciones que recibí, de los oficiales correctísimos que en plena noche llamaban a la puerta de mi camarote. Os podría hablar de mis sueños y necesidades, de mi soledad. Y de este amor que crece dentro de mí como un hijo no deseado… el amor por un hombre que nunca podrá ser mío».

¿Pero era realmente amor lo que sentía por James Donald? Era un acertijo que intentaba desentrañar día y noche. Ese anhelar su contacto, el pensar continuamente en él hiciera lo que hiciese, los vuelcos que daba su corazón siempre que James aparecía inesperadamente… ¿todo eso era amor? ¿O era simplemente fruto de su soledad, de impulsos naturales que seguían sin encontrar satisfacción? Pero si se trataba de eso, si no era más que otra solterona frustrada, sin duda acogería con agrado las atenciones de los hombres que mostraban interés por ella… Algunos eran conquistadores; de algunos incluso podría enamorarse. Y, pese a ello, sólo podía pensar en James.

Pensó en el anillo de diamantes que llevaba en la mano izquierda. Todas las mujeres se habían fijado en él, pero Grace nunca se había sentido obligada a explicar por qué lo llevaba.

«Que se hagan preguntas —pensó—. Al menos este anillo es la prueba de que una vez me quiso un hombre».

Grace se quedó mirándose la mano fijamente, atónita. ¿De dónde salía esa idea, la de que llevaba el anillo como una bandera, como algo que lucir ante la gente que le tenía lástima?

«¿Es por esto que sigo llevándolo?».

—¿Cómo va la plantación del conde, Grace? —preguntó Mary Jane Simpson, cuyo marido era propietario de una fábrica de tocino.

«¿O llevo este anillo…? —Grace se tapó la mano izquierda con la derecha y cerró los ojos. Estaba a punto de asustarse de sus propios pensamientos—. ¿Llevo este anillo como si fuera una armadura, para protegerme del hecho de que James siempre me verá como una amiga y nada más?».

—¿Grace?

Alzó los ojos. Mary Jane tenía el rostro hinchado a causa del embarazo y su vestido de futura mamá estaba descolorido porque lo había llevado ya en seis ocasiones. Y durante unos momentos, inexplicablemente, Grace la encontró antipática.

—La plantación va bien —dijo.

—Me dijeron que las lluvias de Navidad habían destruido la mayor parte de la cosecha.

—Sí, pero Valentine compró un nuevo lote de plantones y los plantó en seguida. De hecho, va mejor de lo que esperábamos.

—Lo encuentro extraño —dijo Lucille mientras echaba más leña en el horno—, teniendo en cuenta la maldición que esa hechicera lanzó contra Bellatu.

—¡Oh, Lucille! —exclamó Cissy—. No creerás en esas cosas, ¿verdad?

Pero en la boca de Lucille había una expresión seria cuando dijo:

—Esa mujer es una agente de Satanás. Te lo digo yo.

Grace visualizó mentalmente la choza redonda de barro que se alzaba a poca distancia del extremo sur del campo de polo. En los nueve meses transcurridos desde que Valentine ordenara por primera vez derribar las chozas y la familia de Mathenge se trasladara al otro lado del río, la joven hechicera se había defendido de un modo asombroso. Al reconstruir su choza una vez más, después de la inauguración de Bellatu en Navidad, Valentine había pedido a las autoridades que hicieran algo. El oficial Briggs y dos soldados indígenas habían acompañado a Wachera a la otra orilla y luego habían quemado la choza. Al día siguiente volvió y se puso a reconstruirla. Valentine, exasperado, había hecho instalar una elevada valla de alambre alrededor de todo el campo de polo, para que la viuda de Mathenge no pudiese entrar en él. Finalmente, decidió no hacerle caso, pensando que era indigno de él ponerse a jugar con una hechicera africana.

Grace, por su parte, no podía olvidarse de Wachera Mathenge. A pesar de la creciente popularidad de la pequeña clínica de Grace, Wachera seguía ejerciendo la magia con éxito y Grace pensaba que también cultivaba la brujería. Aunque algunas personas acudían a Grace para que tratara sus dolencias, debido a que el jefe Mathenge había aceptado a la doctora blanca, la mayoría se empeñaba en buscar a la hechicera. Grace temía que mientras permitiesen a Wachera ejercer lo que ella, Grace, consideraba farsa, los africanos seguirían sumidos en la ignorancia y las tinieblas. Grace ya había empezado a hablar con las autoridades sobre la conveniencia de prohibir oficialmente la medicina tribal.

La puerta de atrás se abrió violentamente y dos chiquillos con el pelo alborotado irrumpieron en la cocina.

—¡Ha nacido una vaquilla, mamá! —gritaron, cogiendo con manos sucias las tartas de compota que se estaban enfriando en una bandeja.

—Esos modales —dijo Lucille—. Mirad quién está aquí.

—Hola, tiíta Grace —dijeron Geoffrey, de ocho años, y Ralph, de cinco, con la boca llena de tarta. Se movieron tímidamente entre las mujeres y los pañales, luego soltaron una especie de aullido y se fueron corriendo de la cocina.

—Estos chicos son un terremoto —dijo Lucille—. Me alegraré cuando podamos mandarlos a la escuela europea de Nairobi. A veces me preocupan. No puedo cuidarles como es debido. No puedo hacer tantas cosas a la vez.

—No son más que chiquillos —dijo Cissy.

Lucille se dejó caer en una silla y se apartó los cabellos de la cara con una mano cubierta de harina.

—James se marcha antes de que salga el sol y cuando vuelve ellos ya duermen. Tengo que ocuparme de Gretchen y los pañales todo el santo día y además tengo que hacer todo el trabajo de la casa. No puedo cultivar verduras aquí, en el pozo hay demasiada cal, y el agua subterránea sólo es buena para el ganado, no sirve para las cosechas. Así que tengo que ir con la carreta al mercado nativo más cercano, donde me estafan descaradamente.

Permanecieron sentadas en silencio, las otras mujeres oyendo sus propias historias en las palabras de Lucille. Al poco, ésta dijo con voz queda:

—¿Sabéis qué hacía en Inglaterra?

La escucharon con interés. La gente no acostumbraba hablar de su vida anterior, de lo que hacía antes de venir al África Oriental, como si la vida no hubiera existido antes de Kenia.

—Tenía una pequeña tienda en Warrington. —Su voz se ablandó al tiempo que su expresión se volvía triste—. Vendía cintas e hilo. No me proporcionaba lo que se dice una fortuna, pero era una vida cómoda y respetable. Tenía un piso arriba, donde vivíamos mi madre y yo. Y salía con un chico que era oficinista en la fundición de hierro. Llevábamos una vida segura y tranquila, íbamos a la iglesia todos los domingos, el párroco venía a tomar el té en casa y Tom apostaba alguna que otra guinea en las quinielas.

Grace ya había oído la historia otras veces, cómo la vida de Lucille había cambiado al entrar James Donald en su tienda. Lucille se había enamorado locamente de él y lo había dejado todo para acompañarle a África. Siempre que Lucille hablaba de ello, Grace captaba cierto tono de arrepentimiento en su voz.

Grace se preguntaba si James se daba cuenta. Y en ese momento, mientras miraba los hombros caídos de Lucille, sus muñecas fláccidas, se preguntó si James se daba cuenta de lo cansada que se veía últimamente Lucille.

—Con todo —dijo Lucille, levantándose con un esfuerzo y acercándose de nuevo al horno—, la vida en un rancho es una vida honrada y cristiana. Y el buen Dios nos ha bendecido.

Las últimas palabras recordaron a Grace otras de sus preocupaciones más recientes: la carta que llevaba en el bolsillo.

Había llegado la semana anterior. Era un aviso de la sociedad misionera de Suffolk comunicándole que todo el apoyo monetario que recibía su clínica quedaba suspendido hasta que pudiera llevarse a cabo una inspección en regla de su misión.

La puerta de atrás volvió a abrirse y esta vez entró sir James. Se quitó el sombrero de ala ancha, golpeó el suelo con los pies para quitarse el barro de las botas y dijo:

—Hola, señoras. —Al ver a Grace, su sonrisa se ensanchó—. Veo que sigues aquí. Tenía la esperanza de que no te hubieses ido aún. Hay algo que quiero enseñarte.

Al salir de la casa, Grace aspiró hondo el aire refrescante. Más allá del puñado de árboles que protegían la casa, una sabana inmensa, verde después de las largas lluvias, se extendía hasta las lejanas montañas azules. El ganado pastaba en enormes extensiones de hierba nueva; los peones trabajaban en las cosechas de forraje, cantando mientras hacían sus labores. El cielo era de un azul impresionante con jirones de nubes blancas alrededor de la escarpada cima del monte Kenia. Grace sintió que su espíritu se elevaba hacia el pálido sol.

Mientras caminaba al lado de James, deseando poder hacerlo todos los días de su vida, Grace dijo:

—Los chicos han anunciado el nacimiento de una vaquilla.

—Una de las vacas lecheras. Normalmente hay que ayudarlas a parir. La de hoy se presentó con los cuartos traseros primero, pero le di la vuelta y todo salió bien. Gracias a Dios, tengo el mejor vaquero del protectorado.

—¿No lo sabes todavía? Ahora somos una colonia.

James se rió.

—Sí, se me había olvidado. No me acostumbraré nunca. ¡Todavía pienso que Eduardo es el rey!

Al cruzar el recinto hacia la lechería los chicos encargados de vigilar el ganado saludaron a Grace. Todos la conocían porque visitaba Kilima Simba con frecuencia. Había curado las heridas de algunos de ellos al visitar a Lucille o cuando traía el microscopio para James. La granja Donald era ruidosa y había en ella mucho ajetreo: a su izquierda el ganado para carne era azuzado para que cruzase un reguero; a su derecha, estaban alineando las vacas para ordeñarlas. Las vaquillas jugueteaban en sus pequeños corrales; en un campo estaban esparciendo forraje y tres africanos intentaban dominar a un retozón toro de Guernsey. Kilima Simba era uno de los mayores ranchos ganaderos de Kenia; suministraba gran parte de la carne y de los productos lácteos que se consumían en el África Oriental. Y a pesar de ello, al igual que otros muchos rancheros, James Donald seguía teniendo un descubierto en el banco.

—Cuidado dónde pones los pies —dijo James, cogiéndole el codo.

—¿Qué es lo que quieres enseñarme?

—¡Ya lo verás!

—Estás muy misterioso.

—Es una sorpresa. Es algo en lo que llevo trabajando mucho tiempo. No quería decírselo a nadie hasta tenerlo todo. Creo que te gustará.

Doblaron la esquina de la lechería, donde estaban cargando el camión Chevrolet de James con recipientes de leche para los mercados de Nyeri y Karatina.

—Está aquí dentro —dijo él, abriendo la puerta de la lechería—. Ten cuidado, que el suelo está resbaladizo.

El interior del pequeño edificio de piedra era fresco y oscuro. James la condujo hasta una puerta que había en el otro extremo.

La puerta daba a un cobertizo adosado a la lechería; las paredes eran de troncos y el techo, de cinc ondulado. Dos ventanas daban entrada a la luz del sol y al aire fresco; una alfombra vieja cubría el suelo de tierra. Grace se quedó de pie en medio del espacio de metro ochenta por metro ochenta, sin habla.

—¿Te he sorprendido? —preguntó James.

—Sí…

Dos paredes aparecían cubiertas por estantes que iban del suelo al techo; una mesa de trabajo ocupaba la tercera. Todas las superficies estaban cubiertas de latas, cajas, botellas y libros. La mesa de trabajo parecía la de un farmacéutico, con tubos de ensayo, recipientes con cultivos, frascos de productos químicos y, en el centro, un reluciente microscopio nuevo.

—¿Qué te parece? —preguntó James. La habitación era tan pequeña, apenas mayor que una alacena, que el cuerpo de James casi rozaba el suyo.

Grace desvió la mirada.

—Me alegro por ti.

—He tardado mucho tiempo —dijo él, acariciando la superficie pulida de la mesa de trabajo, tocando los objetos de laboratorio como si fueran reliquias sagradas—. Me costó muchísimo hacer que me enviasen todo esto. Lo creas o no, muchas de estas cosas proceden de Uganda. En lo que se refiere a la investigación científica, allí están bastante avanzados.

—Es maravilloso —dijo Grace con voz queda, pensando en todas las ocasiones, durante los últimos catorce meses, en que había llegado un mensaje de James pidiéndole que le prestase el microscopio; Grace lo dejaba todo, montaba en su caballo y se iba a Kilima Simba, donde él la esperaba con una sonrisa radiante y le daba sus más efusivas gracias. Pasaban juntos una hora, inclinados ante algunas plaquitas; luego diagnosticaban el último azote que aquejaba al ganado de James y finalmente otra hora, la mejor hora, bebiendo coñac delante del fuego que crepitaba en la chimenea. Grace vivía para esas visitas.

—El mundo se está modernizando, Grace —prosiguió James—. Los días de la anticuada cría de ganado ya han pasado. Hoy día los rebaños hay que llevarlos con el microscopio y la jeringa hipodérmica. Y no podía seguir pidiéndote que me prestases el tuyo.

—No me importaba.

—Lo sé. Te has portado maravillosamente. Pero ahora que tengo mi propio laboratorio no volveré a molestarte.

Grace no dijo nada. Estaba de espaldas a él, observando por la ventana cómo unos vaqueros hacían muescas en las orejas de las vacas recién inoculadas. James estaba tan cerca de ella, que notaba el calor de su cuerpo.

—Grace —dijo él en voz baja—, ¿ocurre algo?

—No —respondió ella demasiado rápidamente. Luego dijo—: Bueno, sí.

—¿Qué es?

—Nada que yo no pueda resolver.

James apoyó las manos en sus hombros y la obligó a volverse hacia él. Exceptuando el breve momento en que Grace había llorado entre sus brazos, con el cuerpo del pobre Mathenge a sus pies, y en la choza donde acababa de hacerle la cesárea a Gachiku, Grace nunca había estado tan cerca de él.

—Eres una persona muy reservada, ¿verdad? —dijo él con una sonrisa dulce—. Nunca le cuentas tus problemas a nadie. ¿Crees que eso es bueno para ti?

—Se lo cuento todo a mi diario. Algún día, cuando yo ya no esté, un desconocido lo leerá todo y quedará desconcertado.

—Dime qué es lo que te preocupa, Grace.

—Ya tienes bastantes preocupaciones.

—¿Así que no necesitas amigos?

Las manos seguían sobre sus hombros; a Grace le hubiera gustado que siguiesen allí para siempre.

—Como quieras —dijo ella, metiendo la mano en el bolsillo de la camisa—. Ya sabes que he escrito a la sociedad misionera pidiendo que enviasen ayudantes con formación médica. Se trata de la organización que me manda un modesto cheque cada mes, con las aportaciones que hacen varias parroquias de los alrededores de Bella Hill. Ese dinero, más las trescientas libras anuales que me da el gobierno y mis propios ingresos de la herencia, es lo que me ha permitido tener la clínica funcionando. Sin embargo, debido a razones económicas bastante complicadas, debido también a algunas inversiones poco juiciosas por parte de mi padre, las rentas que me daba su herencia han disminuido. Justamente estaba preocupada buscando el modo de compensar esta reducción, cuando llegó esta carta.

James la leyó con el ceño fruncido.

—¿No te mandarán más dinero hasta que hayan venido a inspeccionar tu clínica? ¿Para qué diablos quieren inspeccionarla? ¿Acaso creen que les estás estafando?

Grace miró hacia otro lado, sacó un taburete de debajo de la mesa de trabajo y se sentó.

—Ciertos misioneros de este distrito se han quejado de que no llevo mi clínica como Dios manda. No tengo ningún ministro, no celebro oficios religiosos… No convierto a los nativos. Me parece que uno de ellos ha escrito una carta a la sociedad misionera hablando de ello, y ahora va a venir un equipo para ver si me merezco su caridad. James, si la sociedad misionera me niega su apoyo, el gobierno de aquí lo interpretará como señal de que no dirijo una misión legítima y me retirará las trescientas libras anuales ¡y lo perderé todo!

—No ocurrirá nada de eso.

—¿Cómo lo sabes? ¡La de discusiones que he tenido con esa pandilla de santurrones! ¡Cuentan su éxito por el número de almas que han salvado! Me dicen que no es suficiente con que cure a los africanos o les enseñe higiene y salud, ¡al mismo tiempo debo predicar el evangelio! ¡Se quedaron estupefactos cuando les dije que me niego a denunciar al dios de los kikuyu y que, a mi modo de ver, Ngai no era más que otro nombre de Dios Todopoderoso!

James la miró. Los ojos de Grace brillaban y sus mejillas eran de color carmesí. Sus cabellos de color castaño claro, cortos y rizados a la última moda, salían por debajo del salacot. James no pudo reprimir una sonrisa.

—¿De veras les dijiste eso, Grace? Se quedarían pasmados.

Grace miró la sonrisa de James y meneó la cabeza.

—Sí, maldita sea —dijo, riéndose a pesar suyo—: ¡Y me gustó mucho!

Entonces los dos rieron juntos y Grace se maravilló al notar que de pronto se sentía mucho mejor.

—Me alegro de que tengas tu propio laboratorio, James —dijo por fin, sinceramente—. Aquí harás maravillas. Probablemente pondrán tu nombre a una bacteria nueva.

—¡Dios me libre! —Le tendió la mano y Grace la cogió—. Además —añadió, bajando un poco la voz—, espero que vengas y me enseñes a utilizar todo esto.

—Si todavía estoy aquí.

Al salir del cobertizo y entrar en la fresca oscuridad de la lechería. James dijo:

—Claro que estarás, Grace. Ya verás cómo todo irá bien. Tienes muchos amigos en Kenia.

—No me gusta nada pedir limosna.

—¿No puedes pedirle ayuda a Val?

—Nunca. Es la última persona del mundo ante la que reconocería mi impotencia. No me dejaría en paz.

—Eres muy independiente, ¿verdad, Grace? Prefieres hacerlo todo por tu cuenta. Y no necesitas a nadie. Al menos eso es lo que quieres que piense la gente. Cuidado, que ahí hay agua…

De pronto el pie de Grace resbaló en el cemento mojado y le hizo perder el equilibrio. James la sujetó. Se abrazaron durante un momento, el brazo de James la apretaba con fuerza. Luego la soltó y volvieron a reírse.

Pero más tarde, cuando las amigas de Lucille estaban cargando productos y niños en las carretas. James se quedó mucho rato en el final de la calzada, contemplando cómo Grace se alejaba a caballo por el solitario camino de tierra que iba a Nyeri, el maletín médico atado a la silla, el sol poniente reflejándose en su salacot.

Pensó en la otra cosa que había pensado enseñarle, y se alegró de haber cambiado de parecer. Venía en un viejo ejemplar del Times. El ejemplar era atrasado, desde luego, pero nuevo en Kenia, donde la prensa llegaba con muchas semanas de retraso. El periódico ya había pasado por muchas manos nostálgicas y de Kilima Simba iría a otros ranchos de la región de Nanyuki y finalmente, salvando los Aberdares, llegaría a poder de los colonos del Rift. James se sacó del bolsillo de atrás la única página que se había quedado. Era un sacrilegio recortar el periódico, estropearlo de alguna forma; una regla tácita hacía que el Times permaneciera intacto hasta que se desintegraba con la última lectura. Pero esa página, una lista de anuncios personales, se la había quedado porque tenía la sensación de que el deber y el honor le obligaban a ocultarla a otros ojos.

Y esto se debía a un pequeño anuncio que aparecía en la mitad de la última columna. Una viñeta diminuta con un mensaje que decía:

Jeremy Manning:

Puedes encontrarme en el distrito de Nyeri, en Kenia, África Oriental.

GRACE TREVERTON

James siguió en la entrada hasta mucho después de que Grace se perdiera de vista y empezara a oscurecer.