Había cruzado la selva de noche sin sentir temor, pues sabía que el espíritu de la abuela caminaba a su lado. Wachera caminaba con pasos decididos, los ojos ciegos a las oscuras formas de cabezas y flancos que la rodeaban, las orejas sordas a los ruidos que hacían las hienas que se estaban dando un banquete con carne humana. Se abría paso entre la espesura con David abrazado a su cuerpo fuerte y joven, el valor y la determinación llenándola a cada paso como si el poder de la abuela corriese por sus venas. Su timidez y humildad desaparecían con cada árbol que pasaba; con cada roca que pisaba y cada ramita que se partía bajo los pies, sus temores e incertidumbres juveniles se rompían y eran arrojados a un lado. Wachera crecía mientras caminaba, crecía en espíritu y en estatura. Se había aprendido de memoria todas las palabras que acababa de decirle la anciana Wachera; las recordaría hasta el día de su muerte.
Por fin salió de la selva y se encontró en el claro donde antes estaba el árbol sagrado y donde ahora había una choza solitaria a la luz de la luna. Sosteniendo a su bebé, el único que iba a tener en su vida, ahora lo sabía, la joven Wachera, convertida en la hechicera del clan, volvió sus ojos hacia la gran casa de piedra de la colina.
—Esto parece una coronación, ¿verdad?
Lo dijo su excelencia el gobernador, que, debido a su alto rango en el protectorado, era quien más cerca estaba de la escalinata de la casa. La excitación era palpable en el aire nocturno. Las antorchas ardían a lo largo de la calzada curva que llegaba hasta el camino de tierra por donde seguían llegando invitados. Los reunidos hablaban en voz baja, comentando con emoción el espectáculo que Treverton había orquestado. Las copas de vino lanzaban destellos bajo la luz de la luna; las ginebras rosas se agitaban en los vasos altos. Todo el mundo esperaba ansiosamente la llegada del conde y la condesa, tras la cual tendrían todos la oportunidad de ver por dentro la magnífica casa nueva y disfrutar luego de un festín en regla.
—Me han dicho que toda la iluminación es de bombillas. Treverton ha instalado un generador o algo así, la primera electricidad que hay en la provincia.
—Tengo entendido que mañana habrá polo —dijo otra persona. Era Hardy Acres, el director del banco más importante de Nairobi, con quien casi todos los presentes estaban endeudados.
—Si el tiempo aguanta —añadió un hombre a su lado. Las caras se volvieron hacia el cielo nocturno, donde brillaban la luna y las estrellas. Aun así, algunos creían notar una humedad desacostumbrada. ¿Y no soplaba un poquito de brisa? Sólo faltaba un buen ventarrón y las nubes bajarían del monte Kenia y traerían… lluvia.
—¡Atención! —dijo otra voz—: ¡Ya vienen!
Valentine Treverton sabía que en el África Oriental británica podía sustituirse el buen gusto por la espectacularidad sin que ocurriera ningún percance porque ello formaba parte de la magia de vivir en el protectorado. Al igual que a otros colonos, el sol ecuatorial afectaba a Treverton; el estilo se convertía en ostentación y su sentido de la pompa rozaba la parodia. Todo el mundo lo aceptaba y disfrutaba con ello. Así, cuando la carreta bajó por la calzada, tirada por poneys enjaezados al estilo árabe, con campanillas y cascabeles, la carreta decorada con cintas y flores, conducida por un africano vestido con la librea de la familia Treverton, sin olvidar el blasón bordado en el pecho y un sombrero de copa de terciopelo verde, los invitados aplaudieron con entusiasmo. A los colonizadores del África Oriental les gustaba un buen espectáculo.
Todo el mundo se hacía cargo de que en el protectorado las reglas eran diferentes y a menudo se improvisaban sobre la marcha. Los fines de semana dedicados a cazar, beber y tirar al blanco ayudaban a olvidar que las cosechas se estaban marchitando en los campos, que los africanos morían de hambre y enfermedad y de que acechaba muy de cerca una amenaza real: la de tener que hacer las maletas y volver a Inglaterra, reconociendo el fracaso.
«Bendito sea Valentine Treverton», pensaban todos. Sabía cumplir su palabra y ciertamente esa noche lo estaba demostrando. Sus invitados le adoraban por ello.
Lady Rose estaba deslumbrante cuando se apeó de la carreta, sujetando con la mano un ramo de lirios blancos, nada menos. ¿Dónde los habría conseguido Treverton en plena sequía? ¡Y el peinado de la condesa! Todas las mujeres tomaron nota de que deberían cortarse el pelo, abandonar sus anticuados peinados estilo Gibson, y adoptar el nuevo ondulado Marcel, como correspondía a la mujer nueva y libre, el peinado que en Europa causaba escándalo pero que lady Rose acababa de convertir en aceptable. Su vestido largo, adornado con cuentecillas, dejaba una estela detrás de ella. Sonrió y saludó con la cabeza mientras subía la escalinata, el pelo reluciendo como platino bruñido a la luz de las antorchas. Valentine caminaba a su lado, orgulloso y digno; decididamente, era el hombre más guapo de todos los presentes. Les seguía la doctora Grace Treverton, vestida de un modo más conservador que su cuñada; la señora Pembroke iba con ella, llevando a la pequeña de nueve meses, Mona; y cerraban la comitiva sir James y lady Donald, los mejores amigos de los Treverton, sus invitados de honor.
Dos criados sonrientes abrieron las puertas y Valentine condujo a su esposa hacia el interior de su nuevo hogar por primera vez.
A ojos de Rose todo era tan fabuloso como se lo había imaginado… ¡más aún! Valentine había instalado pequeñas sorpresas en todas partes: una cómoda antigua, de patas altas, donde estaba expuesta su porcelana Spode tras pasar casi todo un año guardada en una caja de embalaje; el maravilloso reloj de caja en el salón, donde se columpiaba con el tiempo; y un retrato de los padres de Rose que Valentine había pedido en secreto y que ahora aparecía colgado en el comedor. Y la mayor y mejor de todas las sorpresas: un árbol de Navidad en el centro del salón, cortado en el bosque de Aberdare y adornado con velitas encendidas, oropel y chucherías diversas. En su base había nieve artificial.
Rose se emocionó y, volviéndose hacia él, le abrazó al tiempo que decía:
—¡Valentine, amor mío!
Cuando se besaron todos los presentes prorrumpieron en vítores, exceptuando los criados kikuyu, que, siendo miembros de una tribu donde no se besaba, se preguntaron por qué la memsaab y el bwana juntaban sus bocas.
Miranda West, que había llegado de Nairobi el día antes y trabajaba en la cocina desde antes del amanecer, puso esmero en que sus obras maestras se sirvieran ordenadamente. Como era imposible que doscientos invitados se sentaran juntos, se sirvió un banquete estilo bufete, y los invitados fueron atendidos por sirvientes africanos que llevaban chalecos escarlata de Zanzíbar con bordados de oro sobre largos kanzus blancos, las manos enfundadas en guantes también blancos. Los pasteles de patatas fritas de Miranda acompañaron el asado de gacela, las truchas arco iris del menguante embalse de Valentine, las aves con miel cocidas al horno y el jamón de Rift Valley. Los bizcochos se comían con mantequilla y compota; el salmón de Miranda se sirvió sobre rebanadas de pan de elaboración casera; y hasta los ponches fueron creación suya; en poncheras de cristal tallado con cacillos y vasos que hacían juego se ofrecieron los famosos refrescos y claretes. La comida arrancó suspiros de éxtasis y melancolía de los invitados llenos de añoranza, que de pronto se acordaban de Inglaterra y de lo que habían dejado allí a cambio de una vida nueva e incierta. Incluso había músicos con violines y un acordeón que interpretaron villancicos. Bellatu relucía en la noche, en su solitaria cima, como un reino que cobrase vida una vez cada cien años. En muchos kilómetros a la redonda los nativos, acurrucados en sus chozas oscuras y llenas de humo, con sus hijos y sus cabras, temerosos de la oscuridad, escuchaban los sonidos desconcertantes, de risas y música, de los wazungu. Un elefante solitario berreaba en la ladera de una montaña cercana, como si quisiera recordarles a los de la fiesta dónde estaban en realidad.
Los invitados salieron a la veranda, al jardín, y algunos incluso se las ingeniaron para subir furtivamente a echar un vistazo a las alcobas. Valentine no se separaba de Rose ni un solo momento. Era una pareja encantada que derramaba magia y bendiciones sobre todas las personas a las que tocaba. La suerte de Treverton en el protectorado se había convertido en una leyenda durante el último año; cuando todas las cosechas ajenas perecían por falta de agua, sus plantones estaban fuertes y verdes. Incluso tenía una forma misteriosa de tratar a los africanos, que le eran fieles y, al parecer, nunca huían ni le sacaban el cuerpo al trabajo. La gente se agolpaba alrededor del conde y su bella esposa, con la esperanza de que se les pegara parte de su encanto.
Grace huyó a la terraza, donde se detuvo junto a un seto recortado y volvió los ojos hacia el río Chania.
—Me parece que tu hermano se ha superado a sí mismo —dijo sir James, acercándose a ella—. Lo de esta noche dará que hablar durante muchos años.
Grace se rió y bebió un sorbo de champán.
—¿Cómo diablos puede Valentine permitirse todo esto? —preguntó James.
Grace no contestó. Sabía que su hermano estaba gastando mucho dinero de los ingresos que le producían las rentas de Bella Hill y rogaba a Dios que su buen juicio le dijese cuándo tenía que detenerse. La finca de Suffolk no era un pozo sin fondo.
Tres hombres pasaron cerca de ellos y sus esmóquines blancos les dieron un aspecto fantasmal bajo la luz de la luna.
—Cuando voy de safari —dijo uno de ellos—, prefiero dormir al raso. El cielo es un buen techo, ¡siempre y cuando no tenga goteras!
James alzó su copa de coñac y sonrió a Grace, que se vio atrapada en su sonrisa, en las arruguitas que tenía alrededor de los ojos.
En el momento de doblar el seto, uno de los tres hombres, comiéndose un poco las palabras, dijo:
—Me han dicho que hay un ejemplar monstruoso cerca del lago Rodolfo. —Y la conversación, al mismo tiempo que se apagaba, empezó a girar en torno a la caza de elefantes.
James se puso pensativo y una expresión distraída apareció en su cara; la copa siguió junto a sus labios, sin que la tocara.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Grace.
—Sólo estaba recordando… —Dejó la copa sobre el borde de mármol de una bañera para pájaros—. Mi padre cazaba en busca de marfil. Cuando tuve edad suficiente, empezó a llevarme con él en los safaris. Recuerdo que yo acababa de cumplir los dieciséis cuando fuimos al lago Rodolfo.
James hablaba sin mirar a Grace y su voz se hizo lejana.
—Eso fue en 1904. Estábamos siguiendo la pista de un macho viejo que mi padre había herido con su primer disparo. Yo me quedé en el campamento, él se adelantó y lo encontró. El elefante cargó contra él y antes de poder disparar por segunda vez, el rifle se le encasquilló. Dio media vuelta y echó a correr, perseguido por el gigantesco animal. El encargado de llevar las armas vino a buscarme y me dijo que mi padre se apartó justo en el momento en que el elefante se le echaba encima. El animal dio la vuelta, regresó y trató de clavarle los colmillos. Cuando llegué, mi padre había logrado reptar hasta colocarse detrás de la mandíbula del elefante, para que los colmillos no pudiesen alcanzarle, pero el animal empezó a golpearle con las rodillas. Disparé varias veces y abatí al animal, pero mi padre ya estaba muerto. El viaje de vuelta fue muy largo, varios cientos de kilómetros, y lo hice sólo con los porteadores nativos. Durante todo el camino me atormentó la preocupación sobre cómo iba a darle la noticia a mi madre. Pero cuando llegué a Mombasa me encontré con que había muerto de melanuria.
Miró a Grace, la expresión dulce.
—Fue entonces cuando me fui a Inglaterra a vivir con unos parientes. Al volver al África Oriental británica, tenía veintidós años y me había casado. Compré la tierra de Kilima Simba e importé vacas de Ayreshire para cruzarlas con toros Boran del país. Desde entonces no me he sentido con ánimos de cazar.
Miró con atención a Grace durante un momento, luego dijo:
—Aquí eres feliz de verdad, ¿no es así, Grace?
—Sí.
—Me alegro. Las personas que no aman al África Oriental no tienen derecho a estar aquí. Éste es el único mundo que conozco. Nací aquí y aquí moriré. Estos otros —señaló la casa ruidosa con un gesto— que vienen aquí con la intención de amasar rápidamente una fortuna, que explotan la tierra y a los nativos… son unos criminales. Los que no sientan amor por esta tierra deberían volver a su casa.
—¡Ésta es mi casa ahora! —dijo Grace con voz queda.
James sonrió y se puso a recitar en voz baja:
—Aquí en una tierra grande y bañada por el sol, donde ningún mal hiere hasta lo más hondo, apoyaré mi mano en la mano del vecino, y juntos expiaremos.
Hizo una pausa y parecía a punto de decir algo más cuando una voz se interpuso entre ellos.
—¡Ah, estáis aquí!
Al volverse, observaron que la esposa de James salía de la casa.
Una vez más, como en varias ocasiones durante los últimos diez meses, a Grace le pareció captar una expresión de desagrado o dolor en el rostro de Lucille. Pero siempre, como ahora, una sonrisa la sustituía en seguida.
—Me temo que allí dentro el ruido empieza a ser insoportable —dijo Lucille—. ¡Alguien está bailando danzas escocesas!
James se echó a reír.
—¿Os imagináis a estos juerguistas levantándose temprano para jugar al polo?
—¡Mi hermano se encargará de que se levanten! Lleva un mes ejercitando sus poneys. Sin duda veremos un buen partido. ¿Has hecho alguna apuesta, James?
—Me temo —dijo Lucille— que no vamos a quedarnos para ver los partidos de polo. Nos iremos a primera hora de la mañana.
—¿Os iréis?
—Lucille quiere ir a la misión metodista de Karatina para el oficio de Navidad.
—¡Pero si va a venir el padre Mario de la misión católica! Celebraremos una misa preciosa en el jardín.
La sonrisa de Lucille se endureció:
—No deseo asistir a un oficio católico. Ya es una lástima que sólo pueda ir a Karatina cuatro veces al año. ¿Sabes, Grace? Deberías escribir a tu sociedad misionera pidiendo un ministro en vez de las hermanas enfermeras que les pides.
—Pero es que necesito enfermeras, Lucille. Me hacen muchísima falta. Al parecer, no hay forma de enseñar a los kikuyu a tocar personas enfermas.
—Es que no sigues el método apropiado. Un ministro conseguiría que estos paganos abandonasen sus abominables costumbres y se hicieran cristianos. Entonces tendrías toda la ayuda que necesitas.
Grace la miró fijamente.
—¡Escuchad! —dijo James—. Están tocando Noche de paz.
Al bajar las voces y las risas de la fiesta, las cuerdas de los violines subieron hasta llenar la noche. Pronto la casa y los jardines se sumieron en el silencio mientras el himno navideño se elevaba hacia las frías estrellas ecuatoriales tan lejos de casa. Unas cuantas nubes humosas se despegaron del monte Kenia, como atraídas por la curiosidad, y cruzaron el cielo a la deriva.
Grace se encontraba entre James y Lucille y los tres miraron los salones brillantemente iluminados de Bellatu y la familia grande y muy diversa que se unía en una sola y conocida canción. Algunas voces se sumaron a los violines. Otras aportaban la armonía. Los sirvientes africanos contemplaban la escena con expresión fija mientras los wazungu, bulliciosos hacía sólo un momento y ahora reverentes, se ponían tristes y nostálgicos.
Miranda West salió de la cocina. Al otro lado del salón, de pie junto al árbol de Navidad, vio a lord Treverton, su voz de barítono dirigiendo el coro. Miranda pensó en el año nuevo, 1920, y en la promesa que contenía. Había una sola manera de conseguir que el conde fuera suyo, y era darle lo que más deseaba: un hijo varón.
Dio la coincidencia de que en ese momento Valentine pensaba lo mismo, pero en términos diferentes. Cogido de la mano de Rose mientras cantaban Noche de paz, pensó que el bromuro del doctor Hare no había resuelto el problema y pensó también en la nueva táctica que se proponía empezar esa noche. El polvo en el chocolate vespertino de Rose sólo había servido para darle sueño, y Valentine no la quería así. Él quería que Rose respondiera, que le hiciese el amor. Sacó la conclusión de que la culpa había sido de tener que vivir en tiendas. Y del sentido de la delicadeza y la decencia que tenía Rose… Pero esa noche, por primera vez, la subiría a su alcoba, donde empezarían debidamente su vida matrimonial juntos, debajo del dosel de la ancestral cama imperial de los Treverton.
Lucille, de pie junto a su esposo en la terraza, sintiendo cómo la atenazaba el aire húmedo de la noche, intentó de todo corazón cantar para ahuyentar de su alma toda la amargura y la ira. Lady Lucille Donald, residente en el protectorado desde hacía diez años, esposa de ranchero y madre devota, ocultaba un secreto terrible: detestaba el África Oriental británica y maldecía el día en que saliera de Inglaterra.
—Memsaab! —susurró alguien en tono apremiante desde el otro lado del seto—. Memsaab!
Al volverse, Grace vio a Mario, los ojos grandes y asustados en la oscuridad.
—¡Venga en seguida, memsaab! ¡Ha pasado algo malo!
—¿Dónde? ¿Qué es?
—Es el jefe Mathenge. ¡Venga en seguida!
Grace y James intercambiaron una mirada. Luego James dijo a Lucille:
—Quédate aquí, cariño. Iré con Grace.
Siguieron a Mario por un sendero serpenteante, salieron de los jardines de la casa, doblaron el borde de la selva y echaron a andar por la orilla del río. Mario los guiaba hacia Birdsong Cottage.
—¿De qué se trata, Mario? —preguntó Grace cuando llegaron a su casa—. ¿Dónde está el jefe Mathenge?
—Detrás de la casa, memsaab.
Al doblar la esquina y entrar en el pequeño huerto, Grace y James se detuvieron en seco. En la oscuridad pudieron distinguir una figura que yacía entre las plantas de maíz y judías.
—Tráeme la linterna, Mario —dijo Grace, corriendo hacia Mathenge.
El joven jefe yacía boca arriba y parecía dormido, pero Grace no le encontró el pulso. Y su piel estaba fría. James, arrodillado al otro lado, miró a Grace.
—¿Qué es? ¿Qué le ha pasado?
—No lo sé… —Los ojos de Grace recorrieron el cuerpo del caído. No vio ninguna herida, ningún rastro de sangre. Pero estaba demasiado oscuro para ver bien. Nubes negras cubrían ahora la Luna.
Cuando Mario volvió con la linterna Grace iluminó con ella la cara de Mathenge. Su mano quedó paralizada.
—Dios mío —dijo sir James.
Mario soltó una exclamación y dio un brinco hacia atrás.
Grace miró la bella cara dormida, medio escondida por la mascarilla de éter. Buscó con la linterna al lado del cuerpo y vio que Mathenge tenía la botella de éter vacía en la mano derecha.
—Dios mío —volvió a musitar James—. ¿Cómo ha sucedido? ¿Quién ha hecho esto?
Grace sintió que el cuerpo se le enfriaba y entumecía mientras contemplaba los ojos de Mathenge, cerrados en el sueño eterno. No había señales de violencia en el cuerpo; la ropa no aparecía arrugada; el pelo, peinado todavía al estilo de los guerreros masai, reposaba, pulcramente trenzado, sobre la frente. De hecho, daba la impresión de haber entrado en el huerto para echarse y descabezar tranquilamente una siestecilla.
—No creo que nadie le haya hecho esto —dijo Grace, hablando despacio—. Lo hizo él mismo.
—No es posible. Los kikuyu no se suicidan.
Grace miró a James con ojos húmedos.
—Él no quería que fuese un suicidio. No pensaba matarse. Esperaba despertar igual que Mario…
—Santo Dios —dijo James, poniendo cara de incrédulo—. ¡Quería conocer el secreto del poder del hombre blanco!
—Es Navidad —dijo Grace, sollozando—, el nacimiento de su nuevo dios. ¡Mathenge creía en Dios! —Rompió a llorar.
James se le acercó, la hizo levantarse y la rodeó con sus brazos. Mientras Grace lloraba sobre su hombro, más nubes se despegaron del monte Kenia y empezaron a llenar el cielo, borrando las estrellas, haciendo que la noche fuera más profunda y más oscura.
—¡Yo tengo la culpa! ¡Yo tengo la culpa!
James la abrazó con fuerza.
—No es culpa tuya, Grace. Tú no eres responsable de la inocencia de África.
Grace lloró un poco más, luego se apartó de James y se secó las lágrimas de las mejillas. A sus pies yacía el cuerpo del hermoso jefe, otrora orgulloso, a quien el hombre blanco le había quitado la lanza. Mientras se estremecía en el refugio de los brazos de James, Grace contempló la figura oscura y patética que yacía entre las plantas y se dio cuenta de que acababa de suceder algo profundamente significativo. Con la muerte infantil de Mathenge desaparecía el último de los auténticos guerreros de África. Y algo más…
—¿Crees que habrá complicaciones? —preguntó mientras caminaban hacia la casa.
James dijo que no. Mathenge no había sido asesinado, no había causa alguna para vengarse de otro clan. Le enterrarían discretamente y nombrarían a otro jefe en su lugar.
Al llegar a la casa, encontraron a Hardy Acres, el bien alimentado banquero, vestido de Papá Noel y repartiendo regalos que iba sacando de un saco inmenso. Grace evitó la multitud y se acercó a su hermano, que estaba sentado como un rey presidiendo el reparto de su largueza. Cada regalo iba envuelto y llevaba una etiqueta con un nombre: perfume, pañuelos de encaje o peines de plata para las señoras; cuchillos de monte, pañuelos de seda o billeteros de piel de cocodrilo para los caballeros.
Grace se acercó a Valentine por detrás y le susurró al oído.
—Ahora no, chica —dijo él alegremente.
—No me has oído, Valentine. Te digo que ha habido un accidente.
—Pues ocúpate tú, que eres el médico.
Unos cuantos obsequios cómicos repartidos entre la multitud provocaban grandes carcajadas. Luego un ruido sordo, demasiado fuerte para ser risa, hizo que todo el mundo callase y alzara los ojos hacia arriba. En ese momento se oyó un trueno muy fuerte.
—Oye —empezó a decir el señor Acres—. ¿No será que…?
—Val —dijo Grace, aprovechando el silencio—, tienes que venir conmigo. Se trata del jefe Mathenge…
—¿Dónde se ha metido ése? Estaba invitado a la fiesta, ¿sabes?
—Cielo santo —dijo sir James—. ¿Y también invitaste a su esposa?
Grace levantó la vista justo en el momento en que todo el mundo se volvía hacia la puerta principal. Un silencio impresionante llenó el salón; doscientos pares de ojos miraban fijamente, sin poder dar crédito a lo que veían.
Wachera, inmóvil como una estatua, se encontraba debajo de la araña de cristal de la entrada y parecía haber surgido de la nada. Miraba con fijeza el mar de caras blancas, una figura exótica sobre el fondo de la percha de caoba para sombreros, el paragüero de latón. Wachera iba vestida para una ocasión especial.
Un vestido y delantales de cuero cubrían su cuerpo fuerte y esbelto. Fila sobre fila de collares de abalorios cruzaban su pecho y sus hombros, subiendo por el cuello, dando la impresión de sostenerle la cabeza. Grandes círculos de cuentecillas sobresalían de sus orejas, que aparecían perforadas por arriba, por abajo y también por los lóbulos. Cuentecillas y abalorios de cobre y cintas de cuero cosidas con conchas de cauri cubrían los brazos hasta los codos y las piernas hasta las rodillas. Más sartas de abalorios le cruzaban la frente; aros de cobre le rodeaban el cráneo negro y afeitado; una tira sola con tres abalorios le colgaba entre los ojos y reposaba sobre el dorso de la nariz. Los ojos, muy abiertos y sesgados sobre pómulos salientes, miraban a la multitud atónita con expresión indescifrable.
Reponiéndose de la sorpresa que había experimentado al verla, Valentine se levantó y dijo:
—¿Qué diablos hace aquí?
Wachera dio un paso hacia adelante y la gente se apartó. Fue entonces que Grace vio al pequeño David, el hijo de Mathenge, desnudo a excepción de un collar, aferrado a la mano de su madre.
Valentine hizo una señal a los criados para que la sacaran, pero los africanos no se movieron. A pesar de sus nombres cristianos y de que hablaban el inglés con soltura, a pesar de los guantes, los sirvientes eran kikuyu y temían a la hechicera.
—¿Qué quieres? —preguntó finalmente Valentine.
Wachera echó a andar hacia él y cuando sólo los separaban unos pasos se detuvo y lo miró.
Sus ojos se cruzaron y luego lord Valentine volvió a sentarse lentamente.
«¡Sin duda —pensó—, ésta no es la misma muchacha tímida y apocada que se presentaba humildemente en el campamento, saludando con reverencias y ofreciendo obsequios!». Entornó los ojos y miró a su alrededor. «¿Dónde estará la abuela?».
Y no fue un murmullo humilde lo que llenó el salón cuando Wachera empezó a hablar, sino la voz de un espíritu orgulloso y desafiante. Wachera hablaba en kikuyu, que pocos de los presentes entendían, pero sir James tradujo sus palabras.
—Habéis profanado un terreno sagrado —dijo la hechicera—. Habéis destruido el hogar de los antepasados. Habéis cometido suciedades contra el Señor de la Luz. Seréis castigados.
Valentine quedó estupefacto.
—¿De qué diantres habla?
Wachera prosiguió:
—Invoco a los Espíritus del Viento. —Wachera alzó la calabaza sagrada de adivinación que llevaba al cinto y contenía amuletos mágicos recogidos por una antepasada sin nombre siglos antes. Al agitarla, el ruido llenó la casa—. ¡Los antepasados lanzan thahu contra este lugar de pecado! —Agitó la calabaza apuntando hacia los cuatro rincones, diciendo—: Espíritus malos moran allí. Y allí. Y allí. —Alzó la calabaza por encima de su cabeza—. Y bajo vuestro techo. Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi, conoceréis la enfermedad y la desdicha y la pobreza todos los días de vuestra vida. Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi, el camaleón visitará esta casa sucia.
—¡El camaleón! —exclamó Valentine, moviéndose con impaciencia en la silla. Si los criados no la echaban, la echaría él.
James dijo:
—Para los kikuyu, el camaleón simboliza la peor suerte. Al invitar a un camaleón a venir a tu casa, te desea que…
—Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi —dijo Wachera en tono apagado—, vuestros hijos beberán del rocío.
—¿Y qué diablos significa eso?
—Es un proverbio kikuyu. Beber del rocío significa desaparecer.
—Bueno —dijo Valentine, poniéndose en pie—. Ya hay suficiente. Fuera de mi casa.
—Thahu! —exclamó Wachera—. ¡Que una maldición caiga sobre vosotros y vuestros descendientes hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi!
—¡He dicho que fuera! —Valentine miró a su alrededor—. ¿Dónde demonios está Mathenge? ¡Creía que esta gente sabía tener a sus mujeres a raya! ¡Vosotros! —señaló a dos africanos aterrorizados—. Sacad a esta mujer de aquí. —Pero el miedo los tenía paralizados. Por la mañana se irían lejos de esa casa sobre la que pesaba una thahu.
—¡Muy bien, pues! —gritó Valentine. Se acercó a Wachera y alargó la mano para cogerle un brazo. En ese momento un trueno terrible sacudió la casa. Y luego se oyó el suave susurro de la lluvia.
—¡Oíd! —exclamó uno de los invitados—: ¡Está lloviendo!
La multitud se dispersó y corrieron todos hacia las ventanas y las puertas. Salieron todos al exterior, alzando las caras y las manos hacia el glorioso aguacero, abrazándose unos a otros, riéndose, delirantes de gozo.
La lluvia golpeaba con fuerza el tejado y los cristales de las ventanas mientras los truenos llenaban el valle sediento.
—¡Bueno! —dijo Valentine en tono triunfal. Miró a Wachera cara a cara, los pies separados, las manos en las caderas—. Si esto es lo que tú consideras una maldición, ¡bienvenida sea! —Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Luego giró en redondo, cogió la mano de Rose y la condujo a través del salón para reunirse con la multitud empapada en la galería.
Sólo sir James y Grace se quedaron en el salón, y también la pequeña Mona en su silla alta. Wachera hizo una pausa para dirigir a los tres una mirada larga, atenta, luego se dispuso a salir, sujetando con fuerza a David.
—Espera —dijo Grace—. Tengo algo que decirte. Es sobre Mathenge.
Wachera se detuvo y dirigió una mirada ponzoñosa a Grace.
—Mi esposo ha muerto —dijo en kikuyu, y aunque no añadió «Y tú lo mataste», la acusación estaba en sus ojos.
No habría ningún partido de polo ni ninguna cacería al día siguiente; el campo donde estaban las tiendas de los invitados sería un cenagal que llegaría hasta la rodilla; el viaje de vuelta a los hogares y granjas lejanos sería casi imposible e incomodísimo. Pero a nadie le importaba. La lluvia por la que tanto habían rezado había llegado por fin y caía tan torrencialmente, tan ininterrumpidamente, sin que se viera el fin de las nubes negras, que todo el mundo sabía que las cosechas y las inversiones iban a salvarse.
Al volver a su casa, Grace se había encontrado con que los animales salvajes ya se habían llevado el cadáver de Mathenge, y pensó con tristeza que probablemente era lo que él habría deseado. Ahora Grace dormía en la cama con Sheba, el guepardo grande, apretado contra su espalda y roncando. Sir James y Lucille estaban cómodamente instalados en una de las habitaciones para invitados de la casa grande, al igual que el gobernador y lord y lady Delamere, mientras los otros doscientos invitados, incómodos pero felices, se las arreglaban como podían en tiendas con goteras y camastros húmedos. Sólo una persona no estaba en paz con el resultado de la velada. Sentada ante su tocador, cepillándose el pelo recién cortado, lady Rose se sentía desconcertada.
Después de un jugueteo decoroso bajo la lluvia, ella y Valentine había deseado las buenas noches a sus invitados y se habían retirado al segundo piso, donde les aguardaban sendos baños calientes. Rose se había llevado una sorpresa agradable al ver lo bien amueblada y decorada que estaba la mitad superior de la casa: las bañeras con grifos de agua fría y agua caliente; los sanitarios de cerámica; alfombras turcas sobre el piso de cedro; cuadros y fotografías en las paredes. Todo despedía calor hogareño, especialmente con la tempestad que rugía en el exterior. Y, pese a ello…
Rose se sentía extrañamente inquieta. Valentine estaba en el baño, cantando. La había acompañado a esa alcoba y le había dicho que no tardaría en reunirse con ella. En esa habitación Rose había encontrado sus baúles vacíos, y todas sus cosas colgadas y guardadas en su sitio, los perfumes y los cosméticos sobre el tocador. Saltaba a la vista que éste era su dormitorio. Entonces, ¿cuál era el de Valentine?
Éste salió del cuarto de baño enfundado en su pijama de seda con las iniciales bordadas y su bata, el pelo negro húmedo y ensortijado sobre la frente.
—Felices Navidades, querida —dijo, acercándose a ella—. ¿Lo has pasado bien?
Rose miró la imagen de Valentine reflejada en el espejo. Notaba el calor del cuerpo de su esposo a través de su peinador de raso. Qué guapo era, qué perfecto.
«Que me abrace esta noche antes de dormirme».
—Ha sido maravilloso, Valentine. Ha sido mejor de lo que había soñado. Pero esta lluvia estropeará el resto de las diversiones. Me hacía tanta ilusión almorzar en el jardín mañana. La señora West pensaba servir un té como es debido.
Valentine apoyó suavemente sus manos sobre los hombros de Rose.
—La lluvia es muy necesaria, querida. Ahora las reses de James no morirán y nuestro café no se echará a perder y el señor Acres no tendrá que ejecutar prácticamente todas las hipotecas del protectorado.
Valentine se arrodilló a su lado.
—Tengo un regalo para ti —dijo.
Rose parpadeó. El champán, la altitud…
Valentine le entregó un estuche pequeño envuelto en papel navideño. Rose lo abrió apresuradamente y lanzó una exclamación al ver el collar de jade y esmeraldas que había dentro.
—Cuatro continentes han intervenido en su elaboración —dijo él—. ¿Te gusta?
Rose le rodeó el cuello con los brazos.
—¡Valentine, querido! ¡Es exquisito! Pero todavía no he envuelto tu regalo. Pensaba dártelo por la mañana.
—Puede esperar. —Sus brazos le rodearon el talle—. ¿Eres feliz?
Rose hundió el rostro en su cuello.
—Nunca me había sentido tan feliz. La casa es perfecta, Valentine. Gracias.
Valentine sintió deseos de gritar de alegría. Las cosas estaban saliendo exactamente como las tenía planeadas. Todos los meses de trabajar denodadamente, de azuzar a los nativos con su látigo, de hacer los pesados viajes a Nairobi, de desear dolorosamente a su esposa…
Su boca buscó la de Rose.
Valentine la besó dulce y castamente mientras ella reposaba en sus brazos, llena de dicha. Pero cuando el beso se volvió apasionado y su boca empezó a moverse sobre la de ella, Rose se echó hacia atrás y se rió.
—¡Ha sido un día tan ajetreado, cariño! Y estoy muy cansada.
—Entonces vamos a acostarnos.
Valentine apartó el cubrecama, dejó la colcha en los pies después de plegarla y se agachó para quitarle las zapatillas a Rose. Ella se sentó en el borde de la cama y suspiró lánguidamente.
«¿Cómo era posible —se preguntó— que hubiese encontrado al hombre con el que había soñado desde que era niña y se hubiese casado con él? Era tan galante, tan caballeroso, como un caballero con armadura…».
Valentine se quitó la bata y la dejó en una silla.
—¿Qué haces, cariño? —preguntó Rose.
—Ya sé que suelo acostarme tarde después de un día muy largo —repuso él, acercándose a la cama y retirando el cobertor del otro lado—, pero esta noche haré una excepción.
Rose siguió sentada en el borde, tapada hasta la barbilla con las sábanas. No tenía idea de que Valentine acostumbrara acostarse tarde; durante los últimos nueve meses apenas se habían visto por la noche. Lo que le había preguntado era por qué se disponía a meterse en su cama.
—De veras estoy cansada —dijo prudentemente—. ¿No preferirías irte a tu propio dormitorio?
Valentine se rió.
—Querida, ¡éste es mi dormitorio!
Rose le miró fijamente.
Valentine estaba de pie junto al lecho, los ojos vueltos hacia abajo para mirarla.
—Cuando dormíamos en tiendas era razonable que cada cual tuviera la suya. Pero ahora estamos en nuestra propia casa, querida. Y estamos casados.
—Oh —dijo ella.
—Todo irá bien —dijo él dulcemente—. Ya lo verás. Sencillamente tenemos que acostumbrarnos otra vez el uno al otro. Igual que cuando estábamos en Bella Hill.
¡Bella Hill! Rose se encogió entre las almohadas. En Bella Hill él había abusado de ella, la había humillado, y Rose lo había odiado por ello. Pero los últimos diez meses en el África Oriental habían mejorado las cosas. Sin duda Valentine no se proponía… Sin duda Grace le había explicado que…
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Valentine, y, al alargar la mano para tocarla, Rose se apartó. Unos truenos bajaron rodando desde la montaña y estallaron sobre la casa.
—Creía que ibas a tener tu propio cuarto.
Valentine vio el temor en su rostro, notó que el cuerpo de Rose se ponía rígido. Volvieron a oírse truenos y la casa se estremeció.
«¡Cielos! —pensó Valentine—. ¡Otra vez! ¡Todavía igual! ¡No es posible!».
—Rose, vas a tener que aceptar el hecho de que soy tu esposo, que no soy ningún primo cariñoso o un hermano. Tengo derecho a dormir contigo.
Rose se puso a temblar. Sus ojos se abrieron mucho y en ellos apareció una expresión de miedo, como los de una gacela, como si Valentine fuese a disparar contra ella. Valentine había visto la expresión en muchos safaris de caza; él no se la merecía en su propia cama.
—Maldita sea, Rose —dijo, cogiéndole el brazo.
—¡No! —exclamó ella.
—Rose, ¿se puede saber qué…?
—¡No! Por favor… —Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Oh, por el amor de Dios.
—¡Déjame en paz!
La luz de un relámpago iluminó la habitación. Rose estaba pálida como un fantasma; Valentine notó que su piel se enfriaba bajo sus dedos. Volvió a tronar, esta vez más cerca. El aire estaba cargado de electricidad, como si la tempestad hubiera invadido la alcoba. Valentine sintió que su ira crecía, al igual que su pasión.
—¡No pienso seguir tolerando esto! —gritó—. Han pasado diez meses desde que nació la niña. No tienes nada malo.
Rose se soltó e intentó huir corriendo, pero Valentine la arrastró de nuevo a la cama. Con una mano le sujetó las muñecas mientras con la otra tiraba furiosamente del peinador. El raso se separó de la piel blanca y Rose volvió a chillar.
—¡Anda, sigue gritando! —exclamó él—. Así se enterarán tus condenados amigos. ¿Crees que me importa? —Rose forcejeaba debajo de él, tratando de zafarse; una de sus manos se soltó y arañó el cuello de Valentine—. Quiero lo que es mío —dijo él—. Y si tú no me lo das, lo tomaré como pueda.
Los relámpagos rasgaban el cielo alrededor del monte Kenia, proyectando una luz fugaz y áspera sobre la escarpada cima de la alta morada de Ngai. Las paredes y los cimientos de Bellatu temblaron; el viento azotaba frenéticamente los árboles de la selva, los altos eucaliptos del pequeño claro de Rose. La tempestad cayó sobre la finca Treverton como un castillo, llevándose la tierra, ahogando los tiernos plantones de cafeto, convirtiendo el río en una inundación furiosa que rompió la presa y se desbordó por las márgenes.
Wachera, la hechicera kikuyu, estaba sentada en el interior de la choza que sería su hogar durante los siguientes siete decenios; sus ojos miraban fijamente las ventanas de la casa del hombre blanco en la colina. En una de ellas, en el segundo piso, las luces parpadearon hasta apagarse.