11

La casa estaba preparada.

Mientras daba los últimos puntos de la mañana, Rose no podía contener su excitación. ¡Era un día hermoso porque el día siguiente se instalaría en la casa nueva!

Se puso a tararear mientras plegaba el marco y se lo entregaba a la chica africana que debía transportarlo. La señora Pembroke puso a Mona, que ya tenía diez meses, en su cochecito y la abrigó bien con las mantas. El resto del grupo lo formaban dos muchachitos africanos, uno que llevaba la cesta de la comida y la sombrilla de la memsaab y otro que se encargaba del mono y los dos loros. Rose llevaba en la mano la bolsa de los hilos y encabezaba la marcha.

En el claro había música: el crujir de las ramas secas y quebradizas de los eucaliptos; el susurro del viento a través de los matorrales altos; y pájaros de colores vivos que revoloteaban entre el follaje, llamándose, cantando, parloteando. Normalmente Rose se resistía a abandonar su lugar preferido, que estaba escondido y protegido por la selva y donde Valentine le había construido una bonita glorieta blanca, pero ese día no le importó irse. Ardía en deseos de empezar los últimos preparativos para el traslado.

¡A Valentine le gustaban tanto las ceremonias! La casa estaba lista desde hacía una semana, los muebles en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras extendidas, el aroma de la pintura fresca perfumando el aire de diciembre. Pero Valentine insistía en que la inauguración se hiciera oficialmente. Los sirvientes llevaban una semana ensayando; africanos risueños que vestían kanzus largos y blancos y chaquetas escarlata habían practicado la ceremonia de alinearse a lo largo de ambos lados de la escalinata que llevaba a la puerta principal. ¡Iban a poner una alfombra roja! Primero entraría Rose con un ramo de flores y Valentine a su lado, luego Grace y los Donald, mientras todos los invitados, reunidos en la calzada circular, aplaudirían.

Rose se estremeció al pensar en ello. Su vestido había llegado hacía dos semanas de Douellet de París, era el último grito y hasta la misma reina lo llevaba. Rose estaba segura de que a los doscientos invitados se les saldrían los ojos de las órbitas al verla llegar en el carrito adornado y subir los escalones.

Aún no había visto el interior de la casa y esperaba con impaciencia el momento de entrar en ella por primera vez. Era lo que la había hecho enamorarse de Valentine cuando él la cortejaba: tenía una aptitud tan grande para lo espectacular, un sentido tan maravilloso de la sorpresa, y organizaba esas cosas de forma tan inteligente.

Rose miró por encima del hombro y dijo a la niñera:

—Dése prisa, señora Pembroke. ¡Va usted tan despacio!

—Lo siento, lady Treverton —replicó la anciana mientras se esforzaba en gobernar el cochecito por el sendero de tierra.

A pesar del traqueteo, Mona iba sentada sin quejarse, contemplando con sus grandes ojos la selva que los rodeaba. Era una criatura tranquila que nunca armaba alboroto, por suerte para la señora Pembroke, y además estaba bonita, con su vestido de volantes y el gorrito a juego. La niñera la encontraba inteligente. Mona ya armaba frases y comenzaba a caminar sin ayuda. ¡A los diez meses! De todos modos, sus padres no le prestaban mucha atención. Cuando lady Rose sí se la prestaba lo hacía de un modo infantil, jugando con ella como si fuera una muñeca. En cuanto a lord Treverton… si había una niña en la familia, ¡nadie lo hubiera adivinado por él!

Quedaba todavía tanto por hacer. Aunque los baúles más grandes de Rose ya estaban en la casa nueva, aún tenía que empaquetar sus efectos personales: artículos de tocador, cosméticos, ropa de cama. Las rosas todavía estaban por plantar, desde luego. Y aún tenía que arreglarse el pelo. Grace se había ofrecido peinarla copiando de una fotografía en una revista norteamericana. Pensaban en un peinado del nuevo y atrevido estilo Marcel que causaría sensación.

—Dése prisa, señora Pembroke —dijo otra vez. Rose llevaba un vestido rosa de gasa, poco escotado y con un cuello de volantes que parecía flotar alrededor suyo. El pelo color claro de luna, que dentro de nada llevaría corto y rizado, se recogía sobre la cabeza escapándose en mechones y guedejas. Al pasar a través de los rayos de sol que se filtraban por entre los árboles. Rose parecía un elfo del bosque, traslúcida y efímera.

Cuando el curioso grupito surgió de la selva y llegó al risco desbrozado sobre el río, sus integrantes podían ver el Birdsong Cottage a sus pies, la clínica primitiva adonde ahora llegaba una senda trillada, y más allá, el claro con su choza solitaria y la vieja higuera.

Rose llamó a su cuñada y agitó la mano, pero Grace no la oyó. Había una multitud debajo del techo de paja de su rudimentaria clínica: mujeres embarazadas y bebés enfermos, hombres con dolor de muelas. Desde la espectacular operación que hiciera en el poblado dos meses antes, la reputación de Grace se había propagado por la tierra de los kikuyu con la rapidez de un incendio forestal. Ahora, cada mañana, al despertarse, había africanos esperándola. Y Lucille Donald bajaba tres veces a la semana para enseñar la Biblia a los niños.

¡Todo iba tan maravillosamente! Rose tenía la sensación de que sus pies no tocaban el suelo. Ya no quedaba ni rastro de la conmoción que en marzo le había causado encontrar un panorama tan desolador a su llegada. Aunque las lluvias no llegaron nunca, y aunque todo el mundo se quejaba de la situación desesperada de la economía, Rose no veía ningún motivo para sentirse desgraciada.

Mientras avanzaba por el risco, Rose aflojó el paso. No podía dar crédito a sus ojos. Ya volvían a las andadas, la vieja y su nieta. ¡Estaban construyendo su choza una vez más! ¿Cuántas veces lo habían hecho ya? ¿Cuatro? Valentine había ordenado derribar las chozas exteriores y la familia de Mathenge se había trasladado a la otra orilla del río. Sólo la hechicera y su joven discípula se empeñaban en quedarse, reconstruyendo su choza cada vez que el tractor la derribaba. Para Rose era un misterio.

Recordó la última vez que las dos mujeres habían comparecido en el campamento. La abuela iba adelante, caminando con la cabeza bien alta, igual que una anciana emperatriz, adornada con todos sus abalorios, sus anillos de cobre y sus conchas; detrás de ella, la joven, con el niño pequeño apoyado en la cadera. ¡Las dos se habían mostrado tan corteses! Saludando con reverencias, sonriendo tímidamente, hablando en voz tan baja, que apenas se las oía. El criado de Grace, Mario, había hecho de intérprete. Las dos mujeres dijeron que no querían ofender a nadie, que sólo deseaban avisar al bwana de que por algún motivo que desconocían su choza se venía abajo una y otra vez y que ellas querían que no ocurriera, pues era su vivienda y debían permanecer en ella porque tenían el sagrado deber de servir a los antepasados que moraban en la higuera.

¡Y ésa había sido su cuarta visita! La paciencia y la vitalidad de las dos mujeres kikuyu impresionaban a Rose. Las cuatro veces se habían presentado humildemente, ofreciendo cabras y abalorios a guisa de presentes, asegurando a Valentine que ellas no acusaban a nadie ni querían causar dificultades, que sólo querían recordar a los espíritus que moraban en el viento que la choza se alzaba en terreno sagrado y que no debía permitirse que se derrumbara.

Las dos mujeres kikuyu eran dos curiosidades para Rose. Casi iguales, con la salvedad de que la abuela era más bajita y tenía la piel más oscura, como al final les ocurría a las mujeres kikuyu. Había en ellas una dignidad callada; hasta el niño apoyado en la cadera de su madre había guardado un silencio respetuoso, como si se diera cuenta de la gravedad de la situación. Valentine les había recordado que la tierra era suya, toda vez que se la había comprado legalmente al jefe Mathenge y que, al despedirlos, les había dado sacos de grano y un saco de precioso azúcar.

Pero ahí estaban otra vez, trabajando, la vieja hechicera y su nieta, construyendo la choza sin ayuda, pacientemente, en silencio. Rose se preguntó si sabrían que Valentine había ordenado arrancar la higuera al día siguiente, para dejar listo el nuevo campo de polo.

Más allá del campamento de tiendas, en la orilla del río, se alzaba un símbolo del optimismo inamovible de Valentine. Una despulpadora nueva recién llegada de las Indias Occidentales. No la utilizaría hasta que se recolectase la primera cosecha de café, faltaban ahora dos o tres años, pero la máquina estaba preparada, aguardando el momento de arrancar la cáscara roja y blanda de las primeras bayas para dejar en libertad los granos de café que había dentro. Mientras la señora Pembroke acostaba a Mona en la tienda de la pequeña para que durmiera la siesta, Rose fue al invernadero improvisado a recoger los esquejes que había traído de Inglaterra.

No sólo habían sobrevivido, sino que, además, habían vuelto a florecer. Desde Suffolk hasta el corazón de una sequía africana. Rose los puso en una carretilla y echó a andar sendero arriba hacia la casa, seguida del jardinero kikuyu.

En el punto donde la calzada de la casa se encontraba con el camino de tierra había una puerta grande e imponente con un arco de piedra donde aparecían grabados el escudo de los Treverton y el nombre de la finca.

Rose sonrió al recordar la expresión de Valentine en el momento de recibir la piedra el mes anterior. El cantero suajili de Mombasa había trabajado con cariño y esmero, cuidando de que las letras hicieran juego unas con otras, a la perfección, añadiendo adornos en los ángulos. Era una obra de arte, todo el mundo estaba de acuerdo, y ciertamente valía más de lo que Valentine había pagado por ella. Sólo tenía un defecto: el nombre estaba mal escrito.

—Bella Two —había encargado Valentine, en recuerdo de Bella Hill, su casa solariega de Inglaterra—. No Bella T-O-O, ojo, sino Bella T-W-O, es decir, la «segunda casa», ¿entiendes?[3]

El hombre había insistido en que le entendía perfectamente y luego se había pasado cuatro meses haciendo mal el trabajo.

La expresión en el rostro de Valentine… Y luego todos se habían echado a reír. Sir James se había apresurado a sacar el mejor partido de una mala situación diciendo:

—Muy ocurrente, Val. ¿De dónde sacaste la idea?

Labrada permanentemente en piedra aparecía la palabra Bellatu. Y sir James se había apresurado a explicar que en suajili esa palabra significaba «total y completamente bella».

Valentine había hecho plantar euforbios gigantescos junto a la calzada, por lo que el acceso a la casa resultaba muy espectacular. Habían recurrido a la menguante reserva de agua para tener la seguridad de que las plantas floreciesen con vistas a la inauguración de gala. Pétalos como lenguas de fuego estallaban en todas las ramas y cubrían al suelo yermo como una alfombra escarlata. Por allí pasarían los invitados al día siguiente, después de que les mostraran sus alojamientos entre las numerosas tiendas y chozas provisionales que Valentine había hecho instalar en un campo cercano. Allí se alzaba un poblado, una limpia y pequeña ciudad de cabañas que desaparecería cuando los invitados se fuesen, pero que durante unos días sería escenario de fiestas, risas, cacerías acompañadas de una provisión inagotable de champán. Era la forma de hacer las cosas en el protectorado cuando los invitados tenían que recorrer largas distancias y llegaban en compañía de sirvientes y animales.

Rosa reprimió los deseos de echar un vistazo al interior de la casa. Valentine, siempre deseoso de causar impresión, incluso había hecho cerrar las ventanas para que Bellatu fuera un secreto bien guardado. Ni siquiera había permitido que Rose viese el color de la pintura para el interior.

Era una casa magnífica por fuera y tan distinta de las sosas mansiones de Inglaterra.

Bellatu tenía dos pisos, tejado a dos vertientes, y estaba construida de piedra con una veranda ancha que rodeaba toda la casa, en la que se advertía un aire de lujo tropical, de vivir con elegancia. Era de un estilo nuevo e innovador, creado especialmente para el África Oriental, y hacía pensar en un nuevo principio. El comedor, situado en la parte de atrás, tenía altas puertas de dos hojas que daban a una terraza embaldosada, de varios niveles. En los arriates había plantas en flor. Rose sabía que las plantas tenían que haberle costado una fortuna a Valentine debido a la sequía. Pero ella no pensaba plantar sus rosas en ese sitio, sino enfrente de la casa.

En junio, durante una ceremonia celebrada en Nairobi, lady Rose había regalado oficialmente a la ciudad algunos de sus rosales. Una banda de música había tocado durante el acto, tras el cual se había celebrado un banquete y una fiesta muy animada.

Entre las rosas se había erigido una placa:

ROSA GALLICA OFFICINALIS

Se cree que estas rosas, que proceden de los jardines de Bella Hill, en Suffolk, Inglaterra, fueron las primeras que se plantaron allí después de la guerra de las Dos Rosas, cuando Enrique Tudor, en 1485, dio tierras a un fiel soldado en recompensa por haber luchado por la causa de los Lancaster. Para honrar a su rey, el nuevo conde de Trever’s Town plantó en su finca rosas rojas, símbolo de la casa de Lancaster. Lady Rose, condesa de Treverton, trajo estos esquejes al África Oriental británica en febrero de 1919.

Era en ocasiones como ésta cuando Rose, al igual que sus rosas, florecía: cuando había pompa y ceremonia, cuando se servía la comida apropiada, cuando se seguía el protocolo correcto y asistían al acto las personas indicadas. Entonces se abría y brillaba. Se sentía viva, enamorada y querida.

Valentine había invitado únicamente a lo mejor de la sociedad del África Oriental británica a la inauguración de su nuevo hogar. Algunos invitados llegarían de sitios tan lejanos como Uganda, el Sudán, la costa, incluso Tanganika, que ahora era británica después de ganársela a los alemanes. Habría oficiales del rey con sus elegantes uniformes regimentales, con damas cogidas de su brazo; personajes con título; gente que gozaba de riqueza y posición en el protectorado; y personas que no reunían esas cualidades, pero que no por ello eran menos fascinantes: el cazador blanco rodeado de leyenda, los hermanos que habían explorado el Congo, un escritor famoso y dos actrices de cine. Iba a ser el acontecimiento del año, quizá del decenio, y Rose, encontrando por fin su lugar en ese país extraño, reinaría sobre todo ello.

Se dio prisa. Escarbó la tierra con los dedos desnudos.

«¡La casa! —pensó—. ¡Por fin una casa como Dios manda!». Se acabaron las tiendas, los insectos y los lagartos. Una cama de verdad en una alcoba de verdad. Una para Rose, una para Valentine.

Durante los últimos meses Valentine había aprendido a respetar sus deseos; aquel asunto desagradable estaba olvidado. No se había acercado a su cama y lo más probable era que no lo hiciese en el futuro.

Rose plantó el primer rosal.

El tractor se encaminó hacia la higuera.

—Cortad el condenado árbol —había dicho el bwana—, y luego nos libraremos de esas mujeres pesadas.

Dos africanos forzudos habían aserrado el viejo tronco de la higuera; el tractor acabaría de derribarla y luego arrancaría el tocón. Bwana Lordy quería que el trabajo quedase terminado esta tarde. Los wazungu ya empezaban a llegar en carretas, automóviles y a caballo; el bwana quería que el campo de polo estuviera listo.

El espíritu del río estaba enfadado. Por eso la joven Wachera y su abuela habían ido a buscar agua muy lejos, levantándose antes del amanecer e internándose en una selva desconocida, caminando muchos tiros de lanza para llegar a las laderas de la montaña donde todavía corrían algunos riachuelos. Ahora estaban en la tierra de los animales salvajes. Las dos mujeres kikuyu eran huéspedes y no querían ofender a los espíritus animales ni a los espíritus que habitaban en las rocas y en los árboles de ese lugar tan alejado de su casa, así que cantaban mientras caminaban y dejaban ofrendas de harina de maíz y cerveza por el camino.

El espíritu del río estaba enfadado debido a la pared que el bwana había construido de un lado a otro de su garganta, asfixiándolo, haciendo que las aguas retrocedieran y creciesen y formaran un estanque donde nunca antes había habido un estanque. El bwana había dicho que era para ayudar a la gente durante la sequía. Mientras los otros clanes morían de sed, la familia del jefe Mathenge tenía agua. Pero la hechicera le había dicho a su discípula que esto estaba mal. Los hijos de Mumbi no debían ofender a los espíritus de la naturaleza para satisfacer sus propias necesidades egoístas. Estaban estrangulando el río y por eso había thahu en la tierra de los kikuyu.

Las dos mujeres llevaban grandes calabazas y se sentaron pacientemente mientras éstas iban llenándose poco a poco. La joven Wachera se entristeció al pensar en su esposo.

Después del nacimiento de la hija de Gachiku, Mathenge había seguido el camino que llevaba a la misión del hombre blanco y allí había escuchado historias sobre un dios milagroso llamado Jesu, que había muerto y vuelto a la vida y que prometía la misma vuelta a la vida a quien le rindiese culto. En la misión habían hechizado a Mathenge. Había visto aquella cosa que llamaban «bicicleta» y deseaba una para él. Había viajado en un «móvil» y ahora estaba hechizado. Le habían dado unos amuletos llamados «monedas» y había tenido ocasión de ver que eran más valiosos que las cabras. Le habían enseñado a «hablar» símbolos que se dibujaban sobre papel y le habían dicho que en esta habilidad residía todo el poder del mundo. En el poblado del hombre blanco a Mathenge le habían trastornado el juicio; había sido testigo del poder del mzungu, en sus armas de fuego, sus botas, sus latas de comida. Y Mathenge había vuelto a su familia por el río, convertido en otro hombre.

—El sistema del hombre blanco es mejor, mujer mía —le había dicho a la joven Wachera la noche antes de irse para siempre. Mathenge se había presentado en la choza llevando ropa de hombre blanco porque los padres de la misión le habían dicho que la desnudez era una abominación a ojos del dios Jesu—. Ésta es la nueva edad. El mundo está cambiando. Ngai en su montaña ha muerto; hay un nuevo dios. ¿Deben perecer los hijos de Mumbi por no adorar al nuevo dios y aprender sus costumbres? Recuerda el proverbio que dice que la muchacha bonita pasa de largo por la casa de un hombre pobre. ¿Quieres que las otras tribus del mundo pasen de largo por la puerta de los kikuyu?

Wachera le había escuchado sumida en un silencio respetuoso, guardándose las lágrimas para derramarlas después y no avergonzarse delante de su esposo. El pequeño Kabiru, su hijo, correteaba por la choza, sin darse cuenta de la gran despedida que tenía lugar ante él.

—Me hicieron jefe, mujer mía, y tengo el deber de cuidar de nuestro pueblo. Recuerda el proverbio que dice que el ganado que tiene un jefe cojo nunca llega a buenos pastos. Aprenderé la lectura del hombre blanco y ofreceré sacrificios al dios Jesu. Los padres de la misión me enseñaron una imagen del dios malo al que llaman Satanás, y su piel es del color de los kikuyu. Me han enseñado que el negro es malo, y yo no quiero ser malo. Me lavaron la frente y me llamaron Solomon, que es mi nuevo nombre. Ahora soy como el hombre blanco, soy su igual. Y mi hijo aquí presente, que se llama Kabiru por su abuelo, irá a la misión y también lo lavarán y recibirá un nombre nuevo y así será igual al hombre blanco.

Mathenge se fue y al cabo de seis pasos del sol volvió con el niño y dijo:

—Ahora se llama David y es cristiano. El hombre blanco lo tratará como a un hermano.

Luego Mathenge había dicho:

—Dios Jesu dice que cometo un pecado poseyendo más de una esposa. Tú me desafiaste, mujer mía, no trasladándote al otro lado del río cuando te lo ordené. Por ello ya no eres mi esposa. Ahora viviré como un hombre cristiano con Gachiku, y con Njeri, mi hija a la que Jesu devolvió la vida. Y cuando me llegue la hora de morir seré devuelto a la vida, como promete Jesu.

Después, Wachera había apretado a Kabiru contra su pecho, lamentándose como si Mathenge hubiera muerto. Para una mujer kikuyu ser repudiada por su esposo representaba la peor de las calamidades, porque entonces era expulsada del clan y dejaba de tener familia. Wachera no lloraba solamente por la pérdida de su amado compañero, sino por el vacío que habría en su vientre en años venideros. Se aferró a Kabiru y prorrumpió en lamentos, lavando al pequeño con sus lágrimas como si quisiera hacer desaparecer el bautizo del hombre blanco, pero al final, porque era el deseo del hombre al que amaba con desesperación, empezó a llamar David a su hijo. Y cuando derribaron su choza por quinta vez no la reconstruyó, sino que fue a instalarse en la choza de su abuela, donde los tres vivían en amor y solaz mutuo.

Las calabazas estaban llenas; era hora de regresar. Como la joven Wachera transportaba también a David sobre su cadera, la abuela llevaba más calabazas, así que su carga era más pesada, lo que el hombre blanco habría medido en cuarenta kilos. Dobladas por la cintura, la cara hacia el suelo, con tiras de cuero que se les clavaban en la frente para sujetar las calabazas en su sitio, las dos caminaban en silencio, penosamente, por la selva desconocida, de regreso a su choza junto al embalse de Valentine.

El aire de última hora de la tarde estaba lleno de humo porque los hombres estaban quemando lo que quedaba del gigantesco tocón de la higuera; el silencio del río se veía roto por el ruido de las cadenas y del motor del tractor.

Wachera y su abuela salieron de la espesura a tiempo de ver cómo las viejas raíces, igual que dedos nudosos de una mano que protestase, eran arrancadas del suelo en medio de una lluvia de tierra. Las dos mujeres se detuvieron y se quedaron contemplando fijamente la escena. Un equipo de diez hombres arrastraba el tocón para llevárselo y llenaba la cavidad que había dejado. Lo único que quedaba del inmenso tronco y de las grandes ramas del árbol sagrado eran haces de leña recién cortada.

Con movimientos lentos la anciana Wachera se quitó las calabazas de la espalda.

—Hija —dijo—, llévame a la selva ahora. Ha llegado mi hora.

La joven Wachera la miró con fijeza:

—¿Estás enferma, abuela?

La hechicera hablaba serenamente, pero había en su voz un eco de fatiga y vejez que la nieta nunca había oído antes.

—El hogar de los antepasados ha sido destruido. El terreno sagrado ha sido profanado. Hay gran thahu aquí. Mi tiempo en este mundo ha terminado. Llévame ahora, nieta.

El brazo que extendió era firme. Wachera puso sus calabazas en el suelo, trasladó a David a la otra cadera y cogió la mano de su abuela. Volvieron la espalda a los hombres kikuyu que vestían como el hombre blanco y estaban cortando y quemando el árbol sagrado y volvieron a la selva.

Caminaban en silencio y sólo el pequeño David, que tenía catorce meses y no se daba cuenta de la catástrofe que acababa de producirse, emitía ruidillos por la boca. Aunque no quería aceptarlo, la joven Wachera sabía que era verdad, que su abuela estaba a punto de morir. La costumbre kikuyu era no enterrar los muertos, sino dejar el cuerpo para que lo devorasen las hienas. No debía permitirse que una persona muriese en una choza, porque entonces la choza no era limpia y había que quemarla; los cadáveres no podían tocarse, porque era tabú. Y por ello los enfermos y los moribundos, cuando todavía estaban vivos, eran llevados o iban por su propio pie a un lugar donde morirían solos y así evitaban que la thahu cayera sobre el hogar.

Llegaron a un lugar donde no vivían personas. La abuela se sentó en el suelo polvoriento y cubierto de ramitas y hojas secas y por primera vez sus movimientos fueron los de una mujer anciana. La joven Wachera se maravilló al ver cuán súbitamente había envejecido su abuela. Las articulaciones cansadas crujían, los brazos y las piernas se movían rígidamente cuando hacía sólo un rato, mientras transportaba las calabazas, la hechicera se había mostrado tan vigorosa y ágil como su nieta, que era cincuenta años más joven.

La anciana Wachera se sentó en el suelo y estiró las piernas.

—Pronto me llevará el Señor de la Luz —dijo quedamente—. Y volveré a vivir con nuestros primeros padres, Kikuyu y Mumbi.

Después de colocar a David en el suelo, la joven Wachera se sentó ante su abuela y se quedó esperando. Algo terrible había pasado, algo que la joven sólo podía concebir vagamente, algo que escapaba a su comprensión, pero que ella creía que algún día lograría comprender.

—Hay pesadumbre en la tierra de los kikuyu —dijo por fin la anciana Wachera, empezando a respirar con dificultad—. Ha llegado el momento de que las viejas costumbres desaparezcan. Ahora sé que nací para ver el ocaso de los kikuyu. Los hijos de Mumbi volverán la espalda a Ngai, a sus antepasados, a las leyes de la tribu. Se esforzarán por ser como el hombre blanco. Las viejas costumbres morirán y caerán en el olvido.

»Mathenge nunca volverá a ti, hija. El hombre blanco lo ha hechizado. Pero el hombre que en otro tiempo fue tu dueño no será feliz en su nueva vida, porque existe el proverbio que dice que el cuchillo, una vez afilado, corta a su propietario. Pero él no tiene la culpa, porque, como dice otro proverbio, el corazón de un hombre se alimenta de lo que le gusta.

La anciana enmudeció. El sol empezaba a salir de la selva, dejando tras sí sombras largas como serpientes que trataban de coger a las dos mujeres kikuyu.

—Tú sabes, hija, que vivimos en nuestros descendientes. Un hombre debe ser dueño de muchas esposas y tener muchos hijos para que nuestros antepasados vivan eternamente. Pero el hombre blanco nos dice que esto no está bien. Los hombres kikuyu ya abandonan a sus esposas. No habrá suficientes niños para recibir las almas de los abuelos que se hayan ido de este mundo y entonces los espíritus de nuestros antepasados no encontrarán hogar y vagarán por la tierra. Pronto no habrá más higueras y no quedará nadie que se comunique con nuestros padres y madres del pasado. Se habrán perdido.

Con manos temblorosas la hechicera se quitó una pulsera de la muñeca —estaba hecha con pestañas de elefante y, por lo tanto, contenía magia poderosa— y se la entregó a su nieta. Cuando volvió a hablar su voz era más apagada, su respiración era más irregular. Era como si la vida se estuviese escapando de sus viejos huesos, como ocurría con las raíces de la higuera moribunda.

—Ahora comerás un juramento, nieta. Y luego me dejarás sola.

La selva se estaba volviendo oscura y amenazadora. Ningún kikuyu salía jamás de noche debido a los numerosos peligros que representaban los animales y los malos espíritus. Pero la joven quería quedarse junto a su abuela hasta que la muerte se la hubiera llevado.

—No dejaré que te lleven mientras estés viva —dijo con voz enérgica, refiriéndose a las hienas, que ya empezaban a merodear por las cercanías.

La anciana Wachera meneó la cabeza.

—No me importa que se den un festín con mi carne mientras esté viva. Hay que honrar y respetar a las hienas, hija. No gritaré. Tienes que irte, pero primero el juramento.

Wachera estaba aterrorizada. Comer juramentos era la forma más poderosa de magia kikuyu; hacía que el alma de la persona quedase atada a su palabra. Faltar a semejante juramento significaba una muerte instantánea y terrible.

—Ahora vas a prometerme, nieta, por la tierra que es nuestra Gran Madre, que protegerás las antiguas costumbres y que las mantendrás para siempre jamás. —La anciana recogió un poco de tierra con la mano. Hizo unas señales místicas sobre la tierra, cerró los ojos y dijo—: Algún día los hijos de Mumbi se volverán contra el hombre blanco y le expulsarán de la tierra de los kikuyu. Cuando llegue ese momento querrán volver a las costumbres de sus padres. Pero ¿quién estará aquí para enseñárselas?

—Yo —susurró la joven Wachera.

La hechicera puso la tierra en las manos de su nieta.

—Jura por la tierra nuestra Gran Madre que conservarás las costumbres de la tribu y que te comunicarás siempre con los antepasados.

Wachera alzó las manos hasta la boca, metió la lengua en la tierra y, tragándosela, dijo:

—Lo juro.

—Jura también, Wachera, que serás la hechicera de nuestro pueblo y ejercerás los ritos y la magia de nuestras madres.

De nuevo Wachera comió la tierra y prestó el juramento.

—Y prométeme, hija mía de mi alma… —La anciana se esforzó por tomar aliento. Su cuerpo parecía encogerse ante los ojos de su nieta—. Prométeme que te vengarás del hombre blanco de la colina.

Wachera comió el juramento, prometió vengarse del mzungu y vio morir a su abuela.