James Donald tuvo que quitarse el sombrero y agacharse para cruzar la entrada del poblado sin darse de cabeza contra las ramas que la formaban.
—¡Hola! —dijo a Grace, agitando un puñado de sobres.
El corazón de Grace dio un vuelco. El sueño volvía. El campamento bajo las estrellas, el cuerpo duro de James contra el suyo, su boca…
—Ha llegado el correo —dijo él, sonriendo—. Decidí traerte el tuyo.
Llevaba unos pantalones de dril cortos, de color caqui, un par de botas recias, calcetines hasta las rodillas y una camisa entreabierta que dejaba ver la piel del pecho tostada por el sol.
—Sabía dónde iba a encontrarte, por supuesto —dijo, entregándole el correo.
Grace sintió subir el rubor a sus mejillas y rogó que el ala de su amplio salacot las cubriera para que James no lo notara. Detrás de él iba Lucille, con un sombrero gacho cubierto de polvo y adornado con una cinta de piel de cebra; llevaba una bolsa de lona colgada del hombro. A Grace le pareció notar un gesto de desagrado, pero no estaba segura. ¿Sería una mueca de enfado? ¿Quizá de desaprobación? Pero en ese momento la expresión de Lucille se suavizó y dio paso a una sonrisa al tiempo que decía:
—Hola, Grace. Traigo algo para ti.
Tras darle el correo, James la observó. Era siempre lo mismo: el examen apresurado de los sobres, las manos moviéndose ansiosamente, los ojos llenos de esperanza, y luego la expresión de desencanto, el correo entre los dedos, olvidado. Era como si buscara algo. Quizá una carta. ¿De quién?
—¿Qué tal van las cosas, Grace? —le preguntó con voz queda.
Grace miró a su alrededor. En el poblado todo el mundo había interrumpido su trabajo; las mujeres miraban fijamente. Era porque un hombre acababa de entrar en el recinto.
—No sé qué hacer, James —dijo Grace—. Me parece que no voy a llegar a ninguna parte con ellos. Me dejan venir y examinarles si les traigo comida, pero no quieren tomar mis medicinas ni permiten que les aplique ningún tratamiento. Su idea de una cura son los horribles venenos que prepara Wachera.
James miró hacia donde se encontraba la formidable anciana, que lo observaba con expresión inescrutable.
—Es una anciana poderosa —dijo—. Nunca conseguirás ponerla de tu lado. Es a Mathenge a quien deberías convencer.
Grace no le dijo que rogaba a Dios que nunca tuviera que encontrarse cara a cara con el joven jefe. En vez de ello, dijo:
—Las misiones tienen garantizada una suma de trescientas libras anuales del gobierno si prometen trabajar con los nativos. Hasta el momento el oficial médico del distrito dice que no merezco esa suma porque mi clínica está vacía. Vino conmigo a este poblado una vez, pero estaban celebrando no sé qué ceremonia y no me dejaron entrar. El oficial médico no quedó nada convencido. Dijo que para recibir las trescientas libras tendré que demostrar mejores resultados. ¡Y necesito ese dinero, James!
Grace estaba preocupada. Su herencia iba menguando y pronto contaría únicamente con los fondos que le enviaba la sociedad misionera de Suffolk.
—Ojalá pudiera ayudarte —dijo James—. Pero la verdad es que ya tenemos un descubierto en el banco, ¡como todos los demás!
Grace sonrió.
—Ya encontraré una solución. Oye, ¿has recorrido doce kilómetros sólo para traerme el correo?
—Te he devuelto el microscopio. Lo tienes en tu casa.
—¿Te ha servido de algo?
El rostro de James se ensombreció; así estaba más guapo que nunca.
—En cierto sentido, sí. Ha confirmado mis peores temores. Tenemos fiebre de la costa oriental. He aislado las reses enfermas y estoy bañando el resto del rebaño. Por si fuera poco, otro condenado pozo se ha secado. —Alzó los ojos hacia el cielo—. Si no llueve de una vez, será mejor que lo dejemos correr.
Durante un momento se quedaron escuchando el tintineo de los cencerros de las cabras. Luego Lucille dijo:
—Te he traído un regalo, Grace.
—Oh, no deberías haberlo hecho —dijo Grace, pero su voz se apagó cuando Lucille le puso el libro en las manos.
—Es una traducción de la Biblia al kikuyu. ¿Verdad que es una buena idea?
Grace miró las tapas de cuero negro, el título estampado en letras doradas.
—Gracias —dijo con voz insegura—. Pero no sé si me servirá de mucho.
—Predica la palabra del Señor, Grace. Es así cómo te ganarás a esta gente.
—Mathenge no quiere saber nada del cristianismo. No permite que se predique en el poblado.
De pronto un grito rompió la tranquilidad matutina. Grace se volvió rápidamente. Había salido de la choza de Gachiku. Echó a correr, seguida de James y Lucille, pero Mario no se movió porque la choza estaba destinada a los partos y era tabú para los hombres.
Grace entró y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio que el abdomen hinchado se movía a causa de las contracciones.
—Tranquilízate —dijo en kikuyu—. Tu bebé está a punto de nacer.
Salió de la choza y pidió que avisaran a la muciarithia, la partera, que en este caso era la vieja Wachera. Pero la hechicera no se movió.
—¡Gachiku está a punto de dar a luz! —gritó Grace—. ¡Necesita que la ayudes! ¡Explícaselo, Mario!
Pero antes de que Mario pudiera hablar, Wachera alzó una mano para imponer silencio. El desprecio que le inspiraba ese joven que no era guerrero, que había dejado al Señor de la Luz por el Dios cristiano, le prohibía cruzar palabra con él. Dirigiéndose a sir James, que sabía que hablaba su lengua y a quien respetaba, Wachera dijo:
—Pasa algo malo con el hijo de Gachiku. No quiere salir. Tres días lleva de parto, pero el bebé no sale. Es thahu. Los antepasados han decretado que el niño no debe nacer.
Cuando James se lo hubo traducido, Grace dijo:
—¡No puedes decirlo en serio! No irás a dejar que Gachiku muera, ¿eh?
Wachera habló y James tradujo:
—Dice que es la voluntad de Dios.
—¡Pero eso es monstruoso! Tenemos que hacer algo.
—Sí, por supuesto. Pero es difícil. Cuando los espíritus de los antepasados han decidido que alguien debe morir, es el peor de los tabúes. Creen que sobre Gachiku pesa una maldición y nada puede romper una maldición kikuyu.
—No me da miedo ninguna maldición. Mario, ve corriendo a casa y tráeme el instrumental de obstetricia, el que está esterilizado.
El muchacho titubeó.
—¡Rápido!
Mario miró a sir James, que dijo:
—Obedece, muchacho.
—Sí, bwana.
—Y tráeme éter —añadió Grace—. ¡Y mis sábanas de repuesto!
Grace volvió a entrar en la choza. Hasta el momento sólo había reconocido a la gente del poblado de forma superficial: palparles la frente, tomarles el pulso. Las mujeres kikuyu eran pudorosas y les daba vergüenza mostrarse ante ojos extraños. Pero como Gachiku no estaba en condiciones de protestar, Grace pudo colocar las manos sobre el vientre hinchado y palparlo para averiguar en qué posición estaba el bebé. Se dio cuenta de que la presentación era transversal, lo que quería decir que el bebé yacía cruzado sobre el canal del parto. Para facilitar las cosas tendría que introducir la mano y darle la vuelta. Levantó los delantales de cuero de Gachiku.
Lo que vio la dejó horrorizada.
Cayó hacia atrás y tuvo la sensación de que la choza daba vueltas a su alrededor. Luego se levantó de un salto y salió corriendo.
—¡Santo Dios! —exclamó con voz apagada cuando James la cogió del brazo para sostenerla.
—¿Qué ocurre?
—¡Nunca había visto una cosa así! Gachiku está… ¡deformada!
Lo que James dijo la sorprendió:
—Sí, pero no se trata de un defecto congénito.
—¿Qué quieres decir?
—¿No lo sabes? ¿Lo de la iniciación?
—La iniciación…
—Es lo que les hacen a los jóvenes cuando alcanzan la mayoría de edad. A los chicos les hacen la circuncisión y a las chicas…
Grace lo miró horrorizada.
—Entonces ¿eso se lo hicieron?
—Todas las mujeres sufren esa operación en la adolescencia. Señala su entrada en la tribu. También sirve para poner a prueba su valor y su resistencia al dolor. Toda chica que se acobarde o que grite es expulsada del clan, la maldicen.
Grace se apretó la frente con una mano. Luego sintió la presión de la mano de James en su brazo y consiguió serenarse.
—No es extraño que no pueda dar a luz. Es totalmente imposible, con esa…
—Muchas mujeres kikuyu mueren de parto por culpa de la mutilación. Los misioneros tratan de poner fin a esta costumbre, pero los africanos llevan cientos de años con ella.
—Voy a tener que hacer algo para ayudarla, James. Y no tengo mucho tiempo. ¿Tú y Lucille me ayudaréis?
—¿Y qué puedes hacer tú?
—Una cesárea. La operaré y extraeré el niño abdominalmente.
James le soltó el brazo.
—¡Has dicho que me ayudarías!
—Podemos inmiscuirnos hasta cierto punto solamente, Grace. Todo el clan se alzará en armas si intentas hacer algo tan drástico.
—Voy a intentarlo.
—Yo te ayudaré, Grace —dijo Lucille, quitándose la bolsa del hombro.
—Vais a cometer una grave equivocación —dijo James.
—Que busquen al marido de la mujer. Le pediré permiso. Entonces el clan no podrá hacerme nada.
James se acercó más a ella, furioso.
—¡No te entrometas, Grace!
—¡Maldita sea! ¡No voy a quedarme quieta y permitir que muera!
—Como quieras. Supongamos que obtienes permiso del marido. Si intentas la operación y Gachiku muere, ¡el marido te matará, Grace! Y te aseguro que las autoridades no podrán hacer nada para salvarte.
—¡Pero si no hago nada, es seguro que morirá!
—Y nadie te echará la culpa. Déjala en paz y el clan hará lo mismo contigo. De lo contrario, nunca te ganarás su confianza y tu clínica estará siempre vacía.
Grace le miró con expresión colérica.
—Por favor, pregúntales quién es el marido. Hablaré con él. Lo convenceré. James, pregúntales quién es el dueño de Gachiku.
James se lo preguntó a Wachera y cuando ésta contestó Grace no tuvo necesidad de que le tradujeran la respuesta. Gachiku era la segunda esposa del jefe del clan.
Mathenge.
Grace quería trasladar a Gachiku a su clínica, donde tenía una mesa de operaciones apropiada y luz suficiente, pero, como Wachera se negó a que movieran a la mujer y el tiempo se le estaba acabando, Grace decidió operar en la misma choza. Los reflejos adquiridos durante la guerra acudieron en su ayuda; había operado a bordo de un buque en pleno bombardeo, con la luz apagándose y volviéndose a encender cada dos por tres y sin más ayuda que la de un corresponsal de prensa que estaba mareado.
James se quedó fuera mientras Grace y Lucille trabajaban en el interior de la choza. Por medio del misterioso «telégrafo» de la selva, las mujeres de los poblados vecinos se enteraron de lo que ocurría y acudieron en gran número. También Mathenge había oído la noticia y en ese momento cruzaba la entrada del poblado.
La multitud de mujeres y chiquillos se apartó para dar paso al joven jefe y volvió a cerrarse tras él. No había ni asomo de prisa en sus pasos y en su rostro se pintaba una expresión de indiferencia. Pero James se preparó para resistir lo que fuera. Mathenge no era como el kikuyu pacífico que asistía a las escuelas de los misioneros.
Se saludaron con el acostumbrado y complejo ritual, mencionando a los antepasados y las cosechas como si fueran dos viejos amigos que estuviesen matando el rato. Del interior de la choza salían periódicamente gemidos y exclamaciones de Gachiku, pero Mathenge no se daba por enterado.
Finalmente se acuclilló en el polvo e invitó a James a hacer lo propio. Las mujeres se quedaron mirándolos mientras el jefe y el bwana blanco iban acercándose poco a poco al asunto más importante.
—Estás sentado ante la choza de una mujer mía —dijo Mathenge.
—Así es —contestó James en kikuyu. El sudor le bajaba entre los omóplatos.
—Hay alguien dentro de la choza con la mujer de mi propiedad.
«¡Maldito seas! —pensó James—. ¡Sabes perfectamente lo que está pasando dentro de esa choza!».
—La madre de la madre de la primera esposa ha dicho que los antepasados han lanzado thahu contra la segunda esposa. Quizá memsaab Daktari no lo sabe.
James recogió un poco de tierra y dejó que se deslizase entre sus dedos. Era importantísimo hacer un alarde de diferencia. Mathenge le estaba ofreciendo a Grace una salida que dejaría a salvo el prestigio de ambos, pero James sabía que ella la rechazaría.
Siguieron sentados en silencio, sin que ni siquiera los cencerros de las cabras trastornaran el aire. El sol era cada vez más ardiente. Los ojos de muchas mujeres permanecían clavados en los dos hombres. Mathenge estaba inmóvil como una estatua mientras James escuchaba su propio pulso atronando debajo de sus orejas.
Lucille se encontraba dentro de la choza…
—Es mi esposa favorita —dijo Mathenge.
James alzó los ojos, sobresaltado, y durante unos segundos la mirada del osado guerrero se cruzó con la suya. Luego Mathenge apartó los ojos, como si le azorase haber revelado una emoción, y dijo con voz apagada:
—Me preocupa que haya thahu contra Gachiku.
James concibió cierta esperanza.
—¿No podría ser que Wachera se equivocase con los antepasados? —se aventuró a decir—. Quizá no haya ninguna thahu.
Pero Mathenge meneó la cabeza. A pesar del amor que había en su corazón por la segunda esposa, el miedo a la hechicera era más fuerte.
—Memsaab Daktari debe dejarlo.
«¡Cielos! —pensó James—. ¡Y quiere que se lo diga yo!».
—No tengo autoridad para impedírselo.
El jefe le lanzó una mirada de desdén.
—¿El bwana no puede controlar a sus mujeres?
—No soy dueño de la memsaab. Pertenece a bwana Lordy.
Mathenge se puso a reflexionar. Luego se volvió, dio una orden seca a la multitud y se oyeron pies desnudos que salían corriendo del recinto.
Dirigiéndose de nuevo a James, dijo:
—La segunda esposa no debe tocarse. Está bajo thahu.
—La thahu kikuyu no puede hacerle daño a la memsaab Daktari.
—Thahu hace daño a todo el mundo, bwana. Tú lo sabes. Thahu kikuyu destruirá a la memsaab.
James tragó saliva. Mathenge había ordenado que fuesen a buscar a los guerreros que trabajaban en la casa de lord Treverton. La tensión en el aire fue en aumento hasta que le pareció que podía palparse y James se preguntó si Grace estaba a punto de provocar un «incidente».
De pronto Mathenge se puso en pie. Las mujeres retrocedieron. James también se levantó y, al ser tan alto como el jefe, sus ojos se cruzaron.
—Juro por Ngai, Mathenge, que la memsaab sólo trata de salvarles la vida a tu esposa y al bebé. Si ordenas que se vaya, Gachiku morirá.
—Los antepasados han dicho que debe morir. Pero si muere bajo la mano de la memsaab, no habrá sido una muerte honorable y me vengaré.
—¿Y si Gachiku vive?
—No vivirá.
—La medicina de la memsaab es muy fuerte. Tal vez es más fuerte que la de Wachera.
Mathenge entornó los ojos. Pasó junto a James y entró en la choza. Todos los espectadores contuvieron la respiración; hasta en la choza se hizo un silencio extraño. James frunció el ceño. No se oía a Grace ni a Lucille. De hecho, ni siquiera Gachiku armaba ruido. ¿Qué había pasado?
Finalmente el jefe salió de la choza y dijo a la multitud:
—La mujer de mi propiedad ha muerto.
—¡Qué! —James entró rápidamente en la choza. Lo que vio le hizo pararse en seco.
Lucille estaba junto a la cabeza de Gachiku, sosteniendo una mascarilla de éter sobre la cara dormida mientras Grace permanecía arrodillada al lado de la joven. Ya había practicado la incisión y las sábanas estaban empapadas en sangre.
—Me tapas la luz —dijo Grace, y James se echó a un lado.
No era la primera vez que veía sangre; había visto actuar a los cirujanos del ejército durante la guerra, había estado presente en algunos partos, pero nada de todo ello le había preparado para ese espectáculo.
Las manos de Grace volaban. Sus guantes de goma chascaban al coger instrumentos, usarlos, dejarlos caer, coger toallas, esponjas, cortar y coser. El aire en la choza era cálido, cargado, mareante a causa de los vapores de éter. Lucille regulaba tranquilamente el goteo de la anestesia sobre el rostro de Gachiku mientras Grace trabajaba con tal concentración, que el sudor le empapaba la blusa.
A James le pareció que transcurrían horas, pese a que la operación fue rápida. Tenía que serlo. Una vez el bebé estuvo fuera y en las manos de Lucille, hubo que parar la hemorragia y mantener viva a Gachiku. James contempló con ojos fascinados cómo las dos mujeres trabajaban rápidamente, como si juntas hubieran hecho lo mismo cien veces, las cabezas inclinadas sobre la joven, las manos moviéndose velozmente, curando, restaurando. Una vez puesta la última sutura abdominal, mientras Lucille daba suaves cachetes a Gachiku para despertarla, James notó que le dolía la espalda porque la tenía apretada contra la pared de barro.
Finalmente Grace se volvió para mirarle. Había lágrimas en sus ojos, aunque James desconocía la causa.
—James —susurró, y él alargó la mano para ayudarla a levantarse.
—¿Vivirá?
Grace asintió con la cabeza y se apoyó en él. Temblaba entre sus brazos, la piel le olía a yodo y Lysol. Luego recobró el dominio de sí misma y salió al exterior soleado. Los mirones prorrumpieron en exclamaciones de horror; tabú de los tabúes, Grace llevaba en su ropa sangre de otra persona.
—Tienes una hija —dijo Grace a Mathenge—, y tu esposa está viva.
Mathenge miró hacia otro lado.
—¡Escúchame! —exclamó Grace.
El kikuyu se volvió rápidamente.
—¡Mientes!
—Entra y lo verás por ti mismo.
Los ojos de Mathenge se desviaron hacia la choza y luego se posaron de nuevo en la cara de Grace. Ahora no había en él ni rastro de cortesía, de buenos modales. Tenía que demostrar su superioridad sobre la mzunga entrometida, que necesitaba a todas luces un marido que le pegara. Bajó los ojos hacia Grace, que le llegaba hasta los hombros, y la amenazó con su fuerza. En los tiempos de las grandes incursiones su padre había raptado a muchas mujeres masai, subyugándolas como a Mathenge le hubiera gustado subyugar a esa memsaab.
Enfurecido, vio que la mujer aguantaba su mirada.
Dentro de la choza Lucille acabó de lavar a la recién nacida y la envolvió con una manta pequeña. Al hacer ademán de acercarse a la puerta, James la detuvo.
—¿Por qué no le puedo enseñar el bebé a su padre? Cuando Mathenge vea…
—La matará. Tenemos que esperar hasta que entre en la choza por voluntad propia. Es la costumbre kikuyu.
Lucille dejó el bebé sobre el pecho de su madre dormida.
Cuando salieron de la choza James y Lucille vieron que una fila de hombres entraba en el recinto; muchos de ellos llevaban todavía martillos y sierras.
James sintió una picazón en la nuca.
—Cielos —susurró—. Tenemos que avisar a la policía del distrito.
La multitud se agitó y los que estaban más cerca se apartaron para que Wachera penetrase en el círculo. La hechicera avanzó lentamente, su mirada malévola clavada en Grace.
—¡La choza está maldita! —exclamó—. ¡Ha sido profanada y hay que quemarla!
—¿Qué? —dijo Grace—. No irás a…
—¡Aquí hay thahu! ¡Traed fuego! —La anciana se volvió hacia el esposo de su nieta y dijo—: Tienes que quemar la choza con los cadáveres de tu esposa y tu hija dentro. Luego tienes que matar a estas dos memsaabs que han cometido el sacrilegio.
—¡Un momento! —gritó James, adelantándose—. ¡La mujer y la niña no han muerto! Ve a verlo tú misma, Wachera. Comprobarás que no miento.
—¿Cómo pueden estar vivas? El bebé no podía salir. Lo comprobé con mis propias manos.
—Yo lo he sacado —dijo Grace.
—Nadie tiene poder para hacer eso.
—La medicina del hombre blanco sí lo tiene. ¡Escuchad!
Todos se volvieron hacia la choza, de cuyo interior surgió una especie de maullido. El llanto de un recién nacido.
—¡Pero Gachiku estaba muerta! —exclamó Mathenge—. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Tenía el vientre abierto!
—No estaba muerta, sólo dormida. Ve a verlo. Se despertará. ¡Tu mujer favorita, Mathenge!
El jefe estaba indeciso.
—No tienes poder para devolverles la vida a los muertos.
Pero Grace dijo:
—Lo tengo y lo he ejercido.
—Ni siquiera Ngai tiene ese poder —dijo Mathenge, pero su tono era cauto.
Entonces Lucille dijo con voz resonante:
—¡Nuestro Dios sí tiene ese poder! ¡Nuestro Señor murió y volvió a la vida!
Mathenge se puso a pensar, la expresión suspicaz. Luego se volvió hacia Mario.
—Tú adoras al Dios blanco, renacuajo. ¿Es verdad lo que dicen? ¿Él hace que los muertos vuelvan a vivir?
—Así me lo enseñaron los padres de la misión.
Mathenge miró a Grace.
—Pruébalo.
—Entra en la choza y lo verás con tus propios ojos.
Pero el joven jefe no quería dejarse engañar. Sabía que entrar en la choza sería reconocer que pensaba que la medicina del hombre blanco era más fuerte que la suya propia.
—Mataremos a alguien —dijo— y tú le devolverás la vida.
Delante de los excitados espectadores, Mathenge hizo un gesto a Mario indicándole que se acercara, y, al ver que el joven no se movía, dos nombres lo agarraron y le hicieron caer al suelo.
—Matadle —dijo Mathenge.
Uno de los hombres levantó un martillo, y Grace gritó:
—¡Alto! ¡Yo misma lo haré!
—¿Tú?
—Es mi medicina la que pones en duda. Yo he sido quien ha hecho que Gachiku cayera en un sueño como la muerte y quien la ha devuelto a la vida. Querías la prueba de mi poder, Mathenge, del mío.
Se miraron directamente a los ojos durante un momento. Luego el kikuyu asintió una vez con la cabeza y Grace entró en la choza en busca de la mascarilla y el frasco de éter.
Mario temblaba violentamente y en sus ojos se pintó el terror.
—No temas —le dijo Grace en inglés, sonriéndole para tranquilizarle—. Sólo quedarás dormido; luego te despertaré.
—Tengo miedo, memsaab Daktari.
Lucille dijo:
—Confía en el Señor, Mario. No te abandonará. —Para mayor consuelo, le puso en las manos la Biblia traducida al kikuyu. Mario la sujetó con fuerza.
Una quietud extraña descendió sobre el poblado. Grace se arrodilló junto a la cabeza de Mario, quitó el tapón del frasco, colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca del muchacho y vertió lentamente un poco de éter. Al alzarse los vapores penetrantes, todos los espectadores retrocedieron, atemorizados.
Todos vieron que los ojos de Mario se cerraban al mismo tiempo que el cuerpo se relajaba y el libro caía de sus manos. Finalmente Grace se echó atrás y dijo:
—Duerme. Igual que dormía Gachiku.
Mathenge estudió el cuerpo tendido. Luego dio una orden y alguien se acercó con una brasa. Antes de que Grace pudiera impedírselo, Mathenge acercó la brasa al cuello de Mario y la mantuvo allí hasta chamuscar la carne. El joven no se movió.
Un murmullo circuló entre la gente. Entonces Mathenge pidió un cuchillo.
—No —dijo Grace—. No hagas nada más. Ya tienes la prueba que querías. No siente ningún dolor. Duerme más profundamente que durante la noche.
—Ahora despiértalo —dijo el jefe.
Grace se mordió el labio. Como las manos le temblaban, no había controlado la dosis de éter con la precisión requerida. Habían caído varias gotas de más…
—¿Por qué no se despierta?
—Ya se despertará —repuso Grace.
Pasaron unos cuantos minutos y Mario no se movía.
—No veo que esté volviendo a la vida.
—Volverá. —Grace se agachó para apoyar una oreja en el pecho de Mario. Oyó los latidos del corazón, lentos y débiles, y se preguntó si le habría administrado demasiado éter. Quizá los africanos, por la razón que fuese, necesitaban dosis más pequeñas.
Mathenge pidió una antorcha mientras Wachera sonreía triunfalmente.
—Esperad —dijo James—. Se necesita tiempo. Tiene que viajar por el mundo del espíritu antes de volver a éste.
Mathenge se lo pensó un poco. Cuando le trajeron la antorcha encendida la cogió con la mano derecha y se dispuso a usarla.
Mario continuaba sin moverse.
James se arrodilló al lado de Grace.
—¿Se le pasará? —preguntó en voz baja y en inglés.
—No lo sé. Quizá esta gente es hipersensible a la anestesia…
—¡Despiértalo ya! —exclamó secamente Mathenge.
Grace golpeó con suavidad la mejilla del muchacho y pronunció su nombre.
—¡Ya veis la medicina del hombre blanco! —exclamó Wachera, y recibió un murmullo de aprobación del gentío.
Un llanto de bebé salió de la choza y cuando Mathenge se volvió hacia allí, la hechicera dijo:
—¡Es un truco! ¡Es el llanto de un espíritu malo que quiere hacerte caer en una thahu! ¡Tu hija ha muerto, hijo mío!
—¡Su hija vive!
—¿Y qué me dices del muchacho que yace a tus pies?
Grace miró la cara de Mario.
«Despierta, por favor —pensó—. Abre los ojos. Muéstrales el poder que tenemos».
—¡Mario! —dijo en voz alta—. ¡Despierta!
James cogió al chico por los hombros y lo zarandeó. Los ojos siguieron cerrados.
—Dios mío —susurró Grace—, ¿qué he hecho?
—Vamos, Mario —dijo James, asestándole un buen cachete—. ¡Despierta ya! ¡Se acabó la siesta!
Disgustado, Mathenge se volvió y echó a andar hacia la choza, sosteniendo la antorcha en alto.
Grace se levantó rápidamente.
—¡No! —chilló—. ¡Tu esposa vive! ¡Entra y tú mismo lo verás!
—Has mentido. Tu medicina no tiene poder. Los antepasados nos han lanzado una thahu.
Grace reaccionó antes de poder pensárselo. Su mano salió disparada y envió la antorcha volando por los aires en dirección contraria a la choza. Mathenge la miró fijamente, aturdido. Que una mujer pegase a un hombre, a un jefe por más señas…
—Memsaab Daktari —dijo una voz débil.
Todos los ojos se volvieron hacia Mario. Su cabeza se movía de un lado a otro.
—Así me gusta, muchacho —dijo James, sin dejar de zarandearte suavemente—. Anda, despierta. Demuéstrale a esta gente que no mentimos.
Los ojos de Mario parpadearon hasta quedar abiertos. Los clavó en Mathenge. De pronto giró sobre sí mismo y vomitó en el polvo.
—¿Veis? —exclamó Grace—. ¡No os he mentido! Mi medicina es más fuerte que la vuestra.
El joven jefe miró a Grace, luego a la hechicera, después nuevamente a Grace. Por primera vez la incertidumbre se pintaba en sus bellos rasgos.
Cuando por fin echó a andar hacia la entrada de la choza, Wachera se adelantó apresuradamente y le cortó el paso.
—No escuches a la mzunga, hijo mío. Significará thahu.
—Si su dios puede hacer esto, entonces mi nueva hija vive y no hay ninguna thahu.
Wachera enderezó lentamente su cuerpo envejecido, adoptó una postura de dignidad y se apartó de su camino. Mathenge entró en la choza.
Todo el mundo quedó esperando.
Por fin salió el joven jefe, llevando en las manos el cuerpo desnudo de su hija recién nacida.
—¡Vive! —gritó, alzándola en el aire—. ¡Y mi mujer vive también! ¡Ha vuelto de entre los muertos!
La multitud prorrumpió en vítores.
Mathenge se acercó a Grace, de nuevo con una expresión de orgullo en el rostro. Le entregó el bebé, luego se agachó para recoger la polvorienta Biblia del suelo. La alzó y dijo:
—Me enseñarás sobre tu Dios.
Y la anciana Wachera, la hechicera, se retiró al interior oscuro de una choza.