El guepardo estaba agazapado con las orejas echadas hacia atrás y meneando suavemente la cola. Miró hacia la ventana con sus ojos dorados; bajo la luz azul-gris del amanecer podía ver las persianas subidas, la cortina moviéndose a impulsos de la brisa. Dentro, en la oscuridad de la casita, Grace Treverton dormía profundamente.
Un gruñido surgió de la garganta del guepardo. Sus músculos estaban tensos y enroscados; el animal dio un salto hasta el alféizar, se detuvo allí un instante y luego aterrizó silenciosamente en el otro lado. Volvió a detenerse para husmear el aire, para escuchar la respiración rítmica de la mujer que yacía en la cama. Su cola se movía de un lado a otro, de un lado a otro. En la negra noche que seguía atrapada entre las paredes, pese a que el cielo ya empezaba a clarear en el exterior, la bestia podía distinguir las formas angulares de mesas y sillas. Sus ollares captaron aromas: de las pieles de animales que había en el suelo, de alimentos enlatados, del ser humano que estaba en la cama.
El gato gigantesco esperó, observando y escuchando. Los nervios felinos estaban tensos bajo el pelo amarillo con manchas negras. La cabeza pequeña se ensanchaba en el cuello; una corta melena pasaba entre sus orejas y le llegaba hasta la curva del lomo colgado entre las puntas agudas que formaban los cuartos delanteros y traseros. Era una hembra joven. Y tenía hambre.
De pronto el guepardo dio un salto. Voló por el aire describiendo un arco perfecto y cayó sobre el lecho a la vez que soltaba un gruñido.
Grace profirió una exclamación. Luego dijo:
—¡Oh, Sheba! —Y rodeó el cuello del felino con sus brazos.
Sheba dio varios lengüetazos a su dueña, luego saltó al suelo y se puso a ronronear pidiendo el desayuno.
—Pero si todavía no es hora de levantarse —suspiró Grace—. Estaba soñando… —Permaneció echada boca arriba, con los ojos clavados en el techo de paja, preocupada. Acababa de tener un sueño erótico, y era con sir James.
No era la primera vez que Grace soñaba con sir James, pero sí en que la naturaleza del sueño era tan turbadora. Y había parecido tan real. Mientras recordaba claramente los detalles —hacían el amor en un campamento sin tiendas bajo las estrellas— Grace sintió que su cuerpo respondía. Se sintió desanimada por esta traición a Jeremy, cuyo recuerdo debía conservar vivo, y a Lucille, la esposa de sir James, con la que había hecho amistad. El contenido gráfico del sueño era penoso, pero lo que le preocupaba más era que sus efectos continuaran al despertar: el deseo, un deseo indescriptible.
«No debo permitirlo —pensó, obligándose a incorporarse y afrontar el frío aire de la mañana—. No puedo permitir esto. Es un amigo y nada más».
Grace se lavó y vistió con cuidado, economizando el agua de su debe, un bidón de quince litros que en otro tiempo contuviera parafina. Hacía unos meses Valentine había construido una presa en el río, formando un pequeño embalse que él y los kikuyu de los alrededores utilizaban durante la sequía. Pero incluso esa reserva de agua empezaba a agotarse. Si las lluvias no llegaban pronto…
Al principio a Grace la había desconcertado que la temperatura pudiese ser tan baja en el ecuador. Aunque en Nairobi hacía calor, en el norte, a sólo ciento cuarenta kilómetros y pico, era necesario usar prendas de abrigo. Sir James le había explicado que ello se debía a la gran altitud y a estar rodeados de montañas con los picos nevados y selvas tropicales. La provincia Central era más húmeda y más fresca que cualquier otra región del protectorado, con densas neblinas durante el «verano» y aguaceros diarios durante las dos estaciones de lluvias. Al menos eso era lo que le habían dicho. Grace aún no había visto llover de verdad, pues la sequía continuaba atormentando el África Oriental. También le había maravillado la uniformidad de la duración de los días. Los días de invierno no se acortaban ni se alargaban los del verano; la duración de la luz diurna no variaba jamás en todo el año: doce horas de luz; doce de oscuridad.
Grace se lavó con su jabón de elaboración casera y luego se puso ropa limpia. La vida en esa región selvática significaba una batalla constante por la limpieza personal y la pulcritud de la apariencia. Especialmente cuando el agua escaseaba. Eran tantas las mujeres que parecían darse por vencidas. Se presentaban en Nairobi con vestidos que en otro tiempo habían sido blancos pero ahora eran grises y con los salacots cubiertos de polvo rojo. Grace frotaba su propio salacot cada noche; lavaba y planchaba sus blusas con esmero. Era un ritual que le ocupaba la mayor parte de sus tardes, pero Grace tenía sus normas. El efecto era que sobresalía entre las multitudes y despertaba la envidia general con su aspecto fresco y limpio, como si estuviera en un té en Devon.
Y no puede decirse que le sobrara tiempo para esos menesteres. Habiendo escasez de tantas cosas en el protectorado, Grace, al igual que otras mujeres, preparaba sus propios productos domésticos. De Lucille Donald había aprendido a elaborar mantequilla casera en botellas vacías de salsa picante; bujías con grasa de cordero y una bomba de aire para bicicletas; y levadura de patata tal como la elaboraban los kikuyu. La emprendedora Lucille hasta le había enseñado a guardar las hojitas de té ya hervidas y usarlas para sacar brillo al cristal y la madera. Estas tareas requerían tiempo y las hacía cuando no estaba regando y arrancando malas hierbas en el huerto, ahuyentando antílopes y hienas que se metían en su terreno, vigilando a Mario, su criado, y tratando de inculcarle un sentido británico de la limpieza y el orden, y, finalmente, visitando los poblados kikuyu con la esperanza de ganarse la confianza y la amistad de los africanos. Grace también procuraba reservarse algunos momentos para actividades personales: escribir en su diario, leer ejemplares del Times seis meses atrasados y enviar regularmente cartas a sus amigos de Inglaterra, a la sociedad misionera de Suffolk, al gobierno. Se daba cuenta de que la lección más valiosa que había aprendido en la facultad de medicina era la de hacer varias cosas al mismo tiempo.
El día empezaba a cobrar vida con los cantos de los pájaros. Tordos y petirrojos llenaban la mañana con sus cantos, alondras y currucas encontraban motivos para saludar al sol, y el curioso cuclillo de pecho rojo se encontraba sentado en su ramita diciendo: «A pescar, a pescar» una y otra vez. Era por los pájaros que Grace había puesto a su casita el nombre de Birdsong Cottage (Casa de los Trinos).
Había escogido el emplazamiento de su hogar con el mismo cuidado con que lo hacía todo. A sabiendas de que los terrenos bajos presentaban el peligro de la malaria y los altos significaban que había que transportar el agua en un carro cuesta arriba, desde el río, Grace había elegido, en el borde de sus doce hectáreas, la mayoría de las cuales seguían cubiertas de espesa selva, un punto donde la margen ancha y llana del río formaba una cuesta apenas perceptible. Era terreno sólido, bien desaguado y con fácil acceso al Chania. Allí construyó un bungalow que parecía un híbrido de choza africana y cottage de Suffolk. Era largo y bajo, con techo de paja y una veranda que daba la vuelta a todo el edificio. Enfrente había una pequeña extensión de césped bordeada de margaritas, amapolas y salvias. En el interior tenía unos cuantos muebles que había traído consigo de Inglaterra: un bonito tocador antiguo, una cama de cuatro postes, una mesa de cocina y dos sillones Morris colocados ante un enorme hogar de piedra. El suelo, de tierra apisonada y que ella rociaba con líquido de Jeyes para ahuyentar a las hormigas blancas y las niguas, aparecía cubierto de pieles de cebra y antílope. En la pared, sobre el hogar, colgaba la piel de un leopardo que Valentine había matado y que, según él, era el que había estado robando sus perros de caza.
Las «sillas» colocadas en torno a la mesa del comedor, donde en ese momento leía un libro de gramática kikuyu mientras desayunaba, eran, en realidad, cajas de embalaje. Y detrás de ella se encontraba el armario de las medicinas, con los anaqueles llenos de latas, frascos y cajitas, todo ello pulcramente etiquetado; hasta el momento sólo había tenido ocasión de usar unas pocas.
Era una vida tranquila, en algunos aspectos demasiado. Grace no había venido al África Oriental para pasarse los días elaborando pan o jabón. Había venido con la intención de curar, enseñar, encender una lámpara en las tinieblas de la edad de piedra. Mas para curar se necesitaban pacientes; para enseñar hacían falta alumnos; y para iluminar las tinieblas había que poner combustible en la lámpara.
«¿Por qué los nativos no vienen?».
—Están dispuestos a trabajar para mi hermano —le había dicho Grace a sir James—. ¿Por qué no quieren venir a mi clínica?
—Valentine es el bwana —le había explicado James—. Ésa es una categoría que ellos entienden. También se ha ganado su respeto a fuerza de pegarles. Pero para los kikuyu, Grace, tú no eres una mujer que haya probado su valía. No tienes marido, ni hijos. A sus ojos, ¿qué vales tú?
—Van a las misiones de Nyeri.
—En busca de nombres nuevos. El africano ve que el poder en este país está en manos de hombres que se llaman George, Joseph, etcétera. Han descubierto que pueden recibir tales nombres acudiendo a los cristianos y haciéndose bautizar. Los nativos hacen cola para obtener nombres wazungu empujados por el ansia de ser iguales al hombre blanco. Pero tú, Grace, no predicas ni bautizas. No tienes una cruz en el tejado, y no les das nombres nuevos. No ven razón para acudir a ti.
Ésa era la vertiente de la misión que iba a estar a cargo de Jeremy: los sermones y los bautizos. Jeremy y Grace iban a formar un equipo: la doctora y el predicador. Grace comprendió que sin Jeremy estaba perdida.
—Lo mejor que puedo aconsejarte —había dicho James— es que te ganes la amistad de Mathenge. Una vez lo hayas conseguido, lo demás vendrá por sí solo.
¡Mathenge! ¡Un hombre que en la escala de la evolución apenas se encontraba en un peldaño más arriba que las bestias de la selva! Un guerrero que contemplaba con desprecio el mundo cambiante mientras permanecía sentado a la sombra y observaba cómo sus mujeres se rompían la espalda bajo el sol ardiente.
—Si pudiera ganarme la amistad de Mathenge —había dicho Grace—, también podría hacer que lloviese.
James se había reído y la piel tostada por el sol había formado arruguitas alrededor de sus ojos. Tenía una voz preciosa, a juicio de Grace. Era una voz cultivada y elegante, el tipo de voz que una esperaba oír en un escenario shakespeariano.
James…
Sheba había sido un regalo de James. Había encontrado el animal cuando andaba en busca de un guepardo que le había matado algunas reses. Su bala había dejado huérfano al cachorro y se lo había regalado a Grace.
Grace parpadeó ante la página de gramática kikuyu que en teoría estaba estudiando y se dio cuenta de que su cerebro se había puesto a divagar de nuevo.
«¿Todos las pensamientos han de conducir a James? —se preguntó—. ¿Iba a continuar así?».
Con Jeremy había sido tan diferente. Se habían conocido en el quirófano del buque hospital y se habían enamorado casi en el acto. La guerra no permitía romances ni noviazgos prolongados. En el caso de Jeremy no había soñado despierta. Se enamoraron en seguida y a los pocos días ya hacían planes para su vida común en el futuro.
Pero al final, se preguntaba ahora, ¿hasta qué punto había conocido bien a Jeremy? Durante tres semanas a bordo habían hablado y hablado, pero ¿de qué?
Frunció el ceño mientras intentaba recordar. Hasta los rasgos de Jeremy empezaban a borrarse en su memoria. Pero de sir James recordaba todas las palabras, veía claramente su rostro atractivo. Y sobre él sabía muchísimo más de lo que jamás supiera acerca de Jeremy Manning.
La primera vez que Grace había visitado Kilima Simba, el rancho Donald, que estaba unos doce kilómetros al norte, había sido en mayo, para asistir a Lucille en el parto de la niña, Gretchen. Sir James había pasado a recogerla en un carro tirado por un poney somalí, y los dos chicos, Ralph y Geoffrey, iban con él. Aquella mañana Grace había descubierto que la selva de Nyeri terminaba a poca distancia de la finca Treverton y gradualmente daba paso a inmensas extensiones de sabana que se extendían como un mar de color de trigo hasta las estribaciones del monte Kenia. Las interminables llanuras de color leonino aparecían tachonadas de árboles de grandes hojas y arbustos de hoja perenne; el aire era seco y polvoriento y el cielo tenía un color azul más oscuro, más intenso. A los lados del camino de tierra, pequeños rebaños de ganado nativo pacían bajo la vigilancia de jóvenes que se apoyaban en largos bastones y cuyos cabellos untados de grasa formaban cientos de prietas trenzas. Vestían shukas, mantas anudadas sobre un hombro, y los lóbulos perforados de sus orejas aparecían atravesados por pequeños cilindros de madera. Sobre sus cabezas, halcones y buitres describían círculos; nubes de color metálico rodeaban los picos de la vieja montaña codiciosa que se negaba a enviar la lluvia; y reinaba un silencio total…
Grace había mirado varias veces de reojo al hombre que, sentado junto a ella, rozaba con el látigo las orejas del poney. James era un hombre recio y magro, muy atractivo; su piel mostraba un bronceado permanente. Había salido del molde pionero que uno encontraba en las regiones más remotas de Australia o en el oeste norteamericano; era tan africano como los guerreros que se apoyaban en sus palos, pero con una amabilidad que el belicoso corazón del nativo desconocía.
James le había explicado que Kilima Simba quería decir «la colina del león», pues simba significaba «león» y kilima, «colina pequeña». Era un topónimo suajili, uno de los muchos que se encontraban en el África Oriental, el más famoso de los cuales era el de la montaña más alta del continente, la «pequeña colina Njaro».
El rancho Donald estaba aún más aislado que Bella Two, que al menos se encontraba cerca del pequeño puesto avanzado de Nyeri. Se hallaba en medio de la sabana amarilla, más de tres mil hectáreas de terreno sin agua y de hierba reseca, con un gran rebaño de ganado que era un híbrido de las razas Ayreshire y Boran, trescientas ovejas merinas importadas y una casa solitaria en el centro.
El hambre de compañía de una mujer blanca que sentía Lucille se hizo evidente en cuanto Grace se apeó del carromato. Lucille —en realidad era lady Donald, habida cuenta del título de su esposo— estaba en la entrada, sujetando la puerta abierta con una mano y apretándose con la otra el abdomen, que en ese momento sufría una contracción.
Sir James estuvo entrando y saliendo de la casa toda la tarde, supervisando las innumerables actividades del rancho, mientras Grace atendía a Lucille. Ralph y Geoffrey, de cuatro y siete años de edad respectivamente, jugaban en el jardín con los perros y luego entraron ruidosamente a engullir una cena consistente en jamón de lata, pan de maíz y jaleas en conserva. Luego entró James y, tras lavarse y cambiarse de ropa, se quedó junto a la cama de su esposa hasta que la pequeña Gretchen hizo su aparición a medianoche. En el instante mismo en que el bebé pasó a las manos que la esperaban, Grace había pensado: «Ella y Mona serán la mar de amigas».
Mientras Lucille dormía con Gretchen acunada en sus brazos, Grace y James habían permanecido sentados en la acogedora salita, donde una hoguera de troncos de pino alejaba el frío de la noche. Habían hablado de muchas cosas, de la tardanza de las lluvias, de la precaria economía del protectorado, de problemas con los nativos; James le había hecho preguntas sobre la facultad de medicina, sobre la guerra, sobre sus planes para el futuro en el África Oriental británica y a su vez le había hablado de su infancia en Mombasa, de los safaris con su padre en regiones inexploradas, del disgusto de tener que ir a Inglaterra a los dieciséis años, y de la espantosa añoranza que allí había sentido.
Debido a la intimidad de la chimenea y la noche fría, con la quietud africana en el exterior, Grace había querido preguntarle sobre su cojera, sobre la herida que había sufrido en la guerra, sobre cómo había salvado la vida de su hermano. Pero entonces Grace recordó la noche en que su buque se había hundido, las horas pasadas a la deriva, oyendo cómo los hombres que se ahogaban pedían socorro en la oscuridad, y se había dado cuenta de que, del mismo modo que a ella le resultaba imposible hablar del episodio con alguien, también sir James debía de desear que aquel capítulo de su vida fuese algo privado.
A pesar de ello, seguía haciéndose preguntas al respecto, sobre él y la terrible prueba que él y Valentine habían sufrido cerca de la frontera de Tanganika.
Grace tenía los ojos clavados en su libro, que el sol matutino iba cubriendo poco a poco. Los bizcochos del desayuno se habían enfriado y no se había aprendido su lección de kikuyu. Era impropio de Grace Treverton permitir que su cerebro divagase. La disciplina era lo que ayudaba a superar el paso por la facultad de medicina, lo que permitía a una mujer triunfar en un mundo de hombres. Y ahora se encontraba en un rincón indómito de África esperando hacerse amiga de una tribu belicosa que hacía apenas un par de días habían dejado sus lanzas, y en lugar de concentrarse en la importantísima lección que tenía entre manos, estaba soñando despierta con un hombre que nunca podría ser nada más que un amigo.
Estaba trabajando en la segunda clase de sustantivos kikuyu.
«El león —explicaba el libro de gramática— está en una clase donde normalmente no debería estar, la que hay justo debajo de los seres humanos pero por encima de los otros animales. La razón es que los kikuyu temen que si el león oyera decir de él que estaba en la tercera clase, que es la que realmente le corresponde, se ofendería y mataría al hombre que se atreviese a insinuar que el león era inferior».
Grace suspiró y se puso a hojear el libro. ¡Cuántas paradojas tenía esa lengua! Complejísimo en lo que se refería a los tiempos del verbo, pues había aproximadamente cinco presentes y varios futuros, y un acertijo de pretéritos que no tenían ningún equivalente en inglés, el kikuyu era al mismo tiempo una lengua que superaba en sencillez a todas las demás. Había sólo tres palabras que denotaban color: claro, oscuro y marrón-rojo. Si se quería decir que algo era azul, se decía que era «del color del cielo». Y el sistema numérico estaba gobernado por la magia y la superstición, hasta tal punto que no era nada extraño que los vaqueros de James no pudiesen contar sus vacas. Como un tabú prohibía al kikuyu trabajar más de seis días seguidos, trabajar en el séptimo día, el tradicional día de descanso, hacía que una thahu cayera sobre el individuo. Y como creían que en el séptimo mes del embarazo el riesgo de sufrir un aborto era mayor, el número siete inspiraba mucho temor a los kikuyu. Jamás se plantaban siete semillas únicamente, sino seis u ocho, y nunca había que detenerse tras dar el séptimo paso, sino que había que dar uno más. Ni siquiera la palabra «siete» debía pronunciarse. Era lo que James le había dicho: una buena manera de comprender la psicología de los kikuyu consistía en aprender su lengua.
James otra vez.
Grace cerró el libro y se levantó. Antes de salir de la casita, se miró en el espejo.
Su falda-pantalón había dado pie a comentarios en el protectorado. ¡Una mujer con pantalones! Pero algunas mujeres se habían dado cuenta de que las faldas divididas eran prácticas y las habían encargado para ellas. Grace se miró la cara. Sus rasgos eran proporcionados y se protegía el cutis del sol, y tenía el cabello espeso y bonito.
«¿Qué pensará James cuando me mira?».
Finalmente se prendió un broche turquesa en el cuello de la blusa; el broche se lo había regalado una doctora norteamericana llamada Samantha Hargrave[2].
Famosa en su país por su lucha contra el otorgamiento de patentes a medicamentos que no especificaban su composición, la doctora Hargrave estaba visitando víctimas de la guerra en un hospital militar de Londres cuando conoció a Grace Treverton, que aún convalecía de su calvario en el mar. Las dos habían hablado largamente, la doctora experimentada de cincuenta y siete años de edad y la flamante doctora que hacía sólo tres años que había salido de la facultad. Antes de marcharse, la doctora Hargrave se quitó un pendiente que llevaba, una turquesa del tamaño de una rodaja de limón, y se lo dio a Grace, diciéndole que era para la suerte. La piedra era muy azul; cuando la suerte se hubiera agotado, la piedra perdería color y Grace tendría que pasársela a otra persona.
En el centro de la piedra había unas curiosas venas que hacían pensar en dos serpientes enroscadas en un árbol, el símbolo universal de la medicina, o en una mujer con los brazos extendidos. En el instante de recibir la piedra en la palma de la mano, una visión había aparecido fugazmente ante los ojos de Grace; había sido como mirar a través de los ojos de otra mujer y ver la proa de un barco y una ciudad de cúpulas y columnas de mármol a lo lejos. Grace se preguntó si la habría tocado brevemente el espíritu de aquella mujer de tiempos remotos.
Salió a la veranda y aspiró el amanecer vigorizante. Cada mañana tenía la sensación de despertar cerca del sol. Más cerca de Dios, habrían dicho algunos. En esa fresca mañana de octubre el aire era claro y húmedo, y había en él una promesa de lluvia. Directamente enfrente, entre los alcanforeros y los altos cedros, podía ver el monte Kenia, donde moraba el antiguo dios de los kikuyu. Una vez más el dios se mostraba avaro con la lluvia, apretando contra su pecho las nubes negras. De vez en cuando una nube se separaba y cruzaba el cielo y durante unos momentos parecía que iba a llover, luego la nube se disolvía, desaparecía. En cada ocasión las esperanzas crecían, africanos y europeos alzaban sus ojos expectantes hacia el cielo, unidos en un único y desesperado pensamiento: lluvia.
Las largas lluvias que tenían que haber empezado en marzo no llegaron nunca. Ahora la gente rezaba pidiendo las lluvias cortas, cuyo momento era el mes siguiente. Grace miró con atención la montaña escarpada como si realmente fuese un viejo irascible que se obstinara en no dar su bendición. Allí estaba su enemigo. El monte Kenia. Símbolo de todas las enfermedades y de toda la ignorancia del protectorado. La montaña tenía a su pueblo sumido en la superstición, y Grace sabía que para salvarlo tendría que luchar contra la montaña.
Mientras esperaba que Mario se reuniese con ella, Grace contempló su pequeña shamba con ojos amorosos. En lo alto los pájaros tejedores parloteaban en los árboles, posados en las ramas como gruesos limones, y estorninos de intenso color azul madreperla jugaban con otros pequeños granaderos cuyo color era gris ratón exceptuando la cara y el pico, que eran escarlata. Flotaba en el aire el dulce aroma del jazmín silvestre y del humo de las hogueras donde los africanos preparaban sus alimentos. En lo alto de la colina seguían las obras de la casa grande. Se oían los martillos y los formones resonando en el silencio.
En el momento en que se apretaba la chaqueta de punto contra el pecho, Grace se dio cuenta de que algo estaba mal. Las cuatro sillas de la veranda… ¡los cojines habían vuelto a desaparecer! Sin duda era obra de los amigos de Sheba. Durante la noche llegaban guepardos que hacían travesuras, arrancando la ropa tendida, llevándose los cojines de la galería. Semanas antes había desaparecido el felpudo de la puerta y luego lo habían encontrado en lo alto de un árbol.
Vivir en Birdsong Cottage significaba vigilar de manera constante las normas. Grace se daba cuenta de lo fácil que era desistir y relajar las reglas de la civilización, permitir que los animales campasen por la casa, abandonar el techo de paja a las hormigas blancas, permitir que la ropa se convirtiera en harapos, dejar de peinarse, olvidarse del baño vespertino; y eso era justamente lo que habían hecho algunos colonos aislados. Grace sabía que a veces sólo una escoba o un tenedor separaba de la edad de piedra.
Mario salió de la casa. Llevaba una olla caliente, un saco de grano y una ristra de cebollas echada sobre el hombro. Era un kikuyu joven y despierto que había sido educado por los padres italianos de la misión católica, donde, al convertirse al cristianismo, le habían dado el nombre del sacerdote que le había bautizado, costumbre que estaba muy extendida. Al alcanzar la mayoría de edad y pasar por la ceremonia de la circuncisión, Mario había buscado empleo con el hombre blanco, como hacían tantos africanos desde que no existía ninguna clase guerrera en la que pudieran ingresar. Los ranchos ganaderos eran siempre lo primero que escogían, toda vez que el pastoreo era una ocupación antigua y honorable para los hombres; a James nunca le faltaban vaqueros. Los africanos huían de los trabajos agrícolas como, por ejemplo, sembrar y recolectar, porque eran propios de mujeres y, por lo tanto, degradantes. Mario no había podido unirse a los hombres que construían la casa de Valentine porque él pertenecía a otro clan y, por ende, era un extraño, de modo que Grace lo había contratado. No podía pagarle mucho, sólo dos rupias mensuales, pero el muchacho comía bien y dormía en la choza detrás de la casa.
El joven kikuyu hablaba inglés con acento italiano, con nombre de sacerdote romano, y llevaba pantalones cortos y camisa de color caqui, igual que los nativos que servían en los Rifles Africanos del Rey.
—Listo, memsaab Daktari —dijo Mario, enseñándole la olla.
La había tenido cociéndose a fuego lento toda la noche, un potaje de verduras raquíticas mezcladas con harina de maíz. No había carne porque los kikuyu no comían caza y Grace no podía prescindir de ninguna de sus cabras; tampoco había pollo porque los hombres no querían comerlo, ya que era alimento exclusivamente para mujeres. Pero lo que Grace sí había echado en la olla la noche anterior era una herradura herrumbrosa, preventivo tradicional contra la anemia.
Había empezado a alimentar a la gente del poblado hacía un mes, cuando se les había agotado el grano que les quedaba y sus huertos de verduras no daban fruto. Ahora pasaban hambre porque los kikuyu no eran partidarios de prepararse para el futuro. Cultivaban sólo lo suficiente para comer y trocar por otros artículos, convencidos de que el mañana ya cuidaría de sí mismo. Por la misma razón jamás se les habría ocurrido construir una presa en el río, como había hecho Valentine, para tener garantizada una reserva de agua en tiempos de sequía, e incluso ahora, disponiendo del embalse, no se les ocurría idear un medio eficaz para transportar el agua a sus shambas moribundas. Cada mañana las mujeres y niñas kikuyu recorrían trabajosamente el camino que llevaba al estanque artificial, llenaban las calabazas y volvían al poblado con el agua, el cuerpo doblado a causa del peso. Abrir un surco para evitar esa pesada tarea cotidiana hubiera significado un cambio y el cambio era tabú.
Grace y el muchacho abandonaron la galería y echaron a andar por el sendero alejándose de la casa. A su derecha se encontraba el río medio seco; a la izquierda se alzaba el promontorio cubierto de hierba, donde ya no quedaba ni rastro de selva. Desde el sendero, alzando la vista, Grace podía distinguir el tejado de Bella Two.
Habían transcurrido ocho meses desde que Grace y Rose llegaran a África, y a Valentine le obsesionaba la idea de tener la casa terminada para la Navidad. Azuzaba a sus africanos día y noche, caminando a grandes zancadas por la obra con el látigo en la mano, gritando, despidiendo a los que pillaba haraganeando. La obra se había convertido en el foco de toda su vida: tener Bella Two terminada con tiempo para la celebración de gala con que la casa se inauguraría oficialmente. Y la gente esperaba que fuese un gran acontecimiento. Seguirían viviendo todos en el campamento hasta la gran noche, y entonces llegarían más de doscientos invitados de todo el protectorado y se sentarían a la mesa y darían cuenta de un festín fabuloso. Habría música y baile y después, cuando los invitados estuvieran cómodamente instalados en chozas provisionales y tiendas distribuidas por los jardines, Valentine acompañaría por primera vez a su esposa al piso de arriba, donde estaría su nueva alcoba.
Lindando con el límite sur de las doce hectáreas de Grace se encontraba el claro donde habían vivido Mathenge y su familia y que Valentine estaba transformando en un campo de polo. El jefe había ordenado a sus esposas que regresaran a la otra orilla del río y vivieran con el grueso del clan, pero dos mujeres le habían desobedecido: la anciana Wachera, venerada abuela de su esposa, y la joven Wachera, que estaba aprendiendo con la vieja hechicera. De las siete chozas originales sólo dos seguían en pie.
Unas semanas atrás Grace había observado una extraña confrontación entre Mathenge y la abuela de su esposa. La anciana Wachera había informado cortésmente al joven jefe de que alguien estaba derribando las chozas, y él le había explicado respetuosamente el porqué, diciéndole que fuera a reunirse con las otras al otro lado del río. La abuela le había recordado con voz queda, casi tímida, que aquel terreno era sagrado porque en él se hallaba la vieja higuera, y el joven, en tono apocado, le había pedido cortésmente que obedeciera sus deseos.
Había sido una extraña conversión. Saltaba a la vista que dos rangos venerados discrepaban. Los kikuyu honraban tanto a sus ancianos que pronunciar sus nombres era tabú, especialmente el de la hechicera que hablaba por los antepasados. Pero a los guerreros jóvenes, sobre todo uno que ahora era jefe y gozaba de una condición muy próxima a la de un mzungu, también había que obedecerles. Debido a ello, ninguno de los dos se había echado atrás. Wachera volvió a su choza, declarando que se quedaría en ella para siempre, mientras Mathenge había permanecido orgullosamente en su sitio, el rostro convertido en una máscara.
Valentine, sin embargo, había jurado que seguiría con sus planes y que haría expulsar a la anciana por la fuerza si ello era necesario.
Grace y Mario se abrieron paso entre los bambúes susurrantes hasta alcanzar el sendero que llevaba al poblado de la otra orilla del río y se detuvieron ante la súbita aparición de Mathenge. Él no los vio y continuó caminando con pasos decididos hacia la plantación.
Grace contuvo el aliento. Allí estaba su adversario, el hombre cuya amistad tenía que ganarse, de quien dependía su éxito o su fracaso en África. Un hombre al que temía.
Y era el ser humano más bello que jamás había visto.
Mathenge era muy alto, de hombros anchos y redondeados, el talle y las caderas sorprendentemente estrechos. Llevaba una shuka hecha de americani anudada sobre un hombro de tal modo que al andar dejaba al descubierto sus magros flancos y sus bien formadas nalgas. Llevaba el pelo peinado al estilo masai, en dos grupos de trenzas, delante y detrás, embadurnadas de ocre rojo. Un peinado como el suyo tardaba horas en hacerse y revelaba la vanidad del hombre. También en su rostro había una expresión de engreimiento absoluto. La ascendencia masai de Mathenge se hacía evidente en sus pómulos altos y en su nariz estrecha, en la mandíbula decidida. Su porte era altivo y su expresión, más que de desdén, era la de un hombre que no se preocupaba por las trivialidades de la vida.
Grace lo vio pasar, caminando con paso elástico, los largos brazos oscilando grácilmente. Se dio cuenta de que aún estaba aguantando la respiración.
A los kikuyu no les gustaban los senderos rectos, se sentían más seguros transitando por caminos tortuosos. Su cerebro funcionaba de modo parecido. Nunca afirmaban nada directamente. Lo insinuaban, daban rodeos, dejando que el interlocutor sacara sus propias conclusiones. De la misma manera que temían las afirmaciones francas como si fueran flechas envenenadas, evitaban también los caminos rectos; por esto Grace y Mario caminaban ahora por un sendero serpenteante e indirecto que llegaba al poblado.
El sendero era paralelo a una antigua senda en donde huellas recientes de cerdos gigantescos y antílopes indicaban que los animales se aventuraban a bajar a beber en el embalse de Valentine. Debido a la sequía, muchos animales de caza salían osadamente de la selva; entre las cañas y los bambúes había también pájaros: grullas, cigüeñas y gansos egipcios. Mario le contó que incluso había oído el ruido de un rinoceronte entre la espesura durante la noche.
Mientras caminaba por entre los enebros y las mimosas, viendo algún loro rojo y amarillo que pasaba volando por encima de su cabeza, Grace tenía la impresión de andar por una tierra dotada de alma, de un pulso que nunca había notado en Suffolk. El paisaje respiraba, de la tierra surgía un calor de vida, las plantas parecían susurrar, inclinarse hacia ella. Llenaba el aire una sensación expectante, como si fuera a ocurrir algo…
La entrada del poblado se hallaba oculta entre árboles y enredaderas para engañar a los malos espíritus e impedirles penetrar en él. Más allá de la entrada natural había un claro con unas treinta chozas, redondas todas ellas, construidas con estiércol de vaca, los techos de paja. Humo azul salía en espiral de los tejados puntiagudos, indicando que las chozas estaban habitadas; las hogueras donde se preparaban las comidas tenían que arder día y noche y si una se apagaba, era señal de mala suerte y había que destruir la choza. Era un poblado pequeño, sencillo y hogareño, toda vez que los kikuyu no tenían arte ni arquitectura, no hacían tallas ni esculpían. A pesar de la falta de cosecha y de la gripe que había debilitado al clan, el poblado era un hormiguero de laboriosidad. Todo el mundo estaba trabajando. Desde las niñas más pequeñas que cuidaban de las cabras hasta las mujeres casadas que machacaban magros puñados de mijo, pasando por las abuelas sentadas con las piernas estiradas al sol y tejiendo cestas, la escena probaba la máxima de que nunca se veía a una mujer kikuyu ociosa.
Con sus delantales de cuero rígidos a causa de la suciedad y la grasa, los brazos cargados de abalorios y adornos de cobre, curtían pieles de cabra, removían sus miserables potajes y fabricaban sus primitivos cacharros de alfarería, sin utilizar ninguna rueda y cociéndolos al sol. Exceptuando unas cuantas mujeres jóvenes que lucían un mechón de lanudos cabellos para indicar que eran solteras, todas las cabezas aparecían rasuradas y relucían como bolas de billar de color marrón.
No se veía a ningún hombre. Los hombres estaban trabajando para Valentine en el risco o bebiendo cerveza a la sombra de algún árbol. Como en cierta ocasión sir James le había dicho a Grace:
—Las mujeres son las que trabajan; los hombres, los que haraganean.
Al ver a Grace, algunos chiquillos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a ella, titubeando. Llevar moscas encima se consideraba una señal de categoría social porque indicaba que se era propietario de cabras. Cuantas más moscas, más cabras y, por ende, más riqueza y mayor categoría en la tribu, y ahuyentar las moscas era una terrible infracción de la etiqueta. Pero a Grace no le importó la etiqueta cuando los pequeños se adelantaron hacia ella y vio que tenían la cara llena de moscas. Las espantó con la mano.
Había que seguir el protocolo antes de repartir los alimentos. Todas las mujeres sonrieron tímidamente a Grace y esperaron mientras la anciana Wachera se adelantaba. Su cuerpo viejo y venerable se encontraba casi oculto debajo de sartas de conchas y abalorios. Caminaba con dignidad y sonreía, revelando los huecos que dejaran los incisivos que le habían extraído en su juventud como señal de belleza. La anciana ofreció una calabaza a Grace. Contenía una mezcla verdosa de leche agria y espinacas; Grace la bebió sabiendo que a la familia no le sobraban los alimentos, pero sabiendo también que ofendería a la anciana si no aceptaba el ofrecimiento. Wachera dijo «mwaiga», una larga palabra kikuyu que significa «Todo está bien, ven o vete en paz», el saludo y la despedida de toda conversación kikuyu. La hechicera hablaba de forma recatada, pero majestuosa, pues era la mujer más anciana y venerada del poblado. No miró directamente a Grace, porque ello habría sido una descortesía.
El diálogo daba vueltas y más vueltas como el sendero que llevaba al poblado, aludiendo a la sequía, sugiriendo el hambre, mientras Grace se esforzaba y de vez en cuando recibía ayuda de Mario. No podía hablar directamente de la comida que traía porque habría sido de mala educación. Grace procuraba frenar su impaciencia. Los niños tenían hambre. Sus bracitos y piernecillas y sus vientres hinchados se inclinaban hacia la olla como capullos siguiendo el sol.
Finalmente, Wachera insinuó que podía levantarse la tapadera y que no le importaría que un poco de potaje saliese de la olla. Incluso entonces los chiquillos se abstuvieron de precipitarse hacia la olla. Las madres se acercaron, tapándose la boca con las manos para ocultar sus risitas porque no estaban acostumbradas a la presencia de una persona blanca, y se aseguraron de que el reparto se hiciera cortésmente y en orden. Ninguna de las adultas se sirvió hasta después de que los pequeños se hubieron alimentado. Entonces Grace le dijo a Mario que entregase el saco de grano a Wachera. La anciana cogió el saco, que pesaba casi treinta kilos, se lo echó con facilidad a la espalda y dirigió a Mario una mirada de desdén por haber llevado él mismo el saco hasta el poblado.
Grace acababa de ser recibida oficialmente en él poblado y podía andar con libertad de un lado a otro. Primero visitó las chozas de las mujeres a quienes atendía como médico. Poco podía hacer por ellas, ya que tenían la gripe y esta enfermedad era incurable. Lo único que podía hacer era hablar con ellas, comprobar sus constantes vitales y asegurarse de que las cuidaran bien. Las chozas estaban llenas de humo y oscuridad, el aire cargado olía a orina de cabra porque estos animales se guardaban siempre dentro de las chozas al llegar la noche, y las moscas eran abrumadoras. Grace se arrodilló al lado de cada una de las mujeres, hizo el reconocimiento que le fue posible y musitó palabras de aliento. Los ojos se le llenaban de lágrimas a causa del fétido ambiente y de la frustración que despertaba la impotencia. ¡Si las mujeres pudieran acudir a su clínica! Las acostaría en camas limpias, les haría bajar la fiebre con la esponja y se encargaría de que comieran cosas nutritivas.
Una mujer yacía en el exterior de su choza, lo cual quería decir que estaba cerca de la muerte.
Grace se arrodilló junto a ella y le pasó la mano por la frente seca. Le quedaban sólo una o dos horas. ¿Cómo lo habían sabido las mujeres del poblado? Los kikuyu poseían una presciencia sobrenatural de la muerte. Parecían saber siempre cuándo iba a llegar y eso les permitía sacar el moribundo al exterior. Era tabú permitir que alguien muriese dentro de una choza; también era thahu que alguien tocase un cadáver, así que trasladaban al moribundo cuando aún estaba vivo. Después de sacarlo, lo dejaban solo, esperando que las hienas acudieran a dar cuenta de los restos porque los kikuyu no enterraban a sus muertos.
Grace sabía muy bien que no debía ayudar a la mujer. En una ocasión anterior lo había hecho y el clan se había escandalizado tanto, que le habían prohibido volver al poblado durante varios días.
—Al menos pongámosla a la sombra —dijo.
Pero Mario no hizo nada, inmovilizado por el tabú tribal.
—¡Mario! —susurró Grace—. Cógele las piernas y yo le cogeré los brazos. La dejaremos debajo de aquel árbol.
Mario siguió sin moverse.
—Maldita sea, Mario. Acuérdate de Jesucristo y de la historia del buen samaritano.
Mario seguía sin decidirse. Finalmente, recordándose a sí mismo que éstos eran kikuyu de baja estofa, que aún no eran cristianos y, por ende, merecían ser despreciados, demostró que no le daban miedo, sobre todo la vieja hechicera, cogiendo a la mujer él solo y llevándola a la sombra.
Enfrente de otra choza Grace encontró a una madre joven que estaba chupando el vértice de la cabeza de su bebé. Como el recién nacido no recibía suficientes líquidos, su cerebro se había encogido y, por lo tanto, la «parte blanda», la fontanela, aparecía hundida. La madre sabía lo suficiente como para darse cuenta de que era una mala señal, pero lo que hacía para corregir el defecto no era lo indicado.
—Dile que el bebé necesita agua, Mario —dijo Grace—. Dile que le dé más leche, más líquidos.
Mario tradujo sus palabras y la joven esposa sonrió y asintió con la cabeza, como si comprendiera, luego volvió a acercar la boca a la cabeza del pequeño.
Grace se irguió y miró a su alrededor. La olla estaba vacía y todo el mundo había vuelto a su trabajo. El grano que había traído lo estaban dando a las cabras. Los kikuyu se valían de esos animales para medir la riqueza y el privilegio. Una mujer que tuviese treinta cabras podía tratar con desprecio a la que sólo poseyera cinco. Se rumoreaba que la anciana Wachera era dueña de más de doscientas cabras, lo que prácticamente le confería la categoría de reina. ¡Pero Grace había traído el grano para las personas y no para las cabras!
—Igual que el inglés —musitó Grace— que pone su oro a salvo antes que su propia vida.
—Memsaab?
—Vamos a ver a Gachiku. Ya debe de estar a punto.
Pero antes de que Grace echara a andar hacia la siguiente choza, una voz la llamó por su nombre.
Se volvió. Era sir James.