8

—La renuencia de su esposa tiene una causa posible, lord Treverton. El nombre médico es «dispareunia». Significa… —el doctor Hare dio unos golpecitos sobre la mesa con su pluma— que la mujer experimenta dolor durante el acto sexual. ¿Lady Rose sufre dolor?

Valentine miró al doctor con cara inexpresiva. ¿Dolor? No se le había ocurrido. ¿Sería posible? ¿Sería ésa la razón de que se apartara de él cuando intentaba abrazarla? ¿Sentiría dolor? Valentine buscó una postura más cómoda en la silla, sin prestar atención al glorioso sol dominical que entraba por la ventana e iluminaba el estrecho consultorio del doctor Hare. Grace no le había dicho que Rose sufriera dolores. Le había hablado con palabras delicadas, mencionando el esfuerzo del nacimiento de Mona, el incómodo viaje en tren, la falta de instalaciones apropiadas.

De pronto Valentine sintió que le invadía la esperanza. ¿Sería ésa la respuesta? ¿Podía ser tan sencilla? ¿Que a Rose le daba miedo el dolor? Porque si así era, si todo se debía a un problema físico y no, como había temido, a un problema de su relación, ¡seguro que le sería posible encontrar ayuda!

—¿Cuál es la causa del dolor, doctor Hare?

El doctor se encogió de hombros.

—Necesito reconocer a su esposa para poder decírselo.

Valentine iba a tener que pensárselo. Y si a él no le había resultado fácil acudir al doctor, ¿cómo conseguiría que Rose accediera a que la reconociese un extraño? Valentine había escogido al doctor Hare porque los pocos médicos que había en el África Oriental formaban parte de la «pandilla» y el riesgo de que su visita diera pie a chismorrerías era muy grande. El doctor Hare era nuevo, acababa de llegar de Norteamérica y aún no era indiscreto.

—Tuvo un bebé hace seis meses —dijo Valentine. No quería reconocer que el problema con Rose había empezado mucho antes del nacimiento de Mona; no se daba cuenta de que se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

—Ésa podría ser la causa —dijo el doctor, estudiando la cara del conde. En ella vio miedo, claro como el día, y preocupación. El doctor Hare había tenido muchas consultas privadas como ésa durante sus veinte años de ejercicio de la medicina. Todas eran lo mismo, como capítulos en un libro de texto: la esposa no respondía o incluso ofrecía resistencia a los requerimientos sexuales del marido y éste se sumía en un cenagal de críticas contra sí mismo y de súbitas dudas sobre su virilidad.

«Tonterías —tenía ganas de decir el doctor Hare—. ¡Las mujeres de hoy! Con toda su palabrería sobre el control de la natalidad y el sufragio. ¿Por qué se empeñan tanto en negar su misión en este mundo: tener hijos? ¡Arman tal lío con eso de dar a luz, cuando precisamente han sido creadas para ello!».

—¿Puede hacer algo por ella? —preguntó Valentine, rogando al cielo que la respuesta fuera sencilla.

El doctor se puso a escribir rápidamente en un bloc. Le hubiera gustado decirle al conde lo que él, el doctor, hubiera hecho de tratarse de su mujer: ejercer su derecho legítimo como marido sin hacer caso de las protestas de ella. En vez de ello, le dijo:

—Voy a recetarle un bromuro suave. La relajará. La mayoría de estos casos nace de una tensión en la… en la pelvis. Normalmente una o dos dosis de esto bastan para resolver el problema. —Arrancó la página y se la entregó a Valentine.

Cuando salió del edificio de chilla y hojalata ondulada y se detuvo para protegerse los ojos del luminoso sol ecuatorial, Valentine aspiró hondo. Tenía ganas de ponerse a gritar de júbilo.

Absorbió la luz incomparable del África Oriental, una luminosidad que, para Valentine, agudizaba los contornos, los detalles y los colores. Debido a la altitud, al hecho de que Nairobi estuviese a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, el aire era puro como el cristal; no estaba sucio por culpa de ninguna contaminación industrial y los pocos coches que traqueteaban por las calles sin asfaltar despedían una cantidad casi imperceptible de gases.

Al llegar por primera vez a Nairobi con el veinticinco de Fusileros Reales, para combatir contra los alemanes cerca de la frontera, la luz le había hechizado. Se había dado cuenta de que no sólo era intensa, sino también ligera en el sentido de no tener peso. Pensó que la luz podía tener densidad, igual que cualquier objeto. La luz del sol en Inglaterra, por ejemplo, estaba cargada de humo, de neblinas fluviales, de niebla y de aire salado del mar, pero la luz solar en el África Oriental británica era limpia y flotante, ingrávida, daba una tersura casi sobrenatural a las formas y las texturas. Hasta el más vulgar de los objetos adquiría cierta gloria. Los viejos buscadores que montaban en burros huesudos, los africanos de piel negra y deslucida que se dedicaban a matar el rato, y las viejas y prosaicas edificaciones de madera y hojalata, estropeadas por los elementos y cubiertas de suciedad… todo ello parecía envuelto en un esplendor inexplicable.

Valentine Treverton amaba a Nairobi. Habiéndose visto cegado una vez por la luz de esa ciudad naciente, sabía que nunca podría volver a vivir en Inglaterra.

Pero Nairobi tenía algo más que su luz. Era una ciudad viva, que respiraba, que tenía pulso, una ciudad a la que aguardaba un brillante porvenir; de eso Valentine estaba seguro. Aunque al terminar la guerra las tropas del rey habían vuelto a casa, poniendo fin con ello al auge económico de cuatro años, una nueva oleada de pobladores empezaba a llegar a las costas del África Oriental: exmilitares que acudían a las tierras altas con concesiones de la corona, al amparo del nuevo plan para los excombatientes; bóers de África del Sur con sus carretas entoldadas y sus largas recuas de mulas; estafadores de ojos inquietos y los primos que serían sus futuras víctimas, todos en busca de una forma rápida de ganar dinero; los indios con turbante y sus sombrías esposas, seguidos de numerosos niños; el colonizador blanco que llegaba en busca de una nueva vida; los altivos funcionarios jóvenes enfundados en uniformes de color caqui, planchados y limpios, la cabeza cubierta con un casco de corcho lleno de insignias relucientes por el frente, y largas y amplias alas traseras parecidas a una cola de nutria; y finalmente, en medio de todos ellos, sereno e inexpresivo, sin que al parecer tuviera otra cosa que hacer que no fuese sentarse en cuclillas y mirar, el africano, que ya estaba en el país mucho antes de que los demás pensaran siquiera en instalarse allí.

Nairobi era un lugar turbulento donde casi todos los hombres llevaban un arma de fuego, donde constantemente se declaraban incendios, donde el bazar indio estaba abarrotado de gente y sucio y era fuente de epidemias. Era una ciudad primitiva llena de carros tirados por bueyes, de hombres montados a caballo, de cochecitos de dos ruedas tirados por hombres, entre los cuales se veía algún que otro Modelo T. Y era la única ciudad en donde Valentine, el conde de Treverton, se sentía verdaderamente en casa.

Sacó una señorita del bolsillo de la camisa y mientras la encendía y se preguntaba dónde encontraría una duka la dawa, una droguería, abierta en domingo, Valentine contempló cómo una columna de safari se formaba en la calle.

Era de las de tipo anticuado, de las que poco a poco se iban sustituyendo por el automóvil y no tardarían en desaparecer del África Oriental. Un centenar de nativos estaban recibiendo sus cargas. En menos de una hora la columna saldría en fila india de Nairobi, como un ciempiés negro; detrás de los porteadores iría el cazador profesional blanco y sus sudorosos clientes millonarios. Los negros transportaban la carga sobre la cabeza porque llevarla en la espalda hubiera sido humillante; era la forma en que las mujeres transportaban los bultos. Y el peso de sus cargas tenía un límite: veintisiete kilos. Incluso había un límite al peso que podía transportar un burro: cincuenta y cuatro kilos. Pero no había ninguna restricción cuando se trataba de la carga de una mujer africana.

Al dar la vuelta y echar a andar calle abajo hacia el hotel King Edward, Valentine pensó en lo asombroso que era recordar que quince años atrás no había allí nada salvo tiendas y un pantano. Y antes de ello sólo un río insignificante y algunos masai dispersos. Nairobi había nacido a los pocos años de nacer Valentine y éste pensó que con toda seguridad envejecerían juntos.

Miranda West dejó la cuchara, se secó las manos con el delantal y se acercó a la ventana para mirar al exterior. Lord Treverton le había dicho que pasaría antes de regresar a su plantación.

Miranda se encontraba en la cocina de su pequeño hotel, preparando el té de la tarde dominical, tarea que le ocupaba casi toda la tarde debido al esmero y la calidad que ponía en los preparativos. Miranda gozaba de una buena reputación que llegaba hasta Uganda y eran muchos los colonos que recorrían kilómetros en un carro de bueyes para sentarse a una de sus mesas. Ese día el salón volvería a estar lleno y tendría que servir el té en la veranda y hasta en la calle. Si el conde tardaba en llegar, no tendría ocasión de estar a solas con él. Y Miranda West vivía sólo para eso.

Los sueños y las ambiciones del África Oriental eran tan numerosos como los inmigrantes que los traían. Todo el mundo llegaba con un proyecto en la cabeza. Ya fuera ganar dinero dedicándose a la agricultura, a la minería, comerciando con marfil de elefante, prestando algún servicio especial a los demás, el propósito era siempre ganar dinero. La variedad y el ingenio de los proyectos no tenían límite. Los mellizos irlandeses Paddy y Sean, por ejemplo, habían hecho una fugaz fortuna criando avestruces para satisfacer la demanda de plumas en Inglaterra y Estados Unidos. Y entonces, así por las buenas, se popularizó el automóvil y las mujeres ya no pudieron seguir llevando grandes sombreros de plumas cuando viajaban en coche, así que la moda cambió a favor de los gorros ajustados, y Paddy y Sean tuvieron que devolver la libertad a sus aves, que ya no valían nada. Y estaba el caso de Ralph Sneed, que se jactaba de la fortuna que amasaría cultivando almendras en el Rift Valley. Se había gastado hasta el último penique de sus ahorros comprando y plantando almendros sólo para descubrir que, como en el África Oriental no había estaciones, los árboles florecían doce meses al año y nunca daban fruto. Ralph Sneed había vuelto al África del Sur, avergonzado y sin blanca. Y finalmente estaba el caso del irreflexivo marido de la propia Miranda, Jack West, al que habían visto por última vez con un saco de dormir, una muda y un frasco de quinina dirigiéndose hacia el lago Victoria en busca, según él, de esqueletos de hipopótamo; pensaba pulverizarlos y convertirlos en abono que vendería a los agricultores y le proporcionaría unos beneficios fenomenales. De eso hacía ya seis años y nadie había vuelto a verlo jamás.

De modo que en Nairobi todo el mundo tenía un plan. El de Miranda West había sido, hasta ahora, sacar provecho de la añoranza.

En 1913 Miranda Pemberton contestó a un anuncio aparecido en un periódico de Manchester. El anuncio lo había puesto un caballero que a la sazón residía en el África Oriental británica y buscaba una mujer bien situada que quisiera casarse con él y ayudarle en sus diversas «empresas de naturaleza económicamente prometedora». Miranda, cocinera y doncella para todo al servicio de una tacaña de Lancashire, Inglaterra, había escrito en seguida, en una hoja de papel elegante que robó a su señora. Se quitó cinco años de edad y triplicó la cifra de su cuenta bancaria. El anunciante, un buscador de oro llamado Jack West, había escogido su carta entre un total de sesenta y le había mandado el importe del pasaje.

La había recibido en el puerto de Mombasa, donde, después de la sorpresa del primer momento —él era más bajo y más joven que ella—, habían decidido casarse y ver qué tal les iba.

Pero había sido un fracaso. Miranda se quedó horrorizada al ver la chusma de Nairobi y la tienda donde su flamante esposo pretendía hacerla vivir, a la vez que Jack se había sentido estafado al entregarle ella sus escasos ahorros. Se esforzaron durante unos meses, tratando de ganarse la vida con la compra de productos agrícolas a los africanos y su venta, por un precio más alto, a los grupos de gente rica que se preparaban para ir de safari; hasta que Jack levantó el vuelo en plena noche con el poco dinero que les quedaba y los pendientes de jade falso de Miranda.

Quiso la suerte que Miranda oyera hablar de un escocés llamado Kinney que necesitaba una mujer europea que «le echase una mano» en la casa de huéspedes que tenía cerca de la estación del ferrocarril; y, aunque en realidad quería decir que la mujer haría todo el trabajo, al menos significaba tener un techo sobre la cabeza y diez rupias al mes. La ventaja de Miranda residía en su piel blanca, que fue la razón por la cual Kinney la contrató. La clientela de Kinney se componía de inmigrantes de clase media que se alojaban en su casa mientras buscaban una oportunidad o aguardaban que la Oficina de Tierras les enviase la escritura. A las esposas de esos hombres les gustaba tener una doncella blanca en lugar de una africana, y cuando demostró su habilidad para elaborar bizcochos y dulces a la inglesa, que los colonos, empujados por la añoranza, pagaban a precios elevados, Miranda se volvió indispensable.

En una ciudad donde había más hombres que mujeres, donde la mayoría de los hombres eran solteros y se disputaban a las recién llegadas, aunque no fueran jóvenes ni bonitas, Miranda se convirtió en una especie de bicho raro. Estaba casada, pero su marido se hallaba ausente, y aunque se mostraba amigable y daba a compartir un whisky y un chiste, frenaba amablemente el acoso frecuente de que era objeto por parte de los huéspedes de Kinney.

Con el tiempo el viejo Kinney fue tomándole simpatía y dejando en sus manos una parte cada vez mayor de la dirección de la casa. Miranda ponía coto al despilfarro, hacía equilibrios con el presupuesto y economía en las cosas que no llamarían la atención de la clientela; y tuvo el atrevimiento de multiplicar por dos el precio de una habitación, diciendo que los blancos estarían dispuestos a pagar a cambio de la limpieza inglesa, y demostró que tenía razón. El valor de la casa subió.

Luego estalló la guerra. Kinney se alistó en los Rifles Montados del África Oriental y en poco tiempo consiguió que lo matasen. Miranda se llevó una sorpresa al ver que, como no tenía familia ni otros amigos, Kinney le había dejado la casa, de modo que pidió un préstamo al banco y convirtió el establecimiento en un hotel como es debido. Antes de que transcurriera mucho tiempo empezaron a llegar tropas de Inglaterra y Nairobi se transformó en un campamento militar. Los soldados acudían en gran número a su hotel, al que ella había bautizado con el nombre, más bien pomposo, de hotel King Edward, para devorar sus bizcochos y hablar del hogar.

La guerra vino y se fue y nunca volvió a tener noticias de su esposo. Así que su cerebro astuto y oportunista examinó la situación y vio lo que tenía que hacer para asegurar su supervivencia.

Una mujer necesita a alguien que la proteja, pero a Miranda ya no le interesaba el matrimonio. Había visto al guapo conde de Treverton con su uniforme de los Fusileros Reales y había decidido que él iba a ser su siguiente ambición. Miranda no pensaba pasarse el resto de su vida trabajando como una esclava en el hotel, sudando en la cocina, procurando satisfacer los caprichos de las petulantes esposas de los colonos que llegaban al protectorado convencidas de su propia superioridad social. Se proponía atrapar al conde y lograr que él la cuidase.

Semejante ambición habría sido impensable en Inglaterra, donde los estratos sociales estaban claramente delimitados y había puertas cerradas con llave en cada uno de los niveles. Pero en el África Oriental británica había escaleras de mano a disposición de quien tuviera agallas y decisión suficientes para utilizarlas. Lo primero que hizo Miranda fue disfrazarse de forma apropiada. La palabra «viuda» sugería respetabilidad. Podía ponerse ese título como si fuera un sombrero y llevarlo sin que nadie hiciera preguntas. En Nairobi abundaban las genealogías falsas —el coronel Waldheim, el lechero alemán, jamás había hecho el servicio militar; el profesor Frederick, que tenía una escuela en la ciudad, no poseía ningún título universitario— y ser la viuda West no era más que una mascarada inofensiva. Se adoptaban títulos en el momento de bajar a tierra en Mombasa, el puerto donde todos los que buscaban una vida nueva se despojaban de su vieja identidad y de las restricciones de clase. Miranda West, que ya no era doncella para todo en el Manchester tiznado de hollín, se transformó en la digna viuda de un hombre que había perdido la vida en las orillas del lago Victoria; mantuvo su nombre alejado de la columna de chismorrerías del East African Standard y su propia persona fuera de las camas de los hombres; tenía puestos sus calculadores ojos en lord Treverton y albergaba la esperanza de que Jack West no reapareciese nunca.

En ese momento vio que el conde entraba en la droguería india de la acera de enfrente y sintió un nudo en la garganta. Lord Treverton era el hombre más guapo que Miranda había visto en su vida. Contrastaba tanto con los agricultores y los vaqueros que vestían arrugadas prendas de color caqui y se tocaban con salacots; un dios joven parecía lord Treverton con sus bien cortados pantalones de montar, su blanca camisa de seda y una cinta de piel de leopardo alrededor de la copa del sombrero.

Tuvo que darse prisa. Le había prometido a lord Treverton que le tendría preparadas unas galletas de Devonshire y las metió en el horno Dove, entre una bandeja de bizcochos de Cornualles que iban dorándose poco a poco y otra de rosquillas que ya estaban doraditas y a punto de sacar. Miranda sabía que las galletas eran para lady Rose. Valentine Treverton nunca se iba de Nairobi sin llevarse algunos dulces para su esposa. La condesa también era muy aficionada a los bollitos de almendra, que en ese momento se estaban enfriando en un recipiente.

Volvió a ocuparse de la crema que había empezado el día antes y dejado enfriar durante la noche y quitó la corteza con una cuchara. No iba a dársela al conde para que se la llevase, ya que se estropearía antes de llegar a su casa. La había preparado con la esperanza de que Valentine se quedara unos momentos y probase sus galletitas de coñac con crema.

«La mejor forma de llegar al corazón de un hombre», murmuró para sí misma.

Empezaban a entrar clientes en el comedor, que estaba muy bien puesto, con pulcritud y buen gusto, manteles blancos en las mesas y una pequeña tetera de color marrón en cada una de ellas. La atención que Miranda prestaba a esta clase de detalles era lo que apreciaban los expatriados: el pastel con la cantidad justa de melado, el bizcocho ligeramente espolvoreado de azúcar. La gente decía que Miranda West había sido cocinera de una marquesa famosa por su cocina. Era mentira, pero el resultado era el mismo. Tanto si había aprendido su arte de algún chef francés que servía a la nobleza, como si lo había aprendido de recetas recortadas del Times de Londres, su habilidad para preparar pastas inglesas rozaba lo sobrenatural. Y la limpieza, desde luego, era el rasgo más apreciado de su comedor. Toda memsaab que tuviera que batallar con una doncella africana podía atestiguarlo.

Miranda tapó la crema y mientras se acercaba apresuradamente al aparador, donde un pinche de cocina estaba quitando la corteza de los emparedados, volvió a mirar por la ventana y vio que Valentine salía de la droguería guardándose un sobre pequeño en el bolsillo de la camisa. Lord Treverton llegaría al hotel en seguida. Miranda se quitó rápidamente el delantal, salió corriendo de la cocina, subió a su apartamento privado y se peinó con mano nerviosa.

Valentine se detuvo para mirar calle arriba y calle abajo. Enfrente de una duka india donde vendían artículos variados sus africanos cargaban las mulas para el viaje hacia el norte. Un paquete grande estaba atado al lomo del último animal; contenía las patas del piano de Rose, que por fin habían llegado en el último barco de Inglaterra. Ésa iba a ser la primera sorpresa. La segunda sería una lata de las excelentes pastas de Miranda West, que, según Rose, eran tan ricas como las que servían en Ascot. La tercera sorpresa, que hacía que Valentine sintiera ganas de montar en Excalibur sin perder un momento y volver galopando a casa, era el contenido del sobre que llevaba en el bolsillo. El doctor Hare le había dicho que una cucharadita de polvo blanco en el chocolate que lady Rose tomaba por la noche bastaría para resolver el problema.

Valentine vio un camión aparcado detrás de su recua de mulas. Era uno de los Chevrolets nuevos que tanto costaba conseguir en el protectorado y pertenecía a sir James. El vehículo tenía sólo dos meses y ya estaba sucio y abollado. El argumento para no tener automóviles en el África Oriental británica era que no duraban mucho; el argumento favorable afirmaba que eran inmunes a la mosca tse-tse y a la glosopeda. Sir James se enorgullecía de su nueva adquisición y a Valentine le gustaba tomarle el pelo preguntándole por qué un fabricante de automóviles se llamaba a sí mismo «cabra lechera».

Y en ese momento Grace salió de la duka india. Valentine no se sorprendió al ver a su hermana, ya que Grace pasaba cada vez más tiempo con la familia Donald, sobre todo con sir James. El microscopio era una de las razones, ya que Grace lo compartía gustosamente con sir James para detectar las enfermedades del ganado. La otra era que Grace y Lucille Donald se habían hecho amigas. Las dos pertenecían a la liga femenina del África Oriental y colaboraban en proyectos tales como el de repartir sacos de maíz entre los africanos que pasaban hambre. Valentine sabía por qué Grace estaba en Nairobi ese día: para visitar al oficial médico principal e insistir una vez más en que se nombrara un segundo oficial médico de distrito para la región de Nyeri. Grace metía cuchara en todas las cosas posibles: hacía campaña a favor del sufragio para las mujeres en el África Oriental británica; secundaba a lord Delamere, que pedía al gobierno de su majestad que concediera el estatuto de colonia al protectorado; recogía todos los alimentos y la ropa que los colonos, que ya pasaban apuros a causa de la sequía y de la precaria situación económica, pudieran donar para los africanos, que estaban peor que ellos. Hasta ahora Valentine no había sabido que su hermana era tan laboriosa, tan capaz. Durante los últimos meses había aprendido a verla desde un ángulo nuevo y, de hecho, empezaba a admirarla.

«¿De dónde habrá sacado Grace tanta firmeza?», se preguntaba.

Pensó en la madre de ambos, la condesa, lady Mildred, con su busto enorme, que se veía contrapesado por una actividad igualmente enorme. Lady Mildred se movía por Bella Hill como una locomotora de vapor, la fuerza que gobernaba a la familia, y su muerte había dejado un gran vacío dentro de aquellas antiguas paredes. Ahora Valentine se daba cuenta de que Grace era como su madre, es decir, que era como él mismo. Y al pensarlo se sintió complacido.

Qué extraño le resultaba a Valentine ver a Grace de esa manera, vestida con la curiosa indumentaria que ella misma había diseñado: una falda caqui dividida pudorosamente en pantalones de perneras anchas para montar a caballo, una blusa blanca hecha a la medida y un salacot más ancho que sus hombros, envuelto en un velo blanco y largo que le caía sobre la espalda y le llegaba hasta la cintura. Era curioso recordar ahora a aquella muchachita tímida del día en que hizo su estreno en sociedad, en Londres hacía sólo once años, presentada en la corte por su tía, la condesa de Longford, dama de honor de la reina. Grace se había mostrado tan solemne con su vestido blanco de cola larga, tan recatada y elegante, aceptando tímidamente el brazo de un joven y guapo oficial de la guardia, que había recogido galantemente la cola del vestido de Grace con la punta de su espada. Dos años después Grace estaba en la facultad de medicina… ¡disecando cadáveres!

Grace se había convertido en una figura tan habitual en Nairobi, que casi parecía haber nacido allí. El viaje de ocho días desde la plantación no era obstáculo; se había acostumbrado a la selva y a vivir acampada como un nativo. Y no le costaba nada encontrar alojamiento junto a la carretera sin asfaltar que iba de Nyeri a Nairobi. Grace viajaba con dos kikuyu y tres mulas y pernoctaba en granjas aisladas. La recibían con los brazos abiertos porque era médico y siempre llevaba su maletín. Hacía sólo un mes que se había detenido en una granja que distaba varios kilómetros del camino y había practicado una apendicetomía de urgencia en la mesa de la cocina.

La única faceta de su hermana que intrigaba a Valentine era su aparente indiferencia hacia los hombres. Incluso en ese momento, mientras la observaba, un guapo oficial de los Rifles Africanos del Rey que vestía una guerrera bien planchada, con botones relucientes, y llevaba un bastón bajo el brazo se detuvo para saludarla. Grace se mostraba siempre cortés y amigable, pero no daba pie a nada más. El único hombre con quien realmente había trabado amistad era sir James.

Un vendedor de té de Nairobi le estaba sacando partido al nombre de los Treverton. Cuando circuló la noticia de que lady Rose se hacía preparar una mezcla especial y que lady Margaret Norich-Hastings encargaba la misma mezcla, los que podían permitirse semejante lujo hicieron sus pedidos. Del mismo modo que la popular variedad Earl Grey había recibido su nombre de la mezcla privada de sir John Grey en 1720, el té de la condesa Treverton se estaba haciendo popular en el protectorado. En la ventana del hotel King Edward un rótulo pequeño, de pulcras letras, anunciaba que la mezcla se servía en el establecimiento.

Valentine se quitó el sombrero al entrar en el comedor. Todas las cabezas se volvieron. El establecimiento de Miranda West tenía una clientela formada por respetables colonos de clase media. Había una sección especial para niños, donde se servían emparedados de plátano y crema, y una mesa larga destinada exclusivamente a los agricultores solteros que consumían pasteles mantecosos y empanadillas de huevo y tocino. Pero la aristocracia frecuentaba el club Muthaiga o el hotel Norfolk.

—Lord Treverton —dijo Miranda, saliendo a recibirle. Llevaba su mejor vestido y se había prendido una ramita de lila debajo de la garganta—. ¿Cómo está?

—¡Estupendamente, Miranda! ¡Tanto es así, que me parece que voy a comprarle todo el género!

Los ojos de Miranda no se cansaban de contemplarle. Lord Treverton parecía incapaz de llevar el pelo peinado; un mechón negro le caía sobre la frente y le hacía maravillosamente atractivo.

—He preparado crema, lord Treverton. Si le apetece…

—Hoy no tengo tiempo, Miranda. Ya sabe lo que pasa. Llevo más de una semana fuera de casa y tardaré casi otra para volver. ¿Quién se habrá preocupado de que mis hombres trabajaran durante mi ausencia? Sin duda tendré que pasarme un par de días persiguiéndolos por la selva.

Miranda procuró que no se le notase la decepción. Pero era una mujer realista. No se hacía ninguna ilusión y sabía que lord Treverton, al mirarla, la veía como lo que realmente era, es decir, una sirvienta pagada. Pero Miranda tenía un plan. Toda el África Oriental sabía que el matrimonio del conde iba mal; se hablaba en susurros de que su esposa no podía concebir un hijo varón, el hijo que lord Treverton deseaba tanto. Miranda West había decidido que ese hijo iba a dárselo ella. A cambio, lord Treverton la cuidaría durante el resto de su vida.

El conde era muy sencillo y no le importaba entrar en la cocina de Miranda. Lord Treverton no tenía necesidad de darse importancia ni de comportarse como un esnob; era noble hasta la médula de los huesos y un caballero en todo.

«Sin duda, un gran hombre como él sabrá mantener una querida como es debido», pensó Miranda mientras cruzaba el comedor delante de él como si fuera una duquesa, alta la cabeza, mientras sus clientes la miraban con expresión de curiosidad. Lo único que necesitaba era una noche con él y le daría un hijo. En Inglaterra había muchos lores que mantenían una querida y un hijo ilegítimo. Miranda estaba segura de que Treverton no sería diferente.

—Avíseme cuando la casa esté a punto de abrirse —dijo mientras le entregaba las cajas de pasteles y las latas de galletas—. Le prepararé mi mejor pastel de Cornualles para la ocasión.

—Espero que sea en diciembre. Ahora están trabajando en el segundo piso y la terraza enlosada ya está lista.

—¡En diciembre! —exclamó Miranda—. Nunca ha probado un pastel de Navidad como el mío. ¡Con pasta de mazapán y todo espolvoreado de azúcar! —Miranda se acercó a la mesa de enfriar, cogió unos cuantos dulces, los envolvió y le entregó el paquetito a Valentine, diciéndole—: Son para su niña. Se llama Mona, ¿no es verdad?

—La tendré presente para la cena de celebración, Miranda. Pienso hacer de ella una ocasión de gala. Nuestra primera noche en la casa grande. Habrá por lo menos trescientos invitados, ¡así que empiece a preparar los pasteles ahora!

—Escribiré el nombre de la casa nueva en el pastel.

—Bella Two —dijo Valentine—. T-W-O. Un suajili de Mombasa me está labrando la piedra que pondré sobre la entrada. Me prometió tenerla lista antes de Navidad.

Al final Valentine probó una de las galletitas de coñac con crema y luego se comió dos más. Miranda West le caía bien y se preguntaba por qué no habría vuelto a casarse. No sería por falta de oportunidades. No podía ser por la edad; si a una mujer de unos treinta y cinco años se la consideraba una solterona en el resto del mundo, esa edad era casi una ventaja en el África Oriental británica, pues demostraba que era una mujer «curtida» y que, por lo tanto, no se volvería llorando a Inglaterra. Y no podía ser por su apariencia, ya que Valentine la juzgaba bonita, como un jardín de flores, con todo su pelo rojo y el rostro redondo y atractivo que el sol ecuatorial no había logrado estropear. Y tenía la mejor cocina del África Oriental. Valentine no dudaba de que algún afortunado no tardaría en llevarse a Miranda West.

Finalmente salió del hotel King Edward, ansiando emprender la vuelta a casa. Cuando montó en su semental árabe, Miranda West lo estaba observando desde su ventana.