7

—Si memsaab Daktari me permite —dijo el capataz kikuyu—, una casa cuadrada trae mala suerte. Los malos espíritus vivirán en los rincones. Sólo una casa redonda ofrece seguridad.

Grace miró hacia el claro donde finalmente, después de siete meses, empezaban a construir su casita, y dijo con voz paciente:

—Es igual, Samuel. Prefiero una casa cuadrada.

El hombre se alejó, meneando la cabeza. Aunque Samuel Wahiro era un kikuyu cristianizado y uno de los pocos que vestían a la europea y hablaban inglés, la forma de actuar del hombre blanco lo tenía completamente desconcertado.

Grace se quedó mirándolo mientras se alejaba y pensó que los africanos convertidos al cristianismo eran unas paradojas ambulantes. Por fuera parecían totalmente europeizados, pero sus cerebros y sus almas seguían enraizadas en la superstición kikuyu.

Miró las señales incipientes de su casita y se estremeció de emoción. En marzo, al instalarse en su tienda en el campamento de Valentine, no se figuraba que iba a tardar tanto tiempo en tener su propio hogar. Pero todo parecía haber conspirado para impedir que se hicieran progresos: la sequía, que había obligado a todos los trabajadores a concentrarse en los cafetales de Valentine; las frecuentes fiestas y cervezas de los kikuyu, a causa de las cuales los trabajadores se ausentaban durante varios días seguidos; y luego, cuando por fin se ponían a trabajar, lo hacían con una lentitud enloquecedora, muy poco británica. Pero por fin tenía montada su clínica —cuatro postes y un techo de paja, más una choza de barro, grande y cuadrada, para los pacientes a quienes quería tener en observación— y ahora podían empezar su casita.

Había trazado un plano sencillo para que lo siguiesen los trabajadores y cada mañana bajaba del campamento de tiendas para cerciorarse de que pusieran manos a la obra. El silencio que a primera hora reinaba en las proximidades del río se veía roto por el clamor incesante de martillos y sierras mientras los nombres cortaban vigas y les daban forma, ponían los cimientos, construían puertas. En lo alto de la colina, Bella Two ya tenía construido un piso y ahora trabajaban casi día y noche para construir el segundo. El ruido de las dos obras era tan grande, que a veces Grace creía que los dos equipos de trabajadores competían para ver cuál de ellos armaba más.

Miró hacia el camino de tierra que bajaba de la cresta. Sir James le había dicho que la recogería en su camión nuevo poco después del amanecer y ya eran casi las siete.

Grace tenía que ir a Nairobi para ver al oficial médico principal y averiguar qué podía hacerse para educar a los africanos en cuestiones de nutrición e higiene. Recién llegada con Rose y el bebé, hacía siete meses, Grace había salido con un intérprete a echar un vistazo a los habitantes de la región. Sus descubrimientos la habían escandalizado y desanimado: mala salud, la costumbre de dormir con las cabras, moscas abrumadoras. Había venido al África Oriental británica con un baúl lleno de medicinas, vendajes y suturas, pero se había percatado de que todo ello de poco servía ante tantos casos de mala nutrición, enfermedades endémicas y, en general, las horribles condiciones en que vivía la gente.

Decidió que su labor entre los kikuyu empezaría por allí, no en la clínica con sus depresores linguales y sus termómetros, sino en las chozas y alrededor de las hogueras donde preparaban la comida. Había que enseñarles a los africanos que la causa de sus enfermedades y sufrimientos no eran los malos espíritus, sino su forma de vivir.

Aunque el oficial médico principal le había dicho en una carta que no disponían de suficientes hombres preparados y que tendría que arreglárselas sola en su zona, Grace quería ir a Nairobi y tratar de conseguir ayuda.

Oyó el ruido de un motor y vio la nube de polvo que dejaba el camión de sir James. Cuatro africanos viajaban en la caja: eran los encargados de abrirle paso a machetazos entre la espesura, ayudarle a cruzar pantanos y salvar obstáculos y vigilarlo en las calles sin ley de Nairobi. Con suerte llegarían a Nairobi, que estaba a más de ciento cuarenta kilómetros, al ponerse el sol.

Al subir a la cabina y sentarse al lado de sir James, Grace vio a la joven africana, la nieta de la hechicera, en el borde del nuevo claro, observándola.

Los caballos irrumpieron en lo alto de la colina galopando furiosamente, los cascos atronando el aire, los jinetes con el cuerpo encorvado y utilizando hábilmente las riendas y los estribos. Lord Treverton cabalgaba entre los primeros, elegante con su casaca escarlata de Savile Row, sus pantalones de montar blancos y su negro sombrero de copa. Tenía la impresión de estar cabalgando sobre el techo del mundo. La mañana era fresca, cortante el aire y el rocío cubría como un manto reluciente la hierba color galleta. Su pulso era rápido; estaba vivo. Lord Treverton se sentía invencible.

El brigadier Norich-Hastings, que hacía las veces de cazador mayor, cabalgaba al frente, siguiendo a una jauría de cuarenta perros de caza; a su lado iba el montero, un kikuyu llamado Kipanya que, aunque llevaba una camisa roja y una gorra de terciopelo negro, se aferraba a los estribos con los pies descalzos. Kipanya controlaba a los perros con la voz, pues Norich-Hastings le había enseñado a dar las órdenes que eran tradicionales en las cacerías, y utilizando también su trompa de cobre. Tres perreros vigilaban que la jauría no se dispersara. Estos hombres también eran africanos, lucían el prestigioso uniforme rojiblanco de la cacería y cabalgaban descalzos. Detrás de ellos iban los invitados del brigadier Norich-Hastings, la «gente bien» del África Oriental británica, que montaban a caballo por las llanuras de Athi, en las afueras de Nairobi, como si estuvieran en la campiña inglesa. A decir verdad, la cacería era fiel a la tradición en todos sus detalles y no faltaban en ella los mozos de caballos, los segundos jinetes, los perreros y los encargados de tapar las madrigueras de los animales, sólo que no estaban persiguiendo a un zorro, sino a un chacal.

Habían empezado al amanecer, reuniéndose ante la residencia del brigadier Norich-Hastings, donde les habían servido té caliente y bizcochos. Obedeciendo una orden del cazador mayor, los perros habían iniciado la búsqueda de la presa; habían empezado a ladrar al oler al chacal y Norich-Hastings había gritado «Tally-ho!», las palabras tradicionales. La flor y nata de la sociedad del África Oriental británica había salido al galope detrás de la jauría, algunos maldiciendo la botella de champán de más que se habían tomado la noche antes, pero todos de un humor excelente y sintiéndose seguros en la certeza de su supremacía sobre toda la creación.

Valentine montaba en Excalibur, su semental árabe importado. Junto a él iba su excelencia el gobernador, a quien seguía el conde Duschinski, un expatriado polaco. Rose no participaba en la cacería; de hecho, no había bajado a Nairobi esta vez y había pedido que la dejaran quedarse en casa, donde, según dijo, podría librarse del feroz calor de septiembre. Valentine deseaba mucho que Rose le acompañara, pero no había insistido. Ni siquiera en Inglaterra había disfrutado Rose en las cacerías y siempre simpatizaba con el pobre zorro. El amor excesivo que los animales inspiraban en Rose empezaba a hacerse extensivo a huérfanos de la selva, tales como damanes y monos, que ella convertía en animales domésticos.

Los caballos y los poneys iban ganando velocidad al cruzar la llanura. Aumentaba la emoción de la caza y el elemento de peligro se hacía cada vez más intenso. El domingo anterior, sin ir más lejos, los perros habían acorralado a un leopardo enfurecido y el cazador mayor, que siempre llevaba revólver, había tenido que matarlo a tiros. Y aunque no tenían que salvar setos ni arroyos traicioneros, como en Suffolk, la caza en África todavía presentaba sus riesgos; el último mes de mayo el caballo del coronel Mayshed había tropezado con una madriguera de cerdo y su jinete había salido despedido por encima de su cabeza, matándose al chocar contra el suelo.

Ya eran casi las nueve de la mañana y el sol iba subiendo en el cielo y calentándose sobre la llanura amarilla y reseca. La falta de lluvia había convertido el protectorado en una tierra desolada, dejada de la mano de Dios, llena de esqueletos blanqueados, ganado famélico y cosechas marchitas. Pero la cacería era buena, los participantes eran gente animada e ingeniosa y un opíparo desayuno les esperaba al final.

De pronto los perros dejaron de correr y retrocedieron. Cuando los caballos les dieron alcance, relinchando y encabritándose en medio de la jauría de perros confundidos, los jinetes vieron que un gran macho de avestruz salía de la espesura reseca. El animal extendió las alas y echó a correr hacia los perros, que se retiraron ladrando. Kipanya y el brigadier intentaron controlarlos, pero el avestruz, haciendo fintas amenazadoras contra la jauría, los tenía acobardados.

—¡Mirad! —exclamó lady Anne Bolsón. Un grupito de crías de avestruz salió dando traspiés de la espesura.

El marido de lady Anne, el vizconde, metió la mano dentro de su chaqueta, sacó una Kodak de bolsillo y rápidamente tomó una instantánea.

Al cabo de unos instantes apareció la hembra. Los dos padres agruparon a las crías y la familia entera se alejó a paso largo, dejando atrás un barullo de perros que ladraban y jinetes que reían. La cacería había terminado.

Encontraron varias mesas puestas en la veranda o galería de la residencia del brigadier Norich-Hastings, en su gran plantación de sisal. La porcelana, el cristal y los blancos manteles brillaban como faros ante los ojos de los agotados pero felices jinetes. Los sirvientes africanos de Norich-Hastings, bajo la supervisión de la esposa de éste, lady Margaret, se encontraban dispuestos a atenderles, vestidos con kanzus largos y blancos, con fajas escarlata alrededor de la cintura. Mientras los huéspedes subían los escalones, secándose el sudor de la frente y comentando jocosamente el incidente del avestruz, los sirvientes empezaron en seguida a apartar las sillas, disponer las servilletas y llenar las tazas de té. Luego trajeron los alimentos —bandejas de plata con rodajas de papaya y de plátano, tazones de gachas humeantes, platos de huevos fritos con tocino— y los presentes se pusieron a conversar animadamente.

—La semana pasada me embistió un búfalo —dijo el vozarrón del capitán Draper de los Rifles Africanos del Rey—. Uno de mis wakamba me dijo que lo ocurrido significaba que mi esposa tenía un amante. Así que le contesté que debía ser peligrosísimo ir de safari durante la semana de las carreras de Nairobi, ¡ya que sin duda todo el país está lleno de búfalos enfurecidos!

Los que compartían la mesa del capitán prorrumpieron en sonoras carcajadas. En la mesa contigua el diálogo era más sosegado.

—Toda esta insistencia en que se les conceda el voto a los asiáticos. ¡Y tienen la desfachatez de exigir el derecho de instalarse en las tierras altas! Yo afirmo que el protectorado es una hija blanca de la corona y no una nieta asiática. Tienen la India. Que se vuelvan a la India si no les gusta cómo se llevan las cosas aquí. En mi opinión, el África Oriental británica es exactamente eso: un lugar donde deben imperar los ideales británicos, la civilización británica, las tradiciones británicas. ¡Y digo yo que hay que procurar que las tierras altas sigan siendo blancas!

Valentine sólo escuchaba a medias. El pulso seguía latiéndole con fuerza a causa de la furiosa galopada y trabajo le costaba estarse quieto. Esperaba con impaciencia el momento de emprender la vuelta a casa, de llevarle su sorpresa a Rose. Al conde no le interesaba el segmento de la población que había llegado en 1896 para construir el ferrocarril de Uganda, trabajadores importados de la India que luego se habían quedado en el país, abriendo comercios y trabajando en oficinas. Los asiáticos estaban presionando al gobierno de su majestad para que les concediera el sufragio, igual que los blancos del protectorado, así como el derecho de instalarse en las tierras altas, las mejores del África Oriental, que se extendían desde Nairobi hasta mucho más allá de la finca Treverton. Los europeos, que eran pocos, luchaban por impedirlo.

—La respuesta consiste en pedir el estatuto de colonia —dijo un hombre joven que llevaba un sombrero de alas anchas, una de ellas levantada y prendida con una insignia oficial—. Lord Delamere tiene razón. Si nos hicieran colonia, quedaríamos anexionados oficialmente a Inglaterra, lo cual daría a la corona autoridad jurídica para disponer de la tierra como mejor le pareciese. Como protectorado somos prácticamente huérfanos. Pero como colonia tendrían que escucharnos.

Valentine alcanzó la mermelada y untó generosamente su tostada. En la mesa había mantequilla, crema y queso, todo ello fresco; ¡hasta café de Nairobi y té de Darjiling! En Inglaterra seguía en vigor el severo racionamiento de la posguerra; en el protectorado los precios habían subido mucho, los artículos de importación escaseaban y el agricultor se esforzaba por ir tirando de día en día. Pero la plantación de sisal del brigadier Norich-Hastings se defendía bien, por lo que el militar retirado podía permitirse el lujo de ofrecer abundancia en su mesa.

Valentine deseaba que sir James lo hubiera acompañado. A su amigo le habrían sentado bien unas vacaciones y la oportunidad de saborear un poco de comida decente. La vida en Kilima Simba, la granja Donald, era sencilla y dura. Lucille cuidaba de los dos niños pequeños y de una recién nacida, trabajando desde el amanecer hasta después de ponerse el sol, elaborando su propia levadura, preparando compotas para venderlas y ganarse unas cuantas rupias extra, remendando prendas de vestir que, a juicio de Valentine, deberían utilizarse como trapos, mientras su esposo pasaba el día montado a caballo, inspeccionando su numeroso ganado, batallando contra un abastecimiento de agua cada vez más escaso, supervisando los baños del ganado, constantemente alerta ante la posible aparición de insectos portadores de enfermedades y vigilando que sus hombres trabajaran en vez de escabullirse con la intención de beber cerveza. Comparado con lord Treverton, sir James no era rico, pero era el hombre más honrado y trabajador que Valentine había conocido en su vida. Si James hubiera muerto en el horrible incidente ocurrido cerca de la frontera del África Oriental alemana —y los cirujanos del ejército declararon que su salvación había sido un milagro—, habría sido una gran pérdida para el África Oriental. James Donald había recibido un título nobiliario en premio a un valor que no cabía esperar de un ser humano. Valentine pensaba que el premio no había sido suficiente.

—Este tipo era el capitán del equipo de críquet de Eldoret, ¿comprendes? —decía la voz de Norich-Hastings—, e iba a celebrarse un partido de un día contra Kisumu. Ganó cuando echaron la moneda a cara o cruz, eligió batear e inició el juego. A la hora del té todavía estaba corriendo vueltas.

Valentine escuchó la anécdota y se rió con todos los demás. Estaba de muy buen humor debido a la cita que había concertado para esa tarde con el doctor Hare de Nairobi. El médico había accedido gustosamente a abrir su consultorio para una visita privada pese a que era domingo, y Valentine confiaba en que tendría una solución para el problema de Rose.

Mientras se servía riñones a la parrilla y huevos revueltos, escuchando a medias la conversación en torno a la mesa, que ahora se refería al cultivo del café, Valentine se recordó a sí mismo que, en realidad, suya era la culpa de que sus relaciones sexuales con Rose no marcharan bien.

Pensó que, después de todo, a una dama delicada y refinada como Rose no debía de serle fácil renunciar a una vida de comodidades y prominencia social ¡a cambio de un campamento de tiendas en la selva! A diferencia de Grace, que parecía disfrutar de todos los desafíos que África le lanzaba, a Rose le daba miedo todo lo que había en el país. Y no había otras señoras de su propia clase que pudieran brindarle apoyo. Lucille Donald disponía de poco tiempo para el tipo de vida social que gustaba a Rose; además, las dos mujeres eran tan diferentes como el día y la noche. Que entraran hienas en el gallinero no era una de las cosas que preocupaban a Rose, que tampoco necesitaba aprender a elaborar cola con cascos de búfalo. Y a Lucille no le interesaba ni pizca la moda o el estilo, no sentía curiosidad por si las faldas debían ser cortas o largas ni por dónde pasaba las vacaciones la familia real.

Con todo, a pesar de que estaba sola la mayor parte del tiempo, toda vez que Valentine tenía que pasarse todo el día en los campos para asegurarse de que los cafetos jóvenes recibieran las atenciones debidas, y Grace andaba muy ocupada tratando de persuadir a los africanos locales a que acudieran a su clínica, Rose parecía haberse adaptado bastante bien.

«De hecho —pensó Valentine mientras reía de otro chiste que acababan de contar—, Rose casi parece alegrarse de que la dejen sola».

—Tengo doscientas hectáreas de café a punto de dar fruto —dijo un hombre de Limuru—, pero debido a la falta de lluvia los granos son pequeños, hay demasiadas bayas malas y el café presenta un aspecto mortecino. —Se volvió hacia Valentine—. ¿Qué tal va tu cosecha?

—Pues bastante bien.

Los que se encontraban sentados a su mesa no se sorprendieron. La gran suerte y la continua prosperidad del conde eran objeto de comentarios en toda el África Oriental. Al parecer, todo lo que tocaba se convertía en oro.

—Me han dicho que construiste un dique en el Chania.

—Sí. En marzo, cuando me dio la impresión de que las lluvias no vendrían. Luego abrí un canal de riego, para que el agua llegase a mis campos.

—¡Los negros se llevarían una sorpresa al ver lo que hacías con el río! No piensan en el futuro, no tienen ningún concepto del mañana. Nunca cultivan más alimentos de los que pueden comer en un día, nunca se preguntan qué harán en caso de sequía. Para ellos todo es shauri ya mungu.

—Malditos negros —terció un hombre de cara enrojecida por el sol y poblada barba rubia—. ¡No hay forma de hacerlos trabajar! Se quedan sentados sobre sus negros culos y esperan que les den americani, azúcar y aceite, y ni por un momento se les ocurre pensar que todo esto hay que ganarlo trabajando.

—Se puede sacar al mono de la jungla —dijo el hombre de Limuru—, ¡pero es imposible sacar la jungla del mono!

Valentine consultó con disimulo su reloj mientras removía el té. Sus largas piernas se movían nerviosamente debajo de la mesa.

—¿Ha disfrutado en la cacería, lord Treverton?

Valentine miró el rostro sonriente de lady Margaret. La mujer le recordaba un perro pequinés, aunque de mejor carácter.

—¿Y cómo está su encantadora esposa, la condesa? —añadió lady Margaret antes de que él pudiera contestar—. Necesitamos ver a lady Rose más a menudo en Nairobi.

«Son las ocasiones en que Rose vuelve a la vida —pensó Valentine—, las escasas ocasiones en que Rose baja a Nairobi».

Rose había asistido al gran baile en el club Muthaiga, en honor del rey de Suecia, y luego a aquella pomposa ceremonia de plantación ante el palacio del gobernador, para la cual había donado un esqueje de sus preciosas rosas. En Nairobi Rose se mostraba alegre y animada; era el centro de la atención y admiración. Valentine sabía que, de no ser por el largo viaje desde la provincia Central, en carretas y acampando todas las noches, Rose visitaría Nairobi con mayor frecuencia.

—Debe darle las gracias de mi parte por el té —dijo lady Margaret—. Me pareció una mezcla apasionante.

Rose había traído de Inglaterra una mezcla especial de té de Mysore y Ceilán que su familia conocía desde hacía muchas generaciones. Al agotársele la provisión, en vez de pedir que le mandasen más desde Londres, había pedido a una empresa de Nairobi que sustituyera el té de Ceilán por otro cultivado en el país, en las regiones próximas al lago Victoria, que eran más frescas, y había comprobado que la mezcla producía un sabor muy agradable, sin igual. Durante su última estancia en Nairobi, para asistir a una cena de gala con motivo del cumpleaños del rey, había despertado el interés de lady Margaret con sus comentarios sobre la nueva mezcla, así que luego, al volver a casa, le había mandado un paquete.

—¿Le importaría a la condesa —preguntó la esposa del brigadier— que yo encargara la mezcla para mí? Me parece que no volveré a tomar la mezcla de lady Londonderry.

Valentine se disponía a contestar, pero ella siguió hablando apresuradamente:

—Tengo un pequeño regalo para lady Rose a cambio de su té. Por fin he recibido mi encargo de seda belga para bordar. ¡La pedí hace casi un año! Y hay un verde de lo más delicioso y que no dudo que irá perfectamente con su tapiz.

En abril, deseoso de contentar a Rose y alejarla durante unos días del campamento de tiendas, Valentine la había llevado de safari en las laderas del cercano monte Kenia. Había procurado que el viaje le resultara lo más agradable posible, instalando una hamaca entre dos palos y haciéndola transportar por los africanos, y la respuesta de Rose había consistido en enamorarse de la selva. De hecho, la había impresionado tanto, que había vuelto a la plantación con el paisaje perfectamente grabado en su cerebro. Había cogido inmediatamente una pieza de lino irlandés que guardaba en el arca de madera de cedro, había sacado sus agujas y sus hilos de un baúl y había empezado a confeccionar algo que prometía ser un tapiz impresionante. De momento se encontraba en estado embrionario, pero ya empezaba a notarse la habilidad con que la selva quedaría plasmada en el lino: los ricos matices verdes tachonados de flores silvestres de vivos colores, anaranjadas, amarillas y azules; las largas, viscosas enredaderas que colgaban de árboles húmedos y retorcidos; la hierba esmeralda, los helechos gigantescos, las palmas grandes como orejas de elefante; hasta la neblina baja de la montaña aparecía trazada con hilo de seda color azul perla, y al lado Rose estaba dejando un espacio donde habría un imaginario leopardo de ojos dorados.

En eso empleaba su tiempo. Tejer el tapiz era lo único que hacía. Se sentaba en el pequeño claro que se encontraba en el centro de los eucaliptos, protegida por una glorieta que Valentine había hecho construir para ella, resguardada del sol tropical en compañía de sus monos, sus loros y la señora Pembroke con la pequeña Mona.

—¿Podemos ofrecerle una cama improvisada para esta noche, lord Treverton? —preguntó lady Margaret. Como las distancias entre vecinos eran tan grandes y apenas existían hoteles, había nacido en el África Oriental británica la costumbre de que los invitados pernoctasen en casa del anfitrión, ya fueran amigos o desconocidos.

Pero Valentine tenía prisa. Había dos cosas que debía hacer en Nairobi —ver al doctor Hare y preparar la «sorpresa» para Rose— y luego volvería rápidamente al norte, a casa.