¿Qué habían hecho los hijos de Mumbi para enojar a Ngai? El Señor de la Luz había retirado las lluvias y ahora una sequía azotaba la tierra de los kikuyu y pronto habría hambre, y el hambre traería los malos espíritus de las enfermedades.
El calor era muy fuerte y hacía sudar a la joven Wachera mientras trabajaba en la selva. No estaba sola. A poca distancia de ella, la anciana Wachera también andaba agachada, recogiendo hierbas y raíces medicinales, su cuerpo creando música con los cientos de abalorios de sus collares, brazaletes de cobre y ajorcas en los tobillos.
Las dos mujeres recogían hojas de lantana y corteza de espino. Las hojas se usaban para detener las hemorragias; la corteza, para los males del estómago. La anciana Wachera había enseñado a su nieta a distinguir estas plantas mágicas, a recolectarlas y prepararlas, así como a administrarlas. El proceso era exactamente el mismo que en tiempos de sus antepasados, cuando las hechiceras se internaban en las selvas, a buscar y recolectar, como ese día hacían ellas dos. La abuela había enseñado a la joven Wachera que la tierra era la Gran Madre y que de ella nacía todo lo bueno: los alimentos, el agua, las medicinas; hasta el cobre que adornaba sus cuerpos. La Madre debía ser venerada y por esto, mientras trabajaban, las dos Wacheras recitaban encantamientos sagrados dedicados a la tierra.
Por fuera la abuela parecía estar en paz. Era una mujer africana de edad avanzada y movimientos gráciles, vestida modestamente con suaves pellejos de cabra, la cabeza afeitada y reluciente bajo el cálido sol, los dedos morenos y ágiles moviéndose rápidamente entre las hojas y las ramitas, clasificando, rechazando, arrancando, los ojos sabios reconociendo al instante la medicina buena y la mala. Las palabras sagradas sonaban como una canción, un tararear sin sentido que hacía pensar que la mujer no tenía ninguna preocupación, ningún pensamiento en el cerebro.
Pero la verdad era que los pensamientos de la anciana Wachera seguían un rumbo complejo, examinando y arrancando problemas del mismo modo que sus dedos se movían entre las plantas: cómo curar la esterilidad de Gachiku; qué receta debía utilizar para el filtro amoroso de Wanjoro; los preparados para los próximos ritos de iniciación; organizar la ceremonia para llamar a la lluvia. En los tiempos buenos la gente daba las gracias al Dios de la Luz, lo elogiaba, pero cuando los tiempos eran malos acudía a la choza de la hechicera.
Esa mañana, sin ir más lejos, Nyagudhii, la alfarera del clan, la había visitado para quejarse de que sus cacharros se rompían, inexplicablemente. Wachera había sacado su bolsa de preguntas y había arrojado los palos de adivinación a los pies de la mujer. Había leído en ellos que se había roto un tabú, que un hombre, nada menos que un hombre, había visitado el lugar donde Nyagudhii moldeaba sus cacharros. La alfarería era un trabajo reservado rigurosamente para las mujeres porque la Primera Mujer se llamaba Mumbi, que significa «la que hace cacharros». Del principio al fin, la extracción de la arcilla, la tarea de darle forma y secarla, la cocción de los cacharros y, finalmente, su venta, estaban exclusivamente en manos de mujeres. La ley kikuyu prohibía que un hombre tocara alguno de los materiales asociados con ese trabajo, o que estuviera presente mientras se llevaba a cabo. La misteriosa rotura de los cacharros nuevos de Nyagudhii sólo podía significar que un hombre, ya fuera intencionadamente o sin darse cuenta, había penetrado en el terreno tabú. Ahora habría que sacrificar una cabra ante la higuera y purificar ritualmente la zona dedicada a los trabajos de alfarería.
Pero lo que más pesadumbre causaba a Wachera era la sequía. ¿Cuál era su causa? ¿Qué había que hacer para propiciar a Ngai y traer la lluvia?
Miró la magra cosecha que contenía su cesta: unas cuantas hojas quebradizas, hierba seca como la paja. Su medicina sería débil y la enfermedad volvería a abatirse sobre la tierra de los kikuyu. Bajo sus pies desnudos el suelo estaba reseco y polvoriento. La Gran Madre parecía dar boqueadas pidiendo agua. En el pueblo los maizales se habían marchitado y secado, el grano almacenado se había convertido en polvo, las ramas perdían sus hojas y se inclinaban llenas de pesar. Wachera pensó de nuevo en el trabajo incesante que estaban haciendo en la cresta desde donde se dominaba el río. Grandes monstruos de metal derribaban árboles y arrancaban tocones; los bueyes tiraban de gigantescas garras metálicas que herían la tierra; ¡el hombre blanco montado a caballo enseñaba su látigo a los hijos de Mumbi que trabajaban como mujeres bajo el cielo sin lluvia! Wachera podía oír cómo lloraban los antepasados.
Se le había ocurrido que quizá una thahu pesaba sobre su pueblo.
Thahu significaba «maldad» o «cosa pecaminosa». Era una maldición que ensuciaba el suelo y el aire; una thahu podía hacer que un hombre enfermase y muriese; podía destruir las cosechas, hacer que las vacas y las ovejas se volvieran estériles, que las mujeres tuvieran malos sueños. La selva estaba poblada de espíritus y fantasmas; los hijos de Mumbi sabían andarse con cuidado para no ofender a un duende árbol o al espíritu del río. Sabían que los diablos se aferraban al negro manto de la noche y que las buenas manifestaciones de Ngai cabalgaban en las alas de la mañana. Había magia en todas partes, en cada hoja y en cada rama, en el graznido del pájaro tejedor, en las neblinas que ocultaban al Dios de la Luz. Y como existía este segundo mundo invisible con sus leyes y castigos propios, los hijos de Mumbi se esforzaban por honrarlo. Jamás se recogía el último tubérculo de la tierra, ni se dejaba el pozo seco, ni se rompía madera con mala intención, ni se daba la vuelta a una roca. Si se pecaba contra el reino de los espíritus, había que pedirle perdón y aplacarlo con una ofrenda. Pero si alguien obraba descuidadamente y pecaba sin luego pedir perdón, el resultado era la thahu y su azote caía sobre los hijos de Mumbi.
Pero ¿qué la había causado?
La thahu era la fuerza más poderosa de la tierra, los kikuyu lo sabían, y pedir que una maldición cayera sobre un miembro del clan era peor que cometer un asesinato. A la gente que perpetraba una thahu la quemaban viva sobre unos haces de leña, y las personas que eran víctimas de la thahu poca esperanza tenían de encontrar alivio. La anciana Wachera había visto cómo un miembro de su propia familia, un tío suyo, enloquecía después de que un hombre, celoso porque aquél poseía un gran rebaño de cabras, había hecho que una thahu cayera sobre él. Wachera, que a la sazón era una niña de corta edad, había visto el complejo ritual con que el hechicero había tratado de ahuyentar la maldición. Pero no sirvió de nada. La thahu era más fuerte que la medicina humana; una vez invocada una maldición, raramente se rompía; por esto los hijos de Mumbi no se tomaban las maldiciones a la ligera.
Cuando terminaron de buscar medicina las dos mujeres se pusieron a recoger leña, atando palos secos para formar haces enormes que se echaban a la espalda, sujetándolos con correas que les cruzaban la frente. Las cargas eran tan pesadas, que abuela y nieta caminaban con el cuerpo casi doblado por la cintura, el rostro apuntando hacia el suelo. Con la mayor abriendo la marcha, la carga en equilibrio sobre la cabeza gracias a setenta años de práctica, las dos emprendieron la vuelta al poblado por el camino polvoriento; el poblado distaba muchos tiros de lanza, lo que el hombre blanco llamaba ocho kilómetros.
Mientras caminaba, la joven Wachera iba pensando en su esposo, preguntándose si Mathenge iría al poblado esa noche. Le había visto por última vez al dar a luz la tercera esposa. Según la ley de los kikuyu, el padre no podía ver al recién nacido hasta después de darle una cabra a su esposa. Mathenge se había presentado, tan alto y esbelto con su manta roja anudada sobre un hombro. Ya no llevaba lanza porque ahora la ley del hombre blanco prohibía a los guerreros ir armados; en su lugar, llevaba en la mano un bastón, lo cual le hacía parecer un hombre importante.
Mientras hacía sus labores cotidianas —ir a buscar agua en lejanos hoyos del río seco, recoger cebollas pequeñísimas y mazorcas marchitas del huerto, ordeñar las cabras, curar los pellejos, barrer las chozas, reparar el tejado— Wachera solía divisar a su esposo en lo alto de la cresta. Lo veía sentado a la sombra de un árbol hablando con otros kikuyu, a veces le oía reír con el hombre blanco. Y cuando venía al poblado se sentaba en su choza de soltero, donde a las mujeres les estaba prohibido entrar, y entretenía a sus hermanos y primos hablándoles de la nueva shamba del mzungu.
Wachera sentía crecer la curiosidad que en ella despertaban los forasteros. En varias ocasiones, mientras trabajaba, había hecho una pausa para contemplar a la extraña mzunga que estaba erigiendo una misteriosa estructura río abajo. No eran más que cuatro postes con un techo de paja. Y la mujer blanca iba vestida de un modo desconcertante. Ni un centímetro de carne quedaba expuesto al aire y al sol; daba la impresión de estar atada, como un bebé en la bolsa que se llevaba a la espalda, y sólo la falda negra aparecía suelta y arrastrándose por el polvo.
«Una forma poco práctica de vestir —pensaba la mujer kikuyu— cuando hace tanto calor».
La mzunga daba órdenes a los hombres que trabajaban para ella, miembros del clan de la propia Wachera, hombres que en otro tiempo habían sido guerreros, pero que ahora le estaban construyendo una choza a la mujer blanca, a la que llamaban memsaab Daktari, es decir, «señora Médico».
Wachera se preguntaba a qué generación pertenecería la daktari. A la gente de su propia generación se les llamaba «Kithingithia» porque habían sido iniciados en el año de la enfermedad que hincha, la que los hombres blancos llamaban «gripe» y decían que había ocurrido en 1910. Como las dos parecían tener más o menos la misma edad, Wachera se preguntaba si a la daktari la habrían circuncidado en el mismo año, y, de ser así, si ello las convertía en hermanas de sangre.
Otra cosa de la memsaab intrigaba a Wachera: saltaba a la vista que era una de las esposas del hombre blanco y, pese a ello, no tenía ningún bebé. Todo el poblado hacía comentarios sobre lo rico que debía de ser bwana Lordy, en vista de la extensión de la shamba que estaba desbrozando, y de que no tenía menos de siete esposas. Los kikuyu no sabían que su cuenta incluía a la hermana de lord Treverton, a la doncella personal de su esposa, a la niñera de Mona, a dos camareras, a una costurera y a una cocinera, todas ellas traídas de Inglaterra. Los africanos decían que tantas esposas, pero sólo un toto, un bebé, entre ellas. ¡Y ni una de las mujeres tenía la barriga hinchada! ¿Serían estériles las esposas? ¿Por qué no se las volvía a vender a sus padres? Unas criaturas tan inútiles. Sin duda se trataba de mala suerte. Lo más juicioso que podía hacer bwana Lordy era buscarse otro hechicero.
Otra cosa del nuevo bwana intrigaba aún más a la joven Wachera. Sabía que había habido una gran guerra entre dos tribus wazungu, que había durado ocho cosechas. Bwana Lordy había vuelto de la guerra para erigir sus chozas de tela y desbrozar la selva con sus monstruos de metal. Y ahora habían venido sus esposas; lo más probable era que algunas de ellas fuesen mujeres capturadas en incursiones durante la guerra. Pero… ¿dónde estaba el ganado? ¿Qué clase de guerrero volvía de la guerra sin el ganado del enemigo?
Finalmente los pensamientos de Wachera se alejaron del hombre blanco para volver a su esposo.
¿Qué podía hacer para que volviese a ella? Aunque la cosecha era pobre y las cabras estaban en los huesos, Wachera prepararía un festín para él. Le daría la última cerveza buena que le quedaba y no se quejaría y se mostraría sumisa. ¡Lo único que faltaba era que él acudiese al poblado! Se le ocurrió pedirle a su abuela un filtro de amor para dárselo en secreto a Mathenge, pero sabía que la anciana tenía cosas más importantes de que ocuparse.
Iba a celebrarse un sacrificio ante la higuera sagrada, para pedir lluvia.
Wachera se acordaba de la última vez que se había celebrado una ceremonia de esa clase porque la habían elegido para participar en ella. Sólo los miembros del clan que estuvieran limpios y libres de culpa podían tomar parte: los ancianos que ya habían dejado atrás sus deseos mundanales y pensaban sólo en lo espiritual; las mujeres que ya no estaban en edad de dar a luz y, por ende, ya no perpetraban actos de lujuria; y los niños y niñas menores de ocho años porque eran puros de corazón y no estaban manchados por el pecado.
La ceremonia se había celebrado al pie de la misma higuera que se encontraba en el corazón del pequeño poblado de Wachera. Decían que era un árbol muy viejo y había demostrado su condición de árbol sagrado salvando a la familia de la enfermedad y el hambre en el año en que Wachera cruzó el río. A la joven Wachera no le cabía ninguna duda de que cuando se celebrase la ceremonia para pedir lluvia esta vez los antepasados que vivían en la venerada higuera enviarían la lluvia.
Las dos mujeres llegaron al río y siguieron su lecho casi seco del todo hacia su poblado, que estaba en la margen norte. Al pasar entre los árboles, la anciana Wachera soltó una exclamación. Un gigantesco monstruo de hierro con un hombre montado a lomos del mismo estaba derribando la choza de la tercera esposa.
La anciana Wachera se puso a gritarle al hombre montado en el monstruo, un masai que llevaba pantalones cortos de color caqui y que no hizo caso a la anciana, pero miró a la joven con interés. La bestia de hierro jadeaba y eructaba, triturando la choza bajo sus pies; la abuela se colocó en su camino y el conductor masai detuvo el animal y acalló sus rugidos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó la anciana.
El hombre contestó primero en masai, luego en suajili y finalmente en inglés, aunque las dos mujeres no entendieron ni una palabra. Luego dijo:
—Mathenge. —E hizo un gesto señalando la cresta.
Allí se encontraba el alto y guapo guerrero mirando hacia abajo. A su lado, mirando también, estaba el bwana blanco.