Al entrar en la choza, la joven dijo respetuosamente:
—Ne nie Wachera —«Soy yo, Wachera», y entregó a su abuela la calabaza llena de cerveza elaborada con caña de azúcar.
Antes de beber, la anciana echó unas gotas al suelo de tierra para los antepasados, luego dijo:
—Hoy te hablaré de cuando las mujeres gobernábamos el mundo y los hombres eran nuestros esclavos.
Se sentaron a la luz acuosa que entraba por la puerta abierta. La choza era circular y no había ventanas en las paredes hechas de barro y estiércol de vaca. Se escuchaba el ruido de la lluvia al caer sobre las hojas de papiro del techo. Siguiendo la tradición kikuyu, la Wachera mayor transmitía el legado de sus antepasados a la hija mayor de su hijo, y en ello estaban desde hacía muchos días. La instrucción había empezado con lecciones de magia y de curandería porque la abuela era la hechicera y la partera del clan; también era la custodia de los antepasados y la guardiana de la historia de la tribu. Algún día la muchacha, esposa joven que llevaba a su primogénito en la espalda, tendría las mismas obligaciones.
Mientras escuchaba las palabras que su abuela recitaba en la choza llena de humo, como otras abuelas habían hecho en todas las generaciones anteriores, la joven Wachera luchaba con la impaciencia. Quería hacer una pregunta, pero interrumpir a uno de sus mayores era algo impensable. Quería preguntarle algo sobre el espíritu blanco de la colina.
La voz de la anciana era cascada a causa de la edad; hablaba con un sonsonete, meciendo el cuerpo, y los grandes aros de cuentas que lucía a ambos lados de la cabeza rapada emitían un leve sonido. De vez en cuando se inclinaba hacia adelante para remover la sopa que se cocía a fuego lento.
—Hoy llamamos a nuestros esposos «amo y señor» siguiendo la costumbre kikuyu —dijo a su nieta—. Los hombres son nuestros propietarios, pueden hacernos lo que les plazca. Pero recuerda siempre, hija de mi hijo, que somos los hijos de Mumbi, la Primera Mujer, y que los nueve clanes de los kikuyu llevan los nombres de las nueve hijas de Mumbi. Esto es para recordarnos que hubo un tiempo en que las mujeres éramos poderosas y que hubo una época muy lejana en que nosotras gobernábamos y los hombres nos temían.
Mientras la joven escuchaba y grababa cada una de las palabras en su memoria, sus manos trabajaban rápida y ágilmente tejiendo un cesto nuevo. Su esposo, Mathenge, le había traído la corteza del mogio, pero se había marchado en seguida, porque tejer cestos era tabú para los hombres.
La joven Wachera se sentía orgullosa de su esposo. Era uno de los nuevos «jefes» que los hombres blancos habían nombrado recientemente. Entre los kikuyu no era costumbre tener jefes, ya que el gobierno de los clanes correspondía a los consejos de ancianos, pero los wazungu, por algún motivo que a Wachera se le escapaba, juzgaban necesario nombrar jefes kikuyu para que gobernasen a su propia gente. Mathenge fue uno de los elegidos porque en otro tiempo había sido un guerrero famoso y había combatido en muchas batallas contra los masai. Eso ocurrió antes de que el hombre blanco dijera que los kikuyu y los masai no debían seguir luchando.
—En tiempos muy remotos —decía la voz anciana— las mujeres gobernaban a los hijos de Mumbi, y un día los hombres empezaron a sentir celos. Se reunieron secretamente en la selva para buscar la forma de poner fin a la dominación de las mujeres. Pero los hombres sabían que las mujeres eran astutas y que no sería fácil vencerlas. Entonces recordaron que había un período durante el cual las mujeres eran vulnerables, el período en que estaban preñadas. Así que decidieron que triunfarían si se rebelaban cuando la mayoría de las mujeres estuviesen preñadas.
La joven Wachera había oído esta historia muchas veces. Los hombres habían conspirado para preñar a todas las mujeres de la tribu y luego, al cabo de un tiempo, cuando muchas de sus esposas y hermanas e hijas estaban embarazadas de varios meses, habían lanzado su ataque. Y habían conseguido derogar las antiguas leyes matriarcales y erigirse en señores de las mujeres subyugadas.
Si en el corazón de la anciana anidaba la amargura a causa de aquella historia ignominiosa, nunca dejaba que se le notase, porque el código tribal se lo prohibía: las mujeres kikuyu eran educadas para ser dóciles, tímidas y resignadas.
Debido a esa crianza, la joven Wachera nunca había dudado de la sabiduría de su esposo al decidir que trabajaría con el hombre blanco, ni de la de sus hermanos cuando optaron por irse al norte con sus escudos y sus lanzas y buscar empleo en la shamba de ganado del hombre blanco. A decir verdad, en el poblado envidiaban ahora a las esposas de los pocos kikuyu que habían ido a trabajar para el hombre blanco, porque éstos volvían a casa con sacos de harina y de azúcar y con un paño muy codiciado que llamaban «americano». Así que las dos Wachera eran ricas gracias a Mathenge; poseían más cabras que cualquiera de las demás mujeres del clan.
Wachera echaba mucho de menos a su esposo ahora que era el «capataz» de la shamba del hombre blanco. Se había enamorado de Kabiru Mathenge por la forma en que éste tocaba la flauta. Durante la estación en que el mijo estaba maduro y había que protegerlo de los pájaros, los jóvenes recorrían los campos tocando sus flautas de bambú, y Mathenge, que era alto para ser kikuyu porque descendía de masai, y guapo con su shuka y sus cabellos largos y trenzados, había viajado por los poblados, deleitando a la gente con sus melodías. Mas ahora la flauta de Mathenge estaba silenciosa porque los deberes del hombre blanco le obligaban a ausentarse.
—Ya ha llegado el momento —dijo la abuela mientras removía la sopa de plátanos— de que oigas la historia de tu famosa antepasada, la gran Wairimu, a quien los hombres blancos se llevaron para convertirla en esclava.
Los kikuyu no conocían la escritura, por lo que su historia era una tradición oral. Desde una edad muy temprana, a todos los niños les enseñaban las listas de las generaciones y les obligaban a recitarlas. La joven Wachera conocía la historia de su familia de cabo a rabo, empezando por la Primera Mujer.
—La generación más antigua llevaba el nombre de «generación Ndemi» —decía—, porque eran gentes revoltosas y hacían la guerra; a sus hijos los llamaron la «generación Mathathi» porque vivían en cuevas; a los hijos de sus hijos los llamaron la «generación Maina» porque bailaban las canciones kikuyu; vino después la «generación Mwangi», llamada así porque eran nómadas…
Y los años no se contaban por números, sino utilizando nombres descriptivos, de manera que cuando la abuela decía que Wairimu había vivido durante la Murirna wa Ngai (la enfermedad de los temblores de origen celestial), Wachera sabía situar a su antepasada en el año de la epidemia de malaria cinco generaciones antes.
Conteniendo el aliento, maravillada, escuchaba la crónica heroica de cómo Wairimu, tras serle arrebatada a su esposo, encadenada y llevada a un «gran campo de agua sobre el cual flotaban chozas gigantescas», había huido de sus captores blancos y regresado a la tierra de los kikuyu, luchando con leones y comiendo brotes de platanero hervidos. Wairimu había sido la primera en hablarles a los hijos de Mumbi de una raza de hombres cuya piel era del mismo color que los nabos, y así era cómo la palabra mzungu había venido a significar «hombre blanco», porque en aquellos tiempos quería decir «extraño» e «inexplicable».
La joven Wachera recordaba la primera vez que había visto un mzungu. Hacía de ello dos cosechas, cuando su hijo aún no había nacido. Cuando el hombre blanco se presentó en el poblado y las mujeres habían huido despavoridas, Wachera se había refugiado en la choza de su abuela. Pero Mathenge no había tenido miedo. Adelantándose había escupido en el suelo a modo de saludo. Mientras las mujeres miraban desde sus escondrijos, los dos hombres habían llevado a cabo un extraño negocio: Mathenge había recibido abalorios y americani y a cambio de todo ello había apretado con el pulgar algo que parecía una hoja grande y blanca. Después, sentados alrededor de la hoguera y bebiendo cerveza de caña de azúcar, les había hablado a Wachera y a sus otras dos mujeres de algo que se llamaba «venta de tierra» y de otra cosa llamada «escritura» que había marcado con el pulgar.
Los hombres blancos desconcertaban a la joven Wachera. Desde aquel primer encuentro sólo había visto hombres blancos unas cuantas veces —estaban desbrozando la selva en la colina que quedaba encima del río—, pero esa mañana había presenciado la llegada de muchos más y se había asustado. Luego había visto la aparición vestida de blanco, mirándola desde lo alto, y ahora, mientras escuchaba el final del extraordinario cuento de Wairimu, Wachera empezó a preguntarse si lo que había visto no era un espíritu, sino una mujer blanca.
Soltó una exclamación de júbilo cuando el relato concluyó, pero la Wachera anciana la hizo callar con palabras tristes:
—Desgraciadamente, Wairimu fue capturada por segunda vez y se la llevaron por el campo de agua que llega hasta los confines de la Tierra y nunca volvió al país de los kikuyu.
La joven quedó hechizada. ¿Qué habría sentido la pobre Wairimu? ¿Qué extraño destino la esperaría en la otra orilla del agua grande?
Wachera notó que el pequeño se movía en su espalda, dejó el cesto que estaba tejiendo y cogió el pequeño para acercárselo al pecho. El niño se llamaba Kabiru. Según la tradición kikuyu, las almas de los antepasados seguían viviendo en los niños, así que al primogénito siempre le ponían el nombre de su abuelo. Por el mismo motivo la abuela y la nieta se llamaban Wachera. El nombre significaba «la que visita a la gente» y había sido transmitido a lo largo de las generaciones desde la primera Wachera, que visitaba a la gente por ser la hechicera del clan.
La abuela sonrió mientras contemplaba cómo la joven madre daba el pecho a su pequeño. La anciana sabía que los antepasados se sentían complacidos con esa joven kikuyu que estaba recibiendo los secretos y los conocimientos acumulados del clan, porque era despierta, inteligente y respetuosa. El hijo de la anciana Wachera había criado bien a su hija; la joven Wachera era un modelo de esposa kikuyu: tenía siempre limpia la choza de Mathenge, cuidaba un huerto abundante, siempre estaba alegre, y nunca hablaba a menos que le dirigiesen la palabra. La dulce Wachera gustaba a todo el mundo; las madres la señalaban y les decían a sus hijas que era un ejemplo que debían seguir. Les decían que durante su circuncisión, efectuada a los dieciséis años, en presencia de todas las mujeres del clan, la joven Wachera no se había arredrado bajo el cuchillo. En vista de ello, nadie se sorprendió cuando el guapo y bravo Kabiru Mathenge visitó a la anciana Wachera con la intención de comprar a su nieta. Sesenta cabras había pagado por ella, precio que aún era objeto de comentarios entre la gente.
A la abuela se le hinchó el corazón. La joven había quedado preñada casi en el acto. Sin duda esta nieta produciría gran número de hijos para la perpetuación de los antepasados. Triste era la familia kikuyu con menos de cuatro hijos, porque entonces una abuela o un abuelo no alcanzaba la inmortalidad.
La anciana se sumió en un silencio pensativo mientras la lluvia seguía azotando el techo. El aire de la choza se hizo espeso y se llenó de olores a tierra mojada, plátanos cocidos, humo y cabras. La intemporalidad descendió sobre las dos mujeres. Formaban un cuadro idéntico a los de sus antepasadas porque los kikuyu eran gobernados por la tradición, las costumbres y las leyes dictadas por Ngai, su dios, que vivía en el monte Kenia, y aborrecían el cambio. Junto a sus pies desnudos estaba la calabaza de adivinación de la anciana Wachera. La habían vaciado, secado y llenado de objetos mágicos en una edad tan remota, que ni siquiera ella sabía cuál de sus antepasados lo había hecho. La calabaza era el símbolo del poder de Wachera; con ella leía el porvenir, sanaba los cuerpos enfermos y se comunicaba con los antepasados. Algún día la calabaza pasaría a la joven Wachera y de esta forma la abuela continuaría viviendo, del mismo modo que su propia abuela vivía ahora en ella.
Mientras caía la lluvia, los pensamientos de la anciana volaron hacia el resto del clan, que estaba en la otra orilla del río.
Cuarenta cosechas habían pasado desde que una terrible maldición había caído sobre los hijos de Mumbi. Primero la sequía, seguida del hambre. Luego una enfermedad había hecho estragos entre los kikuyu y los masai, matando a una de cada tres personas. En aquel entonces la anciana Wachera vivía con su esposo y sus otras mujeres al otro lado del río, en un gran poblado. Ella no había podido salvar al clan de la enfermedad, pero los antepasados le comunicaron que podría salvar a su propia y pequeña familia trasladándose a la otra orilla del río, donde la tierra había sido bendecida por Ngai y donde no había ningún mal espíritu de enfermedad.
Los demás habitantes del poblado se rieron de la locura de semejante medida. Alegaban que la unión hace la seguridad, mas para entonces Wachera ya era viuda, pues la enfermedad había llamado a su esposo a reunirse con sus antepasados, de modo que, volviendo la espalda al poblado, sobre el que pesaba la maldición de Dios (ella lo sabía), se instaló en esa tierra nueva con sus coesposas y sus hijos. Aquí encontró mugumo, la higuera sagrada, y al verla comprendió que sus visiones le habían dicho la verdad. Mientras las demás tribus del país recordaban aquel año por el nombre de Ngaa Nere, el año de la Gran Hambre (y el hombre blanco lo llamaba «la epidemia de viruela de 1898»), los supervivientes del antiguo poblado y sus descendientes lo llamaban «el año en que Wachera cruzó el río».
En ese momento pensaba en ellos; en su hermana, la pobre Thaata, que no tenía hijos y cuyo nombre significaba «estéril» y vivía de lo que ganaba fabricando cacharros; y en Nahairo, que sin duda, ya estaría a punto de dar a luz. Aunque las mujeres kikuyu no aprobaban los preparativos para el parto, pues pensaban que traían mala suerte y eran perder el tiempo si el bebé no vivía, Wachera ya tenía su cuchillo de partera afilado y listo.
Finalmente, la hechicera pensó en Kassa, su hermano, que era uno de los ancianos de la tribu. Le habían dicho que Kassa se había ido al norte, hacia el monte Kenia, y había obtenido un empleo en la shamba de ganado del hombre blanco. Kassa era ahora contador de vacas, y Wachera estaba muy preocupada. Presentía que algún cambio calamitoso estaba a punto de caer sobre los hijos de Mumbi. El cambio ya había llegado, pero sólo de forma vaga, sutil. Ciertamente, la vida tribal seguía desarrollándose del mismo modo que en los tiempos de los antepasados. Tal vez algunas mujeres llevaban a sus bebés vestidos con americani, y el viejo Kamau había aceptado el dios del hombre blanco y ahora se llamaba Solomon. Pero en conjunto, las viejas costumbres seguían respetándose estrictamente.
La mirada de Wachera se dirigió hacia adentro.
Y, sin embargo, los indicios de cambio estaban ahí mismo, en el seno de su propia familia. Mathenge era un guerrero, pero como el hombre blanco había prohibido a los kikuyu portar lanzas, ya no dirigía incursiones contra los masai. Recordó con nostalgia los viejos tiempos en que los masai lanzaban ataques contra el país de los kikuyu para robar ganado y mujeres. Y algunas mujeres no protestaban porque los guerreros masai tenían reputación de ser unos amantes soberbios.
Su corazón se endureció. Mucho antes de que el hombre blanco pusiera pie en el país de los kikuyu, ella había sabido de su llegada y de los cambios que traería consigo.
Hacía ya muchas cosechas, antes de que naciese su nieta, Ngai, el dios de la Luz la había visitado en sueños y la había llevado a su reino, que estaba en la cumbre de una montaña, y le había mostrado acontecimientos futuros. Al revelárselos al clan, todos se habían sobresaltado y asustado porque Wachera hablaba de unos hombres que saldrían del agua grande, unos hombres cuya piel tendría el mismo color que las ranas claras y cuyas vestiduras parecerían alas de mariposa. Estos wazungu portarían unas lanzas que escupían fuego y cruzarían el país en un gigantesco ciempiés de hierro.
Se había celebrado un consejo extraordinario para examinar la profecía de Wachera y se había decidido que los hijos de Mumbi no harían la guerra contra los intrusos, sino que los tratarían con cortesía y los estudiarían con suspicacia.
Pronto llegaron los hombres blancos y los hijos de Mumbi vieron que eran pacíficos, que no querían hacerles ningún daño y sólo deseaban pasar por la tierra de los kikuyu. Muchos miembros del clan creyeron que los wazungu buscaban una patria permanente y que, antes de que transcurrieran muchas cosechas, se irían del país de los kikuyu y nunca volverían a saber de ellos.
Wachera apaciguó su turbado corazón con un proverbio que decía: «El mundo es como una colmena: Todos entramos por la misma parte, pero vivimos en celdillas diferentes».
Un trueno sacó a ambas mujeres de su ensimismamiento. No alzaron el rostro ni se volvieron hacia la puerta abierta, pues era tabú mirar al dios cuando estaba trabajando, así que la anciana removió la sopa y la joven volvió a colocarse el bebé en la espalda.
Al apagarse el ruido del trueno, la joven Wachera miró a través de la lluvia hacia la choza de su esposo, que distaba dos tiros de lanza de la choza de su abuela, y el dolor terrible volvió a apoderarse de ella. Era un anhelo, que parecía un hambre insaciable: yacer entre los brazos de Mathenge; sentir el calor de su cuerpo de guerrero; solazarse con el sonido grave de su risa. Pero era tabú que un hombre se acostara con su esposa mientras ésta estuviera criando, así que tendría que tener paciencia. Tomó el cesto y reanudó su tarea, contemplando la lluvia, mientras su mente bullía en proyectos para su maizal, y en fantasías sobre su propio futuro: algún día se sentaría en una choza exactamente igual a la de la abuela y transmitiría su conocimiento a una nieta.
Irónicamente, los pensamientos sobre el futuro le hicieron volver al presente, como si existiera alguna relación mística entre las dos cosas, y la joven Wachera se encontró, una vez más, pensando en la mujer blanca de la colina.