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Grace estaba furiosa con su hermano.

Negras nubes se cernían sobre las colinas, amenazadoras como buitres. Y allí iban dos mujeres, seis sirvientes y catorce africanos, avanzando palmo a palmo por un peligroso camino de tierra en cinco carretas que transportaban todo lo que poseían en este mundo. ¿Qué protección les darían los toldos de lona si de pronto se desencadenaba un aguacero torrencial? ¿Qué diría Valentine al ver que la alfombra de Aubusson se había estropeado, que los cuadros de Bella Hill estaban empapados? ¿Cómo consolaría a Rose cuando ésta viese que la lluvia había destruido el mantel de encaje y los vestidos de seda? ¡Era absurdo llevar todas esas cosas inútiles a una región selvática! Valentine se había vuelto loco.

Miró a su cuñada, que iba acurrucada y envuelta en un abrigo de pieles, los ojos clavados en la distancia como si pudiera ver lo que había al final del camino.

Rose seguía muy débil y su palidez daba miedo. Pero se había negado a quedarse en Nairobi, especialmente después de recibir un mensaje de Valentine pidiéndole que prosiguiera el viaje. Grace había tratado de disuadirla, pero al día siguiente Rose había ordenado a sus sirvientes ingleses que hicieran cargar las carretas. Grace no consiguió quitarle de la cabeza la idea de seguir adelante, de modo que ahora se encontraban en medio de una región agreste, abriéndose paso a machetazos entre la vegetación, luchando contra los insectos y pasando las noches en blanco dentro de sus tiendas porque los rugidos de los leones y de los guepardos no las dejaban dormir. ¡Y las lluvias torrenciales no tardarían en empezar!

Al oír el llanto del bebé, Grace se volvió para mirar el interior de la carreta. La señora Pembroke, la niñera, sacó un biberón y el bebé se calmó.

Era un milagro que el bebé hubiese sobrevivido. Al ver la figurilla inanimada que aparecía sobre las sábanas, Grace había creído que estaba muerta. No había notado latidos en su corazón y tenía la cara azul. Pero, a pesar de ello, le había hecho la respiración boca a boca… ¡y vivía! Una niña pequeña, débil, pero viva y que se iba haciendo más fuerte cada día.

Pensó en la mujer joven que iba a su lado. Exceptuando el episodio en el hotel Norfolk, donde había insistido en seguir hasta Nyeri, lady Rose había guardado silencio desde el nacimiento de la pequeña. «No —recordó—, hubo otra excepción». Al insistir en que le pusiera un nombre a la recién nacida, Rose había dicho simplemente: «Mona». Sólo logró entenderlo cuando vio la novela romántica que Rose había estado leyendo durante el viaje. La heroína se llamaba Mona.

No tuvo más remedio que aceptarlo, ya que su hermano no había previsto la posibilidad de que el bebé fuese niña. Empujado por su vanidad, obsesionado por fundar una dinastía, Valentine jamás había soñado que engendraría un hijo que no fuese varón. Luego de hacer bautizar a la niña le había avisado a su hermano.

La respuesta de Valentine había sido:

—¡Venid en seguida! ¡Todo está listo!

En los diez días transcurridos desde que salieran de Nairobi, lady Rose no había pronunciado ni una palabra. Sus ojos, grandes, negros y febriles, miraban fijamente hacia adelante mientras sus manos pequeñas y blancas se retorcían dentro del manguito de armiño. Iba sentada en la carreta con el cuerpo inclinado hacia adelante, como azuzando a los bueyes. Cuando le hablaban no contestaba; cuando le ponían a la pequeña en sus brazos la miraba con ojos inexpresivos. El único interés que había mostrado, aparte del empeño en ver la casa nueva, era por sus rosales, que hacían el viaje a su lado, en la carreta.

«Debe de ser a causa del trauma del parto y de la conmoción producida por tantos cambios simultáneos. Se sentirá mejor cuando esté en la casa nueva».

Rose había llevado una vida muy protegida antes de conocer a Valentine el día de su decimoséptimo cumpleaños, hacía ahora tres años. E incluso después de su compromiso con el joven conde, había hecho poca vida social; se casó con él a los tres meses de conocerle y se mudó a Bella Hill, donde las sombras Tudor se la tragaron.

Nadie acertaba a comprender por qué Valentine había escogido a la tímida y soñadora Rose cuando podía elegir entre todas las jóvenes casaderas de Inglaterra —gallardo, guapo, rico y con un título nobiliario recién heredado—. Desde luego, Rose era hermosa, de un modo insustancial —a Grace le recordaba las doncellas trágicas de los relatos de Poe—, pero tendía a vivir en otro mundo, y Grace temía que no pudiera hacer frente a una fuerza como Valentine.

Y, a pesar de todo, Valentine la había escogido y ella lo había aceptado en el acto. Y Rose había introducido su incandescencia en los lóbregos y majestuosos aposentos de Bella Hill.

Grace ardía en deseos de ver lo que Valentine había conseguido durante los últimos doce meses. La gente se había mostrado escéptica, declarando que Valentine iba a emprender una tarea que parecía imposible. Pero Grace sabía que su hermano era capaz de hacer cosas increíbles.

Valentine Treverton era un hombre apasionado, inquieto, un hombre con un apetito de vivir tan intenso, que Inglaterra le resultaba sofocante, según sus propias palabras. Anhelaba un mundo virgen que él pudiera hacer suyo, un mundo donde él fuese la ley y donde no hubiera tradiciones ni precedentes que le dijesen lo que tenía que hacer.

Valentine deslumbraba a todo el mundo. Caminaba a grandes zancadas y saludaba a las personas con los brazos abiertos como si quisiera abrazarlas. Su risa era grave, sincera y espontánea. Y era tan guapo, que incluso cautivaba a los hombres. Pero Grace conocía su otra vertiente: su mal genio, sus caprichos, su vanidad absoluta, su convicción de que casi todos los demás eran inferiores a él. No le cabía ninguna duda de que su hermano conseguiría dominar ese país incivilizado.

Las primeras gotas de lluvia hicieron que todos alzasen la cabeza hacia el cielo. En unos instantes los africanos empezaron a gritarse unos a otros en kikuyu, hablando apresuradamente y acompañando sus palabras con gestos frenéticos. Grace no necesitaba entender su lengua para saber lo que decían. Si llovía mucho, el camino se transformaría en un pantano intransitable.

—¡Che Che! —llamó al capataz kikuyu.

El hombre se acercó a la carreta.

—¿Sí, memsaab?

—¿Cuánto falta para llegar a la finca?

El africano se encogió de hombros y alzó cinco dedos.

Grace le miró con impaciencia. ¿Qué quería decir? ¿Cinco kilómetros? ¿Cinco horas? ¿O, Dios no lo quiera, cinco días? Grace miró el cielo. Las nubes estaban bajas, su color era el del carbón vegetal; las ramas de los plataneros se movían a impulsos de un viento que nada bueno presagiaba.

—Tenemos que apresurarnos, Che Che —dijo—. ¿No podemos ir más aprisa?

Le parecía que la carreta que iba adelante avanzaba a paso de tortuga; los dos hombres armados con fusiles que iban de avanzadilla por si había animales salvajes, daban la impresión de estar medio dormidos; y los nativos vestidos con pieles de cabra y portando lanzas se limitaban a caminar junto a las carretas, sin darse ninguna prisa.

El capataz asintió con la cabeza y echó a andar hacia la primera carreta, donde se puso a gritarle órdenes en kikuyu al conductor. Pero la carreta no se movió más aprisa.

Reprimiendo el impulso de apearse y azuzar ella misma los bueyes, Grace se dijo que ojalá hubiera prestado atención a los consejos de un caballero al que conoció en el hotel Blue Posts de Thika; éste le había explicado que Che Che, el nombre del capataz, significaba «lento» en kikuyu y que sin duda había buenas razones para que se llamara así. Pero ella no había querido contratar a otro capataz a la mitad del viaje y ahora estaba viendo el resultado: se encontraba entre la ciudad de Nyeri y la finca de su hermano, y una tempestad a punto de desencadenarse.

Se volvió y pudo ver que la señora Pembroke se había retirado prudentemente al interior de la carreta, buscando la protección del toldo de lona, con el bebé en sus brazos, y con Fanny, la doncella personal de Rose, sentada a su lado, con cara de sentirse muy desdichada. Todos los hombres iban a pie al lado de las carretas y llevaban fusil; hasta el anciano Fitzpatrick, el mayordomo que había venido con ellas de Bella Hill, no parecía él mismo con su ropa de color caqui y su salacot.

Grace se dio cuenta de que el espectáculo casi le habría resultado cómico de no haberse sentido tan inquieta, y tan enfadada.

Cuando volvió a mirar a su cuñada se sorprendió al ver una débil sonrisa en sus pálidos labios. Se preguntó qué estaría pensando lady Rose.

De hecho, lady Rose tenía sus pensamientos concentrados en el refugio que se encontraba al final del horrible camino: Bella Two, el hogar que Valentine había construido para ella. Cinco meses atrás, en una carta, le decía:

Nuestra finca está en un valle de más de sesenta kilómetros de ancho, entre el monte Kenia y los montes Aberdare, a menos de cincuenta kilómetros al sur del ecuador. Estamos a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar y hay una garganta profunda y exuberante en nuestra propiedad por la que pasa el río Chania. La casa no tiene igual. La proyecté yo mismo, es algo nuevo para este país nuevo. He decidido llamarla Bella Two o Bella Too[1], escoge el nombre que más te agrade. Se trata de una casa como debe ser, y no le faltan su biblioteca, su sala de música ni su cuarto para nuestro hijo.

Valentine no necesitaba decir más. Rose se había imaginado la casa nueva en seguida, la casa que sería suya, y no aquel lugar donde se sintiera una extraña, rodeada de severos retratos de antepasados de los Treverton. Era una casa donde por fin podría ser la única señora, con las llaves colgadas de su cintura.

Desde el nacimiento de la pequeña cuatro semanas antes, Rose no había pensado en otra cosa. Si se concentraba mucho, si centraba toda su energía en Bella Two, no tendría que pensar en «lo otro».

En ese momento estaba tejiendo fantasías sobre las horas que pasaría dirigiendo la instalación de cortinas, la colocación de sillas y mesas, los adornos florales. Y lo más importante: se encargaría de que en casa se siguiera la etiqueta correcta: que se limpiara el juego de té que la duquesa de Bedford había regalado a su abuela; que se preparasen pastas y bizcochos para el té; y también crema; que se enseñara a los sirvientes a preparar emparedados como era debido, a cortar correctamente el pepino. Y ella misma tendría la llave de la cajita del té y mezclaría cuidadosamente el Earl Grey y el Oolong.

Había decidido que el hecho de vivir en África no era razón para dejar de ser civilizado. Había que mantener el decoro a toda costa. Sabía que su cuñada no aprobaba la «monstruosa colección de equipaje», como decía Grace, que Rose había traído consigo, pero Grace no sabía de obligaciones sociales. Porque Grace no iba a ser el ama de una plantación de más de dos mil hectáreas ni la condesa de Treverton, cuyo deber era marcar pautas muy elevadas. Grace había venido a África con sólo dos baúles; uno para la ropa y los libros, ¡el otro con material médico!

Rose se puso a pasear mentalmente por las habitaciones de la casa nueva, viéndolas tal como Valentine se las había descrito, con su madera pulida y sus columnas de piedra, las vigas del techo, la chimenea grande como un escenario de teatro. Vio la sala de música, donde tocaría el piano de cola que en ese momento viajaba en la última carreta. Le habían quitado las patas para enviarlas por separado desde Londres. Vio la sala de billar con su alfombra de Savonnerie, el tipo que gastaba la familia real, e incluso llevaban, en la primera carreta, embalada con sumo cuidado, una araña para el comedor.

Pero cuando la fantasía la llevó hasta la puerta de la alcoba, Rose se detuvo en seco.

Grace, sentada a su lado en la carreta, no vio que una rigidez súbita se apoderaba del cuerpo de Rose a la vez que su sonrisa se borraba. No se percató de que el corazón le latía con violencia, de que volvía a ser presa de ansiedad. Rose se lo guardó todo para sí, porque era algo que nadie debía saber jamás.

Pensó en Valentine y se estremeció. Rose ya sabía cuál iba a ser su reacción al ver al bebé: haría como si no hubiera pasado nada, como si la pequeña Mona ni siquiera hubiese nacido. Miraría a Rose de aquel modo que ella conocía tan bien, con aquella expresión de deseo, y luego volvería a exigir las mismas cosas de su cuerpo.

Qué alegría se había llevado el año anterior al enterarse de que estaba embarazada. Valentine se había trasladado inmediatamente a otra alcoba, como exigía la decencia, y ella había disfrutado de siete meses de libertad. Si el bebé hubiese sido un chico, Valentine se habría sentido satisfecho. Pero ahora reanudaría sus esfuerzos por engendrar un hijo varón y Rose volvió a estremecerse al pensar en ello.

Al casarse con Valentine, Rose era virgen e ignorante acerca de lo que los hombres hacían con las mujeres. En la noche de bodas se había llevado una sorpresa muy desagradable que luego había dado paso a la repugnancia. Las cosas habían llegado a tal extremo, que a veces permanecía tensa en la cama, sin apenas respirar, esperando oír los pasos de Valentine. Y después él entraba en la alcoba, al amparo de la oscuridad, y la usaba como un animal. Pero Rose había aprendido a distanciarse del acto. Cuando presentía que iba a ser una de las noches de su esposo, bebía un poco de láudano antes de acostarse y luego se replegaba al interior de una fantasía mientras él hacía su trabajo. Nunca hablaban de ello, ni siquiera en los momentos cruciales, pero en cierta ocasión Rose había estado a punto de comentárselo a Grace. Luego había cambiado de parecer recordando que aunque su cuñada era doctora en medicina, seguía siendo doncella y, por lo tanto, no sabría nada de esas cosas. Así que lo dejó correr y supuso que a todos los matrimonios les ocurriría lo mismo.

De pronto se oyó un tumulto y los hombres que iban adelante empezaron a gritar y Che Che se les acercó corriendo (por primera vez en su vida, Grace no lo dudaba) para anunciar que acababan de llegar al río Chania.

El corazón de Grace dio un salto. ¡El Chania! ¡La frontera más lejana del territorio kikuyu! Y en la otra orilla, ¡la plantación de su hermano!

Ahora todo el mundo parecía tener prisa, hasta los animales, como si presintieran que estaban cerca del final del largo viaje. Los hombres empujaron las carretas al cruzar el río, cuyas aguas estaban bajas porque eran los últimos días de la estación seca, y siguieron empujándolas por la cuesta cubierta de hierba que señalaba el comienzo de las tierras de Valentine.

Rose salió de su ensimismamiento. Apretó con fuerza la mano de su cuñada y sonrió. Grace casi deliraba. ¡Por fin habían llegado! Después de semanas en el océano y en trenes y carretas, de dormir en tiendas y ser devoradas por los insectos, su destino se encontraba justo al otro lado de esa elevación. Una casa como Dios manda, camas de verdad, comidas a la inglesa… Pero había algo más: era el final de todos sus viajes, de todo su ir y venir de un lado a otro; el lugar donde ella y Jeremy habían proyectado iniciar su vida en común. Quizá si Jeremy no había muerto —aún le quedaba una tenue esperanza de que siguiese vivo—, la encontraría allí, por fin.

Al aparecer el letrero que decía FINCA TREVERTON, clavado en el tronco de un castaño, todos prorrumpieron en vítores. Hasta el viejo Fitzpatrick, el serio mayordomo, lanzó su salacot al aire. La pequeña Mona empezó a llorar; las carretas crujían y avanzaban dando tumbos; los africanos azuzaban a los animales.

Al llegar arriba, les recibió un espectáculo impresionante: el majestuoso monte Kenia con su cima coronada por la neblina. ¡Tal como lo describiera Valentine! Y más allá, hacia el sudoeste, en el borde de la selva desbrozada, exactamente donde él decía haberla construido, en una colina que se alzaba suavemente y desde donde se dominaban la montaña y el valle…

Enmudecieron todos. Un viento frío y sibilante descendía de los picos nevados, tirando de las faldas y de los sombreros, agitando los toldos de lona, cuyos chasquidos sonaban con fuerza en medio del silencio. Se quedaron todos mirando fijamente sin decir nada; el único sonido humano que se podía escuchar era el llanto de la pequeña Mona.

Grace parpadeó, incapaz de dar crédito a sus ojos. Y Rose dijo en un susurro:

—¡Pero… si no hay nada! Ninguna casa, ni edificios… absolutamente nada…