—¡Socorro! ¡Necesitamos un médico! ¿Hay algún médico en el tren?
Al oír el tumulto, Grace Treverton abrió la ventanilla de su compartimiento, se asomó y vio por qué el tren se había detenido pese a no haber llegado a ninguna estación: un hombre yacía en el suelo, junto a la vía.
—¿Qué pasa? —preguntó lady Rose al ver que su cuñada tomaba el maletín.
—Hay un hombre herido.
—¡Válgame Dios!
Grace se detuvo antes de salir. Rose no tenía buen aspecto. Su piel había adquirido una palidez inquietante durante la última hora. Estaban a sólo unos ciento treinta kilómetros de Mombasa, el puerto de mar donde habían subido al tren, y faltaban todavía unos cuantos kilómetros para llegar a Voi, donde se detendrían para cenar.
—Deberías comer algo, Rose —dijo Grace, dirigiendo una mirada significativa a Fanny, la doncella—. Y beber algo también. Voy a ver qué le pasa a ese pobre hombre y vuelvo en seguida.
—Estoy bien —dijo Rose, jadeando un poco. Se pasó un pañuelo perfumado por la frente y se llevó las manos al abdomen.
Grace titubeó un poco más. Si algo iba mal, sobre todo si al bebé le pasaba algo, Rose no querría reconocerlo. Tras dirigir otra mirada a Fanny, una mirada que decía: «No te apartes de tu señora ni un solo instante», Grace salió apresuradamente del vagón.
El sol y el polvo del desierto la envolvieron en el acto. Después de pasar varias semanas enjaulada en el barco y después de los ciento treinta kilómetros encerrada en el diminuto compartimiento del tren, se sintió fugazmente mareada al contemplar la inmensidad del cielo africano.
Al llegar junto al herido, vio que un grupo se había congregado a su alrededor, hablando en una mezcla de inglés, hindi y suajili. Grace dijo:
—Si me permiten. —Y trató de abrirse paso.
—No se acerque, señorita. No es un espectáculo apropiado para una dama.
—Quizá pueda auxiliarlo —dijo ella, esquivándole—. Soy médico.
Los demás hombres la miraron con cara de sorpresa y callaron todos cuando Grace se arrodilló junto al caído.
Nunca habían visto a una mujer vestida de forma tan rara.
Grace Treverton llevaba camisa blanca y corbata negra, chaqueta sastre, también negra, una falda azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos y, lo más curioso de todo, un sombrero de tres picos y ala ancha, de felpa aterciopelada y color negro. Esos coloniales que vivían en lugares aislados, en los bordes del Imperio británico, no reconocían el uniforme de un oficial del servicio femenino de la armada real.
La miraron con ojos atónitos mientras echaba un vistazo a las heridas del hombre sin alterarse lo más mínimo, sin que pareciera a punto de desmayarse. «El hombre estaba hecho un mar de sangre —pensaban—, ¡y esa extraña mujer parecía tan tranquila como si estuviese sirviendo el té!».
Los hombres comenzaron a murmurar. Grace no les hizo caso y siguió tratando de hacer algo por el hombre inconsciente, que era un nativo vestido de pieles y abalorios y, al parecer, habría sido víctima de un león. Mientras trabajaba con los antisépticos y las vendas que sacó del maletín, Grace oyó a los hombres que hablaban en voz baja a su alrededor y captó el sentido de sus comentarios.
Algunos estaban escandalizados al ver su comportamiento, otros lo encontraban divertido, y todos contemplaban la escena con escepticismo. Desde que ingresara en la facultad de medicina de Londres, Grace oía decir que ninguna señora como era debido querría tener nada que ver con cosas tan desagradables. ¡Su comportamiento era una verdadera indecencia! Pero los hombres que la rodeaban no podían tener ni idea de que las heridas del pobre africano no eran nada comparadas con las que Grace había tratado a bordo del buque hospital cuando la evacuación de Gallípoli.
—Tenemos que subirlo al tren —dijo finalmente Grace, viendo que ya no podía hacer nada más por el herido.
Nadie se movió. Grace alzó los ojos.
—Necesita que lo curen como Dios manda. Hay que ponerle puntos de sutura en estas heridas. Ha perdido sangre. ¡Por el amor de Dios, no se queden ahí parados!
—No hay nada que hacer —refunfuñó una voz.
—De todos modos, no sé quién es —dijo otra.
—Un masai —dijo una tercera, como si con eso explicara algo.
Grace se levantó.
—Agárrenlo entre dos y súbanlo al tren. ¡En seguida!
Los hombres se movieron sin acabar de decidirse. Unos cuantos dieron media vuelta y se alejaron. Los demás se miraron unos a otros. ¿Quién era ella para dar órdenes? Volvieron a mirarla. Pero era guapísima, y tenía aspecto de ser toda una dama.
Finalmente, dos hombres levantaron al nativo y lo depositaron en el furgón del freno. Al volverse para regresar a su compartimiento, Grace oyó unas cuantas risitas ahogadas y dos hombres la miraron sin disimular su desprecio.
Pero en el vagón otro hombre la estaba esperando, tostado por el sol y sonriente, para ayudarla a subir los escalones, lo cual era dificilísimo.
—No les haga caso —dijo el hombre, tocándose el ala del sombrero—. No están a la altura de los tiempos…, llevan diez años de retraso.
Grace le dirigió una sonrisa de gratitud y se quedó parada en la pequeña plataforma mientras el hombre volvía al vagón de segunda clase, caminando a grandes zancadas.
Al entrar en el compartimiento, Rose se estaba abanicando y miraba por la ventanilla.
Grace alargó la mano y tocó la delgada muñeca de su cuñada. El pulso era fuerte y continuado. Luego le palpó el abdomen por debajo de la gasa del vestido de verano.
Alarmada, Grace volvió a tomar asiento. El bebé había descendido hacia la pelvis.
—Rose —dijo cautamente—. ¿Cuándo ha descendido el bebé?
Lady Rose apartó la mirada de la ventanilla y parpadeó, como si hubiera estado muy lejos de allí, en la llanura, entre los espinos y los áridos matorrales.
—Mientras estabas fuera —dijo.
Grace procuró que no se le notase la preocupación que súbitamente acababa de apoderarse de ella. Lo más importante de todo era evitar que Rose se inquietase. ¡Y el viaje no contribuía a ello!
Grace abrió el frasco de agua mineral, echó un poco en un cubilete de plata y se lo ofreció a su cuñada. Mientras Rose bebía, derramando un poco cuando el tren dio una sacudida y se puso en marcha, Grace intentó pensar.
El bebé había descendido demasiado pronto. Aún no era el momento. Faltaba todavía más de un mes para la fecha prevista. ¿Significaría que algo iba mal? Y en tal caso, ¿cuánto faltaba para que naciese el niño?
«¡Sin duda tenemos tiempo!», pensó, reflexionando sobre el pequeño y deplorable tren con sus compartimientos individuales que separaban a los pasajeros unos de otros. Una vez el tren se ponía en marcha, no había modo de pararlo, de pedir ayuda.
Grace se enfadó consigo misma. No debería haber permitido que Rose viajara. Debería haberse opuesto enérgicamente a ello. Para empezar. Rose no era una mujer fuerte; los rigores del viaje desde Inglaterra se estaban cobrando su tributo. Pero Rose no se dejó disuadir. Había insistido ilógicamente en que quería que su hijo naciera en su nuevo hogar. Desde que Valentine, el esposo de Rose y hermano de Grace, describiera con elocuencia en sus cartas la magnífica casa que había construido en las tierras altas del centro del África Oriental británica, a Rose le obsesionaba la idea de que el bebé naciera allí. Y la postura de Grace, su empeño en que Rose aplazara el viaje hasta después del nacimiento, se había visto aún más debilitada por una carta en la que Valentine insistía en que fueran a reunirse con él y daba la razón a su esposa diciendo que el bebé tenía que nacer en su nuevo país.
Pese a las respuestas enojadas de Grace, tanto el hermano como la cuñada habían preferido olvidarse del sentido común y convertir en realidad su descabellado sueño.
Así que las dos mujeres habían abandonado Inglaterra y Bella Hill, la mansión ancestral en Suffolk, con todas sus pertenencias y en compañía de seis sirvientes, para arrastrar los nada peligrosos mares de posguerra y trasladarse al recién desmilitarizado, exótico y seductor protectorado británico del África Oriental.
Lady Rose se inclinó hacia adelante para ocuparse de sus rosales durante un momento. Aunque los otros cinco sirvientes y los perros de la familia viajaban en el vagón de segunda clase, detrás del suyo, los rosales acompañaban a la condesa como si se tratara de niños. Grace los contempló con expresión de enfado. ¡Las plantas habían dado pie a más de un episodio de incomodidad desde que salieran de Inglaterra! Y luego se ablandó al ver cómo su cuñada se preocupaba por ellas.
«Dentro de poco —pensó— nacerá el niño y se convertirá en el centro de su vida». El bebé que Rose había deseado con tanta desesperación, incluso después de que varios especialistas de Londres le dijeran que no podría tener hijos. Grace albergaba la esperanza de que el bebé sirviera también para que su hermano sentase la cabeza.
Suspiró y miró por la ventanilla. Valentine era un hombre inquieto y ese país indómito era lo que le hacía falta. Grace comprendía por qué su hermano se sentía atraído por el África Oriental, por qué había decidido dejar Bella Hill al cuidado de su hermano menor y trasladarse allí con la intención de forjar un imperio nuevo en esos parajes agrestes.
«Quizás esta tierra conseguirá domarle —pensó mientras el vaivén del tren la acunaba—. Quizá Valentine se convierta en un hombre nuevo…».
Grace seguía pensando en los hombres cuando el convoy entró en la estación de Voi y los pasajeros se encaminaron apresuradamente hacia el barracón que hacía las veces de cantina. Había vuelto a soñar con el buque hospital y con Jeremy.
Debido al estado de su cuñada, no era propio que las dos mujeres cenasen con los demás pasajeros, así que un africano de edad avanzada y aire respetable les sirvió la cena en el vagón privado. Grace apenas tocó el buey hervido con coles y se entretuvo mirando por la ventanilla observando el barracón-cantina, cuyas brillantes luces resaltaban en medio de la noche del desierto. Contempló a los hombres que comían en el interior, en mesas debidamente cubiertas con manteles blancos, utilizando vajilla de porcelana y cubiertos de plata, atendidos por escanciadores y camareros con chaqueta blanca. Llenaban el aire de la noche el murmullo de las conversaciones y las risas de los hombres y el humo de sus cigarros. Grace los envidió.
Rose bebía sorbitos de clarete en una copa de cristal y hablaba quedamente de sus planes para la casa nueva.
—Plantaré mis rosas donde pueda verlas siempre. Y daré una recepción todos los miércoles e invitaré a todas las señoras de los alrededores como es debido.
Grace sonrió indulgentemente a su cuñada. No había necesidad de desilusionarla todavía; pronto tendría ocasión de comprobar la realidad de su nueva vida cuando viera la plantación y descubriese que sus vecinos más próximos estaban a muchos kilómetros de distancia y que las «señoras», como decía Rose, eran esposas de agricultores, mujeres que trabajaban mucho y disponían de poco tiempo para tomar el té por la tarde.
En el exterior algo llamó la atención de Grace. Era el hombre que un rato antes la había ayudado a subir al tren. Estaba supervisando el traslado de pertrechos del tren a unas carretas y Grace pudo ver que los pertrechos consistían en armas de fuego, tiendas y equipo de campaña.
«De modo —pensó— que es cazador y se baja del tren aquí, en Voi».
El hombre despertaba su curiosidad y Grace siguió observándolo. Estaba muy atractivo con su indumentaria de color caqui y su salacot. De pronto el hombre se volvió, sus ojos se cruzaron y Grace sintió que el corazón le daba un vuelco. El hombre sonrió y luego, montando a caballo, la saludó con la mano y se fue.
Mientras contemplaba cómo el jinete desaparecía en la noche, Grace se percató de que siempre le ocurría lo mismo con los hombres; y de que siempre sería así. Los llenaba de confusión, como los que unas horas antes no habían sabido cómo actuar a su alrededor, o despertaba en ellos algún resentimiento inexplicable, o recibía de ellos sus mayores cumplidos, como en el caso del cazador: que la consideraban tan buena como cualquier hombre y que, por lo tanto, merecía que la tratasen como a un igual.
Grace recordó a los hombres del buque hospital, los heridos que traían a bordo cada día. Qué maravillosa era su forma de comportarse con ella al principio, creyendo que se trataba de una enfermera. Y con qué brusquedad cambiaba luego su actitud, cuando descubrían que era médico y, encima, oficial: la repentina deferencia y el respeto malicioso, la creación de una barrera invisible que Grace no sabía cómo cruzar.
El día en que la aceptaron en la facultad de medicina, hacía ahora nueve años, Grace había recibido consejos de una doctora de cierta edad.
—Ya verá cómo su nuevo título será a la vez una maldición y una bendición para usted —le había dicho la doctora Smythe—. A muchos doctores les molestará su intrusión en la cofradía, que es algo que protegen celosamente. Y muchos pacientes la juzgarán incapaz de ejercer la medicina. No podrá llevar una vida social normal porque no encajará en ninguno de los papeles que se consideran propios de la mujer. Algunos hombres la pondrán en un pedestal y la convertirán en algo inalcanzable. Otros la mirarán como a una curiosidad, un fenómeno. Intimidará a algunos y hará reír a otros. Entrará usted en un mundo de hombres sin que la acepten como miembro de pleno derecho y, al mismo tiempo, recibirá pocos de los privilegios de ese mundo.
La doctora Alice Smythe, que a sus sesenta años no se había casado nunca, había dicho la verdad. Grace Treverton tenía ahora veintinueve años… y seguía soltera.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Años antes, al anunciar su intención de estudiar medicina, ya le habían advertido que tendría que pagar ese «precio». Su padre, el anciano conde, se había negado a apoyarla, y sus hermanos se habían reído a la vez que predecían que renunciaría a su feminidad. Hasta cierto punto, su profecía se había hecho realidad. Ciertamente, había tenido que hacer sacrificios. Ahora ya tenía escasas perspectivas de casarse, de ser madre, y al borde de los treinta años, pese a haber pasado dos años en el mar trabajando entre miles de soldados, seguía siendo virgen.
Pero no todos los hombres eran como sus hermanos o como los rudos sujetos que en ese momento cenaban en el barracón. Pensó en el cazador que acababa de saludarle; y en Egipto, donde había estado destinada durante la guerra, Grace había conocido a oficiales, caballeros cultos que respetaban los galones que lucía en la manga y las iniciales que llevaba detrás de su nombre e indicaban su condición de médico.
Y pensó también en Jeremy.
A decir verdad, la predicción de la doctora Smythe le había parecido exagerada en el momento en que Jeremy le ponía el anillo de compromiso en la mano izquierda. Pero aquel sueño se había ido a pique con el buque torpedeado y con Jeremy, en las aguas frías y tenebrosas del Mediterráneo.
Quitaron los platos de la cena y les pidieron que esperasen en la plataforma del vagón mientras les hacían la cama. Grace sostuvo a su cuñada por el codo mientras permanecían junto a la barandilla, aspirando el aire fresco de la noche y contemplando con ojos maravillados el esplendor de las estrellas. La luna llena no tardaría en alzarse por encima del monte Kilimanjaro.
En ese momento Inglaterra parecía estar en otra galaxia, casi como si nunca hubiese existido. Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que zarpara de Southampton. Y luego las tres semanas navegando hacia el este, cada día alejándola un poco más de las cosas conocidas y adentrándola en lo desconocido. Port Said resultaba extraño ahora que la guerra había terminado y los turistas empezaban a volver. Algunos campesinos habían subido a bordo con sus chucherías y sus utensilios de antigüedad «garantizada», mientras vendedores ambulantes circulaban entre el pasaje ofreciendo cosas de comer y vino egipcio, muy fuerte. Luego habían cruzado el canal de Suez, bordeado por el desierto áspero y yermo, y habían pasado por Port Sudan con sus majestuosas recuas de camellos y árabes vestidos con albornoces. Desde Aden, ese desolado oasis en el desierto, el vapor continuó a lo largo de la exótica costa somalí hacia el calor bochornoso del océano Indico, donde las puestas de sol pintaban el cielo de oro y carmesí. Finalmente, Mombasa, la costa del África Oriental británica, con sus edificios blanqueados, sus palmeras cocoteras, sus mangos, sus brillantes arbustos en flor y los buhoneros árabes ofreciendo todo cuanto cupiera desear. ¿Dónde estaban la neblina de Suffolk, las piedras antiguas y dignas de Bella Hill, las tabernas isabelinas a la vera de los caminos rurales? Pertenecían a otro mundo, a otra época.
Grace miró fijamente a los hombres sentados en la galería del barracón-cantina, con sus copas de coñac y sus cigarros, esperando que les preparasen las literas y que el tren prosiguiera su viaje. ¿Qué sueños los habrían traído a este territorio agreste y virgen? ¿Cuáles de ellos sobrevivirían? ¿Cuáles fracasarían? ¿Qué aguardaba a cada uno de ellos al final del viaje en tren? Tenían que pasar casi todo un día sobre raíles antes de llegar a Nairobi. Después, a la condesa y su séquito les esperaban aún muchos días de viaje en un carro tirado por bueyes, por el camino de tierra que llevaba a Nyeri, en el norte.
Grace se puso a temblar al pensarlo. Su sueño, el sueño que compartiera con Jeremy durante el tiempo cruelmente breve que habían pasado juntos, se hallaba al final de aquel camino salvaje. Era Jeremy quien había tejido la visión gloriosa en la cabeza de Grace, la visión de un refugio de esperanza y misericordia en el desierto; tenía pensado ir a África al terminar la guerra y llevar la palabra de Dios a los paganos. Pensaban trabajar juntos, Jeremy curando el espíritu y Grace, el cuerpo. A bordo habían llenado las noches de palabras sobre la misión que fundarían en el África Oriental británica, y ahora el momento estaba cerca. Grace constituiría aquel hospital, para Jeremy; llevaría la hermosa luz de Jeremy al interior de la oscuridad africana.
—Válgame Dios —dijo lady Rose, apoyándose en su cuñada—. Creo que será mejor que me acueste.
Grace se sobresaltó al mirarla. Lady Rose tenía la cara tan blanca como su vestido de muselina.
—¿Rose? ¿Sientes dolores?
—No…
Grace luchó con la indecisión, preguntándose si debían continuar o quedarse allí. Pero la estación del desierto no era un lugar apropiado para una mujer que estaba a punto de dar a luz, y faltaba un solo día para llegar a Nairobi.
«Concédenos tiempo, Señor —rezó mientras ayudaba a Fanny a acostar a Rose—. No dejes que ocurra aquí. No tengo cloroformo, ni agua caliente».
No había ninguna señal de dolor en el rostro de Rose; su expresión era soñadora, como si estuviera lejos de allí.
—¿Mis rosas están bien? —fue lo único que dijo.
Tras esperar a que su cuñada se durmiera, Grace se quitó el uniforme de la armada, lo cepilló y lo colgó. A muchas doctoras las acusaban de adoptar rasgos masculinos, y ella despertaba suspicacias porque seguía vistiendo de uniforme pese a haber sido desmovilizada de la marina hacía un año. Las suspicacias eran una tontería. Grace era sencillamente una mujer pragmática. El uniforme era de buena calidad; le había quitado los galones de la manga y no veía motivo alguno para no seguir llevándolo durante años.
«Nuestra marinerita», la había llamado Valentine. Aunque su padre había combatido en la guerra de Crimea, y aunque Valentine se había alistado para luchar contra los alemanes en el África Oriental y había servido como oficial de su regimiento, Grace había recibido muchas críticas al alistarse en la armada. Pero ella tenía la tozudez de los Treverton y había seguido los dictados de su conciencia. Del mismo modo que los seguía ahora, en África, decidida a hacer que se cumpliera un sueño nacido a bordo de un navío de guerra en el Mediterráneo.
A Valentine no le parecía bien su proyecto de construir un hospital en la selva, ya que albergaba un desprecio muy arraigado contra los misioneros en general, y había hecho saber a su hermana que de ningún modo la ayudaría en semejante locura. Pero Grace no necesitaba la ayuda de Valentine; disponía de una pequeña renta de su herencia, de un poco de apoyo por parte de iglesias locales de Suffolk y su espina dorsal era tan derecha como la de cualquier hombre.
De la litera de lady Rose surgió un gemido. Grace se volvió rápidamente. Su frágil cuñada respiraba aguadamente y se apretaba el abdomen con las manos.
—¿Estás bien? —preguntó Grace.
Rose sonrió.
—Estamos bien.
Grace le devolvió la sonrisa, procurando tranquilizarla, ocultar sus propios temores. Faltaban todavía tantos kilómetros, tantos días… ¡Y aún tenían por delante lo peor del viaje!
—¿Da patadas? —preguntó, y Rose asintió con la cabeza.
Habían decidido que el bebé se llamaría Arthur, por el hermano menor que había muerto en Francia durante el primer año de la guerra. El honorable Arthur Currie Treverton, uno de los primeros muchachos valientes que se alistaron cuando Inglaterra entró en guerra.
Sonó el silbato y el tren se puso en movimiento. Grace vio por la ventanilla que las luces tranquilizadoras de la estación de Voi iban quedando atrás; luego la noche lo envolvió todo. El tren avanzaba entre jadeos por un paisaje desolado y estéril, siguiendo una antigua ruta de esclavos que llegaba hasta el lago Victoria. Ese moderno año de 1919 apenas distaba nada de los tiempos de las caravanas árabes, de cuando africanos encadenados recorrían penosamente la misma ruta hacia los barcos negreros que les esperaban en la costa para llevarlos a su triste destino. La vigilancia de esa ruta, para impedir la ilegal trata de esclavos, había sido uno de los argumentos propagandísticos que el gobierno británico empleara para explicar la construcción de un ferrocarril tan costoso que no parecía llevar a ninguna parte. Mientras chispas doradas surgían de la locomotora y pasaban volando junto a la ventanilla, Grace se imaginó los campamentos de aquellos negreros, instalados bajo las estrellas, los prisioneros gimiendo encadenados, desconcertados. ¿Qué sentirían aquellos africanos inocentes al ver que se los llevaban en barcos terribles y los obligaban a servir a sus amos en el otro extremo del mundo?
Comprobó que las ventanillas estuviesen bien cerradas. Había oído contar historias sobre leones devoradores de hombres que sacaban gente por las ventanillas de los trenes. Se encontraban en un país salvaje e incivilizado, donde la noche era más traicionera que el día. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan aislada. No había comunicación entre los vagones de primera clase; eran como una sarta de cajitas que cruzaba estruendosamente la noche sin que hubiera forma de ponerse en contacto con los pasajeros de los otros vagones, de detener el tren. Grace pidió a Dios que llegasen a Nairobi a tiempo.
Procuró tranquilizarse, sin quitar los ojos de Rose, que parecía dormida, y pensó en lo que haría al día siguiente.
«Nos quedaremos en Nairobi —decidió—. No continuaremos hasta después de que nazca el bebé».
Valentine se enfadaría, desde luego, porque quedarse en Nairobi podía significar un retraso de tres meses o más, ya que la larga estación de las lluvias empezaría pronto y entonces sería del todo imposible viajar hasta la provincia Central. Pero ya se ocuparía de convencer a su hermano. Ansiaba tanto como él ver a su esposa instalada en la casa grande que Valentine había construido, pero por el bien de la madre y del pequeño, Grace insistiría en que esperasen.
A sabiendas de que no conseguiría dormir, Grace decidió empezar a escribir en su nuevo diario. Se lo había regalado uno de sus profesores de la facultad de medicina, un bello volumen encuadernado en tafilete con páginas de borde dorado. Había esperado hasta ahora para empezarlo, había esperado hasta el primer día de su nueva vida.
Acababa de escribir «10 de febrero de 1919» en la primera página cuando Rose chilló.
El bebé iba a nacer.