Salieron de Galveston al caer la tarde, mientras un sol violento bañaba el golfo de México con su luz roja. Pronto quedó la ciudad a sus espaldas, dando paso a empobrecidas llanuras, a viejas chozas y casas que se sostenían con estacas, recortándose sus siluetas contra el resplandor rojizo. Stanford se enjugó el sudor de la frente: fuera del vehículo los vientos de abril eran cálidos. Juró en voz baja y echó una rápida mirada a Epstein, observando su silueta recortada por el sol poniente. El profesor parecía muy cansado, se frotaba constantemente los ojos y tosía mucho. Stanford le sonrió y luego se fijó en la carretera que atravesaba el yermo paisaje.
—Me ha llamado un amigo —dijo—. Me ha dicho que ha sucedido esta tarde. Trabaja en el MSC[4], en las afueras de Houston, y quiere que vayamos a verle cuando haya concluido. Me dijo que deseaba hablar con nosotros.
Epstein sonrió cansadamente.
—Eres un gran coordinador. Nunca imaginé ir al MSC, de modo que me has dado un gran día.
Stanford se rió al oírle.
—Bueno, ya me conoces, profesor. Mi chica tiene un amigo, y su amigo desea conseguir de ella lo mismo que yo, por lo que se siente muy obligado.
—Eres un cerdo.
—Soy muy respetable.
—Deberías sentar cabeza de una vez, Stanford. Eres demasiado viejo para seguir así.
Stanford volvió a reírse.
—No puedo tomar decisiones. Me lo dijiste hace unos quince días y creo que tenías razón: soy un sinvergüenza y un irresponsable. No puedo permitirme pasar hambre. De no ser por eso, habría sido un buen científico en lugar de un intermediario para tu Instituto. Todos tenemos un lugar en la vida.
Epstein intentó reírse, pero su risa quedó ahogada por la tos, que le obligó a cubrirse la boca con un pañuelo y a escupir en él. Al concluir, maldijo en voz baja, movió la cabeza con impaciencia y se volvió hacia la ventanilla del vehículo en marcha, dejando vagar su mirada.
—Debería visitarte un doctor —dijo Stanford.
—Estoy demasiado ocupado, jovencito.
—Hace mucho que te dura esa maldita tos.
—Hace mucho que vivo.
—No eres tan viejo.
—Cada día soy más joven.
Epstein estudió la roja puesta de sol y las llanuras llenas de sombras.
—¿Adónde diablos vamos?
—Al rancho de no sé quién —repuso Stanford—. A mitad de camino entre esto y Houston. Se supone que se encuentra en algún punto partiendo de esta carretera. Calculo que llegaremos pronto.
—¿Qué clase de hombre es el ranchero?
—Un luchador, un individuo que se ha hecho a sí mismo. Poseía algunos campos de cultivo y un centenar de cabezas de ganado. Ahora solamente le quedan los campos.
Epstein asintió con expresión de simpatía, cerró los ojos y reclinó atrás la cabeza, hundiéndose cómodamente en el asiento como si tratara de dormir. El sol casi había desaparecido y el crepúsculo se desvanecía en la oscuridad reinante. A lo lejos, una recortada cadena montañosa se sumergía en la ocre neblina. El viento se había intensificado, silbando en torno al veloz coche, y nubes de polvo corrían barriendo las llanuras y azotando los cactos.
—¿Has descubierto algo acerca de Irving?
—Creí que dormías —repuso Stanford.
—No. Sólo descansaba. ¿Qué sabes de Irving?
Stanford suspiró.
—Nada en absoluto. La pérdida de sus documentos sigue siendo un misterio… y no contribuye en absoluto a aclarar las cosas.
—¿Y la policía?
—No halló documentos. No descubrieron nada en el coche. Al parecer, lo único que Irving llevó consigo fue aquella condenada pistola.
—Inspeccionamos el terreno —dijo Epstein—. Aquella zona era totalmente radiactiva. Creo que algo descendió sobre Irving y formó aquel círculo agostado.
—Era una enorme señal calcinada.
—Sí, inmensa, pero suponiendo que algo descendiera, eso explicaría la falta de huellas de neumáticos.
—Un ovni.
—Exactamente.
—Es del todo increíble —repuso Stanford—. No puedo llegar a creerlo. Lo intento, pero no puedo.
—Por allí los ha habido. Todos fueron detectados por radar. Fueron tres: uno grande y dos pequeños, y los localizaron por aquella zona.
—Comprobé el informe de Mary. Gran parte de lo que dice es cierto. El doctor Jessup se suicidó, Rene Hardy también, James McDonald fue al desierto en su coche y se disparó un tiro en la cabeza, exactamente igual que Irving. También tenía razón acerca de Chuck Wakely: estuvo metiendo las narices en el asunto y le pegaron un tiro en su habitación, en Miami, hace un par de semanas.
—Me parece que debe de haber relación entre todos esos casos.
—Creo que estás en lo cierto.
—¿Y el experimento de Filadelfia?
—Todas las puertas están herméticamente cerradas: la Marina niega categóricamente que haya existido jamás… Es uno de tantos rumores.
—Quizá —convino Epstein—. Acaso no lo sea. Es bien sabido que la Marina ha estado trabajando durante algunos años en el desarrollo de una especie de nube magnética que puede hacer momentáneamente invisibles las naves. También han corrido muchos rumores, aunque todavía no se han podido probar, que la NASA se halla comprometida en la investigación de las posibilidades de la antigravedad. ¡Quién sabe cuáles habrán sido sus logros! Guardan en secreto muchos de ellos. Como los dos sabemos, sus negativas carecen de significado.
El sol se hundía detrás de las montañas, y la roja niebla se deshacía. El cielo estaba totalmente estrellado y el viento silbaba en torno al coche que corría hacia Houston. Epstein se hundió en su asiento con las manos cruzadas en el regazo, tratando de no pensar en Irving, en Mary ni en el paso del tiempo. En realidad, no se hacía más joven, sino que le pesaba la edad. Miró fuera y vio arremolinarse la arena, mientras la negra noche se extendía sobre ellos, híbrida de misterios.
—¿Qué sabes de la CIA?
—Cosillas —repuso Stanford.
—¿Investigaciones de ovnis?
—Se han dedicado a ello —confirmó Stanford—. Nadie sabe realmente hasta qué punto.
—¿Es posible comprobarlo?
—No sería muy difícil.
—No —replicó Epstein—. Quiero decir comprobarlo con el mayor detalle. Desearía saber toda la historia desde el final de la guerra hasta ahora: cuándo comenzó todo, por qué, y si su interés atañe sólo a la seguridad nacional o si realmente les preocupa algo mucho más importante. No me interesan los rumores generalizados, las especulaciones ni las sospechas; quiero conocer los hechos de sus mismas fuentes, con su descripción completa y detallada.
—¿Por qué? —preguntó Stanford.
—Porque creo que ahí radica la respuesta. Porque muchas, demasiadas personas han tenido un final desastroso tras haber pasado graves dificultades con las altas esferas científicas o militares. ¿Por qué fue citado Jessup a Washington? ¿Por qué rectificó Ruppelt su libro? ¿Por qué Irving y el doctor James McDonald acabaron del mismo modo? McDonald fue atormentado y humillado; Irving tuvo que pasar por lo mismo. Mary afirma que Irving creyó ser perseguido y muy bien pudo tener razón. Otras personas han albergado sospechas similares. Muchas se retiraron o desaparecieron. No existe duda alguna de que las investigaciones sobre los ovnis pueden reportar graves problemas. ¿Está enterado de algo el gobierno? ¿Está involucrada la CIA? Si existen los ovnis y son de origen extraterrestre, desde luego que arremeterían contra el gobierno, y eso puede tenerlos terriblemente asustados. Yo creo en la existencia de los ovnis y también creo que son extraterrestres. Es posible que el gobierno opine lo mismo y que actúe bajo los efectos del miedo, lo que explicaría semejante hostigamiento y sus repetidas negativas: puede asustarles que la gente se acerque demasiado a la verdad y haga revelaciones…
—Te dejas llevar. Has estado metido demasiados años en este juego y te obsesiona. Desde luego que la CIA anda interesada en el asunto, puesto que es responsable de la seguridad nacional. Le interesan los ovnis porque no sabe qué son y porque cualquier objeto no identificado puede resultar peligroso. No importa qué sean los ovnis: lo importante es qué hacen. Y el efecto que causan se traduce en pánico y confusión, en distraer a los pilotos e interrumpir las comunicaciones cada vez que se produce la aparición de uno de ellos. En resumen, son un absoluto estorbo y hacen perder tiempo y muchísimo dinero. Si pudiéramos identificarlos positivamente con fenómenos atmosféricos, los pilotos dejarían de estar distraídos y acabarían de sonar los teléfonos… En eso radica el interés de la CIA.
—Pero la CIA niega su interés.
—¡Dios, qué tozudo eres! —protestó Stanford.
Sonrió y puso los ojos en blanco. Desvió el coche hacia la derecha, dejando la carretera principal para internarse por un estrecho camino que servía de atajo a través de la llanura. El sendero era muy desigual y el coche avanzaba traqueteando, resultando casi inútiles las luces de sus faros entre las nubes de polvo que flotaban sobre el suelo. Stanford profirió una maldición y redujo la marcha del vehículo, tratando de distinguir algo en la oscuridad, en tanto la luna y las estrellas casi quedaban ocultas por la espesa y flotante polvareda.
—¡Santo Dios! —exclamó Stanford—. ¡Qué viento corre por aquí!
Epstein tosió y se frotó los ojos, sintiéndose extrañamente sofocado, cada vez más intensamente, por el ulular del viento y los densos remolinos de polvo. Estaban en medio de cualquier lugar y la tormenta rugía en el vacío. Distinguió escasamente una alambrada, un árbol nudoso y la negra masa de una colina distante. El polvo parecía un ente animado que les acosaba y rodeaba, atizando al coche, y luego estallaba oblicuamente y se desparramaba sobre ellos. Aquella noche no tenía fronteras; se extendía hasta donde alcanzaba la vista, sin distinguirse otra cosa que las retorcidas nubes de polvo y el extraño y confuso árbol.
—¡Allí están! —exclamó Stanford.
Epstein fijó su mirada entre la niebla y distinguió a lo lejos algunas luces desmayadas suspendidas en el espacio, ante las que corría el polvo. Parpadeó y miró de nuevo, observando que las luces se aproximaban y se separaban luego, aislándose entre sí hasta formar una larga línea. Epstein se esforzó por distinguir más claramente: las luces eran ahora mucho más brillantes. El coche sufrió una sacudida, se deslizó por una pendiente y las luces volvieron a temblar. En realidad se advertía que se encontraban sobre los camiones que rodeaban un extenso terreno. Las luces eran como los focos de un estadio de fútbol que alumbraran el campo situado a sus pies. Epstein maldijo el polvo flotante. En conjunto, la escena era muy extraña. Advirtió el círculo de luces, el polvo que corría por el campo, y las figuras confusas que iban de un lado a otro agitando los brazos e inclinándose. La tierra volaba a su alrededor. Matojos de artemisa rodaban y danzaban, y las luces en arco formaban un inmenso globo circundado por la negra noche.
Llegaron hasta el campo y aparcaron el vehículo tras un camión, quedando momentáneamente cegados por el monstruoso resplandor blanco que despedían las lámparas. Epstein cerró un instante los ojos, los abrió y volvió a mirar, viendo el polvo flotante ante la brillante luz y en torno a los hombres que iban de un lado a otro. Todos parecían muy extraños; se diría que no tenían ojos ni labios. Epstein se estremeció, trató de concentrarse y entonces comprobó la realidad: los hombres llevaban gafas protectoras y se cubrían las bocas con máscaras blancas, filtrantes. Se entendían por señas, tratando de hacerse oír pese al viento, y se inclinaban sobre los bultos oscuros e inmóviles que yacían por el suelo.
—Ya hemos llegado —anunció Stanford, y tendió a Epstein una máscara y unas gafas—. Póntelas. Aquí son necesarias. Estos cadáveres te pueden asfixiar mortalmente.
Epstein hizo lo que se le ordenaba, olió la máscara y sintió claustrofobia. Luego miró a Stanford a través de los gruesos cristales y contempló a una extraña criatura sin ojos ni labios. Epstein recordó los informes que se recibían de los ovnis. Había cierta relación con lo que veía a su alrededor. Era mejor no pensar en ellos. Stanford abrió la portezuela del coche, señaló hacia delante y salió del vehículo. Epstein le imitó y sintió el impacto del vendaval.
El viento le golpeó en el rostro, y le empujó en el pecho haciéndole retroceder. Se asió a la portezuela e hizo un esfuerzo para adelantarse. El ruido era imponente, extraño; se percibía un constante y letárgico ulular y la tierra que volaba producía un silbido que le torturaba los oídos. A Epstein le pareció estar soñando: formas demoníacas se configuraban entre el polvo. Una figura grotesca y sin rostro se materializó, asiéndolo, y Epstein se vio impulsado hacia delante. Siguió a Stanford hacia las luces. El polvo giraba en torno a los camiones, a las luces y a los hombres que se encontraban en el campo iluminado. Pasaron junto al camión más próximo y vieron a un hombre arrodillado. Vestía un mono, llevaba máscara y gafas oscuras y estaba estudiando los intestinos de una vaca abierta en canal.
Stanford agitó la mano derecha.
—Todos muertos. Un centenar de cabezas de ganado. Muertas todas sin que haya quedado una con vida.
Epstein echó una mirada por el campo y reconoció los negros bultos, vio el polvo que cubría la sangre, los huesos y los intestinos y los cuerpos acuchillados y despellejados. Era una escena de increíble carnicería. El viento difundía el hedor. Los hombres, protegidos por sus máscaras, iban de un lado para otro inspeccionando por doquier, arrodillándose y levantándose de nuevo, goteándoles sangre de las manos. Eran portadores de instrumentos quirúrgicos y escudriñaban las carnes y las extremidades desmembradas, moviéndose de aquí para allá como si estuvieran en trance, al parecer sin poder dar crédito a lo que veían. De pronto, Epstein se estremeció. Hacía calor, pero él sentía frío. Vio el resplandor de los blancos huesos, una ubre acuchillada y un inmenso charco de sangre. El viento ululante difundía por doquier el polvo como si tratase de soterrar aquel horror.
Stanford le condujo al otro lado del campo, avanzando entre el ganado muerto, dando un rodeo al bulldozer que se alejaba dejando atrás a los hombres cubiertos de sangre. El ganado estaba por doquier, diseminado por el campo, algunas reses totalmente despellejadas brillando torvamente sus cajas torácicas, rebanados los pescuezos, patas y ubres cercenados y los ojos desprendidos de las órbitas. Epstein jamás había visto nada semejante: era un espectáculo dantesco. El viento arreciaba arrojando tierra sobre los hombres, en torno a los camiones y a las lámparas.
Stanford siguió avanzando, evitando los hoyos empapados en sangre. Volvió la cabeza y señaló hacia un camión que se encontraba próximo, indicando a Epstein que le siguiera. Éste asintió y siguió caminando, impulsado por el viento ululante. Bajó la cabeza y anduvo tropezando hacia el camión, tratando de percibir algo bajo la arena flotante. Por fin llegó junto al vehículo, que rodeó. Allí había un coche y un grupo de hombres en cuclillas, en un estrecho espacio algo más resguardado del viento.
Epstein llegó hasta el grupo y se arrodilló junto a Stanford, advirtiendo que los hombres sostenían una conversación trivial y que ya se habían liberado de sus máscaras. Parecían muy cansados y bebían latas de cerveza. El reducido espacio existente entre el camión y el coche les ofrecía una modesta protección. Stanford se quitó su máscara y Epstein se sintió aliviado al seguir su ejemplo. Su amigo abrió una lata de cerveza, tomó un trago, se secó los labios y sonrió a otro de los hombres allí sentados como si fueran viejos amigos.
—¡Tómate una cerveza! ¡No esperes a que te inviten!
Stanford sonrió infantilmente.
—Es de buena calidad. En noches como ésta sólo salgo de casa para poder tomar una cerveza gratis.
—¿Qué diablos haces aquí, Stanford? Creí que esto era un secreto. Nos enteramos apenas hace una hora y no se lo hemos dicho a nadie.
Stanford hizo un guiño.
—Ha sido un antiguo amigo del MSC. Me dio la noticia por vía rápida y he venido directamente.
—¿Él?
—Pues… verás…
—Le habrás dado algo a cambio.
—Es lo menos que podía hacer.
Su interlocutor sonrió y movió la cabeza.
—Vamos, muchacho. Tienes algo de científico, Stanford.
Escupió para librarse del polvo, se limpió de tizne los ojos, tomó otro trago de cerveza y miró en torno, moviendo la cabeza lentamente.
—¿Has visto alguna vez algo semejante? Está ocurriendo por todo el país. Afecta a toda clase de ganado y a veces también a los caballos; es el paraíso de un auténtico carnicero.
—Gracias al viento —dijo otro.
—Sí —comentó alguien—, por el olor.
—Stanford, será mejor que mantengas la boca cerrada. No queremos que esto se divulgue.
Stanford asintió y bebió otro trago de cerveza.
—Se sobreentiende. Tuvimos un caso como éste hace tres meses. Fue exactamente lo mismo.
—¿Dónde sucedió?
—En Lubbock.
—Creo recordarlo.
El hombre miró con indolencia a Epstein.
—¿Quién es? —preguntó.
Epstein enrojeció ligeramente, sintiéndose algo fuera de lugar, pero miró al hombre a los ojos y respondió:
—Soy Frederick Epstein.
—¿Quién?
—El doctor Epstein, del Instituto de Investigación de Fenómenos Aéreos de Washington —dijo Stanford—. Ha presenciado pocos casos como éste y no es muy hablador.
—¿El Instituto de Investigación de Fenómenos Aéreos? ¿Por qué diablos les interesa esto?
—¡Vamos, Miller! —intervino Stanford.
—¡Nada de vamos! —replicó Miller—. Ignoro qué andáis buscando por aquí; esto no tiene nada que ver con vosotros.
—Sí —le contradijo Epstein—. Se ha presentado un crecido número de casos como éste por todo el país y suelen ocurrir cuando se ha informado de la presencia de ovnis. La mutilación de ganado no es corriente; puede existir una relación.
Miller bebió cerveza, se secó los labios con una mano, movió cansadamente la cabeza y suspiró, desesperado.
—No lo creo. Vosotros no os detenéis ante nada. Ante la mínima ocasión de relacionar algo con los ovnis, ya os apresuráis a aferraros a ello. Esto nada tiene que ver con los ovnis; no existe ninguna relación con ellos, en absoluto. Lo que tenemos aquí es fruto de una pandilla de maricones rurales o acaso se trate de algún ritual religioso singular. Resulta enfermizo, pero desde luego es obra de una banda de locos que andan sueltos.
—No lo creo así —dijo Epstein.
—Usted viene de Washington —repuso Miller—. No sabe de qué son capaces los chicos del campo. La falta de sexo les enloquece.
Stanford se rió al oír el comentario.
—No es ése mi problema.
—No —convino Miller—. No es tu problema: tú eres un muchacho pulido que vive en la ciudad.
Suspiró de nuevo y se levantó, dando fin a su lata de cerveza, que tiró al suelo, a sus pies. Recogió su máscara.
—Tenemos mucho que hacer. Hemos de enterrar todos estos cadáveres. No puedo quedarme aquí sentado hablando con chalados. De pie, muchachos.
Los otros maldijeron y se levantaron a regañadientes, volviendo a colocarse las máscaras y las gafas entre el polvo que flotaba a su alrededor. Stanford también se levantó, tendió su lata de cerveza a Epstein y fue hacia Miller. Le cogió del brazo y le siseó algunas palabras.
—Dime tan sólo una cosa —murmuró serenamente—. ¿Habéis recibido alguna información acerca de la presencia de ovnis?
Miller le miró fríamente, le dio la espalda y observó el campo. Su sombra se extendía desde los pies acentuada por el resplandor de las luces.
—No sé de qué me estás hablando —respondió.
Stanford no sonreía.
—Estoy hablando de los malditos ovnis. Me pregunto qué estáis haciendo aquí vosotros si lo que me has dicho es cierto.
—¿Qué te he dicho?
—Me has dicho que no era nada. Me has dicho que era obra de algunos dementes. Si es así, el caso incumbe a la policía.
—Estamos enterrando los cuerpos —repuso Miller.
—Trabajáis para la NASA —siguió Stanford—. Formáis parte de una unidad de descontaminación y ya habíais hecho esto anteriormente.
—Entonces, ¿qué te llama la atención? El ganado muerto puede contaminar. Hemos venido porque no queremos que este desastre provoque una epidemia. Somos los que estábamos más cerca para poder ser útiles; eso es todo. Nos llamaron porque no había nadie más a quien recurrir y porque estamos bien equipados. El delegado local de Sanidad pensó en nosotros; dijo que quería que limpiásemos la zona y que solicitaba nuestra ayuda, pues le costaría demasiado tiempo reunir a los civiles. ¡No hay ningún misterio!
—¡Mierda! —exclamó Stanford.
—¡Repórtate! —le aconsejó Miller.
—Desde este momento mi apartamento de Austin queda comprometido —dijo Stanford.
Miller suspiró, movió la cabeza desesperado y anduvo unos pasos, alejándose de los hombres y arrastrando a Stanford consigo. Se detuvieron en un extremo del campo, con la carnicería a sus espaldas. Los focos colocados sobre los camiones proyectaban su luz, y la arena silbaba y formaba remolinos.
—¿Tienes un amigo en el MSC?
—Así es —repuso Stanford.
—¿Y es él quien te habló de esto?
—Has dado en el clavo.
Miller asintió y miró en torno. El viento tiraba de sus ropas, y el polvo barría el campo y el ganado caído y ensangrentado.
—De modo que irás a verle.
—Desde luego.
—Entonces es de suponer que te dirá lo que pasa y no tengo nada que perder.
Miller miró en torno sigilosamente. Epstein se aproximó un tanto. El viento le impedía captar las palabras y Miller se expresaba en voz baja.
—Se trata de un ranchero y de su hija. El ranchero parece encontrarse bajo los efectos de la impresión; la muchacha debe tener unos dieciocho años y no parece muy brillante. El ranchero todavía está desvariando y la hija no ha explicado gran cosa. Él dice que se encontraba cenando con su hija cuando oyó una especie de zumbido, la casa comenzó a temblar y una luz extraña, mucho más brillante que el sol, les dejó casi cegados. El ranchero se echó al suelo y su hija, según parece, siguió sentada. La luz se desvaneció y el ranchero se levantó, cogió su fúsil y salió precipitadamente. Al principio no vio nada. Luego comenzó de nuevo el zumbido. Su hija se reunió con él en el porche mientras él miraba hacia arriba, de modo que también ella miró. Sobre su tierra de pastos había algo acerca de lo que manifiesta una gran vaguedad. Todo lo que sabemos es que cree que era inmenso, que brillaba y ascendía lentamente. No me parece que esté muy en su sano juicio. Se diría que los dos están algo chalados. Afirma que el objeto era inmenso, como el mismo campo, que era plateado, tenía forma discoide y zumbaba y ascendía lentamente. Alrededor de su borde tenía luces. Subió en vertical hasta unos treinta metros, más o menos. Entonces se desvió en diagonal y desapareció. Su hija sonríe cuando le oye.
—¿Qué hay del MSC?
—Han tenido problemas con el radar. Las señales aparecían y desaparecían, seguían mostrándose y desapareciendo, y enviamos algunos reactores en su persecución, pero no había esperanzas. Estos aparatos son muy rápidos. Hacen quedar a los reactores a la altura de juguetes. Alcanzan más de diez mil kilómetros por hora, y los reactores no consiguen ni verlos. El radar localizó aquí ese aparato, en el mismo lugar y a la misma hora. El ranchero cogió el camión y se marchó casi enloquecido. Llamó al sheriff y el sheriff nos avisó a nosotros. Y nos hemos encontrado con esto.
Miller hizo un ademán, señalando el campo empapado en sangre, a los hombres agachados y trabajando bajo el remolino de polvo y la ronroneante masa del bulldozer.
—¿Estas tormentas son corrientes? —preguntó Epstein.
—No en esta época del año.
—Puede ser eléctrica —sugirió Stanford.
—Puede ser cualquier cosa —repuso Miller.
Hizo señas a los hombres más próximos, les dijo que volvieran a su trabajo y luego se puso la máscara y las gafas oscuras.
—Venid conmigo —ordenó.
Stanford y Epstein le siguieron bordeando la linde del campo, ambos con sus gafas y sus máscaras, encorvados para hacer frente al viento. Miller subió a un jeep, les invitó a acompañarle y se pusieron en marcha hacia la carretera, cegados los faros por el polvo. Al cabo de cinco minutos de conducir a tientas, de un modo peligroso, saltando sobre socavones y montones de tierra, llegaron al rancho. Era grande y se encontraba en estado ruinoso, un enorme caserón apuntalado con estacas que crujía por efecto del viento y del polvo silbante, y cuyas luces penetraban en la oscuridad.
Miller detuvo al punto el coche junto al edificio, apagó las luces y se apeó. Esperó a Stanford y a Epstein, y juntos subieron la escalera. La casa estaba iluminada, según se advertía a través de las destartaladas ventanas, y la luz llegaba hasta el porche iluminando a una silenciosa muchacha, desgreñada y cuyos largos cabellos le azotaban el rostro. Llevaba un sencillo vestido de algodón, brazos y piernas desnudos y estaba inmóvil, con el pulgar en la boca mirando al cielo.
—¡Hola, Emmylou! —saludó Miller—. ¿Qué haces aquí? ¡Vas a asfixiarte entre tanto polvo!
La chica se movió con mucha lentitud, volviendo la cabeza sin ganas, y les miró con sus ojos inmensos, sin quitarse el dedo de la boca. No pronunció palabra; se limitó a estudiar a Miller y a Epstein. Luego miró a Stanford y desvió la vista. Volvió a dirigir sus ojos hacia él, sonrió y siguió mirándole perezosamente, sin quitarse el dedo de la boca.
—¿Podemos pasar? —preguntó Miller.
La muchacha parpadeó y asintió. Los tres hombres llegaron hasta el porche y se detuvieron ante la puerta principal, mirando a la muchacha. El viento soplaba a su alrededor arrastrando consigo el polvo y le ceñía sus ropas, revelando sus amplios senos y sus caderas. El vestido se cerraba por delante, pero estaba desabrochado hasta los muslos y el viento lo impulsaba hacia atrás, exhibiendo sus piernas bronceadas y muy musculosas.
Stanford la observaba detenidamente, sin poder apartar los ojos de ella. Tenía la insolencia de una criatura, una especie de sensualidad perezosa, y le miraba sonriente chupándose el dedo. Stanford sintió deseos de poseerla, y de pronto se vio haciéndolo así. El deseo le había invadido de repente, de modo alarmante y poniendo al desnudo sus sentidos. Sacudió la cabeza y trató de controlarse. Estaba sudoroso y se sentía febril. La muchacha seguía chupándose el pulgar y mirándole sin dejar de sonreír leve, ambiguamente.
—Tú eres la hija —dijo Stanford.
Ella sonrió y asintió.
—Queremos hablar contigo y con tu padre. Queremos saber qué visteis.
La chica seguía a unos dos metros de distancia, mientras el polvo danzaba a su alrededor y el viento tiraba de su sencillo vestido descubriendo sus bronceados muslos. Stanford deseó tocarla en aquel mismo instante. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimirse. La muchacha se chupó el dedo y le miró sin responderle.
—¿Podemos entrar? —insistió Miller.
La muchacha asintió en silencio. Miller dio un golpecito en la puerta y la abrió, y los demás le siguieron. La casa estaba intensamente iluminada con lámparas de petróleo junto a las ventanas proyectando sombras en el entarimado lleno de polvo y en el descabalado mobiliario. Stanford estaba junto a Epstein y la muchacha detrás, muy cerca. Advertía su proximidad, que le hacía sentirse incómodo. Las sombras caían sobre las desconchadas paredes y reptaban por las sillas de madera hechas a mano. El viejo ranchero estaba sentado ante la mesa. Tenía los cabellos blancos, iba sin afeitar y junto a su mano izquierda había una botella de whisky a la que faltaba gran parte de su contenido. Miller le tocó en el hombro, el anciano levantó la cabeza, se humedeció los labios y miró en torno fijándose en Miller. Enrojeció profundamente y luego alcanzó la botella.
El viejo tomó un trago, dejó otra vez la botella en la mesa y miró a Miller con ojos inyectados en sangre y la expresión helada de alguien que ha perdido el dominio de sí mismo. Se secó los labios con una mano de dedos deformados y sucios. El whisky goteaba de su boca. Se acarició la barbilla. La sombra de Miller cayó sobre él, ocultándole la mitad del rostro. Se apartó de la oscuridad y miró a Epstein, fijándose finalmente en Stanford detrás del cual se encontraba la muchacha. Stanford percibía el crujir de sus ropas. Pensó en el vestido ceñido a su carne, a sus muslos calientes y a sus suaves senos. Stanford se sentía como oscura y extrañamente amenazado por la muchacha, y tenía que hacer un gran esfuerzo para no volverse y tocarla. No podía entender aquella sensación: más que deseo era como un sueño que el viento transmitiera y que estuviese rodeando su ser. Stanford se sintió enfermo de lujuria: tenía una erección firme y pujante. Retrocedió unos pasos para disimular entre las sombras, y la muchacha le siguió hasta allí. El anciano le miró fijamente, con ferocidad, refunfuñando y lleno de ira, y luego miró sucesivamente a Miller y a Epstein. Siguió bebiendo más whisky. La mano le temblaba muchísimo; no era tan firme como parecía. Le cayó algo de líquido por la camisa, profirió una maldición y tiró la botella al suelo de un manotazo.
—¡No he visto nada! —exclamó—. ¡Nada!
—¡Por favor! —dijo Miller.
—¡Váyase al infierno! —repuso el viejo.
—Es importante que trate de recordar.
—¡Váyase al infierno! ¡No he visto nada!
La muchacha se apartó de Stanford, deslizándose calladamente entre las sombras, y se apoyó junto al marco de la ventana mirando al cielo. Ya no se chupaba el pulgar; se mordisqueaba la lengua y canturreaba suavemente, apretando el vientre contra el cristal de la ventana, con la espalda arqueada y sacando el pecho. Stanford procuraba no mirarla, pero se le escapaban los ojos en aquella dirección contra su voluntad. El viento soplaba fuera y la arena silbaba en torno a la casa. Las sombras aleteaban sobre la muchacha, Miller y Epstein y sobre el anciano que, sentado ante la mesa, dejaba caer el whisky y maldecía.
—Era algo plateado —sugirió Miller.
—No vi nada —gruñó el hombre.
—Usted dijo que era tan grande como este terreno.
—¡Santo Dios! ¡Maldita sea!
El viejo dio un puntapié a la silla, echándola hacia atrás, y se levantó muy erguido, se llevó las manos a la cabeza y luego lanzó un grito terrible y angustiado que les impresionó vivamente. Miller y Epstein retrocedieron. Stanford observó a la muchacha, que sonrió y se metió el dedo en la boca, volviendo luego la mirada hacia su padre. El viejo seguía con las manos en la cabeza, moviéndola salvajemente y gritando. De pronto dio un puñetazo en la mesa, que la hizo bambolearse, y la botella cayó al suelo, fue hasta el otro extremo de la habitación, chocó con la pared, estalló y el líquido salpicó a Miller y a Epstein, que iban hacia la puerta. Miller la abrió. La muchacha se chupaba el pulgar y canturreaba. El viejo gritó de nuevo, cogió la mesa y la levantó sobre su cabeza. Epstein siguió a Miller fuera de la habitación. Stanford se adosó a la pared, el viejo cogió su rifle, lo agitó salvajemente en lo alto y comenzó a barrer copas y platos de la repisa de la chimenea. Stanford no dejaba de observar a la muchacha, que sonreía y seguía cantando suavemente. No se había quitado el dedo de la boca y sus ojos castaños eran luminosos y serenos. Stanford salió furtivamente de la casa. El viejo gritaba y destrozaba objetos. Stanford anduvo de espaldas entre el viento y la arena que volaban, y descendió a trompicones los peldaños del porche. Miller y Epstein ya se encontraban en el jeep con el motor en marcha y las luces encendidas, y Stanford entró en la parte posterior junto a su amigo terriblemente sudoroso y latiéndole el corazón muy deprisa. El viejo salió dando bandazos, recortándose su silueta contra la luz amarilla, se adelantó y, apoyando la mano en un montante, les miró lleno de cólera.
—¡Vi luz! —exclamó—. ¡Luz!
El viento ululaba alrededor del coche, arrastrando el polvo entre la oscuridad mientras Stanford corría por la carretera I de la NASA hacia el Manned Spacecraft Centre. Sentía algo muy extraño; tenía la sensación de estar terriblemente solo. Epstein, sentado a su derecha, no parecía real. Stanford conducía muy deprisa y despreocupadamente, ignorando la arena proyectada por el viento, abrumado por el calor y el ruido y obsesionado por la muchacha.
Reconsideró lo que había sucedido, estuvo meditando sobre ello, y trató luego de desecharlo y concentrarse en la conducción del coche, pero seguía rememorando el misterio… ¿Qué habría sucedido allí? ¿Qué le atraía hacia aquella muchacha? ¿Existía alguna relación entre la serena abstracción de la chica y el salvaje estallido del viejo? Recordaba cómo se había llevado éste las manos a la cabeza entre salvajes sacudidas, gritando como si tratase de liberarse de una terrible angustia. ¿Cuál sería la causa de sus gritos? ¿Qué le habría hecho mostrarse tan violento? ¿Y qué secreto compartiría con la muchacha que se chupaba el dedo y sonreía despreocupada? Stanford trató de apartar de sí aquellos pensamientos, pero no podía olvidar a la muchacha. La veía de pie junto al porche, a la luz de la ventana, volando el polvo a su alrededor, mientras el viento tiraba de su vestido modelando sus caderas redondas y sus senos y desnudando sus muslos. Stanford no podía comprenderlo. Su deseo era casi sobrenatural; no se basaba en sus senos ni en sus caderas, sino en sus ojos luminosos, de expresión vacía. Stanford sintió que le recorría el cuerpo un estremecimiento. El ulular del viento le irritaba los nervios. Miró a Epstein, su rostro arrugado y barbudo, y se pregunto en qué estaría él pensando.
—¿Qué crees que vieron?
—No lo sé —repuso Epstein.
—Es indudable que actuaban de un modo extraño.
—Sí, así es.
—Creo que lo que vieron debió afectarles.
—No hay duda.
—Quiero decir que puede haberles afectado físicamente.
—¿Lo crees así?
Stanford no respondió: no sabía qué decir. Miró adelante y vio correr las nubes de polvo sobre la oscura carretera. La tormenta era violenta e incansable, escondía la luna y las estrellas y los remolinos de arena adoptaban formas que casi parecían llenas de vida. Stanford maldijo de nuevo en voz baja. El ruido y la oscuridad le obsesionaban. Le pareció distinguir unas luces a lo lejos y aquello le hizo sentirse mejor.
—Creo que estamos llegando.
—¿Al MSC?
—Sí. Está ahí, aunque aún no puede distinguirse muy bien.
Epstein se incorporó en su asiento y miró adelante. Los remolinos de arena oscurecían su visión. Le pareció ver luces en la distancia, pero no podía estar seguro. El polvo estaba por todas partes, persiguiéndoles y rodeándoles, y el viento ululaba y azotaba el vehículo haciéndolo vibrar. Epstein no se sentía muy bien. El ruido y la oscuridad le obsesionaban. Seguía pensando en el centenar de reses descuartizadas y en los hombres protegidos con máscaras y gafas. Se estremeció, tosió y miró brevemente a Stanford: su amigo era sólo una oscura forma en la negra noche, con una luz desmayada en los ojos. Epstein se preguntó qué era lo que no funcionaba: su joven amigo estaba demasiado quieto, percibía una gran tensión en Stanford y se preguntó a qué sería debida. Desde luego, no lo atribuía a las cien vacas muertas ni a la explosión de ira del anciano. Stanford era mucho más duro que todo eso, más firme que él mismo. Epstein miró a su amigo y le oyó murmurar algo. Se preguntó en qué estaría pensando y escudriñó la carretera que tenían delante. A lo lejos se distinguían las luces brillando débilmente entre la tormenta, poniendo de relieve la espantosa desolación de aquella zona tenebrosa y solitaria.
—Aquel hombre, Miller —dijo Epstein—. ¿Cómo le obligaste a hablar? Te oí decirle algo acerca de un apartamento. ¿Qué diablos querías decir con eso?
Stanford se echó a reír.
—¡Dios, eres muy agudo! Se trata de un apartamento que tengo en Austin desde hace años y que presto a algunos amigos para que lo utilicen. Miller está casado, pero no es feliz en su matrimonio. Le he dejado utilizarlo durante los últimos meses para su gran affaire. No tiene mucha experiencia en este campo. Es el único lugar adonde puede ir y no desea perderse esa pequeña emoción, de modo que comenzó a soltar la lengua.
—¡Eso es un chantaje! —exclamó Epstein.
—No seas sórdido. —Se rió de nuevo y observó las luces que tenían delante. Luego frunció el entrecejo—. ¡Cielo Santo! —exclamó—. ¿Qué diablos…?
Epstein miró también en aquella dirección y vio las luces entre las sombras. El coche avanzaba hacia ellas, pero permanecían inalterables, con el mismo tamaño y a igual distancia, como si se movieran. Epstein se irguió en su asiento y Stanford aceleró. El coche salió zumbando entre la tormenta, encaminándose directamente hacia las luces distantes. De pronto, Epstein tuvo una sensación irreal. Se inclinó adelante y esforzó la vista: eran veinte o treinta luces, muy débiles y no demasiado grandes, que se extendían a intervalos regulares formando una larga línea que cruzaba la carretera. El coche corría hacia ellas. Stanford maldijo y forzó el motor. La distancia entre el coche y las luces siguió siendo exactamente la misma.
—¡Maldita sea, se mueven!
Stanford casi gritó al pronunciar aquellas palabras. Mantenía la mirada fija en las luces. El coche corría entre las sombras a unos cien kilómetros por hora y la distancia entre el vehículo y las luces no se alteraba en lo más mínimo.
—Están por encima de la carretera —dijo Epstein.
—¡Maldita sea! —exclamó Stanford—. Se encuentran aproximadamente a treinta metros sobre el suelo y desde luego que se mueven.
—¿A qué distancia crees que están?
—A unos cuatrocientos metros, aproximadamente.
—Entonces esa línea de luces tiene unos ochocientos metros de ancho.
—¡Santo Dios!
Stanford apretó con fuerza el acelerador y el coche cobró mayor impulso, echando atrás a Epstein en su asiento como un fardo. Se enderezó rápidamente. Distinguía el gemido del viento y, a lo lejos, las luces en el cielo percibiéndose entre densas nubes de polvo. Stanford siguió conduciendo con expresión concentrada. Iba a toda velocidad, pero la distancia seguía siendo la misma y las luces no dejaban de atraerle.
Lanzó una maldición y siguió conduciendo. Epstein se aferró a su asiento. La línea luminosa era muy continua, muy extensa, y se mantenía a la misma distancia. Semejaba cosa de brujería. El coche gemía contra el viento. La línea de luces no parecía moverse, pero seguía manteniéndose muy lejana. De pronto, las luces se detuvieron, proyectándose contra ellos y aumentando de tamaño, hasta filtrarse entre los densos remolinos de polvo e iluminar la carretera a sus pies.
—¡Jesús! —siseó Stanford.
Dio un brusco frenazo y el coche rechinó, patinando y girando entre una nube de humo, en espiral, dando casi una vuelta completa. Epstein chocó contra el parabrisas y luego cayó hacia atrás en el asiento, estirando las manos para asirse al salpicadero mientras el coche giraba por completo quedando la parte posterior del vehículo frente a las inmóviles luces. Stanford lanzó una maldición y desconectó el motor, abrió la portezuela y se apeó. Se vio azotado por el ululante vendaval y la arena, y observó cómo las luces ascendían verticalmente. Epstein le siguió, enjugándose la sangre de la frente, y ambos quedaron inmóviles, uno a cada lado del coche, mirando hacia arriba, incrédulos.
La larga línea luminosa estaba tensa y no oscilaba de un lado a otro. No se encontraba demasiado lejos, aproximadamente a unos sesenta metros de altura. Las luces estaban separadas, eran amarillas y débiles y brillaban entre el polvoriento vendaval. Ascendían muy lentamente, sin producir ningún sonido, empequeñeciéndose y aproximándose hasta confundirse en una sola. Aquella única luz era prolongada y tenue y se fue encogiendo hasta convertirse en una esfera resplandeciente que se remontó con lentitud sobre la tormenta, desapareciendo en el negro cielo.
Stanford y Epstein se miraron estupefactos mientras el viento seguía zumbando y proyectando arena alrededor de ellos, casi asfixiándoles y cegándoles. Así permanecieron largo rato, mirando fijamente el cielo. Al final, sintiéndose azotados por el aire y el polvo, regresaron al coche.
—¿Dónde estamos? —preguntó Epstein.
—Aproximadamente a un kilómetro y medio del MSC. Creí que ese objeto se dirigía allí. Pensé que acabaría aplastándolo.
—Iba a poca altura —dijo Epstein.
—¡Maldita sea, sí que volaba bajo! —repuso Stanford—. ¡Vámonos! Quiero descubrir qué ha sucedido. Esos bastardos no podrán negar este caso.
Stanford condujo ahora con más cuidado, sintiéndose extremadamente desorientado, con los nervios en tensión por el viento, el polvo y los extraños acontecimientos de aquella noche. Recordó a la muchacha en el porche, sus ojos luminosos e inexpresivos, sus firmes senos, sus muslos bronceados y desnudos y su vientre apretado contra el marco de la ventana, e inmediatamente le invadió de nuevo el deseo, un deseo primitivo e irrazonable. Sacudió la cabeza y trató de pensar en otra cosa: el brusco ataque de violencia que había sufrido el anciano… ¿Qué habría descendido sobre el campo? ¿Qué habría visto aquel hombre? Stanford trató de imaginarlo y fracasó en su intento: el deseo le invadía y le cegaba.
Epstein seguía silencioso, asombrado y divertido, pensando en las luces que habían ascendido verticalmente y en su serena y silenciosa belleza. Todo aquello le parecía fantástico. Lo sucedido aquella noche era como un sueño: el viento ululante, el polvo que barría las llanuras, el ganado muerto y las luces misteriosas. Epstein experimentaba cierta sensación de vértigo, tosió ligeramente y se frotó los ojos, agotado y excitado a un tiempo, latiéndole el corazón con gran intensidad. Era la primera vez en su vida que veía un ovni, y la visión le había llenado de espanto. Recordó el ganado descuartizado, el grito de «¡Luz!» proferido por el anciano, y se preguntó si lo que acababa de ver también se habría materializado sobre el pastizal.
El viento soplaba alrededor del coche formando espirales de polvo y arrasando las desoladas llanuras entre la más absoluta oscuridad nocturna. La tormenta era casi sobrenatural, y desde luego sin precedentes. Había nacido de una plácida niebla roja y no daba señales de decrecer. Epstein recordó las luces que subían —aquella línea luminosa que permanecía inalterable— y se preguntó qué clase de objeto sería capaz de ocultarse entre aquella tormenta. Los misterios eran interminables: cada revelación constituía un laberinto. El vendaval y la silbante arena que formaba remolinos protegía todos los secretos.
Miró adelante y vio otra línea de luces que se difuminaba tras la densa nube de polvo, pendiendo oscuramente en el negro espacio. Se frotó los ojos y volvió a mirar, sintiéndose ridículo. Las luces aumentaban de tamaño e iluminaban una verja con una amplia entrada de hierro: era el Manned Spacecraft Centre. Las luces procedían de los blancos edificios. Epstein suspiró aliviado, tosió y se secó los labios con un pañuelo.
Stanford se dirigió hacia la verja y detuvo el coche al tiempo que un vigilante se acercaba a ellos. El hombre se encorvaba para protegerse del viento, sujetándose un gorro en la cabeza entre la arena que silbaba a su alrededor y le cubría el uniforme. Stanford bajó el cristal de la ventanilla y el polvo se metió en el coche. Ante sus ojos apareció el rostro enmascarado del vigilante, con los ojos protegidos por gafas.
—¡Soy el doctor Stanford! —exclamó—. Y este señor es el profesor Epstein. Estamos citados con el capitán Armstrong, de la Oficina Administrativa de Ciencia Espacial y Tecnología.
—Lo siento, señor —repuso el hombre—. Probablemente su entrevista habrá sido anulada. Estamos realizando un ejercicio especial de seguridad en el más estricto secreto.
—No me ha entendido, cabo… Tenemos una cita.
—Lo siento, señor. Su entrevista ha sido anulada. Tendrá que marcharse.
Stanford miró detrás del guardia, vio la verja cerrada, y las rejas y los caminos entre los edificios llenos de tropa armada hasta los dientes.
—¿Un ejercicio de seguridad?
—Eso es, señor. Simple rutina.
—Hay muchísima gente para tratarse de un ejercicio rutinario. ¿Qué diablos sucede?
El rostro del vigilante seguía impasible.
—Lo siento, señor. Tendrá que marcharse.
—Escuche, cabo: tenemos concertada una entrevista. Haga el favor de usar aquel teléfono.
El cabo se irguió, hizo señas con la mano al guardia que estaba en la garita y apareció otro hombre, un sargento, con un fusil en las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Estamos citados —dijo Stanford.
—Han sido anuladas todas las entrevistas —manifestó el sargento—. No pueden entrar.
Stanford miró dentro. Vio la puerta cerrada, las verjas, el Centro Espacial y las tropas que se alineaban a lo largo de las calles rectas, y se dio cuenta de que todos observaban el cielo.
—Sargento —le dijo—, acabamos de ver unas luces muy extrañas cruzando la carretera a unos dos kilómetros de distancia. Se movían y, cuando nos acercamos, comenzaron a ascender. ¿Tiene alguna idea de qué podría ser?
—Probablemente de un helicóptero, señor.
—Era demasiado grande para ser un helicóptero, sargento. Piense en otra cosa.
—No sé, señor.
—Han tenido que verlo desde aquí, sargento.
—No, señor. No lo hemos visto.
—Es imposible que les haya pasado inadvertido. Las luces formaban una línea larguísima.
—No hemos visto nada.
—¿Por qué están sus hombres mirando al cielo, sargento?
—Tratan de descubrir algún helicóptero, señor. Es un ejercicio de seguridad. Se supone que informarán de la presencia de helicópteros en cuanto los vean.
—¿Envían ustedes helicópteros con una tormenta como ésta?
—Sí, señor.
—¿Cree que los helicópteros pueden volar con este tiempo?
—Sí, señor. Lo creo.
—¿Y no va a informar de las luces que hemos visto?
—Nosotros no hemos visto luz alguna, señor. Ahora, por favor, márchese de esta zona.
Stanford suspiró, observó a los soldados que estaban detrás de la verja, y comprobó que todos miraban al cielo mientras la arena formaba remolinos a su alrededor.
—Sargento, por favor, coja ese teléfono y dígale al capitán Armstrong que estamos aquí.
—No puedo hacerlo.
—¿Qué diablos quiere decir con eso de que no puede hacerlo?
—El capitán Armstrong no se encuentra aquí, señor. Hasta que concluya el ejercicio, no se permite la presencia al personal administrativo.
—Pero ¡nos dijo que viniésemos a verlo!
—Probablemente sucedió antes de enterarse de que se realizaba este ejercicio. Ahora no se encuentra aquí, señor.
—Sargento, hace sólo dos horas de eso.
—Lo siento, señor.
—¿Quiere usted decir que han improvisado este ejercicio de seguridad sin informar a nadie?
—Lo siento, señor. Tiene que irse.
El sargento se irguió y cruzó el fusil en su pecho, esforzándose por percibir algo sin la protección de gafas a través de la densa arena transportada por el viento. Stanford le miró sin deseos de moverse y, entonces, el cabo apoyó la mano derecha en la pistola y asió la manecilla de la puerta. Stanford advirtió el gesto y maldijo en voz baja. Puso el motor en marcha, dio un brusco giro al coche y se volvió por la carretera I de la NASA entre el furioso temporal.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Qué diablos sucede? Esos condenados están mintiendo. Saben muy bien qué está pasando.
—Inspeccionaban el cielo —dijo Epstein.
—Sí, estaban observando el cielo… Han visto algo y han cerrado las entradas, dejando la zona como un campo de batalla. Y Armstrong… ¡Oh, Jesús!
Dio una palmada al volante, movió la cabeza y miró a Epstein con un brillo obtuso en los ojos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Epstein.
—A Clear Lake —repuso—. Armstrong vive en Nassau Bay y creo que probablemente se encontrará allí ahora. Quiero hablar con ese cerdo.
Epstein se desplomó en su asiento, y su energía dio paso al agotamiento. Cerró los ojos y percibió el ulular del viento y el desolado silbido de las polvorientas nubes. El coche vibraba constantemente a impulsos de la tormenta y Epstein flotaba en una oscuridad sobrenatural veteada de luces, ausente. Veía la larga línea luminosa ascendiendo lenta y silenciosamente, deslizándose a través del viento y del polvo con sorprendente majestad. Luego imaginó el campo del ranchero, las mismas luces que descendían silenciosamente, el ganado bramando presa del pánico y la confusión reinante mientras era azotado por el polvo… ¿Qué había sucedido después? ¿Qué había causado tan terrible carnicería? ¿Había descendido algo realmente o lo imaginó el ranchero? Epstein tosió, se secó los labios, abrió los ojos y observó la tormenta. Nubes de polvo se deslizaban en torno al veloz vehículo y las sombrías llanuras.
—Eso no es propio de Armstrong —dijo Stanford—. Le conozco desde hace muchos años; me ha estado facilitando información constantemente y siempre ha sido digno de toda confianza. Me citó en el MSC y nunca ha faltado a una cita. Si se hubiera tratado de un simple ejercicio de seguridad, habría estado al corriente de él y no nos habría hecho ir allí en primer lugar. Esos guardias están buscando algo y han clausurado la zona en el último instante. Deben haberlo decidido después de la llamada que recibí de Armstrong, y ha de existir alguna razón para ello. Esto suele relacionarse con los objetos no identificados. Creo que los guardias del MSC y el equipo de descontaminación de la NASA forman parte del mismo plan. Esta zona tiene algo especial.
Redujo la marcha del coche, señaló con el dedo las sombrías luces y se adentró por el dormido suburbio de Nassau Bay, cruzando las desiertas calles. Las casas estaban iluminadas y, a través de las ventanas, se distinguían siluetas. Las luces se proyectaban al exterior y caían sobre recortados céspedes. Los matorrales eran arrastrados por el vendaval. Stanford siguió durante algún tiempo por aquel camino, inspeccionando la parte izquierda de la carretera, esforzándose por distinguir algo entre las silbantes nubes de polvo y murmurando entre dientes.
—Ya hemos llegado —dijo finalmente, girando a la derecha y deteniendo el vehículo en un sendero de grava que conducía a un chalé de piedra roja.
Desconectó el motor, apagó las luces y salió del coche seguido de Epstein, que se reunió con él en el porche cuando ya hacía sonar el timbre. El viento seguía zumbando y el polvo corría por el porche, pero ambos percibieron el bullicio que reinaba en el interior, gritos y risas. Stanford volvió a pulsar el timbre con aire enojado e impaciente. La puerta se abrió y un hombre apareció ante ellos con el rostro enrojecido por el alcohol. Parpadeó y miró a Stanford, boquiabierto por la sorpresa.
—¡Oh, Cristo! —exclamó quedamente.
—Estábamos citados —dijo Stanford.
El hombre parecía reacio a abrir más la puerta y apoyaba el hombro contra ella.
—¡Vete de aquí! —le dijo.
—¡Déjanos entrar! —exclamó Stanford.
—No puedo hablar contigo, Stanford. ¡Vete! Tengo visitas.
—¿Tus compañeros del MSC?
—Sí. Es una reunión privada, Stanford. No puedo hablar ahora contigo. Vete al infierno.
Intentó cerrar, pero Stanford se lo impidió con el pie. Se adelantó y miró fijamente a Armstrong, echándole el aliento en la cara.
—Hemos viajado desde muy lejos. Venimos sólo para verte. Dijiste que tenías algo que contarnos y ahora nos cierras la puerta. ¿Qué demonios pasa?
—Nada —repuso Armstrong.
—Entonces, déjanos pasar.
—No puedo. Es una reunión privada. ¡Por Dios, márchate de aquí!
—Me encantan las fiestas.
—No puedes entrar, Stanford.
—¿Por qué no? ¿Qué diablos te preocupa? No es la primera vez que estoy aquí.
—Sabes muy bien por qué no puedes entrar.
—Tú nos has hecho venir.
—Te dije que nos reuniéramos en el MSC.
—Pero no estabas allí.
Se oían risas y gritos en el interior. Alguien cantaba y Armstrong miró nervioso hacia atrás y luego volvió a encararse con Stanford.
—¡Maldita sea!
—¿Qué sucede? ¿Has organizado de pronto una reunión al enterarte de que veníamos?
—Así ha sido.
—Eso es una mala jugada. Has organizado esta fiesta porque no querías que cuando llegásemos te encontráramos solo. Tú no quieres hablar, Harry. De pronto te has asustado o te ha sucedido algo. Ibas a comunicarme una información y, de repente, has enmudecido. Quiero saber por qué.
—Te llamaré —prometió Armstrong.
—No voy a esperar tu maldita llamada. No pienso marcharme hasta que me digas qué ha sucedido. De modo que es mejor que empieces a hablar.
—¡Por Dios, dame una oportunidad!
—¿Por qué? —insistió Stanford.
—Tengo a la CIA pisándome los talones.
—Vamos a entrar —anunció Stanford.
Intentó abrir, pero Armstrong presionó con el hombro, mirando nervioso hacia atrás, al interior de la casa, secándose los labios. Luego volvió a mirar a Stanford.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —siseó.
Salió y cerró la puerta, mirando brevemente a Epstein. Era un hombrecillo de reducida estatura, prominente barriga y escasos cabellos grises. Miraba a hurtadillas la puerta cerrada. Se estremeció y, enfrentándose al ululante vendaval, se dirigió abiertamente a Stanford:
—Es la última vez. No quiero volver a hablar. No me preguntes la razón; no te la diré. Pero ésta es la última vez.
—Hablaste de la CIA.
—No, no hablé. Recuérdalo. Yo no he dicho una palabra; no he mencionado a la CIA.
—De acuerdo. Yo no sé nada.
—Bien. Ahora, presta atención, escúchame hasta el final y no olvides mis palabras. No vuelvas a llamarme, ¿entiendes, Stanford? Lo que te estoy diciendo esta noche es el final. Sólo hablaré ahora.
—¡Por Cristo, Armstrong! ¡Somos viejos amigos!
—¡Cállate! Hay algo más… Nunca hemos mantenido esta conversación. La última vez que hablamos fue hace dos horas; desde entonces no hemos vuelto a cambiar palabra.
Estaban uno frente a otro y el polvo corría entre ellos. El viento sacudía las barandillas del porche y gemía sobre el césped. Epstein guardaba silencio, sintiéndose cohibido y culpable, avergonzado por su complicidad en el asunto, tratando de evitar la asustada mirada de Armstrong.
—Es un trato —dijo Stanford.
—De acuerdo —repuso Armstrong.
Se pasó la lengua por los labios y asintió, miró nervioso a derecha e izquierda, asegurándose de que no había nadie más en el porche, y distinguió únicamente los remolinos de arena. Seguía sosteniendo su vaso de whisky medio vacío y lo apuró de un trago, mirando directamente a Stanford.
—Ha aparecido un ovni —dijo—, y en esta ocasión, de gran tamaño. En realidad, es el mayor que hemos visto y todos vamos de cabeza. Comenzó hace tres horas. Recibimos algunas llamadas de los pilotos informándonos de haber distinguido objetos voladores no identificados sobre el golfo de México, que se trasladaban en dirección norte a velocidad increíble. Los objetos despedían luces plateadas. Los pilotos se negaron a hacer más comentarios. Estas visiones se produjeron una hora antes de la puesta del sol y prosiguieron hasta el oscurecer. Entretanto iban llegando señales por radar localizando el ovni, no en el golfo de México sino sobre el rancho de ese granjero. Según el radar, algo enorme había llegado procedente del golfo de México, dando un rodeo a unos doce mil metros sobre el Manned Spacecraft Centre, y descendía a tramos desiguales sobre el rancho. Los objetos desaparecieron de las pantallas al entrar en una zona confusa del radar.
Armstrong miró a hurtadillas a diestro y siniestro, como si temiera ver aparecer a alguien. No había nadie en la calle, pues la tormenta mantenía a la gente en sus casas. Escupió el polvo que tenía en la boca, se frotó los ojos y prosiguió:
—Intentamos reunir rápidamente varios reactores, pero cuando íbamos a dar la orden de despegue estalló esa tormenta de polvo que no sabemos de dónde salió, y los aparatos se quedaron en tierra. El viento corría a increíble velocidad sobre las pistas de despegue, pero seguíamos recibiendo noticias de numerosas apariciones de ovnis. Estos informes llegaban por teléfono a otras estaciones de radar localizadas en White Sands, Los Álamos y toda la zona del golfo de México y, según nuestras propias comunicaciones de radar, estaban sobre nosotros. Naturalmente, por causa de la tormenta de polvo seguíamos sin poder enviar los reactores, de modo que tuvimos que resignarnos a permanecer inactivos. Luego, aproximadamente media hora antes de llamarte, los tres objetos que sobrevolaban el rancho reaparecieron en los aparatos de radar, unificándose, y ese objeto comenzó a volar hacia el MSC a una velocidad no superior a cincuenta kilómetros por hora.
—¿Has dicho a cincuenta kilómetros por hora?
—Eso he dicho.
—¿Y no se trataría de un globo meteorológico?
—No, Stanford, no lo era.
El viento gemía en la calle, la arena volaba por doquier, y seguían llegando del interior los ruidos de la fiesta, creciendo en intensidad por momentos. Armstrong se acercó a la puerta a escuchar, movió la cabeza satisfecho y luego inspeccionó una vez más el porche, parpadeando nervioso.
—Todos salimos —prosiguió— para observar ese objeto que nos sobrevolaba. Se trasladaba sobre la tormenta, por el espacio negro como boca de lobo, y pudimos distinguir sus luces, que formaban un círculo perfecto. No había ninguna medida de comparación posible…, pero aquel círculo parecía monstruoso… Debía encontrarse a unos centenares de metros de altura y aún seguía pareciendo enorme. Se deslizó hacia la derecha sin apenas moverse, luego se desvió rápidamente en dirección Este, y sus luces parpadearon antes de desaparecer. Cuando volvimos dentro había ovnis en todas las pantallas de radar.
Armstrong aspiró profundamente y miró al cielo, sin ver más que una cortina de polvo. Movió la cabeza cansadamente y reanudó su relato.
—Poco después nos telefoneó el sheriff local, diciéndonos que acudiésemos al rancho. Recordando lo que habíamos visto, le obedecimos inmediatamente, y en breve recibimos una llamada de nuestros muchachos. Es innecesario repetir el mensaje: ya habéis visitado el lugar, pero cuando descubrimos lo sucedido, el servicio de inteligencia del MSC nos ordenó abandonar enseguida la base. Naturalmente nos enfurecimos porque queríamos saber qué sucedía. Nos advirtieron que no habíamos visto ni oído nada, que cualquier información que pudiéramos divulgar nos reportaría problemas: debíamos irnos a nuestras casas y seguir en ellas hasta recibir noticias. Por eso estamos todos aquí y por eso no puedo volver a hablar contigo. Lo que ha sucedido carece de precedentes y todos nos sentimos muy asustados.
—¿La CIA?
—No he dicho eso.
—De acuerdo, no lo has dicho. Cuéntame solamente lo sucedido con el ganado muerto. ¿Qué tiene que ver en todo esto?
—Lo ignoro —repuso Armstrong—. Te juro por Dios que no lo sé. Todo lo que sé es que esto ya ha sucedido anteriormente por todo el país.
—Uno de tus hombres me dijo que era obra de un puñado de locos, pero no puedo creerlo.
—Lo último que te digo, Stanford, y es todo… No hablaré más.
—De acuerdo, lo último.
—No fue un puñado de locos; no era una carnicería de aficionados. Cualquiera que fuese la razón que la produjo, se llevó a cabo con escalofriante eficacia. Esos animales murieron por causa de un gas, y luego fueron descuartizados con instrumentos que debían estar afilados como hojas de afeitar. Les extirparon lenguas, ojos, genitales y ubres con precisión quirúrgica, y los autores desaparecieron misteriosamente. No me preguntes por qué: para mí no tiene sentido. Pero ese ganado no lo aniquiló una banda de gamberros…, sino que lo descuartizaron auténticos profesionales.
—¿Y la unidad de descontaminación?
—La zona es radiactiva. Por ello los coyotes o buitres no tocarán los cadáveres; siempre ocurre así.
—¿Y el viejo y la muchacha?
—Esto es todo cuanto sé, Stanford. No te diré nada más. Y no vuelvas a llamarme nunca.
Armstrong abrió la puerta para entrar en la casa, vaciló un instante y luego se volvió, fijando su mirada en Stanford.
—Somos viejos amigos —dijo—, de modo que te daré un consejo. No vuelvas a aquel rancho. Te lo advierto, no te sientas tentado. Suceda lo que suceda, no vuelvas allí: no vale la pena.
Entró y dio un portazo. El viento corría por el porche. Stanford permaneció inmóvil mientras el polvo le rodeaba, fijando su mirada en la puerta cerrada. Se volvió, miró a Epstein, se encogió de hombros, bajó la escalera y entró en el sendero de grava que dividía el césped. Regresaron al coche. Epstein le siguió de mala gana, sintiéndose aturdido y agotado, luchando contra el viento y el polvo y preguntándose cuándo concluiría todo aquello. Una vez en el coche, observó que Stanford, pálido y en tensión, ponía el coche en marcha con aspecto enojado. Se metió en la calle con gran decisión y desanduvo el camino que habían tomado.
—Vamos a volver allí.
—¿Al MSC? —preguntó Epstein.
—No —repuso Stanford—. Al rancho.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Epstein.
Apoyó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y se sumergió en la oscuridad, maldiciendo silenciosamente al viento, al polvo y a la noche plagada de misterios. Mantuvo los ojos cerrados, negándose a mirar fuera del coche, dejando que la ira se apoderase de él, le agitase y le dejase postrado en un estado de suma debilidad. Luego recordó el ganado exterminado, al viejo y a su hija. Las luces del cielo y los guardias del MSC, la comprensible inquietud que Armstrong sentía por hablar y la consiguiente furia de Stanford. Algo extraño sucedía que provocaba pánico y temor. Stanford y él se habían visto mezclados en ello, excluidos y amenazados: los acontecimientos de la noche habían sido agotadores y eso les daba autenticidad.
Epstein tosió y murmuró un juramento, abrió los ojos y vio a Stanford, su perfil recortado en la ventanilla y la furiosa tormenta como telón de fondo. El buen humor de su compañero le había abandonado: nunca le vio tan frío. El viento y el polvo zarandeaban el coche, pero él seguía conduciendo impasible.
Por fin se desviaron de la carretera, tomando el sendero familiar que cruzaba las llanuras que se extendían a ambos lados en la oscuridad, y se detuvieron cerca de la cumbre de la colina que llevaba al rancho. Stanford apagó las luces y ambos miraron adelante. Una luz fantasmal formaba un inmenso abanico en el cielo, detrás de la cumbre de la colina.
—¿Qué diablos…? —exclamó Stanford.
Miró brevemente a Epstein, abrió la puerta y salió a trompicones. El vendaval hizo entrar en el coche una nube de polvo que giró en torno a Epstein. Éste tosió y se aclaró la garganta, protegiéndose los ojos con las manos, y luego siguió a Stanford fuera del coche, metiéndose entre la espantosa furia de la tormenta.
El temporal parecía haber empeorado: era mucho más ruidoso y más violento; el polvo silbaba y les azotaba el rostro con extraordinaria fuerza. Tenían que realizar un gran esfuerzo para avanzar, protegiéndose los rostros con las manos y con los cuerpos encorvados como si empujaran un muro, llenos de inseguridad. Epstein se sentía sofocado, ausente y algo asustado. Veía a Stanford en la colina con las ropas agitadas, recortada su silueta contra el amplio abanico de luz que rasgaba la oscuridad. Hizo un esfuerzo por llegar junto a él, se asió a su hombro y ambos permanecieron mudos e inmóviles mirando el rancho a sus pies.
El área que circundaba el rancho estaba empapada en sangre, llena de camiones y tropas armadas. Algunos soldados llevaban máscaras y gafas y miraban al cielo. Otros trabajaban intensamente, en cuclillas, y gesticulaban clavando postes en el suelo y pasando alambradas por ellos, levantando una verja que debía rodear la zona en un enorme rectángulo. Las luces del rancho estaban encendidas y la arena que el viento transportaba oscurecía el porche. El viento ululaba y proyectaba la arena por doquier, confiriendo a aquel escenario una apariencia irreal.
—¡Santo Dios! —exclamó Stanford—. ¿Te das cuenta? ¡Lo están vallando!
—¡Malditos sean! —murmuró Epstein—. ¡No podrán escapar!
—Van armados y están inspeccionando el cielo —dijo Stanford—. Deben esperar algo.
De pronto Epstein estalló, dando rienda suelta a su ira hasta entonces reprimida. Se dio un puñetazo en la palma de la mano y volvió al coche. El viento le azotó y tiró de él, pugnando por derribarlo. El hombre lanzó una maldición y luchó contra el polvo, gritando entre la tormenta:
—¡Malditos sean! ¡No se saldrán con la suya! ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Quiero saberlo todo, Stanford, todo! Quiero averiguar lo que saben las Fuerzas Aéreas, conocer datos de la CIA y saber qué ha estado sucediendo todos estos años y por qué lo han mantenido en secreto. Las Fuerzas Aéreas alegan no tener relación alguna con el asunto, y la CIA hace lo mismo. Una y otra mienten y ahora tenemos pruebas de ello. De modo que hemos de descubrir la verdad, ¿entiendes, Stanford? Ha llegado el momento de dejarse de juegos. Quiero saber qué ha estado sucediendo, conocer los hechos y no la ficción, y comprenderlos para destruirlos y acabar con aquel asunto.
Dejó de gritar y miró a Stanford, que observaba el cielo. De pronto, Epstein se dio cuenta de que el tiempo se había serenado y que el fiero vendaval remitía. Sorprendido, miró en torno: la arena se estaba posando en suaves espirales, amontonándose en torno suyo en medio de un denso y súbito silencio. Epstein apenas podía creerlo. Miró al cielo y vio cómo se hacían más tenues las nubes de polvo y reaparecían la luna y las estrellas, iluminando con su suave luz los campos y los agostados y estremecidos árboles.
Después observó el rancho. El polvo ya no oscurecía el porche. La muchacha seguía de pie allí, con el dedo en la boca, y mirando al cielo. Todos miraban hacia arriba. Los soldados habían apagado los proyectores y estaban alrededor de la casa. Resultaban claramente visibles al resplandor lunar, mudos e inmóviles mirando al cielo.
—Ahí están —dijo Stanford.
Epstein siguió la mirada de su amigo y distinguió las tres luces en el cielo. Estaban muy altas y eran muy pequeñas y brillantes. Una de ellas tenía el tamaño de una moneda y las otras dos eran algo menores. Epstein estaba como hipnotizado, sintiendo la presencia de Stanford a su lado. Las luces formaban un perfecto triángulo que ascendía verticalmente, moviéndose con lentitud y cada una estaba formada por una luminosa capa exterior que rodeaba un núcleo más oscuro. Epstein sintió que el corazón le latía apresuradamente. No podía apartar su vista de ellas. Las dos luces menores cambiaron, haciéndose más brillantes y acelerando su marcha, y luego se deslizaron con serena y silenciosa gracia hacia la luz mayor que tenían encima. Las tres luces se fundieron, convirtiéndose en una estrella brillante, y luego la estrella relampagueó y tomó la dirección sur, desapareciendo casi instantáneamente.
Stanford volvió a observar el rancho y vio a la muchacha en el porche. Estaba bañada por la luz de la luna y el vestido le flotaba entre las piernas. Iba descalza y seguía con el dedo en la boca y los ojos fijos en el cielo. Luego se volvió lentamente hacia él, y pareció mirarle directamente. Stanford se estremeció y se fijó en Epstein, movió la cabeza y ambos volvieron silenciosos al coche y se dirigieron hacia Galveston.
—Tengo que descubrirlo —dijo Stanford.