Capítulo Ocho

Contengo mi ira. Esta emoción única es la fuerza que he necesitado durante tantos años y no permitirá que se me escape. ¿Qué edad tenía yo entonces? Me parece que debía rayar la cuarentena. Y sigo creyendo que la explosión en Rusia fue el origen de todos los problemas.

Aquello sucedió en 1908. Cometimos un simple error. Teníamos un prototipo de ingenio nuclear y no pudimos controlarlo, de modo que se produjo una explosión. La región de Tunguska quedó devastada. El accidente asustó al organismo con sede en Nueva York y aquello originó el problema. Algunos directivos quedaron aterrados; su pánico llegó a ser conocido por el gobierno norteamericano, que temió que el proyecto fuese divulgado, y reaccionó consecuentemente exigiendo hacerse con el control. Hablaban de seguridad nacional. Establecieron un trato con la corporación neoyorquina y nos sometieron a control militar.

La mente militar es perversa y destroza cuanto toca. Una vez que los militares se hicieron cargo de nuestro proyecto, comprendí que estaba sentenciado y que entrarían en juego inmediatamente intereses opuestos. Expuse mi caso y fue rechazado. Había soñado con una era atómica de exploración e investigación, pero los militares tenían un único objetivo que era la defensa nacional. Sabía lo que esto significaba deseaban máquinas para futuras contiendas y, aunque les despreciaba, colaboré con ellos para seguir teniendo abiertas las factorías.

Los años siguientes fueron una pesadilla. Mi desprecio por los militares se intensificó. Papeleos complejísimos, conflictos interdepartamentales, intromisiones del género más obtuso y, después, un recorte en la financiación. Todos los gobiernos hacen lo mismo. Avanzan lentamente, como dinosaurios. Son cortos de vista, carecen de imaginación: viven únicamente el instante, cursan solicitudes y luego lloran al ver los costos, pensando únicamente en las votaciones. Sí, los desprecio. Aquella emoción fue un lujo: me mantuvo en ebullición todos aquellos años, y me dio fuerzas para continuar. En mi desprecio no había cabida para sentimientos moralistas; nunca he creído en nada semejante. La moralidad, ese señuelo de los hombres libres, no contribuye a su progreso, de modo que no se trataba de un desprecio moral; no era eso. Despreciaba su cobardía y su ineptitud, que obstaculizaban mi tarea.

Mi único interés radicaba en la ciencia; mi mayor pasión era volar. Soñaba con viajar a las estrellas y conocer sus infinitos misterios. No era un sueño corriente, y aquellos necios lo creían una locura. Comprendí que estaban estrujándome el cerebro para sus fines anodinos y, finalmente, me rebelé. Oculté informaciones vitales y, durante dos o tres años, saboteé mis propios proyectos, provocando fracaso tras fracaso, y sintiendo dolor por vez primera.

Era una angustia insoportable: fue la primera y la última vez que la sentí. Sabía que estaba destrozando mi propia labor para mantenerla a salvo en el futuro, y por ello lo hice. El desprecio que sentía me salvaguardaba. Sabía que el coste de la investigación les había horrorizado. Mis grandes máquinas no serían construidas; se pudrirían mientras las armas seguirían adelante. A los responsables de aquella decisión les movían temores inconsistentes, carecían de visión y de valor. Yo no necesitaba a semejantes hombres; antes bien, constituían una amenaza. Sólo los héroes o los locos, puros soñadores de la Historia, serían capaces de respaldar mi visión y hacerla realidad.

Por ello saboteé el proyecto. Manifesté que nuestras esperanzas habían sido infundadas. Me miraron con fijeza tras su larga mesa y se mostraron enormemente aliviados. Aceptaron mis disculpas y unos pocos murmuraron frases de condolencia. Luego mi proyecto de propulsión atómica se malogró, y las factorías se cerraron. Ya había estallado la Primera Guerra Mundial. Volvía la era de la ignorancia. Querían aviones de naturaleza funcional, por lo que cedí resignado.

Aquéllos fueron los peores años de mi vida. Yo tenía cuarenta y cinco y mi talento en materia de tecnología me impulsaba a seguir trabajando, pero la frustración me ahogaba. Estuve trabajando por todo el país, de aquí para allá, disimulando mi ingenio y mostrando simple competencia, tratando así de no llamar la atención. ¿Cómo logré sobrevivir? Con desprecio y voluntad. La democracia, esa palabra adoptada por Occidente, se convirtió en algo risible. Democracia era igual a incompetencia. El derecho a votar se traducía en dirigentes incapaces. Lo que el mundo necesitaba, y yo ansiaba más desesperadamente, era un gobierno de héroes y locos que aspirasen a lo imposible, pero semejante gobierno no existía. El estadounidense estaba regido por cobardes. Así, durante años, con un dolor que se traducía en ira, escondí mis sueños a los demás.

Años de fría angustia. Por primera y última vez. De curiosidad omnívora y persistente e indomable voluntad. Su ceguera me enardecía: me negaba a aceptar la derrota. Todas las bibliotecas científicas del país caían bajo mi escrutinio con independencia de mi trabajo. Realizaba tareas degradantes por dinero. Ofrecía mis conocimientos de electrónica, ingeniería y astronáutica disfrazados de simple competencia como medio de sobrevivir: Pero aun así, los utilizaba. Usaba los laboratorios y las factorías, creaba aquí y allá pequeños objetos, brotes menores de mi ingenio, que vendía a los magnates, comprando así la libertad que necesitaba.

Encontré un lugar de descanso que contaba con excepcionales recursos. Entré a colaborar en una compañía de aeronáutica texana como jefe de su laboratorio de investigación. Pasaba solo todas las noches entre los enormes planos de los delineantes. Todos los experimentos los realicé en secreto mientras proyectaba su avión. (Me duele la cabeza al pensarlo: me resulta difícil recordar. Las prótesis y el corazón artificial no pueden ser eternamente útiles). Repulsión electrostática. Mando de células fotosensitivas. La reacción de raudales de iones para facilitar la propulsión del cohete y, luego, un medio de neutralizar la disminución de gravedad y otros asuntos por el estilo. Nunca me preocupó el avión: los aviones eran anticuados. Yo había avanzado más allá de los simples vuelos y estaba alcanzando el límite. Y eso lo era todo. Conquistándolo, el sueño sería realidad. Así, trabajaba y teorizaba en el laboratorio y en el túnel aerodinámico, pero las teorías continuaban sobre el papel y nunca pudieron ser comprobadas.

Era la frustración del genio. Como clamar en un desierto. Saber que las mentalidades política y empresarial eran las que detentaban el poder. ¿Y para qué fin? Por vanidad e intereses materiales. Contra ellas pugnaban mis propios deseos, que eran casi espirituales, mis pensamientos afines a lo religioso. No deseaba la gloria para mí ni para el bienestar de mi país. Ni naciones ni individuos tenían lugar en mi plan magistral.

Mi sueño radicaba en la evolución, en el lugar que el hombre debía ocupar en el universo. Soñaba con un Hombre como mente que pudiera trascender el cuerpo. Los hombres eran simplemente carne y sangre, abono para el futuro. Eso eran los hombres: una masa de carne y sangre que se reemplaza constantemente. La idea que yo tenía del Hombre no era la de tal, sino de su creatividad. No de seres individuales, sino del genio humano y de su contribución al conocimiento. El hombre formaba parte de la evolución y podía reconfigurar el universo. El Hombre era lógica, y la lógica, ciencia, y la ciencia, el renacer.

¿Y cómo alcanzar aquello? Hombre significaba individuo. Y los hombres, por tratarse de instrumentos imperfectos, se veían arrastrados por sus apetitos: apetito de amor, de admiración y de poder. Y entonces trataba de entender qué significaban tales cosas y encontrarlas en mí mismo.

Sed de amar: yo la sentía en mi soledad. En algún lugar, en algún momento, como un recuerdo casi desaparecido, pasaba noches tratando de curar mis propias heridas en la carne más corriente. Mis descubrimientos se perdían rápidamente. Los pliegues de la vulva eran una amenaza. El rígido dardo de mi pene en sus carnes no producían más que un espasmo, y tal espasmo configura el mundo: la gente vive y muere por esto. Y ese espasmo representa los anhelos de las personas: la admiración y el poder.

Al comprenderlo así, me batí en retirada. Las mentiras del amor me mostraban el camino. En mis momentos de iluminación comprendí que sus necesidades eran ilusorias. Me aislaba y me descubría a mí mismo. Y me tomaba en mis propias manos. Cuando mis necesidades, cuando mi sexo se convertía en una amenaza, liberaba mi semen.

Así comprendí a los hombres: eran sentimientos, no pensamientos. Mientras que el Hombre, aquella emanación de los hombres superiores, guardaba la promesa de grandeza.

La ciencia representa a la mente y por ella debemos vivir. Es lógica y domina el caos de emociones desfasadas. Así lo aprendí, y viví por ello superando mis torpes deseos. Cuando mi carne seducía mi mente apartándola de su tarea, le concedía una liberación momentánea. Era un trozo de carne en la mano y la eyaculación del semen. Aquello significaba entonces, y hasta la fecha sigue significando, aplacar simplemente el apetito y, subiéndolo, me sentía liberado. La llamada de la ciencia animaba mi espíritu. A partir de entonces jamás entré en otro ser ni creí en la santidad de los hombres.

¿Era inhumano? Acaso. Pero ¿qué significa ser «humano»? Significa temor y confusión, duda y caos emocional. Ser humano es errar; más aún, estancarse. Los hombres son impulso encerrado en carne y huesos y ellos solos no son nada, pero el Hombre es diferente. El Hombre es el espíritu sobre la materia. El Hombre es la imperfección arrastrándose desde el barro para evolucionar en el Superhombre. Semejante concepto no es un engaño y trasciende las etiquetas políticas. Es un concepto que brota de la antropología y de los ricos frutos de la ciencia. No quería ser como los demás; quería representar al Hombre. Y haciéndolo así, lo cual significaba vivir —no existir—, no sería derrotado.

Conocí a Goddard en Massachusetts. Recuerdo que al regresar allí contaba cincuenta años, pero me sentía más joven. Porque a esa edad los sueños han concluido y cada día se hace más angosto el sendero. Miramos retrospectivamente y vemos todas las puertas cerradas de un modo espantoso. No era aquél mi caso: había mantenido intacta mi fe y, en la intimidad de muchas habitaciones, estudié ferozmente. Despuntaba la era científica y nada escapaba a mi escrutinio. Todas las cosas que estudié entonces, las maravillosas innovaciones de la época, enriquecían mi mente y la impulsaban por encima de los logros del momento: la telegrafía sin hilos de Marconi, la detección magnética de ondas eléctricas, la valoración del electrón realizada por J. J. Thompson, las grandes obras del joven Goddard…

¡Cómo envidiaba al joven Goddard! Le envidiaba y le compadecía al mismo tiempo. Era otro genio humillado por sus compatriotas que, poco a poco se volvía excéntrico. Envidia y admiración. Ambos sentimientos compartían un mismo lecho. Y así envidiaba sus logros, los respetaba, los analizaba y sentía piedad por el futuro que le esperaba en manos de sus camaradas.

Era el año 1929. Yo lo miraba como si fuese un chiquillo. Un muchacho suspicaz, reservado y brillante con más instinto que lógica. Y sin embargo, era un genio. De Goddard aprendí algunas cosas, no muchas; sólo una singular y extraña introspección, algunas pequeñas cosas que yo había perdido, peculiaridades de sistemas de navegación, controles giroscópicos, diversos tipos de cámaras de combustión autorrefrigeradas: pequeñas cosas, pero todas de gran valor. A cambio, él aprendió de mí. Colaboramos durante dos años. Sin advertir de mi presencia —Goddard juró mantenerla en secreto—, pasamos unos días en los desiertos de Nuevo México, descubriendo misterios. Goddard envió al cielo sus cohetes y mi espíritu se remontó con ellos. Era en 1932, un año difícil. Comprendí que había llegado mi hora.

Tsiolkovski y Goddard. Ambos viven aún. Uno es mayor y el otro, mucho más joven que yo. Los dos fueron auténticos pioneros. Los principios básicos del vuelo espacial constituyeron el gran logro del ruso. Luego, el cohete impulsado por propergol líquido del joven Goddard, en exceso denostado. Pero ambos se quedaron en el umbral; ambos fallaron por igual. Los dos dependían de hombres honorables y por ello se veían encadenados a mentalidades mezquinas. No caí en su error: yo no confiaba en los hombres honorables. Lo que deseaba eran héroes o locos. Estos últimos me bastaban.

Nunca me he obstinado en atenerme a lo moral. No lo hice ni lo haré. La moral es la muleta del tullido, la máscara de los débiles. ¿Qué fue de Wernher von Braun? ¿Qué de Walter Dornberger? Tales hombres no eran pecadores ni santos, sino simplemente científicos. ¿Puede un científico pensar en la moral? No; lo que debe hacer el científico es seguir la gran llamada. Como por sí solo no cuenta con medios, ha de depender de aquellos que están en el poder y, siendo esto así, ha de encontrarse por encima de todos los conceptos del bien y del mal. Siempre lo he creído así y aún sigo creyéndolo. Y contemplando estas soledades, este mundo de nieve y hielo, pienso cómo, después de trabajar con Goddard, acepté esta verdad.

Los locos subieron de nuevo al poder; estaban obsesionados y eran visionarios. Representaban para mí la posibilidad de contar con recursos ilimitados. Jamás ponderé lo bueno y lo malo. Simplemente, aproveche la oportunidad. Dejé a Goddard y América y jamás regresé.