Capítulo Siete

Richard estaba de pie junto a las grandes ventanas del salón del apartamento, con un vaso de vino barato en la temblorosa mano, parpadeantes sus ojos inyectados en sangre y ligeramente vidriados por el constante temor. Contemplaba el patio, los sombríos tejados de Finsbury Park y el cielo que parecía sofocar el distante laberinto de la City londinense. El cielo le obsesionaba, le hipnotizaba, le llenaba de temor y fascinación, se infiltraba en sus sueños y coloreaba sus horas en vela con la promesa del terror. Eran las seis de la tarde y la oscuridad reptaba sobre la línea del cielo. Richard se llevó el vaso de vino a los labios y bebió largamente.

Todo blanco. Todo. Cerró los ojos y rememoró la pesadilla. La mano le temblaba mientras seguía bebiendo. Volvió a abrir los ojos. Vio el laberinto de la ciudad, la distante cúpula de San Pablo y, sobre ella, el cielo oscuro lleno de nubes que le devolvía al comienzo de su aventura.

Se estremeció violentamente, apuró su vaso, salió de la habitación y se fue a la cocina, donde se sirvió más vino. Tomó un sorbo y miró en torno: botellas vacías y platos sucios, periódicos arrugados sobre la mesa y en el suelo; por doquier señales de absoluto descuido. Hacía cinco días que estaba allí y solamente había salido para comprar periódicos. No podía comer ni dormir, apenas se lavaba, y la bebida le ayudaba a pasar el tiempo.

Salió de la cocina y se detuvo un momento en el vestíbulo, bebió otro trago y miró detenidamente cada una de las habitaciones, una tras otra, iluminadas por completo. Todas las luces del apartamento estaban encendidas: no habían dejado de estarlo. No se atrevía a apagarlas para que no volvieran las pesadillas y le hicieran despertarse gritando salvajemente, con la cabeza henchida de fantasmas.

Todo blanco. Todo. No podía creer lo que había sucedido y aún menos haber despertado tres días después solo, en las colinas de Dartmoor, a cincuenta kilómetros de Bodmin Moor, sin encontrar a su lado a la mujer ni su coche, y con la mente en blanco acerca de lo que hubiera sucedido durante aquel tiempo. Richard se estremecía sólo al pensarlo. Se llevó el vaso a los labios, bebió profundamente y volvió al salón deseando que Jenny llegase.

La había llamado hacía una hora: era la primera llamada desde que regresara, y advirtió en su voz el asombro y un asomo de ira. En realidad, no podía censurarla; más concretamente, no se atrevía a hacerlo. Ahora, impulsado por la singular y desesperada necesidad de hablar, estaba fuera de sí.

Todo blanco. Absolutamente. Su último recuerdo estaba inmerso en una intensa blancura. Recordaba los discos voladores, la enorme nave madre, las siluetas que se movían con lentitud en el ardiente resplandor: luego, nada, el olvido. Había despertado en Dartmoor con una sensación de náusea, bajó a trompicones de la colina y consiguió que lo recogiera un coche. Se enteró de que era domingo. No lo podía entender: su último recuerdo se circunscribía al miércoles y, sentado en el camión junto al granjero, creyó haber enloquecido.

Estaba de pie junto a la ventana, bebiendo, agitándose espasmódicamente, frotándose la barbilla sin afeitar y mirando afuera, hacia las luces parpadeantes de la ciudad. Aquellas luces flotaban entre la oscuridad como una ola plateada, un mosaico centelleante, y se fundían con las luces de sus recuerdos, configurándose como la pesadilla…

El vino le había ayudado a pasar los días. Febriles pensamientos llenaban sus noches, y estuvo deambulando de una habitación a otra por el apartamento, tratando de escapar de sus pesadillas. El terror nunca le abandonaba, le cercaba por completo, estaba profundamente enraizado en él como algo vivo que respiraba contra su nuca y le hacía correr en busca de la bebida. Agotado y aterrorizado, temía soñar, pero debía dormir. Se sentaba erguido en una silla, buscando la botella a tientas, ciegamente, murmurando vagas protestas sin sentido, rodeado por el silencio.

Richard no podía comprenderlo, no podía captarlo ni verlo. Fuese lo que fuese, lo que significase o pudiera predecir, era algo que se le ocultaba. De modo que bebía y lo evocaba. Se preguntaba constantemente por la mujer. Veía la enorme masa destellante, los discos voladores, el coche dando sacudidas, y sollozaba mientras la blanca luz le sumergía en el olvido.

Aquello comenzó cinco días antes. Todo el tiempo estuvo dando vueltas incansablemente por el apartamento. A la sazón el mundo exterior, aquella oleada de luz y oscuridad, le parecía extraño y amenazador. Richard pensaba en la realidad. Se preguntaba qué era lo real. Estaba considerando aquel acertijo, sumergiéndose gradualmente en laberintos, cuando el sonido del timbre en la puerta le interrumpió, crispándole los nervios.

—¡Por Dios! —murmuró.

Se apartó de la ventana, avanzó unos pasos y se detuvo. Bebió otro trago y se humedeció los labios, tratando de tranquilizar su nerviosismo. Aquello era demasiado para él: con dieciocho años se sentía como si tuviera cincuenta. Miró en torno por el desordenado salón, contempló los desperdicios fruto de su encierro y sintió que le invadía una sensación de vergüenza que le encendió las mejillas. Volvió a humedecerse los labios y salió del salón, cruzando el vestíbulo y sintiendo los ojos heridos por la luz.

La puerta principal era una vidriera que formaba un bonito mosaico emplomado. Distinguió la silueta femenina a través del cristal, difuminada y confusa. Se detuvo, asustado de repente. La sensación de temor dio paso a la de vergüenza. Se preguntó brevemente si, en realidad, sería ella, y también por qué lo dudaba. Luego sacudió la cabeza, profirió una suave maldición, tratando de sonreír, y la mueca se desdibujó patéticamente en su rostro al oír de nuevo el timbre.

—¿Eres tú, Jenny?

—¡Sí! ¿Qué sucede? ¡Déjame entrar! ¿Por qué diablos estás murmurando detrás de la puerta? ¿Qué pasa ahí dentro?

Richard, torpe y nervioso, descorrió el cerrojo, retrocedió y abrió de par en par, mirándola detenidamente. Jenny no se adelantó; se limitó a mirarlo sorprendida, llevándose la mano derecha a la frente para apartarse de los ojos los oscuros cabellos.

—¿Qué diablos…?

—¡Pasa!

—¿Qué?

—¡Te digo que entres!

—¿Qué diablos has estado haciendo?

—No te quedes ahí: ¡pasa!

Ella le miró fijamente, frunciendo el entrecejo y con un dedo en los labios. Se encogió de hombros y entró sin hacer más comentarios, rozándole ligeramente con el hombro. Aquel leve contacto pareció transmitirle electricidad, que pasó por el cuerpo de Richard como un impacto. No sexual, sino más bien dándole la repentina certeza de la existencia de otro ser vivo. Cerró la puerta y se volvió. Miró sus ojos castaños, su rostro redondo, sus oscuros cabellos en una masa enmarañada de rizos y las largas piernas enfundadas en los pantalones tejanos. Jenny le miraba con fijeza, observándole. Por fin se encogió de hombros y se apartó, paseando perezosamente por el vestíbulo, inspeccionando todas las habitaciones con aspecto sorprendido al ver la espantosa confusión reinante y las botellas vacías tiradas por el suelo.

—¡Muy bonito! —exclamó.

Enarcó las cejas y lo miró fija, detenidamente, con evidente burla. Después volvió a encogerse de hombros y entró en el salón, seguida por Richard con docilidad. Se detuvo un momento en la puerta, presenciando el desbarajuste de la estancia. Luego suspiró y se dejó caer en una silla, estirando disgustada las piernas.

—¡No puedo creerlo! —dijo.

Richard no respondió. Se limitó a levantar el vaso y tomar un trago. Fue hacia la ventana, miró afuera y vio las luces de la ciudad: todo Londres estaba iluminado. Las luces desafiaban la temprana oscuridad, emergían fundiéndose con su pesadilla. Se volvió, estremecido. Jenny seguía sentada en la silla, con su raído anorak sobre el regazo, las piernas estiradas, muy largas y esbeltas, burlándose insensiblemente de él.

—¡Cinco días! Me dijiste que habías estado aquí cinco días. En realidad, no lo creí, pero ahora estoy convencida de ello.

Levantó ambas manos con gesto perezoso, indicando la sucia estancia, y luego las dejó caer mientras le observaba con sus ojos castaños.

—El apartamento y tú tenéis el mismo aspecto. Una apariencia terrible.

Richard se esforzó inútilmente por sonreír. En lugar de ello hizo un gesto de impotencia y miró en torno. De mala gana y lentamente volvió a mirar a Jenny, preguntándose qué podría decirle.

—Desde luego, todo está hecho un desastre —reconoció.

—Sí. Un completo desastre. ¿Qué diablos has estado haciendo todo este tiempo? ¿Supervisando una orgía?

Richard consiguió sonreír, como ofreciendo una débil disculpa, lo que no era habitual en él. Después, sus ojos azules, que solían tener una expresión cándida, la evitaron furtivamente.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Jenny.

—Nada.

—Pues echa una buena mirada. Vale la pena estudiarlo: nunca había visto nada igual.

Paseó sus ojos castaños, llenos de vivacidad, profundamente lánguidos y con reflejos acerados, por el sillón, el manchado sofá, las mesas atestadas de objetos, las botellas tiradas por los suelos, los vasos sucios, los periódicos y las revistas.

—Conseguiste este apartamento tan barato porque mi amiga sigue deseando alquilarlo. Desde luego que no es gran cosa, pero sí bastante confortable, y no creo que le agrade mucho que se lo devuelvas hecho una pocilga.

Richard, visiblemente agitado, apuró su vaso y se alejó, recogió una botella de la mesa, volvió a servirse vino y bebió otra vez, respirando profundamente.

—No me ofrezcas bebida —rechazó Jenny—. Viéndote a ti, siento asco del alcohol.

—Lo siento; no había pensado en ello. ¿Quieres beber?

—No.

Sonrió inexpresivamente y le miró con fijeza.

—De modo que tus padres creen que sigues en Cornualles. ¿Qué diablos pasa?

Richard se volvió con brusquedad y fue hacia la ventana, donde permaneció durante un rato mirando al exterior y sorbiendo su vaso metódicamente.

—No lo sé —dijo al cabo—. Parece una locura. Supongo que no me creerás.

—Inténtalo.

Se volvió hacia ella con los ojos inyectados en sangre, ausente. La luz brillaba en su vaso de vino, que le temblaba visiblemente en la mano.

—De acuerdo. No he llegado a Saint Ives. Me sucedió algo por el camino que no puedo explicar. Probablemente creerás que me he vuelto loco.

—¿Y ha sido así?

—No lo sé. No estoy seguro.

Se estremeció de nuevo, desviando furtivamente la mirada, sintiéndose como un fantasma entre aquella suciedad, temblorosos los labios sucios de vino. Luego le explicó lo sucedido, hablando apresurada, demencialmente, yendo de un lado a otro, temblorosas las manos, tirando el vino, pasándose nervioso los dedos por sus cabellos despeinados y evitando la mirada de Jenny. De pronto, le resultaba fácil explicárselo, más que fácil; sentía una vehemente necesidad de contárselo. Y oyendo su propia voz, mientras las palabras salían a trompicones de sus labios, sintió como si estuviera deshaciéndose, perdiendo su antiguo y protegido ego, cambiándose por alguien más inteligente, menos seguro, enterado de los ocultos misterios de la vida…

—Sucedió en las proximidades del King’s Arthur Hall, que está en Bodmin Moor. Lo último que recuerdo es la luz blanca y aquellas extrañas siluetas… Fue como un sueño, una especie de visión irreal. Grité y luego me oí gruñir a mí mismo. Tuve pesadillas y desperté… Estaba de nuevo en Dartmoor.

»¿Puedes imaginar mis sentimientos? Estaba ofuscado y terriblemente asustado. Hacía frío, pero me sentía febril. Tenía las manos ardiendo y enrojecidas. No podía aceptarlo. No sabía qué había sucedido. Anduve hasta la carretera, un coche se detuvo, me recogió un granjero que me creyó loco cuando traté de contarle lo que me había sucedido…

»Cogí el tren y volví aquí. Vi en un espejo mi rostro encendido. Aquello me reveló que era verdad lo que había visto y me asusté, de modo que he seguido bebiendo. No sabía qué hacer. No quería decírselo a nadie. El terror era como algo vivo, que estuviera dentro de mí. Me parecía algo efectivo. Se diría que el terror constituía una presencia; podía sentirlo junto a mí, detrás de mí, como algo tangible, vivo… Luego pensé en la mujer. ¿Qué le habría sucedido? Era real; tenía que serlo. Pasamos varias horas juntos en su coche. Luego, ambos, dentro del vehículo, nos vimos arrastrados a la nave espacial.

»¿Nave espacial? Lo ignoro. Sé que parece una locura…, pero algo enorme descendió, se abrió y nos absorbió en su interior. Es increíble, ridículo: no puedo creer que haya sucedido. No puedo creerlo, pero tuvo que ser real… Tiene que serlo… Hubo de suceder así…

»De modo que me he quedado aquí. Estaba asustado y no podía dormir. Me esforzaba por salir cada mañana, pero no podía permanecer fuera mucho tiempo. Seguía imaginando cosas. Me parecía que me seguían constantemente. Volví al apartamento y comencé a beber y a oír cómo crujían las paredes. Me aterraba dormir. No obstante, por las noches, me quedo dormido y sueño que acuden en mi busca, pero nunca se materializan.

»Quería telefonearte, llamar a mis padres o a la policía, pero cada vez que toco un aparato telefónico el temor vuelve a invadirme. Creo que ya lo estoy perdiendo: aún lo siento, pero no tan intenso. La borrachera que he cogido empieza a vencer el miedo, aunque aún estoy incómodo. ¿Qué sucedería allí? ¿Qué le ocurrió a aquella mujer? Yo recobré el conocimiento tres días después, en Dartmoor. He de saber qué sucedió durante aquellos días…

Dejó de hablar y parpadeó, viendo la bombilla que tenía sobre su cabeza como un sol cegador que le aniquilase, como si le estuviera fundiendo. Movió la cabeza y se humedeció los labios. Miró a Jenny, recogió una botella de la mesa y se sirvió más bebida, que le cayó en la muñeca. Tomó un trago y gimió ruidosamente, echando atrás la cabeza, con la mirada fija en el techo. Luego se estremeció y se dejó caer en una silla ante la fría mirada de Jenny.

—Estás borracho.

—¡Por Dios! ¿Ésta es tu respuesta?

—Estás borracho, lo has estado constantemente durante cinco días y el vino habla por ti.

—No lo creo.

—No soy idiota. ¿Qué diablos estabas haciendo con esa mujer en un automóvil y de noche?

—¿Cómo?

—Con esa dama amiga tuya, esa pelirroja de ojos verdes. Tú, en el coche de una puta en Bodmin Moor.

—¡Maldita sea, Jenny!

—¿En Bodmin Moor, mi amor? ¿En medio del desolado Bodmin Moor? ¿Esperas realmente que crea que el coche de esa mujer se estropeó? ¡Vamos, querido, que no me chupo el dedo!

—No se estropeó. Aquel platillo volante lo desconectó. Créeme, en el coche nada iba mal; fueron aquellas cosas las que lo inmovilizaron.

—¡Oh, Dios mío! ¡Vaya cuento!

A Richard comenzó a darle vueltas la cabeza, y las manos le temblaban aún más mientras la lógica de la razón femenina se burlaba de sus lamentables temores. De pronto, sintió un extraño júbilo, un humor punzante y amargo que le subía por la garganta hasta casi asfixiarle. Era demasiado ridículo. ¿Estaría realmente celosa? Se mojó los labios, parpadeó y la miró, tratando de concentrar en ella su atención.

—Eso es —repuso Jenny—. Por eso has estado bebiendo. Haces autostop, te recoge una fulana, te embriagas y luego ella se te ofrece y tú no la sabes rechazar. ¡Dios mío, qué miserable eres! ¡Qué puritano deberías ser! Tienes una zorra al lado, te corres una juerga y luego no quieres admitirlo… Pero ¡los ovnis…! ¡Vamos, querido!

Movió la cabeza, puso los ojos en blanco cruzó las piernas echándolas hacia atrás y miró en torno por la estancia con estudiado interés, como si pensara en otras cosas.

—Era un ovni —repitió Richard.

—¿Lleno de hombrecitos verdes?

—De acuerdo, Jenny. Ríete y olvídalo si quieres. ¡Vete al infierno! Puedes marcharte a tu casa.

—Estás borracho.

—Lo estoy.

—Deberías haber intentado mantenerte sobrio. Por lo menos lo bastante como para haber ideado una historia decente. Ahora ya ves los efectos del vino.

Richard se levantó vacilando sobre sus pies. La habitación parecía girar en torno suyo. Se afirmó y fue hacia la mesa, donde se sirvió más vino.

—Me voy a casa —dijo Jenny.

Suspiró y se levantó, cruzó la habitación hacia la librería, pasó los dedos por el polvo, los levantó y los examinó concienzudamente. Tenía un aspecto atractivo en aquella postura. Su línea era esbelta, vestida con los tejanos y la blusa, pero Richard la observaba sin ningún deseo, sintiéndose de pronto aislado por completo de ella. Era una sensación absurda: no experimentaba ningún deseo. Luego se dio cuenta de que no había pensado ni una sola vez en el sexo durante toda aquella semana de absoluta pesadilla. La presencia de Jenny no había cambiado las cosas: continuaba sintiéndose sexualmente inerme, gobernado por su cabeza y por el terror, y todo lo demás había quedado apagado en él. ¿Cuáles eran sus sentimientos? Nada trascendía de él. No sentía nada más que terror, un terror constante, un horror frío. Jenny se volvió frente a él. Se mostraba tensa y antagónica. Era una muchacha linda, alguien que formaba parte de su pasado pero no tenía lugar en el futuro… Alguien que hablaba desde lejos.

—No lo creo —dijo Jenny.

—Tampoco yo.

—¿Creíste realmente que me tragaría ese cuento? ¿O acaso la bebida puede más que tú?

De pronto, Richard sintió rabia, un odio brutal e irrazonable, recordando a la mujer del coche, los discos voladores al otro lado de las ventanillas, los rayos de luz que brillaban sobre los ojos femeninos y la dejaban petrificada, el ardor que había sentido él mismo en el rostro y las manos… Entonces se adelantó hacia Jenny, se bajó el cuello de la camisa, inclinó la cabeza y se señaló en un punto con un dedo sucio y tembloroso.

—¡Mira! —siseó—. ¡Maldita sea, mira!

Jenny se quedó asombrada por su violencia y casi le rechazó. Sus pequeñas manos aletearon en el aire y se cubrió el rostro. Miró brevemente el cuello de Richard, con el entrecejo fruncido y la mirada confusa. Vio la lívida cicatriz que desde debajo de la oreja le corría por la mandíbula.

—Es una quemadura.

—¡Maldita sea, claro! Dispararon un rayo de luz sobre el coche y me hizo esto.

—¡Oh, Richard, por Dios!

Richard soltó el cuello de su camisa y la miró salvajemente. El contenido del vaso se derramó por el suelo, ensuciando la alfombra.

—¡Maldita sea, Jenny! ¡Es cierto! Aquellas luces se infiltraron en el coche. Ellos hipnotizaron a la mujer, me quemaron la nuca y luego, ¡lo juro por Dios!, hicieron algo al coche, se lo llevaron de algún modo, lo impulsaron hasta hacerlo entrar en la nave espacial. ¡Explícamelo! ¡Dímelo tú!

Estaba gritando. Había enrojecido y en sus ojos se veía un resplandor demencial, en aquellos ojos azules que solían ser dulces e irradiaban buen humor. Jenny le observaba, transfigurada, no muy asustada, pero nerviosa, viendo a alguien distinto, a un ser extraño…, una presencia amenazadora. En aquel momento la situación era irreal: la suciedad de la habitación, la explosión de ira. Se mordió los labios y recogió su anorak, tratando de disimular su enojo.

—¡No tengo que explicar nada! No lo creo y no seguiré escuchándote. No estoy segura de por qué obras de este modo. No estoy segura de nada, pero estás borracho. Dices insensateces. No aceptaré esa explicación demencial. Cuando estés sobrio, coges el teléfono y me llamas. Ahora me voy a casa.

Richard se precipitó hacia ella con la mano levantada para arrojarle el vaso, pero se golpeó en la barbilla contra la mesita y el vaso se cayó. Profirió una sonora maldición. Jenny retrocedió algo asustada, mirándole con ojos desorbitados por el asombro, luego movió la cabeza tristemente y salió de la habitación. Richard la siguió rabioso, casi aturdido por su propia violencia. Después levantó la mano y dio un salvaje puñetazo mientras ella abría la puerta.

—¡Estamos dormidos! —gritó, a espaldas de Jenny—. Todos lo estamos… ¡Estamos dormidos! ¡Escúchame, Jenny, estamos dormidos, y todos tendremos que despertarnos pronto!

Casi no se daba cuenta de lo que decía. No escuchaba sus propias palabras, pero tampoco le importaba; simplemente deseaba oír su propia voz enfurecida por el silencio de la muchacha. Un portazo fue la respuesta, un fuerte portazo, como si le rechazara. Y Richard maldijo y volvió al salón, agitado y, de pronto, aterrado.

¿Qué le había pasado con Jenny? ¿Qué diablos había hecho? La escena había sido como un sueño, algo irreal que escapaba a su comprensión. La bombilla brillaba sobre su cabeza extrañamente, hipnotizándole. Parpadeó y cruzó corriendo la silenciosa habitación para mirar por la ventana. La vio pasar por debajo, andando por el camino asfaltado, haciendo ondear el anorak sobre los hombros mientras bordeaba los coches aparcados. El camino estaba oscuro, la luz de la luna se filtraba a través de los árboles y las hojas caídas volaban entre sus pies mientras avanzaba hacia la verja rota. Luego desapareció sin volverse una sola vez. Richard siguió en la ventana observando las sombras y rodeado de silencio.

Sintió miedo. Algo inexplicable. Volvió el terror, hormigueando sinuosamente. Richard encontró otro vaso en la mesa, se sirvió más vino y comenzó a beber. ¿Qué diablos estaba haciendo? Nunca había sido aficionado a la bebida. Resultaba divertido ver con cuánta rapidez se adquiría aquel hábito, cómo se sentía la garganta seca por el miedo. Richard bebió y paseó por la habitación con manos temblorosas y la visión oscurecida, percibiendo sombras por doquier, oyendo susurros en su cabeza y captando los objetos que le rodeaban.

Jenny se había marchado, y Richard se sentía como si hubiera muerto, no por causa de su marcha, sino por algo mucho más importante. Hacía una semana que estaba muerto. El otro Richard desapareció y el nuevo, el Richard maldito, sudoroso por el terror y la confusión, era la matriz de algo que debía formarse y prepararse para un mundo extraño.

Terror e incredulidad. Un pasado que se había vuelto caduco. Miró en torno y distinguió la bombilla encendida, cuyos anillos luminosos se difundían a su alrededor. Todo blanco. Todo. Con ello había comenzado y con ello concluía. Toda su historia, su vida estructurada, su ilusión infantil de un mundo ordenado habían sido conmocionadas por aquel resplandor y nunca volverían. ¿Estaba cuerdo o loco? Si estaba cuerdo era el mundo el que había enloquecido. Las más fantásticas posibilidades se presentaban ahora y le hacían sentirse impotente.

Fue hacia la ventana y miró las estrellas. Le atraía la vasta extensión celeste y sus infinitos misterios. Había sucedido: él lo había vivido. Mirando hacia arriba, conocía el temor. Era el temor de lo que podía volver a suceder, lo que nunca ocurriría. No era posible separar ambas probabilidades, que eran una y la misma. Temía saber lo que podía haber significado la experiencia, pero aún le inspiraba más temor su ignorancia.

¿Y qué le había gritado a Jenny? ¿Qué significaba exactamente? «¡Estamos dormidos! Todos tendremos que despertarnos pronto…». ¡En nombre de Dios! ¿Qué significaba aquello? Richard movió la cabeza asombrado. No sabía qué había querido decir… Sería una creencia, posiblemente una mera sospecha de que la fantasía era una realidad. Su despedida, su desafío.

Se estremeció, dio la vuelta y vio la manifiesta suciedad de la habitación. El blanco teléfono destacaba sobre la mesa y le ofrecía su reto. Sentía miedo. Era algo inexplicable. No podía hacerlo: no podía hablar. Pensó en Jenny, en su reacción y en su marcha, y comprendió lo que aquello significaba. Richard se estremeció y luego sintió un enorme apetito que dominó su preocupación. Tenía que salir o sufriría un colapso. Debía recuperar su salud. Se sentía espectral, asexuado e inanimado y tenía que vencer aquella sensación. Se estremeció de nuevo, sacudió la cabeza y dejó el vino sobre la mesa. Paseó la mirada por la desordenada habitación, percibiendo el silencio y sintiendo temor, luego se acercó al teléfono y marcó el número de la policía.

Alguien respondió.

A lo lejos.