Capítulo Seis

El aire acondicionado del Fontaineblue Hilton, como en la mayoría de hoteles, apartamentos y locales públicos de Miami Beach, azotaba la piel con un frescor que detenía el sudor que caía a chorros. Aldridge se detuvo en medio del vestíbulo mirando pensativo en torno a la gente que por allí deambulaba, a los residentes WASP[2] y a los turistas, sin que le divirtiera su superflua extravagancia ni sus anodinas conversaciones. Hizo una breve señal a Fallaci, que le acompañaba elegantemente vestido, y juntos se abrieron paso entre los grupos hasta llegar a la recepción.

También allí había muchas personas, gesticulando y gritando, algo bebidas y rojas de excitación, que trataban de encontrar las llaves de sus habitaciones.

Aldridge retrocedió un poco, desdeñosamente, considerando cuán vulgares eran, y Fallaci, con su fresco traje blanco, llegó hasta el mostrador.

—Perdón… —comenzó.

El empleado se apartó con una mano los rubios cabellos que le caían sobre sus ojos muy azules y dirigió hacia él un instante su mirada llena de pánico para luego volver a encararse con un hombre que apoyaba los codos sobre el mostrador. El hombre llevaba cortados a cepillo los rojos cabellos, tenía el rostro sanguíneo, era bizco, lucía una chillona camisa que cubría su corpachón y ostentaba un cigarro en la boca.

—¡No! —vociferaba—. ¡Vas a escucharme! ¡Guárdate esa basura que me ofreces!

—¡Perdone…! —dijo Fallaci.

—¡No, maldita sea! —seguía vociferando el hombre—. Hemos estado en el Ivanhoe, y en el Bal Harbour, por la carretera de la bahía Norte. Hemos recorrido toda aquella maldita carretera desde Hallandale Beach hasta Lincoln Mall y sólo nos han ofrecido porquerías. Y ya estamos hartos. ¿Por qué clase de desgraciados nos has tomado? ¿Qué diablos quieres decir con eso de que tenéis una convención? ¡Venimos aquí cada año, muñeco!

—Lo siento, señor, pero…

—No me vengas con «peros». No estoy aquí para monsergas. Tengo un autocar lleno de gente, un maldito autocar de la Eastern Airlines y no pienso dar la vuelta y largarme. Es cosa tuya, muchacho. ¿Dónde está el gerente?

—Discúlpeme —dijo Fallaci muy cortés y con gran firmeza, cogiendo al empleado por la manga y tirando de ella, hasta que su voz y la insistente mirada de sus ojos castaños le hicieron advertir su presencia.

—Un tal señor Vale tiene que venir a visitar al señor McKinley —siguió Fallaci—. McKinley y yo acabamos de llegar para almorzar y desearíamos saber si ha preguntado por él.

—¡Esto es un manicomio! —seguía el hombretón—. ¿Dónde diablos está el gerente?

El empleado le echó una rápida mirada, se humedeció los labios, miró fijamente a Fallaci, luego el cuaderno que tenía delante del mostrador y susurró:

—No, señor. No hay ninguna nota.

—¡Un manicomio! —repetía el hombre.

—¡Excelente! —repuso Fallaci—. El señor McKinley está en su habitación. Cuando el señor Vale llegue y desee verle, hágale subir inmediatamente: no se moleste en telefonear.

—Sí, señor —repuso el empleado, tomando nota del mensaje.

Fallaci se retiró sonriendo cortésmente al empleado, viendo cómo el hombretón propinaba un puñetazo en el mostrador y seguía gritando mientras los pasajeros daban vueltas a su alrededor.

—¿Qué hay? —preguntó Aldridge.

—Todavía no ha llegado —repuso Fallaci—. Le indiqué al muchacho que le haga subir enseguida, sin telefonear.

—Bien —repuso Aldridge—. Subamos. Vamos a ver a McKinley.

Juntos atravesaron el flamante y rococó vestíbulo, cruzándose con gente vestida con bikinis y bañadores y calzada con sandalias. Las cabelleras teñidas en tonalidades rubias y rojizas iban recogidas en lo alto de la cabeza o en melenas sueltas por la espalda, las delgadas y bronceadas muñecas lucían pulseras de plástico, y los rostros se ocultaban tras de gafas de sol brillantes. A Aldridge no le impresionaba aquello; nunca le había impresionado ni le impresionaría, y menos en aquel momento en que solamente deseaba reunirse con el hombre, marcharse y dejar Miami. No obstante, parecía formar parte de aquel ambiente, con sus cabellos plateados, su bronceado intenso y su traje de color claro, de hombre de negocios. Podía muy bien ser un WASP del condado de Broward que estuviese en la ciudad pasando el día.

—¿Qué le has dicho? —preguntó.

—Que hemos venido a almorzar con McKinley y que nos enviara enseguida al profesor Vale: no habrá ninguna dificultad.

Subieron en ascensor a la sexta planta, acompañados de gente muy ruidosa y de aspecto veraniego: muchachas jóvenes con trajes de papel, hombres barrigudos con bermudas, ellas profiriendo risitas y los hombres enjugándose el sudor mientras subían lentamente. Aldridge salió aliviado del ascensor, observó el pasillo y las detonantes paredes y fue hacia la habitación 605 llevando a Fallaci a su lado.

—Esto es peor que Las Vegas —dijo Aldridge.

—Nunca he estado allí, señor. Me propongo ir cada año, pero nunca lo consigo.

—¿Estás seguro de que McKinley no ha visto nunca al profesor Vale? —preguntó Aldridge.

—¡Por mi padre que no le conoce! ¡Hay un ciento por ciento de posibilidades!

Aldridge asintió.

—Espero que tengas razón. Prefiero que no suceda nada desagradable: no me gustan los accidentes.

—Aquí es: la 605.

Ambos se detuvieron ante la puerta blanca con molduras doradas, y Fallaci miró a Aldridge, esperando su asentimiento. Luego llamó al timbre. Sin duda estaban aguardando a Vale, puesto que inmediatamente se oyeron pasos, la puerta se abrió con presteza y McKinley apareció en ella. Era rubicundo, de grises cabellos y llevaba una camisa floreada. Tenía un brillo acerado en sus verdes ojos y no exhibía ninguna sonrisa.

—¿El profesor Vale? —preguntó mirando a Aldridge y luego a Fallaci, que todavía apoyaba su mano derecha en la puerta como si se dispusiera a cerrarla.

—Soy yo —repuso Aldridge tendiéndole la mano.

Estrecharon sus manos y McKinley señaló a Fallaci.

—¿Quién es? —preguntó bruscamente.

—Mi ayudante —repuso Aldridge—, el señor Fallaci. Espero que no le importe que me haya acompañado; es de toda confianza.

—Me dijo que vendría usted solo.

—Es mi asistente personal. Lo siento, pero el señor Fallaci siempre viaja conmigo a todas partes. Está al corriente de todo…, de todo.

Aldridge entró en el apartamento dejando atrás a McKinley, y Fallaci le siguió con una sonrisa en los labios, sonrisa cortés y ausente. McKinley se encogió de hombros y cerró la puerta mirando pensativo a Aldridge.

—Espléndido, siéntese —dijo señalando las sillas imitación renacimiento.

Aldridge se sentó. Fallaci daba vueltas por la habitación.

—¿Quiere tomar algo? —preguntó McKinley dirigiéndose hacia el bar.

Era un hombre corpulento, musculoso, de aspecto saludable y ágiles movimientos.

—Lo siento —repuso—, pero estoy seguro de que lo comprenderá: en estos asuntos hay que ir con mucha cautela. Debemos saber con quién tratamos.

Al llegar al mueble bar dio la vuelta.

—El gobierno nos vigila… —comenzó.

Desvió rápidamente la mirada a la derecha y vio a Fallaci con la mano levantada. Profirió una maldición y trató de echarse a un lado, pero era demasiado tarde.

Con el canto de la mano extendida, Fallaci proyectó un fuerte impacto en el cuello de McKinley con espantosa precisión, como una pequeña guillotina. La víctima emitió un sonido ahogado y cayó doblando las piernas, con el cuerpo retorcido. Fallaci se adelantó y lo cogió en sus brazos antes de que llegase a la alfombra. Todo había sucedido muy rápida y silenciosamente, sin alborotos, y el hombre muerto yacía ahora inerme en los brazos de Fallaci con las piernas extendidas.

Aldridge se adelantó a examinarlo. La barbilla le había caído sobre el pecho. Se había orinado en los pantalones y la mancha se le extendía por la entrepierna.

—¡Rápido! —gritó—. ¡Llévalo al baño! ¡No quiero que manche la alfombra! ¡Llévatelo inmediatamente!

Fallaci pasó los brazos bajo las axilas de McKinley y arrastró aquel cuerpo sin vida, con la cabeza recostada en el pecho, hasta el cuarto de baño. Las paredes eran de un horripilante color rosado y la tapa del váter estaba forrada de rizo. Fallaci deslizó el cuerpo en un baño de blanco mármol.

—¡Diablos, cómo pesa! —exclamó.

Aldridge no respondió. Observaba, curioso y académico, cómo Fallaci sacaba una corta cuerda del bolsillo y la ataba a la barra de acero de la cortina, haciendo después un nudo corredizo.

—Tendrá que ayudarme —le dijo.

Aldridge se adelantó y arrastró el cadáver. Juntos lo levantaron, pasando los brazos inermes sobre sus hombros y lo sostuvieron hasta que los pies quedaron colgando sobre el suelo y la cabeza debajo mismo del lazo.

—Sosténgalo —pidió Fallaci.

Se apartó y dio la vuelta, abrió el lazo y lo pasó por la cabeza del cadáver. Luego apretó el nudo.

—Ya está.

Aldridge soltó el cuerpo y el hombre cayó bruscamente, girando un poco, con la cabeza levantada por efectos de la cuerda, estirado el cuello, el rostro hinchado y los pies calzados con zapatillas balanceándose suavemente.

—Suicidio —comentó Fallaci—. Había llegado al límite de sus fuerzas.

Cogió un taburete y lo dejó a su lado, frente a los pies oscilantes del cadáver. Luego se puso en pie y sonrió:

—¿De acuerdo, señor?

—De acuerdo.

Volvieron al salón tras cerrar la puerta del baño. Se quedaron de pie mirando en torno con indiferencia, intrigados por la decoración. Los colores eran extravagantes, el mobiliario una singular mezcla de estilos imitación de fines del Renacimiento, era victoriana y art nouveau. Una enorme araña colgaba del techo y se veían complicadas molduras y pobres pinturas. Aldridge se sentó en una silla, cruzó las piernas y se ordenó las ropas. Sus azules ojos parecían serenos, pero ausentes, como si su atención estuviera centrada en otro punto. Miró a Fallaci, de pie junto a los ventanales, circundado por el destellante verdor de la bahía Biscayne y el blanco resplandor del cielo.

—Confío que será puntual —dijo Aldridge.

—Dentro de un momento tiene que estar aquí.

—¿Y estás seguro de que no conoce a ese McKinley?

—Todo se ha concertado por teléfono.

Aldridge comprobó los puños de su camisa y cruzó las piernas. —¿Qué te parece mi voz?— le dijo serenamente. —¿Podría captar la diferencia?

—No, señor —respondió Fallaci.

Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—La entrevista la concertó una tercera persona: su voz no significa nada.

Aldridge echó una mirada al reloj.

—Nos dijeron que era puntual.

—Eso está comprobado —dijo Fallaci—. Es puntual: no tardará en llegar.

Un instante después sonaba el timbre, y Aldridge se levantó. Fallaci le miró y, a una señal suya, fue hacia la puerta, la abrió y retrocedió un paso.

—¡Dígame! ¿Qué desea? —preguntó.

—Soy el profesor Vale —dijo el recién llegado—. ¿Es usted el señor McKinley?

—No, señor: soy su secretario.

Fallaci se hizo a un lado y Vale entró en la sala. Era un hombre delgado, de baja estatura y barba y cabellos con hebras grises. Vestía pantalones blancos, camisa chillona y floreada y llevaba una raqueta de tenis en la mano.

—¿El señor McKinley? —preguntó.

—Soy yo —se presentó Aldridge, adelantándose para estrecharle la mano—. ¡Hola! ¡Celebro que haya podido venir!

El profesor Vale sonrió ligeramente. Pese a sus cincuenta años, su aspecto era juvenil.

—Su enviado fue muy persuasivo —dijo—. Aunque un poco indirecto.

Aldridge le devolvió la sonrisa.

—Sí. Estoy seguro de que sería así. Pero creo que cuando hayamos terminado nuestra conversación comprenderá que la discreción está justificada.

Hizo una seña hacia el bar.

—¿Desea tomar algo, profesor?

Vale se enjugó el sudor de la frente.

—Gracias. Ron con Coca-Cola.

Aldridge se dirigió a Fallaci:

—A mí sírvame un vaso de vino blanco.

Fallaci fue hacia el bar.

—Siéntese, profesor y póngase cómodo —invitó Aldridge—. ¿Ha sido un buen partido?

El profesor hizo una señal afirmativa y dejó su raqueta sobre la mesa, estiró las piernas y se enjugó el sudor del rostro con un pañuelo blanco cuidadosamente doblado.

—Me mata. No sé por qué lo hago. —Se dio unos golpecitos en el estómago—. Tengo que reducirlo. Es una obsesión de académico.

Aldridge sonrió ante la broma. Fallaci les sirvió las bebidas. Aldridge se sentó y Fallaci se situó detrás del pequeño bar.

—¿Juega con frecuencia? —preguntó Aldridge.

—Sólo durante las vacaciones —repuso el profesor—. No me agradan demasiado las vacaciones, de modo que me ayuda a pasar el tiempo.

Tomó un sorbo con cierta fruición, se pasó la mano por los labios y luego suspiró y miró directamente a Aldridge, observándole en silencio.

—De acuerdo —dijo por fin—. ¿Qué desea, señor McKinley? Su enviado me dijo que se trataba de una oferta de trabajo y, en principio, me interesó.

—¿Qué más le explicó? —indagó Aldridge.

—Me dijo que usted representaba a una organización comercial establecida en Europa, que se ocupaba de electrónica, tecnología aeroespacial, comunicaciones vía satélite y diversas facetas de investigación de alta energía. También me dijo que ustedes habían producido componentes para cabezas de torpedos con los explosivos ASAT e ICBM[3] europeos y americanos. Añadió que, bajo contrato de la NASA, producen varios componentes de cohetes, pero que se proponen desarrollarse de modo espectacular. Por último, me confió que necesitan desesperadamente científicos y técnicos civiles expertos en tecnología aeroespacial, y que están dispuestos a remunerar espléndidamente su talento. Nada más.

Aldridge sonrió.

—Tenía órdenes de ser conciso.

—Lo fue —repuso el profesor—. Demasiado. Pero debo confesar que estoy interesado por el asunto.

Aldridge sonrió de nuevo y apoyó la barbilla en sus manos, descansando ligeramente los codos en las rodillas, sobre los inmaculados pantalones.

—Bien, profesor Vale; su información es esencialmente correcta. Represento a Comunicaciones Aéreas y Sistemas de Satélites, mejor conocida como ACASS, con sede en Frankfurt y financiación internacional, especializada en la producción de comunicaciones electrónicas avanzadas y en componentes de satélites de observación. Trabajamos bajo contrato de instituciones defensivas de los gobiernos americano y europeos.

—Conozco esa firma —dijo el profesor—. He utilizado con frecuencia sus componentes.

—Sí —respondió Aldridge—. Esto confirma lo dicho. Usted colaboró anteriormente con la Organización de Sistemas de Misiles y Espaciales de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en San Diego, California; con el Linear Accelerator Centre de la Universidad de Stanford, y con el laboratorio Lawrence Livermorc, de San Francisco. Actualmente, es usted coordinador de programas espaciales avanzados del más alto secreto en el Mando de Defensa Aeroespacial del complejo de la montaña Cheyenne, en Colorado Springs. En estos diversos cargos usted se ha especializado en la investigación de ICBM avanzados y armas antisatélites. En la actualidad se halla usted comprometido en la investigación de rayos láser de alta energía y armas electrónicas, con intereses especiales en la planta rusa de Semipalatinsk. Teniendo en cuenta todo ello, usted habrá utilizado sin duda alguna nuestros componentes. Ahora nos gustaría a nosotros utilizarlo a usted.

El profesor Vale sonrió levemente, cruzó las piernas y miró a Fallaci. Éste cogió su vaso, lo llenó de ron y se lo devolvió.

—Desde luego han trabajado concienzudamente —dijo el profesor.

—Sí, somos eficientes.

El profesor sonrió a Aldridge y sus ojos brillaron sobre el vaso. Tomó un trago y se echó atrás en su asiento, con expresión pensativa en su rostro infantil.

—Estoy contratado por las Fuerzas Aéreas —informó.

—Este contrato concluye dentro de dos meses.

El profesor Vale sonrió halagado, por sentirse objeto de tal interés, sorbió de nuevo su bebida y se irguió.

—Hable —alentó.

Aldridge también se adelantó hacia él, sonriente y algo divertido, pensando primero en la comprensible vanidad humana del profesor y, luego, en el hombre que estaba colgado en el cuarto de baño, ceñido el cuello por la cuerda que se le estaría clavando.

—Profesor Vale, necesitamos hombres como usted porque, como ha dicho, nos estamos expandiendo de modo espectacular. En otros términos, ACASS proyecta instalar una base de lanzamiento de satélites al otro lado del océano, que dará fin al monopolio espacial de las superpotencias, produciendo satélites espías para todos los países del Tercer Mundo que estén dispuestos a pagar lo que pidamos. Por el momento esto es sólo asequible a América y la URSS, de modo que, tal como lo vemos, existe un mercado abierto a la venta de tales satélites para cualquier pequeño país en vías de desarrollo preocupado de proteger sus fronteras, y que desee contar con un sistema avanzado de alarma a tiempo, a un precio razonable: nosotros podemos satisfacer esa necesidad, construir cohetes sencillos y eficaces y entregarlos al mejor postor. Existen grandes posibilidades de obtener clientes.

—Sin duda tendrán muchos clientes, pero ¿dónde están instalados?

Cierto dirigente africano del Tercer Mundo nos ha alquilado unos cien mil kilómetros cuadrados de su país a cambio de una renta de cincuenta millones de dólares anuales al cambio local, después de nuestro primer lanzamiento comercial, que se efectuará dentro de cinco años a partir de este momento. Dado que ese país tiene una inflación de un ochenta y cinco por ciento anual, el pago será relativamente modesto cuando tenga que hacerse efectivo. También les hemos ofrecido regalarles un satélite, pero a condición de que el presidente financie su producción. En resumen: de modo desinteresado, nos han ofrecido cien mil kilómetros cuadrados de territorio, total autonomía sobre él, absoluta inmunidad, lo que nos pone a cubierto de cualquier persecución por el Estado, dominio completo sobre aquellos a quienes se autorice a quedarse en tal territorio, y control disciplinario sobre todos los nativos en la zona que nos ha sido asignada.

—¡Esto es una locura! —exclamó el profesor.

—Es una realidad —replicó Aldridge—: el trato establecido entre ACASS y el presidente africano. El contrato ha sido firmado, sellado y entregado. En mi yate guardo fotocopias para enseñárselas.

El profesor observó atentamente a Aldridge, dando ligeros golpecitos en sus dientes con el vaso, claramente sorprendido por lo que había oído y, al mismo tiempo, muy intrigado.

—No pueden construir un cohete tan barato —dijo por fin.

—Sí —repuso al punto Aldridge—, sí podemos. La idea básica para ello proviene de ciertos científicos alemanes que trabajaron originariamente en el cohete V-2 para Hitler. Después de la guerra uno de ellos fue a Egipto a diseñar cohetes para el presidente Nasser, se retiró a Austria y luego se incorporó a ACASS. Otro llegó a Estados Unidos con Wernher von Braun y se nacionalizó americano, convirtiéndose en un importante dirigente del Centro Espacial Kennedy. Hace tres años que se retiró y desde entonces ha trabajado para ACASS. El cohete ACASS es muy semejante al modelo que los nazis estaban perfeccionando cuando acabó la guerra: de construcción sencilla y económica, pero eficaz. Su unidad básica consiste en un tubo lleno de un propergol líquido y metanol. Al combinarse estos elementos, se inflaman y el cohete se dispara. Entonces, en lugar de que los cohetes, al elevarse, desprendan los diversos cuerpos motores que aseguran su propulsión escalonada, el ACASS es simplemente una gran cadena de unidades estándar que, cuanto mayor es su carga, más unidades incluye. En resumen, se trata de un cohete producido en masa, absolutamente funcional y operativo.

—Me gustaría ver los planos.

—Podrá verlos: también están en el barco.

El profesor se recostó en su silla y siguió dándose golpecitos en los dientes con el vaso, observando a Aldridge y mirando luego en torno por la habitación, tratando de no perder detalle. Aldridge guardaba silencio, pensando en el cadáver del cuarto de baño y también en lo que podría suceder en el mundo si ACASS se salía con la suya. ¿Nunca cesaría la estupidez? ¿Podría controlarse la fantasía? Aldridge pensaba en el difunto, en la compañía comercial que había representado y en todos los científicos que aceptarían cualquier trabajo con tal de que estuviese convenientemente remunerado. El profesor Vale no sería uno de ellos: a él no le pagarían. El buen profesor, con su vanidad y orgullo, sería utilizado en otro lugar.

—Me interesa —dijo Vale—, pero deseo ver alguna documentación. Quiero examinar sus contratos, estudiar los diseños de los cohetes y después, si me satisface lo que me muestra, podríamos discutir las condiciones.

—Excelente, estoy seguro de que le parecerá impresionante. Todo cuanto usted necesita es estar tranquilo en mi barco. ¿Puede venir ahora mismo?

—¿Ahora? —preguntó el profesor.

—¿Por qué no? —repuso Aldridge—. Se encuentra aquí de vacaciones y usted mismo ha dicho que estaba aburrido, de modo que vayamos a mi barco y demos una vuelta. Podremos comer y beber algo y usted estará en condiciones de estudiar todos los documentos a su gusto y luego volver a su casa y decidir.

—No sé… —vaciló el profesor.

—¿Está aquí su esposa? —preguntó Aldridge.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no vamos a recogerla? Estoy seguro de que le agradará la idea.

Aquello bastó al buen profesor.

—Creo que voy a ir. Quiero decir que no me gusta verla dando vueltas si estamos hablando de negocios. ¡Qué diablos…! ¡Vámonos!

Apuró su bebida, se levantó, se secó los labios, fue hacia el bar y dejó el vaso junto a Fallaci.

—¿Dónde está atracado su barco? —se interesó.

—¿Otro vaso, señor? —preguntó Fallaci.

—No, gracias.

—En el puerto Pompano —informó Aldridge—. Nos costará unos veinte minutos llegar allí.

—¿Tienen lavabo? —preguntó Vale.

Fallaci le tocó el codo ligeramente.

—Sí, señor. Aquella puerta de allí. Al final de la habitación, la primera a la izquierda.

El profesor le dio las gracias y entró en un segundo cuarto de baño. Fallaci miró luego a Aldridge, sonriendo nervioso.

—Ése estaba más próximo —aclaró Aldridge.

Poco después salieron todos, dejando atrás el cadáver oscilante de McKinley. Cerraron la puerta, cogieron el ascensor y atravesaron después el vestíbulo. El resplandor del sol era cegador: se proyectaba sobre las blancas paredes, los altos edificios, las aceras y calles, teniendo como fondo el mar, detrás de las palmeras. Fallaci iba delante, conduciéndoles a la zona de aparcamiento. Aldridge se sentó en la parte posterior del coche, hablando de cosas superfluas con el profesor Vale, y Fallaci guió el automóvil hacia la Collins Avenue, fijando su atención en la carretera.

El profesor se mostraba locuaz. Los dos vasos de ron le habían hecho efecto. Iba mirando por la ventanilla los apartamentos y hoteles, a las personas que practicaban el surf, a los ejecutivos, las mujeres bulliciosas y las mujerzuelas chillonas y desvergonzadas, y las playas repletas de carne: Miami Beach se deslizaba junto a ellos y quedaba atrás.

—¿Conoce usted Miami, señor McKinley?

—No —repuso Aldridge—. Solía atracar el barco en Norfolk. Es la primera vez que vengo aquí.

—Ha escogido mala época —dijo el profesor—. Éste es un año asqueroso. Hace ya quince que veraneo aquí, pero esto no es lo que era: está lleno de portorriqueños, negros, homosexuales y putas. Han venido los chicos de la Universidad de Miami y lo han estropeado todo. Le juro que es increíble. No podría dar crédito a lo que está pasando. Yo soy blanco, americano anglosajón, y no me importa admitirlo. Eche una mirada a su alrededor: ¿qué diablos ve? Vaya en su coche por la calle Sesenta y Nueve o el Boulevard Biscayne o el Parque Kennedy y se encontrará con un ladrón en el asiento delantero sin apenas darse cuenta de adónde ha ido a parar su cartera. Y las putas están por todas partes, y llevan un Lincoln o un Cadillac. Si usted va al Boom-Boom-Room o al Poodle Lounge, en Fontainebleu, las verá moviendo el culo para quien les convenga y metiéndose con los turistas. Ellas o los mariquitas, de Coconut Grove a Fort Lauderdale, lo han organizado todo tan bien que ya no se puede ir a la muralla marítima, pues han invadido totalmente la zona. La América del futuro está en Miami: el Magnífico Nuevo Mundo está en la esquina, con su prostitución femenina y masculina, infinidad de cines porno, librerías repugnantes, enfermedades venéreas, drogas y crimen organizado. Eso es Miami, señor McKinley, éste es el mundo que nos ha dado la ciencia. Miro a mi alrededor y me pregunto qué significa y luego intento predecir el futuro. América está maldita, me digo. ¿Qué me ha dado América? Radicales, comunistas, anarquistas y degenerados; eso es lo que me ofrecen Miami, Las Vegas y sumideros como Nueva York. ¡Al diablo con todo! ¿Quién lo necesita?

El profesor movió la cabeza y emitió una risita entre dientes. Era de escasa corpulencia y aspecto casi infantil y, pese a su barba, no representaba sus cincuenta años. Irradiaba excelente humor y parecía tener una edad indefinida. Aldridge le observaba divertido, pero frío, carente de humanidad. Miró al exterior y vio algunos policías a caballo, con cascos y magnums: el Sueño Americano pasaba junto a él. Aguas azules verdosas en arenas amarillas. El sol brillaba sobre los canales de Florida y pronto enrojecería hasta que anocheciese. No había nada que añadir.

—Hemos llegado —anunció Aldridge.

Se apearon del coche entre el blanco resplandor marino que cegaba sus ojos. Estiraron sus miembros y se habituaron al calor tropical. Fallaci les condujo hasta el barco: era un hombre netamente italiano, que caminaba ligero, echando rápidas miradas a derecha e izquierda, escondiendo en sus oscuras pupilas un frío control. Se aseguraba a su paso de vigilar a todas las personas con quienes se cruzaban, observando cualquier movimiento que pudiera representar un trastorno. Fallaci miraba a todos inquisitivamente: a las muchachas bronceadas en bikini, a los jóvenes rubios con shorts ceñidos, a los turistas embobados, a los practicantes de surf y a los bañistas. El cielo irradiaba un resplandor cegador, la tonalidad del agua oscilaba del azul al verde y los barcos anclados en el puerto, de todos tamaños y formas, reflejaban la luz solar en sus cromados y en la madera pulimentada, mientras sus velas de colores ondeaban rítmicamente.

El profesor Vale, ya impresionado, aún acusó más el efecto al llegar frente al yate ante el que se detuvieron. Era lujoso, de gran potencia y de unos veinticinco metros de eslora. Parecía una casa flotante y, sin duda, se trataba del juguete de un hombre acaudalado. Fallaci les condujo hacia la pasarela que llevaba a cubierta, muy cuidada y en la que esperaba un sirviente con chaqueta blanca inmaculada, que se adelantó inclinándose ante ellos. Aldridge les siguió a bordo, echando una rápida mirada de inspección al barco.

—Por aquí, profesor —dijo señalando un camarote.

Vale miró en torno, al cielo azul y al mar.

—Si no le importa, preferiría quedarme aquí y simular que soy rico —repuso.

Aldridge sonrió comprensivo.

—Esto es un halago para mí. Zarparemos dentro de un momento y, cuando hayamos navegado unas millas, hablaremos de negocios. Durante el almuerzo podremos charlar.

El camarero se adelantó y se inclinó levemente ante el profesor Vale. Era de tez oscura y ojos rasgados en un rostro singularmente liso.

—¿Desea beber algo, señor?

—Ron y Coca-Cola.

—¿Ron blanco?

—No, negro.

El camarero se inclinó de nuevo y después se retiró, retrocediendo y entrando de espaldas por la puerta de la cabina.

—¿De dónde es? —preguntó el profesor.

—Hawaiano —repuso Aldridge.

—Por un momento le creí coreano, pero luego me pareció distinto. ¡Hawai…! Me gustaría visitarlo.

El profesor se encogió de hombros y puso los ojos en blanco, sonrió a Aldridge y dio la vuelta mirando a los otros barcos, las blancas paredes del embarcadero y el destello cegador en el horizonte, donde el sol se fundía con el mar.

—¡Es un hermoso barco!

—Gracias —respondió Aldridge.

—Si pretendía impresionarme lo ha conseguido.

—Bien —aprobó Aldridge—. Nos gusta agradar; todo forma parte del servicio.

El camarero regresó con sendos vasos en una bandeja mientras Fallaci, que había permanecido de pie cerca de la cabina, desaparecía por la puerta. El profesor y Aldridge se tomaron sus bebidas y el camarero se inclinó profundamente antes de irse. Después, Vale se apoyó en la batayola y miró interesado a su alrededor.

El barco contaba con tripulación numerosa. Todos sus miembros eran de tez oscura, iban vestidos de blanco y se movían de un lado a otro realizando sus tareas metódica y silenciosamente. Había algo raro en ellos, aunque el profesor no podía adivinar de que se trataba. Todos eran pequeños, delgados y de ojos rasgados y el profesor no creía sinceramente que procedieran de Hawai. Los observó con interés hasta que le produjeron una sensación irreal. Nunca se miraban entre sí ni hablaban, y mantenían bajas las cabezas. De pronto, el profesor se estremeció y experimentó una sensación decididamente extraña. Se bebió el ron y sonrió a Aldridge, sin saber todavía quién era. Luego se oyeron los motores en la parte inferior del buque y éste comenzó a zarpar lentamente.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó el profesor.

Aldridge se encogió de hombros.

—A ningún lugar en especial. Simplemente vamos a salir un poco, navegaremos unas diez o quince millas y luego anclaremos. Almorzaremos y usted podrá estudiar los documentos.

El barco salió del puerto dejando atrás los blancos edificios y los demás barcos, mientras los palmitos proyectaban su sombra en el público que paseaba perezosamente. Poco después, el puerto quedó a sus espaldas y apareció la inmensa ondulación de la línea costera y las playas doradas dominadas por apartamentos y hoteles barrocos y encalados. Al final llegaron al mar azul y verde en el que se reflejaba la luz del sol, mientras las olas dejaban estelas nacaradas en torno del barco, que iban en pos de él.

—Es hermoso, ¿verdad? —preguntó Aldridge.

—Sí —respondió el profesor—. Pero siempre siento algo extraño en este lugar; no puedo olvidar todas esas cosas que cuentan…

—Desde luego… El Triángulo de las Bermudas.

—Parece usted escéptico —dijo el profesor.

—¡Oh, en realidad, no lo soy! Cuando son tantos los barcos y aviones que desaparecen, no puede evitarse sentir cierta curiosidad.

—Cierto —repuso el profesor—. Sencillamente, no pueden ignorarse los hechos. Puede admitirse que los barcos se hundan o que se estrellen los aviones, pero hay otras cosas que nunca podrán explicarse y que ponen la carne de gallina. Quiero decir que soy científico y trato de no creer en la magia, pero casos como ésos… No sé… Todavía no conocemos las respuestas.

—¿Y qué me dice de los ovnis? —preguntó Aldridge.

—¿Qué hay de ellos, McKinley? No admito que los ovnis constituyan un problema aquí ni en ningún otro sitio. No paso por eso de los platillos volantes. La prueba de la existencia de los ovnis no es válida. Creeré en ellos cuando vea uno… y no espero que eso suceda.

—¿De verdad? —preguntó Aldridge.

Bebió un sorbo de vino y sonrió levemente, mirando por encima de la batayola el mar y el horizonte nuboso.

—Creí que acaso los hubiera visto sobre el complejo de la montaña Cheyenne.

—¿Por qué tendría que verlos allí?

—¡Ah, no sé…! —repuso Aldridge mirando a las nubes que se aproximaban y extendían por el horizonte—. Simplemente oí decir que los ovnis solían ser observados sobre instalaciones científicas y militares. Teniendo esto en cuenta, creí que podían haberlos visto en el Alto Mando de la Defensa Aeroespacial.

—¡Cuernos! —rechazó el profesor—. De todos modos, el complejo de la montaña Cheyenne ha sido construido para sobrevivir a una guerra nuclear, por destructiva que sea, y por lo tanto no puede ser visto desde allí nada que vaya por los aires. En realidad, el complejo Cheyenne es una ciudad totalmente subterránea, creada dentro de la montaña e instalada sobre gigantescos amortiguadores de impactos, con una red formada por miles de túneles y completamente aislada del mundo exterior. Créame, McKinley, cuando se trabaja en aquel condenado lugar no puede verse nada en el cielo; no se ve nada en absoluto. Nuestro trabajo consiste en rastrear satélites espías, y eso es todo lo que alguna vez hemos detectado. Ni el radar ni el telescopio han captado jamás otra cosa. Por eso he llegado a la conclusión de que los ovnis no existen.

Aldridge sonrió y bebió otro trago. Sintió cómo la fresca brisa le acariciaba el rostro y fijó su mirada en el mar, en las nubes próximas al horizonte, aquel horizonte que se alejaba constantemente dirigiéndose a las Bermudas. Ellos nunca las alcanzarían. Anclarían y aguardarían. El buen profesor, en un sueño embriagador, descubriría cosas increíbles.

—No lo creo —dijo el profesor.

—¿Qué? —preguntó Aldridge.

—Que se vendan en el mercado satélites espías; es sencillamente increíble.

Aldridge se limitó a sonreír. Observaba cómo se perdía de vista la tierra. El mar estaba tranquilo y el cielo formaba una sábana azul, con blancas nubes que corrían por debajo. El profesor Vale seguía hablando. Parecía no mantenerse muy firme sobre sus pies. Bebía y parpadeaba mirando vagamente en torno. Aldridge le escuchaba con atención. El profesor hablaba de poderosas armas nucleares. El barco se detuvo, echaron el ancla y el profesor siguió hablando. Los miembros de la tripulación ocuparon sus posiciones. Fallaci salió de nuevo a cubierta. El mar desaparecía en torno al barco, se deslizaba hacia el horizonte y Aldridge sonrió al ver una oscura masa que se extendía exactamente debajo de ellos. El profesor Vale seguía hablando: de pronto, parecía estar muy bebido. Chorros de vapor subían desde el mar formando una nube que rodeó el barco.

—Nosotros no inventamos el rayo láser ni tampoco los rusos. Fueron los ingleses hace dieciocho años y mantuvieron el más estricto secreto sobre ello. Ahora estamos difundiendo su potencial y compitiendo con los rusos. Lo utilizamos como arma defensiva, para comunicaciones y reconocimientos y estamos realizando importantes saltos en nuestra tecnología, progresando de manera pausada. Estos rayos láser son sorprendentes y tienen ilimitadas posibilidades. Pueden derribar satélites espías, anular cohetes en vuelo, detectar la matrícula de un vehículo a trescientos kilómetros de distancia y localizar con toda precisión cualquier objetivo. Piense en lo que esto significa, McKinley. La guerra fría ha sido superada. Ahora hemos alcanzado un equilibrio del terror en una era posnuclear. La gente ignora lo que está sucediendo.

Aldridge no respondió. El silencio latió en los oídos del profesor. Movió la cabeza, vio desplazarse las nubes y se encontró totalmente rodeado de una neblina plateada. No comprendía qué estaba sucediendo, pero sentía que era algo muy especial. Repentinamente su entusiasmo se apagó y experimentó un miedo espantoso e irracional. ¿Qué diablos estaba sucediendo? Se sentía ebrio y desorientado. Tenía la garganta seca y la mirada desenfocada, y le parecía que el barco oscilaba.

El profesor dejó caer el vaso y lo siguió mientras se hundía en el mar. Le costó largo rato llegar hasta allí: descendió girando, reflejándose en él la luz del sol, destellando en sorprendentes estrías de increíble belleza. No llegó a verlo sumergirse en las aguas. Un aire cálido le rodeaba. Miró de reojo a McKinley —¿sería McKinley?— y vio sus azules ojos y sus grises cabellos.

No eran grises sino plateados… Tampoco eran plateados, sino de un albor resplandeciente. Él se encontraba allí, el profesor Vale estaba allí para establecer un trato con McKinley. Luego el miedo, algo inexplicable. Los cabellos blancos y los ojos azules. El profesor Vale se desprendió de aquella visión y miró en torno enloquecido. El barco estaba inmóvil y silencioso. El mar parecía bullir alrededor, gruñía y hervía en torno a ellos como inmensas paredes de verde vapor.

—¡Por Dios! ¿Qué diablos…?

El profesor se asió fuertemente a la batayola y la cubierta se agitó bajo sus pies. Las inmensas nubes de vapor ascendían del mar y rodeaban el barco. El profesor no podía dar crédito a sus ojos. Las nubes de vapor bloqueaban el cielo, y habían formado un perfecto círculo en torno al barco, de un diámetro de unos ochocientos metros. De pronto, deseó gritar. La cubierta sufrió una sacudida. Miró por encima de la batayola, a un costado del barco, y distinguió una enorme masa oscura que se extendía bajo la superficie, emergiendo lentamente.

—¡El Triángulo! ¡Oh, Dios mío!

Se golpeó la frente con la mano, invadidos sus sentidos por el terror. Miró en torno y vio a McKinley, sus azules ojos y blancos cabellos, a la tripulación, los orientales, que iban hacia él, también blancos, moviéndose silenciosos. Trató de correr pero era inútil; estaba paralizado por el terror. Se asió a la batayola, echando rápidas miradas a derecha e izquierda, esforzándose por superar aquella pesadilla.

—¡Oh, Dios mío!

De pronto el mar rugió. Vale miró enloquecido las nubes distantes que ascendían hirviendo de las olas, formando un muro que bloqueaba todo el cielo. Luego las olas estallaron en espiral, difundiendo en torno una pulverización de destellos acerados, y un perímetro de espigones sobresalieron a lo lejos, bajo el vapor, adoptando formas triangulares, abriendo las aguas como aletas metálicas, emergiendo y aumentando de tamaño.

Percibió el sonido de sus propios gemidos, sus nudillos se quedaron blancos y se sintió aturdido ante aquella situación increíble y el asfixiante terror que le dominaba. Todo aquello y algo más: una sensación irreal que agostaba sus sentidos. La cabeza le daba vueltas y recordaba cómo se le había caído el vaso: comprendió que le habían drogado.

Trató de concentrar su atención en McKinley, preguntándose quién sería en realidad. Vio sus ojos azules y sus cabellos blancos, y el muro que las nubes formaban lejos de él. El barco estaba atrapado entre aquellas nubes. El verde vapor se retorcía y se deslizaba. La reja triangular se levantó del mar, creciendo y escupiendo agua como un enorme círculo de dientes de brillante acero que rodeó el barco.

No podía dar crédito a sus ojos: lo único real era su terror. La cubierta crujió bajo sus pies. El barco oscilaba y rodaba estrepitosamente. Miró abajo y vio una enorme masa que subía a la superficie.

—¡Cójase a la batayola! ¡Agárrese con fuerza!

Alguien le gritaba aquellas palabras. Se mojó los labios y vio a McKinley. Sus ojos azules brillaban y su intensa mirada le hipnotizó, dejándole helado. El profesor hizo lo que se le ordenaba, atraída su mirada por el hirviente mar. La oscura masa subía y se extendía golpeando el casco del buque. El profesor lo sentía, lo oía: la cubierta se estremeció chirriante. Se produjo un estrépito metálico y brusco, el agua inundó el buque silbando y, de pronto, el barco osciló a uno y otro lado, se afirmó y, por fin, quedó inmóvil.

El profesor estaba paralizado como bajo los efectos de la hipnosis. El buque seguía subiendo y el agua se perdía entre las paredes trepadoras y una enorme cubierta metálica que rompía la superficie. Aquella cubierta metálica era llana y sólida, de unos quinientos metros de diámetro, y las paredes que había visto, semejantes a enormes espigones, rodeaban totalmente su perímetro. El agua se perdía tras aquellos muros y la enorme cubierta impulsaba hacia arriba el buque. Las paredes triangulares del perímetro comenzaron a aproximarse una hacia otra para cerrarse curvándose sobre el barco, como los dedos entrelazados de un gigante.

El profesor miró hacia arriba asustado. Las paredes metálicas se curvaban muy por encima de su cabeza, silbando con gran estruendo, mientras el agua escapaba por sus lados y avanzaban una hacia otra bloqueando las verdes nubes en el exterior. Entonces, procedente del suelo se percibió un gran estrépito que casi hizo enmudecer de terror a Vale. El suelo comenzó a hundirse como un enorme ascensor y las paredes se remontaron en torno suyo, igual que un inmenso globo metálico, hasta que la luz formó una cegadora neblina blanca que convirtió el sueño en realidad.

Ondulantes visiones de vidrio y acero. Un laberinto de escaleras y pasadizos. Sombras que se movían entre la blanca neblina mientras el ambiente vibraba y bullía de actividad. El profesor distinguió todo esto y quedó hipnotizado. Sintió miedo, espanto, horror. Algo frío le tocó la nuca y luego le quemó y se sintió descender a los infiernos.