Capítulo Cinco

Epstein se detuvo silencioso y vacilante ante la puerta, latiéndole el corazón apresuradamente y sintiéndose nervioso e infantil. Estaba nervioso porque había encontrado abierta la puerta, porque la casa se hallaba sumida en la oscuridad, por la muerte de Irving Jacob y por su salud resentida, que le recordaba las implacables traiciones de la vida y su brutalidad indiscriminada. Ahora, en la oscuridad, en el silencio de Camelback Hill, disponiéndose a entrar y sintiéndose reacio ante aquella idea, temblaba con un temor juvenil e inconsistente y se sentía avergonzado de sí mismo… La muerte de Irving y el dolor de Mary, su propia mortalidad y el tiempo que pasaba: envejecía y volvía a la infancia con todas sus acuciantes inseguridades. ¿Había sido suicidio o asesinato? ¿Por qué estaba abierta la puerta de Mary? El doctor Epstein, cargado de espaldas y desconsolado, se sentía muy próximo al ridículo.

«Demasiado melodramático para un científico». Quizá el jefe de policía había estado en lo cierto. Epstein siguió inmóvil en el porche y miró hacia arriba, al despejado cielo nocturno. Las estrellas brillaban lánguidamente, serenas y misteriosas, dominadas por el negro cielo. Allí todo estaba tranquilo y vacío. Epstein se estremeció y bajó la mirada, distinguiendo su sombra, que se prolongaba desde los pies, su grotesca segunda parte carente de rostro. No somos lo que creemos ser: vivimos y morimos en la ignorancia. Epstein sintió un profundo pesar, una dolorosa sensación de pérdida y, por fin, dio unos golpecitos en la puerta.

—¿Mary? ¿Estás ahí?

No obtuvo respuesta. En la oscuridad reinaba el silencio. Epstein se estremeció y se adelantó hacia el interior, preguntándose qué encontraría. El vestíbulo se prolongaba pasando junto a puertas cerradas, atravesaba la cocina y concluía en el salón. Sobresaliendo de una silla, frente al jardín, distinguió la cabeza de Mary. Estaba inmóvil, dejando asomar sus cabellos oscuros, que comenzaban a grisear, y Epstein se quedó un instante inmóvil, viendo la luz de la luna en el jardín. Luego tosió y murmuró el nombre de Mary, sintiendo un nudo doloroso en su interior.

—¿Eres tú, Frederick?

—Sí.

—Supuse que vendrías.

—¿Por eso dejaste la puerta abierta?

—Sí.

—Es peligroso.

Mary lanzó una risita sardónica y siguió sentada en la silla, frente a la luz de la luna que caía sobre el jardín tras las puertas de cristal. Quizá fuese la pena, como una liberación por la impresión sufrida, pero la risita rompió el silencio e hizo reflejarse en el rostro de Epstein una mueca de dolor.

Estaba preparado para el llanto, para la histeria o la ira enfermiza, pero ahora, ante aquella risa fantasmal, se sentía sencillamente asombrado.

—¿Peligroso? —respondió ella con amargura—. ¿Crees peligrosa una puerta abierta? Irving siempre tenía las puertas cerradas, pero se fue a dar un paseo en coche. ¿Qué representa una puerta cerrada en estos tiempos?

La luz del exterior cayó sobre la silla, haciendo brillar sus grises cabellos. El respaldo de la silla dividía su nuca. El espacio que la rodeaba estaba totalmente oscuro. Epstein ahogó una tos en su puño, sintiéndose algo absurdo. Luego asintió con silencioso gesto de conformidad, suspiró y se sentó.

—¿Le has visto?

—Sí, le vi.

Epstein suspiró y se acarició la barba. Seguía mirando la nuca de Mary, y la sombría y silenciosa habitación.

—Lo han traído a Phoenix.

Mary se inclinó hacia delante en la silla, y sollozó cubriéndose el rostro con las manos, tratando de sofocar su llanto. Epstein la estuvo observando, sintiéndose incapaz de prestarle ayuda, lleno de ansiedad y dolor, recordando otros tiempos mejores y su rostro sonriente antes de que el trabajo resultara peligroso.

—¡Por favor, Mary!

—No es nada: estoy bien —repuso irguiéndose y secándose los ojos con una mano—. ¡Oh, Dios mío! ¡Ha sido un día horrible!

—¡Si puedo hacer algo…! ¡Lo que sea!

—No puedes hacer nada: él ha muerto.

—Yo pensé…

—No hay nada que pensar… Ha muerto: todo ha terminado.

De nuevo se había erguido, mirando con fijeza hacia el exterior, con el puño cerrado apretado en la boca, golpeándose ligeramente los dientes. Suspiró y se levantó. Acudió a la ventana y volvió, dando un rodeo junto a la silla y moviendo tristemente la cabeza. Luego se sentó, contemplando a Epstein. La luz lunar le llenaba el rostro iluminando sus ojos mojados por el llanto. Tendría cuarenta y tantos años, pero seguía conservando su belleza, una elegante máscara que ahora acusaba la pérdida sufrida. Sus ojos eran castaños y muy grandes. Epstein se sentó delante de ella, sintiéndose aplastado y derrotado: el amor que les había tenido a ella y a Irving bullía en su interior y le invadía una sensación de culpabilidad.

—Aquí, en Phoenix —repitió ella.

—Sí. Han de hacerle la autopsia.

—Y es de suponer que me llamarán mañana.

—Sí. Ya se sabe… Las formalidades.

Ella asintió y suspiró, paseando su mirada por la habitación y retorciendo incansable sus blancas manos en el regazo, tratando de aferrarse a algo.

—¿Para qué has venido?

—Sabías que vendría, Mary.

—¿Para ofrecerme tu condolencia?

—Sí.

—Y para formularme algunas preguntas.

Era una afirmación desagradable, pero cierta, que disgustó a Epstein y le hizo enrojecer. Mirando con fijeza el torvo semblante de la mujer, le invadía la sensación de culpabilidad.

—Sí —respondió—. No puedo evitarlo.

Mary asintió, sonriendo amargamente.

—Vosotros nunca cedéis. No podéis ceder jamás, pase lo que pase. Supongo que debo aceptarlo, como una buena esposa que apoya la causa, pero no puede. Y, ahora, Irving está muerto. ¡Al diablo vuestro Instituto!

—Tengo que saber, Mary.

—¿Qué tienes que saber? ¿Que mi marido acabó enloquecido por su trabajo y que por fin ha encontrado la paz? Ésa es la respuesta que te doy: vete a tu casa con ella.

—No. No creo que sea ésa la respuesta.

—Sí, es la única respuesta posible.

—No creo que se tratara de suicidio. Pienso que debo decírtelo.

Inmediatamente la invadió la risa, haciéndola enrojecer hasta los oscuros ojos. Agitó la cabeza negativamente y se puso en pie mirando a aquel anciano, a aquel profesor abrumado por la edad, y sus labios formaron una tensa línea bajo la insolente nariz, escupiendo todo su pesar:

—¡Maldito seas! ¡Maldito tú y tu orgullo! No es que no lo creas…, es que no puedes creerlo… porque necesitas aferrarte a tu obsesión. Mi marido se suicidó. Vuestro trabajo casi le llevó a la locura. No podía dormir ni comer y comenzó a olvidar a la familia, y eso sucedió por culpa de vuestra condenada obsesión, de vuestra creencia en conspiraciones. ¡Desde luego que no se mató! ¡Naturalmente, tenía que ser asesinado! ¡Habéis seguido este juego durante veinticinco años, de modo que ahora tenía que pasar algo!

—¡Por favor, Mary, eso no es honesto!

Ella movió la cabeza y se alejó. Fue hasta las ventanas, volvió y empezó a deambular de un lado a otro, presa de agitación, golpeándose los muslos con las manos.

—Era un científico. No estaba hecho para detective. Había estudiado física en Berkeley, diseñado reactores nucleares, trabajó para la NASA y la Sociedad Nuclear Americana y figuraba en el Who’s Who: mi marido era un hombre magnífico, inteligente y honrado, y tú le enredaste con tus ovnis y con tus especulaciones e intrigas. Se chifló, se obsesionó por ello y pagó un precio muy caro. ¿Sabes lo que significaba observarlo? ¿Verlo derrumbarse y hundirse? ¿Es posible que comprendas lo que representa ver cómo tu marido se derrumba de esta manera?

—Estaba asustado.

—¡Maldita sea! ¡Estaba asustado! ¡Tú y tu maldito Instituto y tus colaboradores! Todo eso le asustó hasta causarle la muerte.

—No fuimos nosotros.

—¡Fuiste tú! —insistió Mary.

Dejó de pasear y se detuvo delante de él mirándole fijamente con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Maldito seas! —le espetó.

Epstein se vio obligado a desviar la mirada, que paseó por la oscura habitación, contemplando las pinturas familiares, el mobiliario y demás elementos decorativos: todos los objetos que había ido viendo durante los años que visitó la casa. Aquellos días ya se habían esfumado, habían desaparecido con el fallecimiento de Irving, y nunca volvería a ser lo mismo, ni para él ni para Mary. Epstein se estremeció como si le recorrieran un escalofrío, un dolor y una indignación que se igualaban a los de la mujer, y sintió el deseo de aproximarse a ella para consolarla y mitigar así ambos sus heridas.

—Lo vi venir —dijo Mary—. Se había ido preparando desde hacía mucho tiempo. Él no se sentía capaz de enfrentarse a sus antiguos amigos, y eso le dejó aislado. Me parece verlo durante el simposio organizado por el comité de la House Science and Astrounautics, cuando se levantó y manifestó que se había pasado a vuestro lado y creía en la existencia de los ovnis: nunca debió haberlo hecho.

Epstein no respondió: no podía decir nada. Tenía que dejarla hablar, sin importarle cuánto pudieran herirle sus palabras. Así, pues, siguió observándola cuidadosamente con sus cansados ojos, mientras ella iba y venía por la habitación, saliendo de la oscuridad y situándose dentro de la zona iluminada.

—Después comenzó todo —prosiguió Mary—. Creía en aquello, y dio conferencias, concedió entrevistas y luego, cuando empezó a perder su prestigio, tuvo que seguir creyéndolo. ¿Por qué no, si era ya cuanto le quedaba? Había sido decano de Física en la Universidad de Arizona, luego se hizo miembro de vuestro Instituto y se convirtió en otro chiflado a la busca de ovnis… ¿Crees que soy cruel? Eres muy intuitivo, conforme. Había caído en medio de un puñado de charlatanes científicos y lo pusieron en la picota.

—No crees lo que estás diciendo.

—¡Sí, maldito seas, sí lo creo! Irving era un físico, un hombre que gozaba de cierta autoridad, y cuando se convirtió en campeón de vuestra causa, lo perdió todo… ¡Todo!

Casi se ahogó al pronunciar la última palabra. Tuvo que esforzarse por recobrar el aliento. Después parpadeó rápidamente, adoptando una expresión como sorprendida, y se derrumbó en su silla.

—¡Oh, Dios, me siento enferma! —exclamó.

Epstein vaciló al verla sollozar de nuevo, encogido por la vergüenza, evitando su mirada cuando ella anduvo buscando su pañuelo para secarse las lágrimas. Pensó brevemente en Irving, en su pasión por la verdad, en el entusiasmo que le había impulsado inexorablemente en la polémica sobre los ovnis. Epstein no le había seducido: él se les había unido por propia iniciativa. Y, después, como sucediera con otros muchos, algo le ocurrió a Irving… Epstein consideró brevemente aquella idea, tratando de desecharla, y levantó la mirada apenado y confundido para fijarla en los oscuros ojos de Mary.

—Fuiste tú —decía Mary—. No quiero olvidarlo. Si no hubiera sido por ti y por tu Instituto, seguiría con vida.

Estalló nuevamente en llanto, acurrucada en su silla. La luz de la luna le caía sobre la cabeza, que movía de un lado a otro. Los sollozos eran ruidosos y sofocados, llenos de dolor y desesperación, y apretaba ambas manos contra su rostro como si tratara de borrar de él la verdad. Epstein seguía sentado sin decir nada, demasiado herido para mostrarle su simpatía, profundamente dolido por cuanto le decía y preguntándose si podría resistirlo. Ella siguió sollozando aún más ruidosamente, agitando su cuerpo como bajo efecto de la fiebre. Se levantó, acudió a su lado, se inclinó sobre ella y la abrazó.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Mary sollozando inconteniblemente—. ¡Es mentira! ¡Todo es mentira! ¡Esto me está destrozando, no puedo admitirlo y tengo que acabar con ello! ¡No fuiste tú, me consta que tú no fuiste…! ¡Dios, es todo tan confuso…!

Apretó el rostro contra la pierna de Epstein, vertiendo su llanto a raudales, agitando la cabeza, asiéndose a él como si fuese a partir y dejarla sola. Luego le miró directamente, pálida y aturdida, reflejando la más absoluta incomprensión.

—¿Qué ha sido? —inquirió, entre sollozos—. ¿Cómo sucedió? ¿He tenido yo la culpa?

Epstein se arrodilló junto a ella, cogió su rostro entre las manos y negó suavemente con la cabeza, murmurando palabras que no recordaría. Por fin ella se tranquilizó algo, se enjugó los ojos, suspiró y se hundió lentamente en la silla, mirando al techo.

—No. Tú no has tenido la culpa: no tiene nada que ver contigo.

—Fue suicidio.

—No, no fue suicidio —rechazó Epstein—. Irving no era de los que se suicidan: los dos sabemos que esto es verdad.

Entonces…, ¿qué? —preguntó Mary moviendo la cabeza—. Sencillamente, no lo entiendo… ¿Cómo diablos? ¿Quién iba a querer…?

Movió de nuevo la cabeza y se mordió el labio inferior.

—¡No puedo comprenderlo! —concluyó.

Epstein suspiró y se levantó, desapareció en la oscuridad y luego regresó con dos vasos de whisky. Entregó uno de ellos a Mary, ella lo aceptó agradecida y lo bebió de un trago. Aspiró hondo, echó atrás la cabeza y le miró fijamente, como si no estuviera muy despierta, blanqueado el rostro por el resplandor que llegaba del jardín. Epstein sorbió su bebida, con aspecto pensativo e irresoluto, y luego se sentó en una silla y la miró con fijeza, expresándose finalmente con calma y tono persuasivo.

—Escúchame. Yo no incité a Irving a que se incorporara al Instituto: me escribió por propia iniciativa, sugiriéndome que trabajásemos juntos. En realidad, Irving había estado interesado en secreto por los ovnis desde 1955, aproximadamente, y la oleada de 1965 no hizo más que fortalecer su convicción de que el fenómeno tenía una importancia científica decisiva. Irving jamás se incorporó de manera oficial al Instituto: su única relación consistió en que intercambiaba informes con nosotros y nos ayudaba gracias a sus conocimientos especializados. Es cierto que nos visitó en Washington unas cuantas veces, y que cuando estuvo inspeccionando nuestros archivos se convenció de la realidad del fenómeno. Pero te repito que Irving hizo todo esto por voluntad propia, no porque nosotros le incitáramos a ello.

Mary le observó cuidadosamente, mirándole con sus oscuros ojos desde la zona iluminada, con el resto del cuerpo oculto entre las sombras, envuelta por la oscuridad. Parecía mucho más tranquila ahora, mucho más pensativa y despierta, y estudiaba el rostro de Epstein como si decidiera si debía hablar o guardar silencio. Permanecieron sin decir palabra, en una incómoda situación llena de dudas y recriminaciones, pero, finalmente, ella suspiró y se inclinó hacia delante, tendiéndole su vaso.

—Necesito otro —le dijo.

Epstein asintió. Se levantó, desapareció en la oscuridad y regresó con otros dos vasos de whisky, uno de los cuales le tendió. Mary no dijo nada; se limitó a hacer girar el vaso y observar cómo la luz refulgía sobre el cristal tallado. Epstein suspiró y se sentó de nuevo, cruzando las piernas, tomó un sorbo y decidió no acuciarla en exceso, dejar que ella se tomara el tiempo necesario. Por fin, Mary bebió un trago, se humedeció el labio superior y se recostó lentamente en la silla, perdiéndose su rostro entre las sombras.

—De acuerdo. ¿Qué quieres saber?

—Me gustaría conocer qué asustaba a Irving -explicó Epstein. —O qué crees tú que pudo haberle asustado.

Mary movió la cabeza negativamente y suspiró.

—¡Dios! ¡No lo sé! O, por lo menos, no estoy muy segura. Realmente, jamás me dijo qué lo asustaba. Sólo puedo aventurar suposiciones.

Se adelantó en la silla, apoyando los codos en las rodillas, y la luz cayó sobre sus ojos castaños, haciendo destellar el vaso de whisky.

—¿Has oído hablar del doctor James E. McDonald?

—Naturalmente —dijo Epstein.

—Entonces sabrás que, en otro tiempo, McDonald fue decano de física en el Departamento de Ciencias Atmosféricas de la Universidad de Arizona, e importante propugnador de la teoría extraterrestre.

—Sí. Es de conocimiento general.

—Bien. Irving no estaba de acuerdo con todas las teorías de McDonald, pero respetaba enormemente su valor al exponer sus impopulares opiniones. En realidad, si puede decirse que alguien ha influido en Irving, ése fue McDonald.

¿Sí?

Mary se encogió de hombros.

—En 1967, cuando fue estructurado el comité Condon, McDonald acudió a visitar la base de las Fuerzas Aéreas de Wright-Patterson, en Dayton, Ohio, y vio accidentalmente la versión que figuraba en archivo del informe elaborado en 1953 por el grupo Robertson. McDonald quedó sorprendido al descubrir que la CIA había tenido tan amplia intervención en él, y que aquella versión del informe, aparte de ignorar de forma deliberada algunas de las visiones más positivas de ovnis, había recomendado secretamente lo que apuntaba a un programa de lavado nacional de cerebro, para una completa tapadera de las investigaciones oficiales sobre ovnis. Así que, a principios de 1967, tras estudiar la versión de este informe que figuraba en archivo, McDonald vinculó la política notoriamente secreta de la CIA y las Fuerzas Aéreas, y el mismo día que éstas anunciaron el establecimiento del comité Condon, hizo pública su polémica información. Naturalmente, Irving, que contaba con extensas relaciones en la comunidad científica y los medios informativos, le ayudó a ello. Desde entonces, tanto él como McDonald se convirtieron en críticos escandalosos de las Fuerzas Aéreas y de la CIA.

—¿Tratas de decirme que a Irving le asustaba la CIA?

Mary se encogió otra vez de hombros, suspiró ruidosamente y miró en torno con el vaso de whisky apoyado en la palma de una mano, y golpeándolo ligeramente con la otra.

—No lo sé. Creo que le preocupaba realmente, y que por entonces ya comenzaba a comprender que en aquel asunto no podía uno meterse en honduras. Sabes que McDonald se encontraba al frente de todo, e Irving era muy consciente de lo que le sucedía a su amigo. Éste atacó a las Fuerzas Aéreas y a la CIA incansablemente, y hacia 1969 corrió la voz de que aquellas organizaciones deseaban silenciarlo. Fuese o no cierto, resultaba por demás evidente que McDonald no estaba muy tranquilo. Los paladines más destacados de la posición de las Fuerzas Aéreas respecto de los ovnis eran el astrónomo de Harvard y autor Donald H. Menzel y Philip Klass, redactor de temas aeronáuticos de Aviation Weekly. Menzel había justificado repetidamente la mayor parte de apariciones, comprendidas las famosas de Washington de 1952, como reflejos, espejismos, cristales de hielo que flotaban en las nubes o resultados de refracciones e inversiones de temperatura. Por otra parte, Klass, apasionado detractor de la hipótesis extraterrestre y notorio antagonista de McDonald, trataba continuamente de ridiculizar a éste y hacer prevalecer su propia teoría de que todas las visiones de ovnis se debían a descargas coronarias atmosféricas. De todos modos, McDonald destrozó todas esas teorías y consiguió ganarse más enemigos. Según McDonald, Klass trató de someterle a la prueba de fuego informando a la Oficina de Investigación Naval de que él, McDonald, había utilizado los fondos del Ejército para realizar un viaje a Australia a fin de estudiar los ovnis. Esto produjo un terrible escándalo que indujo a la Marina a enviar un auditor para examinar el contrato de McDonald. No se descubrió nada de qué acusarle, pero se encontró con grandes dificultades, y aquello le creó múltiples problemas con la administración de la Universidad. Entonces, como McDonald siguiera aireando las mentiras de las Fuerzas Aéreas y de la CIA, las cosas empeoraron para él. Le fueron poniendo cada vez más en ridículo profesionalmente, hasta que, en 1971, el House Committee on Appropiations le convocó para declarar sobre el avión SST supersónico de transporte. En el curso de sus declaraciones, se estuvieron burlando de él constantemente por haber visto hombrecillos verdes volando. El trabajo de McDonald sobre el SST fue su último proyecto. En junio de 1971, a los cincuenta y un años, McDonald se fue al desierto y se pegó un tiro en la cabeza, exactamente igual que Irving.

De pronto, Mary se estremeció y movió la cabeza, llevándose un puño apretado a la boca, como si quisiera sofocar un sollozo. Aspiró profundamente y se echó atrás, desapareciendo su rostro en la oscuridad. Luego el vaso de whisky brilló a la luz nocturna mientras tomaba un largo trago. Durante un buen rato, Mary y Epstein permanecieron en silencio. El reloj resonaba en la pared. Epstein no había percibido anteriormente su tic-tac, que le produjo una extraña sensación.

—¿Crees que existe alguna relación?

—Lo ignoro —repuso Mary—. Sencillamente, me parece demasiado ridículo. Pero me consta que Irving pensó en ello… y que comenzó a asustarse.

—¿Por qué?

—Por varias razones.

Apartó el vaso de sus labios, apoyándolo con suavidad sobre una rodilla y curvando lentamente los dedos en torno, haciendo destellar su alianza matrimonial.

—Sabes muy bien que han ocurrido cosas muy extrañas a muchísimas personas relacionadas con los ovnis: accidentes, suicidios, pérdidas de cargos excelentes… Irving comenzaba a interesarse por tales casos. Esto sucedió poco después del suicidio del doctor McDonald, y también después de que Irving comenzara a beber.

—¿Bebía en exceso?

—Sí, mucho. Yo nunca le había visto beber, pero entonces lo hacía en exceso.

Se estremeció de nuevo y movió la cabeza al recordarlo. Se llevó el vaso a los labios y sorbió profunda, desesperadamente.

—Irving estaba particularmente fascinado por la carrera que había seguido el capitán Edward Ruppelt, que dirigió las investigaciones sobre ovnis de las Fuerzas Aéreas de 1951 a 1953. Según Irving, Ruppelt era el mejor hombre designado oficialmente durante los veinte años que duraban sus investigaciones sobre ovnis. Sin embargo, en los tres años que estuvo al frente del proyecto Libro Azul, Ruppelt se convenció cada vez más de que los ovnis eran auténticos y de origen extraterrestre, y de que las Fuerzas Aéreas se mostraban contrarias a tales hipótesis. Según Irving, eso se debía a que cuando el grupo Robertson sometió sus conclusiones formales a la CIA, al Pentágono y a las altas esferas de las Fuerzas Aéreas, la CIA se negó a entregar una copia a Ruppelt y a su equipo. A partir de ese momento, Ruppelt, que se mostraba crítico en relación al grupo Robertson, descubrió que le habían cortado el paso. Al parecer, Ruppelt se había decidido a montar una investigación sobre ovnis a gran escala, pero tuvo que hacer frente a múltiples oposiciones del Pentágono, hasta que, a mediados de 1953, el equipo Libro Azul se vio reducido hasta formar un grupo de únicamente tres personas: Ruppelt y dos ayudantes. Como consecuencia de ello, Ruppelt abandonó el Libro Azul con carácter definitivo en agosto de aquel año. Acudió a trabajar como técnico de investigaciones en la Northrop Aircraft Company y escribió su famoso libro sobre los ovnis.

—¿El Informe sobre objetos voladores no identificados?

—Eso es. Lo que molestaba a Irving de este asunto era que el libro de Ruppelt constituye un ataque directo al tratamiento que las Fuerzas Aéreas daban al fenómeno ovni, y un llamamiento para que se llevase a cabo una investigación más intensa y honrada. Evidentemente, Ruppelt era un convencido. Pero luego, en 1959, tres años después de haber publicado su libro, lo revisó y modificó por completo sus aseveraciones. En la nueva edición manifestó que los ovnis como fenómeno único no existían. Un año después, fallecía de un ataque al corazón.

Mary apuró su whisky, dejó el vaso en el suelo y se adelantó en su asiento hasta que su rostro quedó expuesto a la luz, distinguiéndose sus ojos grandes y húmedos.

—A Irving le preocupaba el asunto —prosiguió—. No podía comprender el cambio operado en Ruppelt. Investigó concienzudamente el caso, entrevistó a muchísimas personas, pero no pudo llegar a ninguna conclusión definitiva. Quedaba la posibilidad de que Ruppelt hubiera llegado a hartarse del tema, dada la constante polémica que le rodeaba con los medios publicitarios y los chiflados que a diario le acosaban. Pero tal posibilidad era muy débil. Ciertamente, Irving nunca pudo aceptarla como respuesta, y siempre le intrigó aquel enigma. Posiblemente por esta causa se vio luego implicado en un caso similar: el del doctor Morris K. Jessup, célebre astrónomo y selenógrafo.

—Le creía un chiflado —dijo Epstein.

—Bien, puede o no serlo. En su favor es digno de advertir que era profesor de Astronomía y Matemáticas en la Universidad de Michigan, y que sus investigaciones condujeron al descubrimiento de miles de estrellas binarias. En resumen, Jessup era un astrónomo de considerable reputación, hasta que se obsesionó por los ovnis. Al parecer, una vez se inició en ello, sus ideas se volvieron algo raras, más especulativas y extravagantes, algunas derivadas de otras anteriores, pero otras más resultaban sorprendentemente originales. Como Irving, solía decir que aquello no era tan insólito: muchos de los preocupados por los ovnis acababan volviéndose bastante raros. De todos modos… Irving estaba interesado por Jessup porque éste había dirigido muchísimas investigaciones sobre posibles experimentos por cuenta de la Marina, acerca de tropas terrestres que podían desmaterializarse temporalmente o, en cierto modo, volverse invisibles. Aunque a mí esto me parecía muy absurdo, una especie de fantasía tipo Flash Gordon, interesaba a Irving en el sentido de que creía que los ovnis podían funcionar según semejante principio. De modo que… el doctor Jessup estuvo investigando lo que se había dado a conocer en libros, revistas y diversas publicaciones científicas, como el experimento de Filadelfia. Al parecer, en 1943, la Marina estadounidense realizó una serie de pruebas en la base militar de Filadelfia, en Norfolk Newport News, Virginia, y en el mar, al norte del Triángulo de las Bermudas. Según se dijo, el experimento resultó brillante, por lo menos en parte. El buque utilizado fue el trasatlántico Eldridge, y su desaparición, al parecer, fue observada desde las cubiertas del buque Liberty Andrew y del carguero Malay. Tras desaparecer, se dice que el barco reapareció en el muelle de Norfolk, y luego, misteriosamente, volvió a su punto de origen en la base de Filadelfia. Según otros informes no muy autorizados, algunos miembros de la tripulación fallecieron, otros muchos tuvieron que ser hospitalizados y unos cuantos enloquecieron… Como he dicho, Irving se mostraba interesado por el tema, pues creía que la al parecer increíble desmaterialización y materialización de los ovnis podía basarse, en cierto modo, en condiciones magnéticas insólitas y controladas en las que tal vez, se alterara temporalmente la atracción intermolecular para producir la transmutación o transferencia de materia.

—¿Una especie de máquina espacio-tiempo?

—Exactamente. La materia se desmateraliza y se materializa en otro lugar inmediatamente, sin que existan espacio ni tiempo.

Epstein enarcó las cejas.

—Sigue —rogó.

—De acuerdo. Ya ves, parece absurdo. Pero, de todos modos, Irving siguió adelante con ello y descubrió que en 1959, el mismo año que Ruppelt llevó a cabo su brusco cambio de postura en la edición revisada de su libro, Jessup informó al doctor J. Manson Valentine, actualmente conservador honorario del Museo de Ciencias de Miami e investigador asociado del Bishop Museum de Honolulu, de que había llegado a unas conclusiones definitivas relacionadas con el experimento de Filadelfia, y que deseaba enseñarle su manuscrito. Valentine afirma haber conseguido que Jessup accediese a cenar con él aquel 20 de abril, pero nunca se presentó. Según la policía de Miami, poco antes de las seis y media de aquella misma tarde, Jessup fue en su coche hasta Matheson’s Hammock, en el condado de Dade, Miami, y se suicidó aplicando un extremo de una manguera al tubo de escape de su coche y metiendo el otro extremo dentro del vehículo.

—¿Se descubrió el manuscrito en el coche?

—Según el informe de la policía de Miami, no.

Mary se pasó la mano por la frente, apartándose los cabellos de los ojos, luego se levantó y, visiblemente agitada, comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación. Epstein la observaba fascinado. Para su edad, resultaba encantadora. Y también le parecía extraña su borrosa figura a la luz de la luna.

—Aquello empeoró a Irving —siguió—. Comenzó a beber más. No hablaba del tema a menos que estuviera borracho y entonces parecía incoherente. ¿Incoherente o demencial? Juro por Dios que lo ignoro. Estaba obsesionado por la idea de que los ufólogos importantes eran hombres marcados, que siempre concluían de modo terrible, enloqueciendo o poniendo fin a sus días. Me hacía observar que Ruppelt tuvo múltiples problemas durante los últimos años de su vida y que éstos podían haber contribuido a su ataque de corazón… Me recordaba constantemente las postrimerías de McDonald, el temor de que las Fuerzas Aéreas sentían por él, su escaso prestigio a los ojos de la CIA y el ridículo a que lo habían sometido sus colegas científicos. Luego, el 12 de junio de 1972, precisamente un año después del suicidio de McDonald, otro simpatizante con la teoría de los fenómenos ovnis, el científico e inventor Rene Hardy, fue hallado muerto, al parecer por suicidio de un disparo, y esto desencadenó la paranoia de Irving.

Dejó de pasear por la estancia y miró en torno, parpadeando, con cierta vaguedad. Se inclinó, recogió el vaso y desapareció en la oscuridad. Epstein oyó el whisky al verterse y también se sintió en tensión. Se preguntaba cómo habían llegado todos a aquel punto, a sentir tanto miedo y confusión. Mary reapareció llevándose ya el vaso a los labios y mirando en torno. Se sentó cruzando las piernas. Las manos le temblaban.

—¿Quieres saber qué me asustaba? —siguió—. Bien, te lo diré…, Y es igual de absurdo que todo lo demás.

Tomó otro trago, se mojó los labios y echó atrás la cabeza, mirando al techo con sus ojos castaños, como si lo estuviera traspasando.

—Irving tenía problemas para dormir. Comenzaba a deambular por la casa todas las noches, subía y daba vueltas por su estudio, murmurando palabras ininteligibles. Solía mirar por las ventanas: siempre al cielo. Comenzó a pensar que «ellos» vendrían a por él… Jamás descubrí quiénes eran «ellos». Había estado trabajando en algo especial y observaba un gran secreto. Cuanto más trabajaba, más asustado estaba y menos podía dormir. Luego, una noche, se embriagó de verdad, yo bebí con él y hablamos. Le pregunté qué le asustaba e intentó decírmelo: no le resultaba fácil, pues la bebida le hacía mostrarse incoherente. Comenzó balbuciendo algo acerca de sus colegas, de cómo se había extendido el ridículo, de que en la universidad le estaban presionando y tendría que dejarla. Naturalmente yo me quedé muy impresionada, Dios sabe hasta qué punto. Luego dijo que creía que lo estaban siguiendo, que tenía esa sensación.

Mary movió la cabeza y suspiró. Parecía ausente y, en cierto modo, como perdida en sus pensamientos. Miró a Epstein y él vio su expresión dolorida.

—Circulaban muchas historias acerca de hombres misteriosos que establecen contacto con gente investigadora de ovnis. Puesto que la mayoría de estas historias provienen de orígenes poco serios, raras veces se les concede gran atención. No obstante, a Irving le preocupaban. Me dijo que, en 1955, durante aquella famosa aparición de un ovni, la ONR (Oficina de Investigación Naval), de Washington DC, convocó al doctor Jessup para celebrar una entrevista. Allí le explicaron que uno de sus libros había sido enviado al jefe de la ONR, almirante F. N. Furth, y que posteriormente lo examinaron la Oficina de Proyectos Espaciales de la ONR y la Oficina de Proyectos Aeronáuticos. Las razones de este singular examen eran que se había descubierto que el libro, titulado The Case for the UFO, contenía numerosas anotaciones a mano hechas por tres personas diferentes y desconocidas, y que dichas anotaciones se referían a campos de fuerza, desmaterialización y al experimento de la Marina en Filadelfia en 1943. También una firma texana de electrónica, denominada Varo Corporation, de Dallas, había ciclostilado un número limitado de ejemplares con anotaciones, y estaba realizando asimismo un trabajo no especificado para el Departamento de Marina. Y como las anotaciones del libro contenían datos fidedignos sobre experimentos navales secretos, comprendido el de Filadelfia, los ejemplares multicopiados se habían distribuido entre diversos departamentos navales y militares. Lo que entonces hablasen concretamente los representantes de la ONR y el doctor Jessup no ha sido divulgado, pero, según Irving, Jessup comenzó a tener desde entonces graves problemas personales que, al cabo, le llevaron directamente al suicidio… Absurdo, ¿verdad? Bien, yo lo creí absurdo. No importa; el caso fascinaba a Irving y se acomodaba a sus teorías.

Tomó otro trago. El reloj resonaba en la pared. Epstein pensó en lo que había dicho el jefe de policía…, algo acerca de un melodrama.

—Irving llegó a tener la convicción de que le seguían tres hombres —continuó Mary—. Los había visto en un coche parado frente a su casa y a la oficina, y pensó que iban en su busca para llevárselo. Desde luego, no creí ni una palabra de todo ello: lo atribuí a su enfermedad. Pensé, simplemente, que todas aquellas historias sobre misteriosos y anónimos visitantes habían quedado inmersas en su subconsciente y se mezclaban con su paranoia, que se iba agravando, pero Irving era inflexible, no podía permitir que se le escapara el tema. Hablaba de lo que se había dicho acerca de que muchísimos ovnis habían sido vistos como rodeados por una nube resplandeciente, semejante al plasma. También se dijo que el buque estadounidense Eldridge desapareció entre una nube luminosa de color verde, que el Triángulo de las Bermudas y la Mandíbula del Diablo se encuentran aproximadamente en la misma línea de longitud, y que los numerosos buques y aviones que se perdieron en aquellas zonas desaparecieron siempre entre nubes semejantes. Irving creía que todo eso guardaba alguna relación y pensó que Jessup la habría encontrado, que los buques y aviones desaparecidos tenían que ver con los ovnis y que la Marina podía haber dado con la verdad a través del experimento de Filadelfia. Irving también hablaba mucho de McDonald, de Rene Hardy y de Edward Ruppelt, de que gente muy digna había acabado muy mal y que los hombres misteriosos que acosaban a los testigos visuales de los ovnis pretendían ser miembros de la CIA. Todo esto le asustaba y le hacía deambular por casa de noche. Luego, hace pocos días, estuvo leyendo algo acerca de Chuck Wakely… y aquellas pocas noticias fueron demasiado para él.

—¿Chuck Wakely?

—Sí, Chuck Wakely era un joven piloto de Miami que estuvo a punto de perderse en una nube luminosa sobre el Triángulo de las Bermudas. Quedó tan impresionado por la experiencia que comenzó a investigar el asunto, escribió sobre ello, dio conferencias, habló por televisión y radio y, en general, sacó a la luz muchas cosas desagradables. Hace pocos días Chuck Wakely murió asesinado de un disparo cuando se encontraba ante la ventana de su apartamento, en Miami, al parecer mientras trabajaba en su investigación. Se desconocen los motivos del asesinato y sigue sin haberse encontrado el agresor.

—Se tratará de una coincidencia.

—Quizá —dijo Mary—, pero esta coincidencia no ayudó especialmente a Irving. Él creía firmemente que las personas que se acercaban demasiado al misterio de los ovnis acababan medio locos y eran inducidas al suicidio o asesinadas a sangre fría.

—¿Y pensaba que la CIA tenía algo que ver con ello?

—Al final no estaba seguro: simplemente no sabía qué pensar. Acabó creyendo que le seguían… y se volvió paranoico.

Epstein se adelantó en su silla, sintiendo frío, una sensación irreal, y continuamente miraba al jardín iluminado por la claridad nocturna y a las estrellas que aparecían en el cielo. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía decir nadie? La historia era demasiado extraña para aceptarla como lógica.

—¿En qué estaba trabajando Irving?

—Lo ignoro —repuso Mary—. Esto es lo que más me asusta. He inspeccionado hoy todo su estudio y no he podido encontrar el menor indicio.

—¿No había documentos?

—Nada.

—Pero debía de llevar un archivo.

—Tenía unos archivos tan extensos como Guerra y paz, pero han desaparecido.

Epstein se hundió en su asiento. Experimentó otra vez frío y se sintió desorientado, mientras el temor crecía lentamente en su ánimo haciendo resonar el silencio… Muerte, suicidio, carreras destruidas y grandes hombres perdidos. Pensó en Irving dentro de su coche, en el desierto; en McDonald y Hardy, que se suicidaron con un arma de fuego e inhalación de monóxido de carbono. Suicidio, asesinato y locura: un catálogo inexplicable… Epstein tenía que conocer las respuestas. No quedaba ya más que saber. Se hacía viejo, cada vez le quedaba menos tiempo y ello invitaba a la obsesión. Sí, aquélla era la palabra: obsesión, la única palabra. Aquello era lo que se había apoderado de todos ellos y les había dominado implacablemente. Epstein suspiró, se echó hacia delante cruzando sus gruesos dedos, formando con los nudillos como una cadena de color blanco que evidenciaba una enorme tensión.

—Es una historia extraña —comentó.

Mary rió amargamente, movió la cabeza y desvió la mirada, llevándose lentamente el vaso de whisky hasta sus labios húmedos, con una vaga expresión en sus ojos castaños.

—Ésa es la historia; eso me ha quedado de Irving. Dios sabe que es demasiado insensato para ser verdad… Pero éstos son los resultados.

Tomó un largo trago, echó atrás la cabeza y suspiró fijando vagamente su mirada en el techo, sin ver. Epstein la observó fascinado, pensando en otros tiempos, cuando su esposa aún vivía y todos estaban sentados en aquella misma habitación, sintiéndose jóvenes, a salvo del paso del tiempo, con todas sus ambiciones por delante. Una gran inocencia había llenado aquellos días, coloreando los más entrañables recuerdos de Epstein. Ahora, aquella inocencia había quedado destruida en torno suyo, dejándole hecho un anciano. Su esposa, fallecida hacía cinco años; Irving, suicidado el día anterior; y allí, en aquel silencio sin tiempo, iluminados por la luna, Mary y él se estaban separando. Todos los sueños se habían convertido en polvo, todas las posibilidades habían llegado a su límite. Lo que quedaba era un desmoralizador e inquietante misterio que podía llegar a enloquecerle. Epstein observó cuidadosamente a Mary, vio cómo se marchitaba su belleza, cómo engordaba, caían sus senos y se agrisaban sus oscuros cabellos. La vida llegaba y luego se alejaba, se desangraba en la noche, era implacable y se llevaba consigo belleza y esperanzas sin dejar nada a que aferrarse.

Epstein suspiró. Se sentía viejo y muy cansado. Se levantó mirando nervioso en torno y luego observó de nuevo a Mary, que seguía sentada. En sus ojos resplandecía la luz lunar y aparecían luminosos, humedecidos todavía por el gran dolor que experimentaba. Le pareció que también se desgarraba su corazón.

—Se está haciendo tarde. Tengo que marcharme. Procuraré pasar mañana.

—No —rechazó ella—. No vengas. Mañana estaré haciendo el equipaje.

Su voz era inexpresiva y ausente, con fría resonancia. Epstein se quedó inmóvil, parpadeó y miró con fijeza, sin comprender.

—¿Haciendo el equipaje?

—Sí. No quiero volver a verte; ni a ti ni a nadie más.

Estuvo a punto de volver a sentarse ante la impresión que le causaron aquellas palabras, que le dejaron como vacío. Pero en lugar de ello se limitó a levantar una mano y peinarse ligeramente la barba.

—No es por ti —le dijo Mary—, sino por cuanto tú representas. Son los ovnis y sus víctimas, las esperanzas de Irving y su destrucción y, principalmente, el miedo que tengo de que pudiera haber tenido razón. Soy demasiado mayor para todo esto, Frederick; no puedo vivir entre estas paredes. Quiero escapar de todos sus amigos, de su trabajo y sus compañeros, y no deseo volver a ver esta casa porque el miedo se está apoderando de mí. Me siento demasiado cansada para quedarme y hacer frente a todo: por eso voy a hacer mi equipaje. Esperaré al funeral, pero tampoco quiero verte allí. Me iré en cuanto Irving haya sido enterrado y no regresaré jamás. Dame un beso, Frederick, y luego vete. No me hables. No digas más palabras. Bésame y luego vete.

La luz de la luna le iluminaba el rostro. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Epstein sintió un dolor lacerante, como si experimentara una pérdida irreparable. Se inclinó sobre ella. La oscuridad lo envolvió todo, los sumergió en sombras y les hizo convertirse en una sola entidad.

La besó en la mejilla y se fue.