Es importante que recuerde, pues pronto se acabará mi tiempo. La cirugía plástica, el marcapasos y las prótesis me han sido muy útiles, pero el hígado todavía logra zafársenos y tendré que morir. Adopto una posición filosófica. He tenido mucho más que la mayoría. He vivido mucho tiempo, haciendo realidad un sueño, y no puedo quejarme de que la naturaleza todavía defienda sus secretos.
No conseguimos conquistar el hígado, y acaso nunca lo logremos. Ahora comienzo a degenerar, a sentir cómo se endurecen mis venas. Mi memoria no es igual que antes y suele traicionarme. No importa, todo ha concluido: ya no podemos detener el proceso. El sol hace resplandecer el hielo mientras escribo y el hielo es el nuevo mundo.
Es importante recordar, si no todo, al menos algunos fragmentos. ¡Ha pasado tanto tiempo desde entonces! ¡Está tan lejos que ya parece un sueño! Mis padres no importan. Al nacer se nos bendice y maldice. Fueron dos personas muy corrientes, que no se propusieron ningún objetivo, y junto a ellos crecí.
Por lo que puedo recordar, detesté mi infancia. Largos días en el Medio Oeste, nubes de polvo sobre las llanuras, mis padres en los campos, encorvados sobre las cosechas. Eran gente sencilla, honrada. Apenas puedo recordarlos. Hablaban poco, trabajaban duramente y recibían escasa recompensa. Detestaba aquello. Sí. Los días se eternizaban. Cuando era niño, un chiquillo, no puedo recordar qué edad tenía, pasaba horas mirando las estrellas y preguntándome cómo podría llegar a ellas.
Jamás he experimentado emociones: eso es una aberración propia de seres débiles. Pienso en lo que ellos denominan «amor» y sus ilusiones secundarias. Me calificaron de genio y, según su terminología, debían estar en lo cierto. Desde el principio (lo recuerdo muy bien) estuve obsesionado. Era una emoción singular, no una necesidad de calor humano. Veía a mis semejantes bajo un prisma biológico y consideraba que el mundo era un laboratorio. Me obsesionaba saber: todo estaba en la mente, nada fuera de ella. La necesidad de amar, de conseguir bienes materiales, no eran más que manifestaciones degradadas de nuestros orígenes primitivos. Lo que importa en el Hombre es la mente; siempre lo he creído así. Incluso entonces, cuando era un chiquillo (de unos diez años), opinaba de este modo, o lo sentía, y vivía mis ideas sin dejarlas escapar.
Me calificaron de genio. Yo diría de ser «integrado». Mi mente y mis emociones se habían fundido para actuar en tranquila armonía, sin debilidades ni digresiones. La carne jamás me venció. Incluso después, cuando era un hombre joven, en las dolorosas angustias de la pubertad, sostenía mi semen en la mano y trataba de percibir sus propiedades por el olfato. Los conductos deferentes, las vesículas seminales, el bulbo urétrico y las glándulas prostáticas: mis eyaculaciones fueron examinadas biológicamente y resultaron normales. Así conseguí muchas distracciones. Probaba el semen con la lengua. Diversos líquidos y esperma, doscientos millones de espermatozoides: el orgasmo se convertía de este modo en una forma de investigación y perdía su gran misterio.
Ahora resulta difícil creerlo. ¡Hace tanto tiempo que pasó! Mis ignorantes padres tenían una Biblia en la mesa y yo la mente en las estrellas. La pequeña granja era como una prisión de la que mis honrados progenitores podrían considerarse los guardianes. Yo era un muchacho joven, solitario, y la cabeza me estallaba. La falta de libros y de medios de instrucción casi me arrastraba a la locura. Me constaba que era un ser excepcional y me sentía preso de las circunstancias. Dos o tres veces me escapé de casa, pero siempre me devolvieron a ella. De modo que la detestaba: tenía que irme de allí. Eso es gran parte de lo que recuerdo de mi infancia. Crecí en Iowa.
Hace muchísimo tiempo, a fines del siglo XIX. Por culpa de mi entorno estaba prisionero y sufría. Según decían, era un genio: ya entonces tenía que serlo. Al llegar mi cumpleaños recuerdo que me regalaron un microscopio, y con él examiné mi propio esperma. ¿Catorce, quince años? No puedo recordar mi edad. A solas en mi habitación me cogía el pene y manchaba con él las placas del microscopio: el misterio de la vida radicaba en la biología: las eyaculaciones eran un simple fenómeno. De este modo reduje mis pujantes anhelos y sueños a su naturaleza más básica. El cuerpo humano era un simple recipiente: sin la mente resultaba superfluo. Muy pronto aprendí, sin ninguna posibilidad de duda, que la mente ostentaba la primacía.
La ciencia: ahí radica todo. La búsqueda de conocimientos era cuanto importaba. Incluso entonces, mientras me criaba en Iowa, no tenía otro anhelo. La muerte de mi madre me complació, aunque en esta complacencia no se mezcló ningún sentimiento personal. Era una buena mujer y murió como todo el mundo, lo que me dio un respiro. Mi padre vendió la granja y aceptó un empleo en Massachusetts. Era un lugar pequeño, no recuerdo su nombre, muy próximo a Worcester. De este modo me sentí en libertad. Allí había universidad y bibliotecas. Mi mente estaba llena de energía y luz, y yo la henchía de conocimientos. Recuerdo que en el Instituto Politécnico de Worcester —me pregunto cómo lo llamaban entonces— me sentí vivo y conseguí liberar mi potencial.
¿Qué año sucedió? ¿Acaso importa? Creo que fue en 1888. Entonces ingresé en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) y experimenté la emoción de la pura lógica. Yo era un estudiante destacado, aunque no gozaba de gran popularidad. La emoción estaba en la lógica, pero la gente era mi pesadilla: mi ingenio me aislaba por completo de la mayoría de estudiantes.
No recuerdo que aquello me importase demasiado; no creo que me preocupara en absoluto. (Goddard sufriría después lo mismo y también él era un genio). El comportamiento de los fluidos en el MIT, la presión, del viento en las superficies… El sueño de volar era lo que me mantenía vivo y hacía que la gente me pareciese más tolerable. Raras veces alternaba con los demás. Sólo me interrumpía para comer y dormir. El sueño de volar me pertenecía. Mi principal afición era la aerodinámica, y mi genio me impulsaba incansablemente y no me dejaba respiro.
Me pregunto si acaso resultaba inhumano. Con frecuencia he pensado en ello. No entonces, sino más tarde, cuando triunfé, recuerdo haberlo pensado. Rechazado por las emociones abstractas, por la necesidad humana de autoestima, por lo que se conocía como amor y afecto, viví sin mujeres.
Creo haberlo intentado en una ocasión. Existen vagos recuerdos. No era inhumano; debía haberme preocupado que me considerasen distinto. Una muchacha de oscuros cabellos, quizá pelirroja o rubia, de largas extremidades, la carne blanca como la nieve, cuyas suaves palabras me resultaban insoportables. Lo intenté, pero fracasé. Veía sus cuerpos como si fueran carne. El acto del amor era tan primitivo y funcional como comer o defecar. No recuerdo que existiera pasión. Mis rítmicos impulsos resultaban degradantes. Los quejidos de mi compañera me incitaban a la introversión y me hacían pensar científicamente. Vigilaba mi pene mientras se introducía: la vulva abierta no tenía ningún encanto. Sus cuerpos palpitantes y el mío arremetiendo contra ellos carecían de refinamiento estético: estábamos a dos pasos de la caverna. Esto es lo que puedo recordar. Acaso pensé en los espermatozoos que irían a parar al vientre y me pregunté cómo dominarlos. Éstas eran mis consideraciones respecto al acto amoroso. Mi mente no me permitía sucumbir. Renuncié a ello y volvió la masturbación de tipo funcional. Aquel acto no estaba encaminado al placer; sólo se trataba de anular la necesidad. Y mi mano, que tocaba la carne sin pecado, constituía únicamente un medio para tal fin.
En cuanto al amor, es una simple ilusión, un engaño fraudulento de la naturaleza. La emoción denominada amor no es más que un instrumento en el gran edificio de la naturaleza. El amor estimula la procreación y protege al joven indefenso. Su auténtica finalidad no consiste en exaltarnos, sino en asegurarnos la continuidad. De ese modo lo veía yo, reducido a biología. El amor no era más que el semen que sostenía en mi palma, pero podía resultar destructor. Los hombres vivían para el amor y esto les hacía débiles. La necesidad de amor y admiración (de autoeliminación y poder) les llevaba a abusar de todo su potencial y a seguir aferrados a lo primitivo.
Aquella posibilidad resultaba intolerable: jamás deseé amar. Mi ingenio y la despiadada brillantez de mi mente no me permitían aceptarlo; de este modo viví para mis estudios. Jamás permití que la carne me venciera. Mis necesidades sexuales eran calmadas por mis propias manos o con el concurso de las prostitutas. Los apetitos de mi cuerpo no se confundían con el amor y no podían distraerme. No, no quería ser popular: Los demás estudiantes me consideraban extraño. Ahora recuerdo aquel tiempo de feliz aislamiento y me doy cuenta de que la devoción que dedicaba a mi mente me hacía en cierto modo único.
Mis recuerdos más queridos no corresponden a personas. Los placeres de los que más orgulloso me siento proceden de hechos. Corrientes de aire que atacan, elevan, arrastran y velocidad aérea; los experimentos con túneles aerodinámicos de la base de Eng A., frente al Museo Artístico de Boston, actualmente el Sheraton Plaza. Tales momentos eran arrebatadores. Éstos y otros: las revelaciones del anemómetro, los informes experimentales de Lawrence Hargraves, sir Hiram Maxim y sus motores e impulsores… Mi mente irradiando, expandiéndose. Entonces arraigó el sueño: deseé conquistar todos los conocimientos. Soñaba con una sociedad desprovista de conflictos y disensiones, una sociedad subordinada a la ciencia y a sus definitivas verdades. Tenía ese sueño y lo vivía. A él dediqué toda mi existencia. Y, ahora, contemplando los resplandecientes casquetes polares, experimento enorme satisfacción.
Nunca acepté lo imposible: me negué a reconocerlo. Aprendí rápidamente que se consideraba anormal vivir sólo para conferencias, bibliotecas y túneles aerodinámicos, ennegrecidas las manos por el aceite, enrojecidos los ojos por excesivas lecturas, desconcertando y estudiando a mis superiores para superarles después.
Por entonces murió mi padre: no puedo recordar el funeral. Era un hombre sencillo que había vivido una vida carente de objetivos, y aquello resultó aleccionador para mí: tan sólo valía la mente. Las emociones humanas eran simples distracciones. Lo importante era la grandeza de la ciencia y adónde podía conducirnos. Así pues, seguí estudiando: mi genio no me dejaba otra elección. Luego ingresé en el Sibley College, de la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York.
Allí todo era posible: la mayoría de estudiantes lo sabían. No recuerdo sus rostros, pero sí sus nombres. Rolla Clinton Carpenter, Octave Chanute, Oliver Shantz, Alfred Henry Eldredge y unos cuantos más. Proyectos y construcción de maquinaria, ingeniería experimental, ingeniería electrónica, mecánica y aerodinámica. Estos cursos se encontraban en su infancia; eran producto de la Nueva Era. Una era de innovación científica y grandes aspiraciones. Un licenciado en Ciencia y Aeronáutica que recuerdo es Sibley. Creo que conseguí graduarme en 1894, pero no estoy muy seguro.
¡Qué estúpida es la gente! ¡Qué estúpida ha sido siempre! La única emoción que aún puedo experimentar es la ira por cuanto me hizo y por lo que luego hizo a Goddard. Se intentó utilizarnos y desecharnos para controlar después nuestras creaciones. Pienso en los hombres de negocios y también en los políticos. El comercio va de la mano de la política y ambos son corruptos. Mi punto de vista moral no es emocional, sino que está dictado por la evolución. La finalidad del hombre es construir sobre su pasado y conquistar así lo desconocido. Las demás aspiraciones carecen de objetivo; sólo son fruto del momento. Los seres humanos como individuos constituyen únicamente el mortero para el gran edificio de la Historia. Éste es el sueño de la ciencia, que es lógica, no emoción. Una lógica no compartida por los hombres de negocios ni los políticos, y tampoco por la masa de hombres normales que, en su mayoría, viven carentes de objetivos. Tales hombres no poseen una lógica real: les mueven apetitos bajos. Están ciegos y mantienen una estrecha visión que nunca se ampliará. Piensan sólo en el presente: su futuro está aquí y ahora. Cobran genio y miedo, lo usan, y luego lo desechan. Esto no lo aprendí bastante a tiempo.
En los hielos se encuentra el nuevo mundo y, más allá, el viejo. Yo miro detrás de las mesetas resplandecientes y recuerdo de dónde procedo.
¡Qué tiempos aquéllos! ¡Tan magníficos, tan ciegos! Una era de ingenios florecientes, de comercio y política corrompidos. Una era de las más indisolubles contradicciones, de constructores y destructores. No me di cuenta bastante a tiempo. Me financiaron y me utilizaron, tomaron mi entusiasmo y mi ingenio y, luego, trataron de pervertirlo. Y, sin embargo, ¿qué habría pasado si yo lo hubiera sabido? ¿Qué elección hubiera hecho? Al salir de la universidad licenciado en aeronáutica, tuve que aceptar lo que me ofrecieron.
Financiación, equipamiento: el mundo se abría ante mí. Los hangares secretos de los páramos de Illinois constituyeron mi puente para el futuro. Para mí y para algunos otros, la crema de los jóvenes científicos. Juramos mantener el secreto y trabajamos noche y día realizando milagros comunes. Toleramos a los hombres de negocios y raras veces pensamos en la política. Con la inocencia de todos los soñadores apasionados, solamente trabajábamos para nuestro placer. ¿En qué año sucedía esto? Creo que en 1895. Un año antes de los primeros felices vuelos experimentales de Langley, ya habíamos superado los aviones y avanzábamos hacia logros más importantes.
El trabajo jamás cesaba dentro del más absoluto secreto. Se crearon más factorías en Iowa, a orillas del golfo de México e incluso en otro lugar próximo a Fort Worth, todas dedicadas a producir componentes. Mi primera lección sobre cómo mantener la discreción: dispersando la fuerza de trabajo. ¿Quién sabría en Iowa, en Nuevo México o en Fort Worth lo que resultaría definitivamente de las realizaciones de ciertos individuos? De este modo íbamos avanzando: así lo creíamos. Los cielos se abrieron y me confiaron sus secretos, y los sueños se hicieron realidad.
La segunda lección de reserva: los hombres no creen lo que ven con sus propios ojos o, si lo creen, son ridiculizados por ello. Sobrevolamos todo el país. Las grandes alas y los rotores brillaban en el cielo: eran los primitivos ingenios voladores, pero debían tener un aspecto temible. Y también podíamos aterrizar. Nuestras toscas creaciones necesitaban agua y, como todos los jóvenes que se sienten conquistadores, nos mostrábamos bulliciosos. Bromeábamos con quienes nos veían, decíamos verdades y luego mentiras y, más tarde, cuando leíamos los periódicos, nos dábamos cuenta de que los engaños habían sido aceptados.
Semejante secreto no podía seguir manteniéndose. No obstante, debía ser protegido. Para proteger un secreto debíamos ceder parte de él y convertirlo en un rumor. Mezclamos semiverdades con mentiras. La especulación hizo el resto. ¿Quién cree lo que se ve en los cielos y no puede decirlo tranquilamente? Los gobiernos del mundo lo entendían. Es una táctica que aprendieron de mí. Volamos cruzando América a todo lo largo y ancho y nunca fuimos descubiertos.
Todo lo demás era superfluo, pan para las masas. Las máquinas voladoras de Langley, los hermanos Wright en su vuelo tripulado, los últimos vuelos de Wilbur Smith y Louis Blériot, todo trucos publicitarios. Tales sucesos eran simples distracciones: los progresos auténticos se realizaban en secreto. Hacia 1904 habíamos cruzado el Pacífico, y nuestras luces, al ser vistas por el Ejército, eran calificadas de fenómenos naturales. Tales descripciones resultaban tranquilizadoras. Yo no sentía deseos de alcanzar la gloria; mi único anhelo era seguir la labor de mi vida, sin interrupciones.
¡Qué necios son! ¡Siempre han sido así de estúpidos! Ahora nos ven en el cielo y cierran los ojos, negándose todavía a creerlo. Por ello somos los vencedores, por ello nunca podremos perder. Jamás aceptarán lo que es posible aunque, para nosotros, nada resulta imposible.