Capítulo Treinta y cinco

Aguardó largo rato, fijando su mirada en el rutilante platillo mientras la nieve caía perezosamente a su alrededor entre un silencio absoluto. El platillo parecía enorme. Su curvada superficie, gris y lisa, se levantaba formando una cúpula que parecía de vidrio amarillo opaco. Tenía unos diez metros de altura y triplicaba esas dimensiones en longitud. La luz del sol caía sobre él y se reflejaba en la gris y acerada superficie, blanqueándola. Todo era blanco, todo. Tierra y cielo también lo eran; no existía definición ni sentido de dirección; sólo el resplandor, un blanco vacío que le rodeaba y un intenso y absoluto silencio.

El platillo no se movió, no salió de él ningún sonido ni reveló nada. Se quedó sencillamente parado sobre el helado casquete como si formase parte de él. Stanford siguió sentado observándolo y sintiendo frío, pero muy tranquilo, mirando de vez en cuando el intenso resplandor que lo rodeaba por completo, mientras iba formándose sobre él una leve capa de hielo. El ingenio no se movía, no producía ningún sonido. Al cabo de largo rato, sintiéndose hostigado por el frío, se levantó.

Tenía el cuerpo magullado y dolorido, la carne embotada y la cabeza parecía flotarle. Siguió un instante inmóvil, inseguro, cayendo la nieve a su alrededor, luego se adelantó hacia el platillo, sintiéndose pequeño e irreal, deteniéndose a pocos metros de distancia de su borde más próximo y viendo crecer su tamaño ante él. Lo observó maravillado: el sol blanqueaba el gris acero, que se curvaba hasta la cúpula sin presentar ninguna abertura, formando parte de la base bajo el borde. No había puertas, ventanas ni luces visibles. Miró hacia arriba, a la cúpula amarilla, que resultaba confusa bajo el blanco resplandor. Stanford se sintió divertido. El platillo llenaba todo su campo visual. Se adelantó, deteniéndose cerca del borde curvado, y luego se acercó a tocarlo.

El metal parecía papel de lija. Stanford pasó los dedos por él. Le pareció sentir aire, y entonces se acercó aún más. El metal era poroso y sus orificios, menores que granos de arena, le rascaban imperceptiblemente los dedos, desprendiendo aire. Stanford sonrió y lo miró más de cerca, examinando el borde. Comprobó la presencia de líneas muy finas, casi invisibles, que se entrecruzaban. Las líneas formaban diversos rectángulos, unos menores y otros de mayor tamaño, que se remontaban hasta la cúpula amarilla opaca, donde formaban bisección con otras líneas. Stanford las estudió cuidadosamente. Se percibía un sonido de escasa intensidad, como un zumbido. En torno al borde curvado se deslizaron unos paneles, poniendo al descubierto luces escondidas.

Stanford siguió inmóvil. Las luces estaban cubiertas con cristales convexos, gruesos, traslúcidos, ligeramente ondulados y de diversos colores. Las luces no estaban encendidas. El sordo zumbido crecía en intensidad. En el lugar en que la superficie curvada era casi vertical se deslizaron una serie de paneles y apareció una ventana muy grande, casi rectangular, que rodeaba aproximadamente todo el platillo. Las ventanas irradiaban una luz violeta que luego se transformó en un color amarillento. Tras ellas se alineaba un grupo de figuras borrosas que sin duda alguna observaba a Stanford.

Siguió aguardando pacientemente. Se distinguía un ahogado y silbante sonido. Una amplia sección de la pared se adelantó, basculando su borde superior, que se deslizó sobre grandes goznes blancos, adelantando su borde frontal hasta alcanzar el suelo, quedando el borde superior unido al platillo. La sección de pared era ahora una rampa que conducía al interior del aparato. Tras la larga y rectangular abertura Stanford distinguió una blanca pared. Los seres que se encontraban detrás de las ventanas le observaban. Stanford avanzó sonriente hacia la rampa, yendo a parar a un pasillo.

La pared interior era blanca y estaba desnuda. Frente a ella había ventanas que se ocultaban detrás de la capa gris de la parte superior del cuerpo del platillo. El pasillo se curvaba, perdiéndose de vista, y evidentemente rodeaba el ingenio. Stanford percibió un sonido agudo y silbante mientras la puerta se cerraba detrás de él.

Siguió inmóvil en el corredor, esperando pacientemente, pero nadie acudió. A su alrededor, por encima y por debajo, le llegaba un sordo sonido. Intrigado, comenzó a andar. No sentía ningún temor. El zumbido le llenaba la cabeza y le relajaba. El pasillo se curvaba, rodeando el platillo; las blancas paredes y el techo estaban arqueados. Delante de él se deslizó una puerta, obligándole a detenerse.

A su izquierda aparecía una habitación con blancas paredes que formaban un perfecto círculo, interrumpido por las ventanas rectangulares en las que se habían apostado los hombres. Un hombrecillo jorobado se adelantó, saludándole con su hermosa y blanca mano. Stanford entró en la habitación circular y se detuvo junto a él.

—¿Se siente bien?

—Eso creo —repuso Stanford.

—Soy Rudiger —se presentó el hombre—. Por favor, no se preocupe. Le acompañaré abajo.

Stanford paseó su mirada por la habitación. Tenía forma de enorme cúpula. Las paredes estaban cubiertas de paneles de controles y consolas y algo semejante a ordenadores, y en ella se encontraban hombres, en su mayoría muy pequeños, algunos muchachos y otros, indios ache, de rostros agradables y mediana edad. Aproximadamente la mitad de ellos llevaban máscaras de delgado metal que les cubrían las narices y las bocas, moldeando su piel. Stanford les miró fascinado. Los muchachos y los indios estaban ante las consolas, sentados en sillas fijas en el suelo, y los paneles de control destellaban luces. Los otros hombres observaron a Stanford sin sonreír, con fría expresión, y se alejaron, yendo a ocupar otros asientos. Una vez en ellos, pusieron en movimiento pulsadores y conectaron interruptores. Los ordenadores empezaron a proyectar luces intermitentes. El sonido sofocado creció en intensidad. Stanford sintió una ligera vibración o le pareció sentirla; no estaba muy seguro. Miró entonces al jorobado de luminosos ojos castaños.

—¡Venga! —le invitó Rudiger.

Le sonreía y agitaba las manos, que tenían una delicadeza extraordinaria y una gracia femenina.

—¡Venga! Le enseñaré esto.

Invitó a Stanford a cruzar la habitación, le hizo subir algunos peldaños hasta una plataforma que se levantaba en torno a la cúpula, sobre los ordenadores y consolas, y en la que se encontraban los grandes ventanales.

Stanford acompañaba al jorobado. El casquete helado se encogía a sus pies, fundiéndose con las montañas, con las brillantes cascadas de nieve del páramo que se extendían hasta alcanzar el horizonte. El platillo se remontaba ascendiendo verticalmente, a su aire. Luego se detuvo o pareció detenerse, sin que Stanford sintiera nada. Después se movió en sentido horizontal, como si retrocediera y, por fin, volvió a dejarse caer.

Stanford continuaba sin sentir nada. No percibía ninguna sensación de movimiento. El platillo se dejó caer sobre las montañas con la velocidad de un ascensor. Las cumbres se levantaron en torno a ellos. Primero la roca, luego los bloques de nieve y, por último, las altas y afiladas paredes de hielo azul, que adquirieron una tonalidad verdosa y desaparecieron.

Estaban avanzando más deprisa. El platillo volaba en sentido horizontal. Paredes de algas y de plancton y verdes rocas salpicadas de blanco se deslizaban velozmente por sus lados, como si estuvieran atravesando un cañón, aunque no se percibía ninguna sensación de movimiento. Le pareció notar una leve vibración. Miró hacia abajo y distinguió el borde metálico del platillo entre un resplandor. Luego volvió a mirar hacia delante: las paredes del cañón se abrían en torno a un lago que se perdió rápidamente de vista, descubrieron más nieve, más tierra, un verdor deslumbrante que se extendía por doquier, y después un enorme valle circular con blancas rocas que se remontaban hasta el cielo. El hielo destellaba y se desvanecía sobre la tierra, apareciendo la dura roca. El platillo sobrevoló el valle, la verde tierra pareció remontarse hasta ellos y luego volvió a quedar abajo, casi inmóvil, levantándose finalmente con suavidad para saludarles.

Stanford no sentía nada, no percibía ninguna sensación de movimiento. El platillo se desplazaba, o parecía desplazarse, sobre el amplio valle, dirigiéndose hacia las rocas dominantes que lo rodeaban, proyectando sombras monstruosas. El jorobado señaló un punto con su mano. Stanford miró en aquella dirección y vio las bocas de grandes cavernas naturales en la base de las rocas libres de hielo.

—Nos dirigimos ahí —dijo el jorobado.

En el borde del platillo, Stanford observó cómo se apagaba el resplandor intermitente y los paneles que rodeaban el borde se abrían exhibiendo todas sus luces, que comenzaron a encenderse de izquierda a derecha y a la inversa en un caleidoscopio verde, azul, naranja y violeta que se encendía sobre el borde del platillo, mientras éste se adelantaba lentamente. Las cuevas aumentaban de tamaño a medida que se acercaban a ellas, convirtiéndose en enormes túneles oscuros. El platillo se metió en uno de ellos, encendiéndose y apagándose sus luces de colores. Stanford vio la roca natural; el brillo de la humedad y el musgo luminoso muy a lo lejos crecían por segundos. Primero era únicamente un punto, luego aumentó hasta alcanzar el tamaño de una moneda, seguidamente pareció un globo encendido y, por fin, una enorme y redonda salida a la que se aproximaron a toda velocidad, llenándoles de luz.

Stanford se encontró ante otro valle casi cubierto de rocas que formaban una especie de paraguas sobre él, y entre cuyas rendijas se filtraba el sol. El suelo del valle estaba muy abajo, interrumpido por bóvedas plateadas. Era algo diminuto, algo que parecía muy extenso. La tierra que les rodeaba tenía una tonalidad castaño oscuro. El platillo osciló y luego descendió, cayendo lenta, casi apaciblemente. Parecía descolgarse con suavidad y, sin embargo, Stanford no sentía nada. Miró abajo, a las plateadas bóvedas, confundiéndolas al principio con bóvedas geodésicas, y observó que se remontaban y crecían, configurándose como otros platillos. Stanford los miró divertido. El valle se extendía en torno suyo. El platillo pasó en su descenso junto a una alta pared brillante y metálica, y Stanford miró hacia atrás y vio un platillo volante en lo alto, tan inmenso como una catedral; uno de aquellos legendarios objetos que podían transportar buques.

El platillo tocó tierra suavemente. El jorobado miró a lo alto y sonrió. Stanford observó por la ventana y vio la gran plataforma cuadrada metálica y las luces destellantes en torno al borde del platillo, parpadeando intermitentes. Los paneles se deslizaron, abriéndose. El borde parecía liso y sin juntas. La plataforma metálica estaba sobre el suelo, proyectándose desde la parte delantera de la roca, frente a un túnel por el que apareció un grupo de hombres calvos que vestían monos. Eran todos muy corpulentos. Sus sombríos rostros estaban cubiertos por máscaras plateadas y empujaban un aparato móvil contra el platillo, mientras la puerta se abría hacia abajo y era absorbida por el aparato. Éste había sido adosado contra el platillo, y su borde angulado estaba perfectamente contorneado, al igual que la curvada superficie del ingenio.

—Ahora saldremos —dijo el jorobado.

Invitó a Stanford a bajar la escalera, cruzaron la blanca habitación abovedada y pasaron junto a adolescentes vestidos con mono, indios ache y a cyborgs sentados, con bocas y narices selladas e inutilizadas, ojos rasgados y torva e impenetrable expresión. Stanford les miró, aceptándoles, y salió de la habitación con el jorobado, siguiéndole de nuevo por el blanco y curvado pasillo con su hilera de ventanas cerradas.

Pasaron por la rampa, siguieron por el aparato en forma de túnel, con sus blancas paredes y blancos suelos, y cuyas ventanas enmarcaban la roca próxima, y atravesaron el pasillo y el túnel, que tenía iluminación invisible. El túnel era muy largo, tallado en la roca y atravesando sin duda las entrañas de la montaña. Resultaba sorprendentemente cálido.

Stanford siguió al jorobado. Observó sus manos singularmente hermosas y quedó asombrado ante su femenina delicadeza, en rudo contraste con los poderosos brazos. Luego, ambos salieron del túnel, se metieron en la luz brillante y cruzaron un pasillo que se remontaba sobre un taller de grandes dimensiones. Stanford vio aparejos, grúas enormes y ruidosas máquinas. Láminas metálicas y multiformes de color gris eran trasladadas de un lado a otro. Allí se encontraban centenares de trabajadores, largas mesas metálicas, calderas humeantes, altos hornos, ruidosas taladradoras e inmensos esqueletos en forma de platillos.

Stanford se detuvo para inspeccionarlo, pero se vio empujado por un cyborg. Al contacto con la placa metálica que aquél llevaba en el puño, sintió un efecto sorprendente. Fue como si recibiera un brusco impacto eléctrico que le recorrió vivamente el brazo hasta el hombro, produciéndole un sobresalto. Sintiendo escozor y ardor, siguió al jorobado. Pasaron otro túnel, cruzaron una plataforma contraplacada de acero, con estanterías llenas de urnas de vidrio que mantenían congelados en su interior cuerpos desnudos. Stanford los miró sorprendido, sintiendo el frío reinante en la habitación. Se recuperó y siguió al jorobado a través de una puerta que conducía a otra habitación.

Ésta era un laboratorio contraplacado de acero y muy grande, cuyas paredes llegaban a un techo de roca tallada que formaba parte de la montaña. El equipo parecía absolutamente normal: hombres y mujeres con batas blancas leían, escribían, utilizaban microscopios, comprobaban muestras, calibres y termómetros y trabajaban en silencio y muy concentrados. Lo insólito eran las muestras que albergaban las jaulas y los recipientes de vidrio: cabezas humanas, corazones que latían, cerebros e intestinos flotantes, un cuerpo desnudo sentado en una silla con una estructura de alambres donde antes estuviera la cabeza. La estructura estaba conformada como un cráneo humano: estaba hecha de alambres entrecruzados que contenían bombillas encendidas, fusibles, bobinas de cobre y tubos y alambres que brotaban de ella. Los alambres y tubos llegaban hasta una consola y estaban conectados a diversos enchufes. Aquella consola proyectaba sonidos y luces, activando el cuerpo, cuyos brazos se levantaban y bajaban y cuyas piernas se movían como las de un muñeco de carne y hueso. Stanford desvió la mirada, captó una sonrisa del jorobado y sintió el pinchazo del puño eléctrico en su espalda, que le obligó a seguir al enano por otra puerta.

Pasaron por una especie de almacén cuyas paredes estaban excavadas en la montaña, refrigerado y envuelto en semioscuridad, lleno de mesas y urnas. Stanford trató de no mirar, sintiéndose horrorizado y fascinado. Su cabeza llegaba al nivel de los armarios y las mesas le rodeaban totalmente, pero de modo instintivo dirigía la mirada hacia lo que estaba presente: aquella pesadilla del progreso.

Las urnas conservaban carne congelada, brazos, piernas, manos, pies, alambres que se extendían de cuellos y muñones sangrientos, electrodos que brotaban de cráneos cercenados. En las mesas era mucho peor, pues yacían seres humanos incompletos: aquí se veía una barbilla y una nariz metálicas; allí, una mujer con senos de plástico; más allá, un torso con piernas metálicas y válvulas y tubos en lugar de genitales; un tórax descarnado hasta los huesos con un corazón hidráulico que brillaba… Otros armarios contenían exoesqueletos y marcapasos, conexiones de fuerza percutánea, arterias bifurcadas de sangre, válvulas aórticas y propulsores de silicona, brazos ortopédicos, articulaciones de cobalto, generadores piezoeléctricos, acero inoxidable, cromo: carne y hueso de los destinados a cyborgs.

—¡Jesús! —exclamó Stanford.

El puño metálico se proyectó en su espalda, se sintió aguijoneado por un impulso eléctrico, tosió y siguió al jorobado, pasando junto a las mesas. Los cyborgs quedaron detrás de ellos. Pasaron por otra puerta, junto a armarios con vidrios escarchados que contenían otros cuerpos humanos e indicadores inmóviles de gráficos. Llegaron ante otra puerta. El jorobado se puso a un lado, bajó la cabeza, hizo una señal con la mano, y Stanford pasó y quedó deslumbrado por la intensa luz y las placas de vidrio.

Estaba en una habitación abovedada con blancas paredes metálicas y enormes ventanales que corrían a lo largo de la pared, enmarcando el claro cielo y las cumbres de las montañas. Entre las ventanas había puertas contraplacadas de metal, todas ellas cerradas, con grandes consolas encima y luces que se encendían y apagaban. La habitación tenía quince metros de ancho y en el centro había una mesa escritorio en la que se veía un intercomunicador, un aparato para pasar microfilmes, un montón de libros, plumas y lápices, papeles de notas y un negro papel de enchufes. Delante de ella había tres sillas blancas, cómodas y mullidas. A aquello se reducía el mobiliario de la habitación cuyo suelo era de frío plástico. Ante la mesa estaba sentado un hombre que miraba fijamente a Stanford. Era delgado y tenía cabellos blancos y agradable aspecto. Le hacía señas para que se acercase.

Stanford cruzó con sonoros pasos la habitación de frío suelo, pareciéndole que le costaba mucho llegar hasta la mesa, pero finalmente la alcanzó. Se detuvo y fijó su mirada en Wilson, pues no había duda de que de él se trataba. Stanford observó su frente insólitamente despejada y comprendió con quién estaba hablando.

—Señor Wilson… —comenzó.

—¡Cállese! Aldridge o Wilson, no importa. Ha venido usted de muy lejos para verme.

Stanford no intentó sonreír. Hacía mucho que no sonreía. Se frotó la barba y miró los ojos azules de Wilson, que le recordaban el hielo de la Antártida.

—Aquí estamos —dijo Wilson, e hizo un ademán indefinido—. Esas puertas conducen a los distintos departamentos de la colonia, las consolas me informan de lo que sucede en todas partes y desde aquí lo controlo. La colonia forma una especie de círculo. Los túneles atraviesan las montañas como los radios de la rueda cuyo eje es esta habitación. Estamos en la cumbre de la meseta y los túneles conducen hasta el fondo. Los platillos y las plantas de construcción están debajo y no pueden verse desde el cielo. Esta habitación constituye el punto más elevado y está protegida bajo una roca. Vivo aquí desde hace más de treinta años y me parece inspiradora.

Wilson le obsequió con una desmayada sonrisa, muy fríos sus ojos azules, que expresaban una clara inteligencia no turbada por las emociones. Stanford advirtió inmediatamente que no había maldad en él. El hombre no sabía qué era la maldad ni el temor: lo había superado todo.

—Usted sabe quién soy —dijo Stanford.

—Naturalmente. Les he estado observando a usted y a Epstein desde hace años; los dos han sido demasiado persistentes.

—¿Dónde está él?

—Pronto le verá. El doctor Epstein está más sano que nunca y se siente verdaderamente dichoso.

—¿Dichoso? —se asombró Stanford.

—Sí, dichoso.

—¿Qué le ha hecho?

—Le he regalado la vida.

Wilson se levantó sonriente, fue hacia la ventana con movimientos excesivamente lentos y cuidadosos, se detuvo ante ella y miró al exterior. Todo era blanco. La Antártida se extendía ante ellos. Se apartó de la ventana y miró a Stanford con aire inexpresivo.

—¿Por qué ha venido?

—En busca de Epstein.

—No. No le creo: no tiene sentido.

—¿Por qué no?

—Usted sabe que no podrá regresar. Le constaba que no podría venir aquí a menos que nosotros se lo permitiéramos…, y también sabía que luego no podría escapar. Tenía que saberlo y, sin embargo, ha venido… Esto no lo ha hecho solamente por su viejo amigo.

—En parte, sí.

—¿Y por qué otra razón?

—No lo sé. No estoy seguro. Sospecho que tenía que acabar con esto.

Wilson sonrió sin humor, sin que la sonrisa llegase a sus ojos. Dio la vuelta alrededor de la mesa y se sentó, sin apartar la vista de Stanford.

—Su vida corre peligro —dijo Stanford.

—No creo haberle entendido.

—Estamos solos. He podido matarle y aún creo poder hacerlo.

—No opino lo mismo. No ha venido aquí para eso. Además, serviría de poco; no afectaría a este lugar.

—¿No se preocupa por usted mismo?

—Realmente, no. He vivido una larga vida, muy intensa, pero no puede durar eternamente.

—Es usted un cyborg.

—No muy exactamente. Tengo corazón artificial, algunas prótesis y articulaciones, y mi rostro ha sido sometido a cirugía estética, pero realmente no soy un cyborg. No es que ello establezca gran diferencia; también los cyborgs tienen un fin. Todavía no hemos conquistado el hígado, y eso significa que somos mortales.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—Unos cuantos años.

—¿Y qué sucederá entonces? ¿Qué pasará cuando usted muera?

—Que esto seguirá adelante.

Miró fijamente a Stanford. Sus ojos no expresaban ningún sentimiento. No reflejaban afecto ni maldad; su espíritu había sido anulado por su inteligencia.

—El hombre es un simple instrumento, la simiente de la evolución: existe para crear y explorar y no tiene otro valor. Pero el hombre por sí solo es destructivo. Sin disciplina se corrompe. Estudie la historia de la humanidad y examínela, y se encontrará con la locura, con tiempo y oportunidades perdidos, corrupción y excesos, orgullo material, autoconmiseración y vanidad, todos ellos impulsos negativos. El deseo de libertad nunca ha funcionado bien, y todos los éxitos en este sentido han terminado en fracaso: adelantamos y luego retrocedemos y nos revolcamos ciegamente en la nimiedad. Nuestra superioridad consiste en pensar. Sólo la mente posee valor, mas la superioridad radica en el pensamiento. Nuestras necesidades animales, nuestros apetitos y temores nos mantienen encadenados al suelo. Debemos dejar detrás de nosotros la cueva y alcanzar las estrellas. No podremos hacerlo mientras persista la democracia y permita que la libertad nos destruya.

—La libertad conduce a la creatividad.

—No, no es así. La libertad conduce al aburrimiento, a conflictos, a pérdidas… y a perpetuo estancamiento.

—El mundo no se ha estancado.

—Pero no ha avanzado demasiado. O, por lo menos, sólo ha avanzado en un nivel y ahora se halla peligrosamente desequilibrado. Hemos adelantado en materia científica, hemos dado extraordinarios saltos adelante y ahora nos encontramos a punto del milagro y podemos rehacer el futuro humano, pero esos adelantos han sido intelectuales; seguimos encontrándonos emocionalmente retrasados. El otro rostro del hombre es todavía tan primitivo como lo era en la caverna. Aquel rostro sigue inalterable, enmascara los calamitosos resultados de la libertad, disimula la codicia insensata, la sospecha política y el temor social, el odio sin objetivo y el aburrimiento y resentimiento que llevan a la destrucción. El mundo se revuelve en efusiones de sangre, los mares han sido contaminados, estamos agotando gradualmente nuestros recursos naturales y agostando la Tierra. Y ello por causa de la avaricia, por la política y la guerra. Esas cosas son consecuencia de la supuesta libertad; fruto de la democracia. El hombre debe tener una finalidad, debe ser disciplinado y dirigido. Sólo entonces el mundo se volverá sano y se salvará de la destrucción.

—Eso es totalitarismo. Un mundo de amos y esclavos. La gente se sentirá contenta porque serán como zombis y el mundo vivirá en paz.

—No está usted conforme.

—En absoluto, no lo apruebo. Es inmoral y se ha intentado antes sin que jamás diera resultado. El hombre necesita tener libre elección: sin ella, no se realiza. Quitarle a un hombre su voluntad y contradicciones es robarle su humanidad.

—Eso es sentimiento.

—Soy un sentimental.

—Es primitivo. Y autodestructivo. Por eso se encuentra aquí.

—¡Maldita sea! Usted dice barbaridades. Y no logrará llevarlas adelante indefinidamente… El mundo exterior no se lo permitirá.

—¿Está seguro de ello? ¡Qué ingenuo es usted, Stanford! El mundo exterior forma parte de la conspiración y así ha sido durante años. Estados Unidos conoce nuestra existencia, así como la Unión Soviética, los ingleses y los alemanes, y todos negocian con nosotros. Lo que tengo es lo que necesitan. Lo que hago es lo que desean. El mundo ha perdido el control, la libertad ha conducido a la revolución, y ahora la democracia ya no es más que una palabra destinada a contentar a los ingenuos. ¿Cree usted que su pueblo es distinto? No, Stanford, no lo es. El totalitarismo progresa en el mundo y es tenaz y resistente. La regimentación aumenta. Los seres humanos se han convertido en números en lugar de nombres. El mundo se encuentra ahora gobernado por unos cuantos seres seleccionados, las limitaciones a la libertad se extienden y la vigilancia está ampliamente extendida. Cada ciudadano consta en un archivo. Los hechos más destacados de cada ser humano se hallan contenidos en ordenadores. La televisión los hipnotiza, la música enlatada llena sus fábricas, las tarjetas de crédito, de empleo y los pasaportes han anulado la intimidad. Todos esos seres son números y su supuesta libertad constituye una ilusión. Su política, su cultura y su religión no importan para nada. Dejémosles que lo demuestren de vez en cuando, dejémosles criticar y maldecir. Facilitémosles recursos que les tengan entretenidos mientras se desarrolla la auténtica tarea. Al final, serán seres pasivos y realmente no tendrán ninguna elección. Sus tarjetas de crédito, de empleo y sus pasaportes podrán serles retirados en cualquier momento, y tales documentos les sustentan o les destruyen. Unos cuantos escogidos toman las decisiones; la masa restante es conducida por diversos cauces y ni siquiera lo sabe. Ésa es su libertad, señor Stanford, su preciosa democracia. El mundo es una partida de ajedrez, las piezas las adecuadas y el juego sólo lo realizan los seres escogidos que se ocultan tras las puertas cerradas.

—Una limpia teoría. Sólo que tiene un fallo evidente: sus jugadores lucharán entre sí y usted se encontrará con otro conflicto mundial. Los americanos quieren echarle de aquí y los rusos también. Son seres humanos y están llenos de las sospechas y temores de que usted abomina. No encontrará paz en la Tierra. Ellos juegan para ganar tiempo, y cuando estén preparados, cuando crean estarlo, vendrán a por usted con todos sus medios. Usted mismo acaba de decirlo: son personas carentes de lógica y las mueven sentimientos primitivos, y ése es el fallo que presenta su esquema. Antes o después lo intentarán: acaso sea una locura, pero lo harán, y entonces estallará la guerra por causa de usted y será la guerra que dará final a todas las demás.

Wilson le miró sonriendo, con aquella sonrisa suya carente de expresión. Sus azules ojos tenían una fría e inteligente mirada desprovista de afecto o de maldad.

—Está equivocado —dijo tranquilamente—. En previsión de ello he hecho algunas concesiones. No soy tan ingenuo como para imaginar que esta competición pueda continuar. No, no seguirá adelante. Concluirá dentro de diez años. Dentro de diez años todos los puestos importantes del gobierno estarán controlados desde esta colonia. Tenemos gente por doquier, en todos los países, en todos los gobiernos, y esa gente tiene electrodos implantados y hará lo que les digamos. Actualmente se encuentran en el Pentágono, en la CIA, en el FBI, en la NASA, en el complejo de la montaña Cheyenne, en el Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas; en todos los proyectos de alto secreto. Y ocurre lo mismo en todo el mundo. Tenemos gente por doquier. Estamos robotizando a personas importantes por momentos, y cada vez resulta más fácil. Ellas no saben que lo están, creen tomar sus propias decisiones, pero cada nueva ley que recorta la libertad, cada nuevo sistema de vigilancia, cada acción que modifica el curso de los acontecimientos mundiales está dictada por nosotros. Crecemos en número por meses, vamos escalando gradualmente la pirámide. Dentro de diez años, o acaso menos, todas las normas serán las nuestras. Su mundo está concluyendo, Stanford; pronto dejará de existir. Si le devolviera a él mañana, no le haría ningún bien.

Stanford no sabía qué decir: no quedaba ya nada de qué hablar. Durante meses no había sentido emociones, pero ahora comprendía que estaba volviendo a experimentarlas. Sentía miedo y, acaso, desesperación. Miró al hombre que estaba detrás de la mesa y vio la helada expresión de sus ojos azules, desprovistos de maldad. Stanford lo comprendió y se estremeció. No había en él maldad, ni codicia…: sólo organización.

Stanford pensó en ello y se quedó asombrado. Recordó el mundo que había más allá de las montañas. Su propio mundo estaba procreando y volviéndose demasiado complejo. Las ciudades eran ya incontrolables, en los grandes suburbios imperaba confusión, desigualdad, frustración y enojos que conducían a la locura. Aumentaba la violencia y las luchas civiles, crecían la riqueza y la consiguiente pobreza, las contradicciones de la sociedad estallaban y mutilaban naciones enteras. Los políticos se veían derrotados, la libertad les frustraba diariamente, cada vez se promulgaban más legislaciones que estimulaban la represión: no parecía quedarles más remedio. El creciente caos les abrumaba. La categorización, vigilancia y dificultades eran cuanto les quedaba. Stanford consideró todo aquello con pesar, deseando desesperadamente hallar una alternativa. Por vez primera desde hacía meses se sentía humano, y le costaba caro. El temor le hizo estremecerse y se convirtió en reprimida ira. Miró fijamente a Wilson y sintió el débil cosquilleo de un frío y enérgico desafío.

—¿Dónde está Epstein? —preguntó.

Wilson se estiró sobre la mesa, pulsó un botón y se levantó, acompañando a Stanford sin decir palabra hasta una puerta que se encontraba en el otro extremo de la habitación. Stanford observó que acababa de encenderse una luz roja en una consola sobre la puerta. Se volvió para mirar por la ventana el ondulante paisaje antártico. El panorama era magnífico: las blancas llanuras se extendían hasta el cielo, los picos de las desiguales montañas estaban bajo ellos y las rocas aparecían coronadas de hielo azulado. Las puertas corredizas se abrieron. Wilson invitó a pasar a Stanford y ambos se encontraron en un ascensor de blancas paredes cuyas puertas se cerraron a sus espaldas.

El ascensor descendía muy silenciosamente, bajando por la montaña. Stanford recordó lo que el alemán le había dicho acerca del refugio de Hitler. En una pared se veía una ventana, por ella aparecían y desaparecían los pisos sin que apenas se distinguiera un sonido. No existía sensación de movimiento, y el ascensor estaba muy caldeado. Wilson se mostraba silencioso y observaba a Stanford con distanciamiento. Stanford distinguió una inmensa caverna con grutas y cuevas diseminadas, albergando diversos talleres, almacenes y oficinas en los que la gente trabajaba en silencio. La puerta del ascensor se abrió sin producir ningún ruido y entraron en una oficina cuyas paredes estaban pintadas de blanco. Se veían estanterías llenas de libros y, ante una mesa escritorio, se hallaba sentado el profesor Epstein. Al verle entrar, levantó la mirada, sonriéndole amablemente.

—¡Hola, Stanford!

Stanford contempló a su viejo amigo. Epstein tenía un aspecto muy saludable. Había aumentado algo de peso, llevaba muy cuidada su barba gris, vestía camisa, corbata y una americana blanca, y tenía las mejillas sonrosadas y los ojos serenos.

—Ahora voy a dejarle —dijo Wilson—. Confío que se sienta a gusto. Tendrá que tomar una decisión, doctor Stanford, y confío que sea la correcta.

Se volvió hacia la puerta metálica, que se abrió para darle paso y se cerró después tras él. Desapareció, dejándoles envueltos en silencio.

Stanford seguía observando a Epstein, que permanecía detrás de su mesa. Tenía las manos cruzadas bajo la barba, y sus grises ojos le dirigían una clara y firme mirada.

—Me alegro de verte.

—¿De verdad? —preguntó Stanford.

—Ha pasado mucho tiempo —siguió Epstein—. Me parece que más de un año.

—¿Qué ha sido de tu cáncer?

—Me han curado. Realmente, en este aspecto son extraordinarios. Debo confesar que les estoy muy agradecido.

—¿Agradecido?

—Es una nueva vida. No sólo en este sentido, sino con nuevas perspectivas, con nuevo trabajo. Algo por lo que vale la pena vivir.

Stanford sintió una profunda y lacerante angustia, un dolor que brotaba de sus entrañas y le hacía sentirse perdido.

—¿Qué te han hecho?

—No me han hecho nada. Me curaron del cáncer y me explicaron a qué se dedicaban. Comprendí que el trabajo era importante y he decidido quedarme.

—Te implantaron un electrodo.

—A mí, no.

—Estás mintiendo o, simplemente, no puedes recordarlo. Deben de haberte hecho algo.

—No me hicieron nada —insistió Epstein.

—¡Santo Dios!

—Créeme, no me hicieron nada. Sólo me hablaron y les escuché.

—¿Y es esto lo que quieres?

—Sí, esto es lo que quiero. Me llevaron a la superficie de la Tierra y me enseñaron cosas que no puedo olvidar.

—Te han implantado un electrodo.

—No; a mí, no.

—Se lo hacen a todos. También te lo deben de haber hecho a ti.

—No lo hicieron.

—No lo recuerdas.

—Lo recuerdo: sé que no lo hicieron. Sólo deseo paz y tranquilidad.

—Te voy a llevar conmigo.

—No iré. Sólo pensar en ello me produce migraña. No quiero irme.

—¿Migraña?

—Sí, con sólo pensar en salir de aquí.

—Te han manipulado.

—No, no lo hicieron. Pero no deseo irme.

Stanford sintió calor y un frío húmedo y le invadieron la angustia y la desesperación, una desesperación que amenazaba con ahogarle y acabar con su resistencia. Pensó en Jacobs, en Gerhardt, en la muchacha de Galveston, en Scaduto, en Epstein y en sí mismo, y en todos los años que quedaban detrás de ellos. El misterio se había resuelto y la pesadilla era manifiesta. Al mundo se le protegía de sí mismo, se le estaba dando una nueva configuración, y Stanford no deseaba formar parte de ella. No quería perderse. Deseaba vivir entre contradicciones y conflictos y sufriendo el dolor de la libre elección, pero el precio era excesivo: no sabía si podría pagarlo. Miró a su viejo amigo el doctor Epstein, y el pesar le invadió: Epstein no era el mismo. Su plácida expresión era claramente reveladora. Miraba a Stanford sin maldad ni amistad, sin ofrecer nada y ofreciéndolo todo. Stanford se sintió agitado por el pesar y la rabia y dio rienda suelta a sus sentimientos. El dolor le desgarró y le hizo recobrar su autodominio, reavivando su posición de desafío.

—Debes quedarte aquí —dijo Epstein—. Necesitamos a gente como tú. Trabajarás, obtendrás grandes satisfacciones y nunca te sentirás descontento.

—No lo deseo.

—Debes aceptarlo.

—Tú no eres Epstein. Eres un ser distinto: no eres la persona que conocí.

—Soy el mismo. Me curaron el cáncer. Ahora hago el tipo de trabajo que siempre me gustó y me siento maravillosamente.

—Te han robado la mente.

—Eso es ridículo, lo sabes muy bien. Recuerdo mi pasado y sé quién soy.

—Te han anulado la voluntad.

—No me han quitado nada. Únicamente me hablaron, les escuché y eso es todo: no me operaron.

—No puedes recordarlo.

—Me duele la cabeza; tendré que dejar de hablar de esto. Debes quedarte: no puedes irte de aquí.

Los grises ojos de Epstein mostraban una apacible expresión. Tenía las manos cruzadas sobre la mesa y miraba a Stanford con calma y tranquilo interés, expresándose con suavidad y paciencia.

—No podrás irte de aquí. En realidad, no hay donde ir. Puedes caminar cuanto quieras, pero acabarás muriendo helado. Aquí llevarás una existencia sin dolores. Tu vida tomará un sentido. Podrás verte privado de tu imaginaria libertad, pero piensa en las ventajas que obtendrás. Trabajarás y tu trabajo te complacerá; nunca conocerás dudas ni temores.

—Seré robotizado.

—No te harán eso.

—A ti te lo hicieron.

—No, no fue así.

Stanford comprendió que era inútil insistir. Tenía una desalentadora sensación de pérdida. Dio rienda suelta a su pesar y a su ira para poder luchar por su libertad. No le importaba adónde fuese ni lo que pudiera sucederle. Lo importante era tomar una decisión y seguirla hasta el final.

—Dices que puedo irme.

—Eso es —respondió Epstein—. No te detendremos, pero tampoco te ayudaremos: tú debes tomar la decisión.

—Quiero irme.

—Morirás helado.

—¡Maldito seas! ¡Malditos seáis todos! No me someteré a esta indecencia.

Epstein suspiró, se levantó y fue hacia una pared cubierta por grandes cortinas que llegaban hasta el suelo. Tiró de un cordón y las cortinas se abrieron, dando paso a una intensa luz que atravesó la gruesa luna, bañándoles totalmente. Stanford parpadeó y se frotó los ojos. Estaba rodeado por un inmenso vestíbulo vidriado a través de cuyas paredes se desplegaba la radiante blancura del inmenso y helado páramo.

—A ti te incumbe decidir. Puedes quedarte o irte. Sin embargo, una vez hayas decidido, no puedes volver atrás. Sólo tienes que tocar este vidrio, que se abrirá, dejándote pasar, y una vez salgas al vestíbulo, la puerta se cerrará y quedarás atrapado. Únicamente podrás salir por otra puerta que se encuentra en el extremo opuesto del vestíbulo. Esa puerta se abre por contacto desde dentro; no puede abrirse por fuera. Si sales, tendrás que quedarte fuera. Tú debes decidir si te quedas o te vas, según tu voluntad, y has de decidirlo ahora.

Stanford miró a su viejo amigo, se fijó en sus grises y ausentes ojos, ansiando sin palabras que mostrase alguna señal de emoción más, pero recibió una tranquila indiferencia. La sensación de pérdida era abrumadora. Un dolor sin igual agitaba a Stanford y aceleraba los latidos de su corazón, sin permitirle más emociones que la rabia.

Se dejaría invadir por ella y la utilizaría para que le ayudase a tomar su decisión. Ni viejos amigos, ni recuerdos ni esperanzas le harían doblegar su voluntad: no era una máquina, no sería una cifra. Stanford pasó su mirada por el vestíbulo, vio la cegadora luz del sol y el blanco resplandor despedido por el cielo, y luego tocó la plancha de vidrio. Las grandes puertas se deslizaron, abriéndole paso, y el vestíbulo se llenó de luz. Stanford miró a su amigo, vio sus grises ojos y su barba. Recordó todo cuanto habían pasado juntos y le abrumó la angustia.

—Tú no eres Epstein.

Se adelantó hasta el vestíbulo y las grandes puertas se cerraron a su espalda. La luz del sol brillaba por las paredes y el techo de vidrio formando deslumbrantes mosaicos. Stanford se subió la cremallera de la chaqueta, se protegió las orejas con el gorro de lana y hundió las manos en los bolsillos emprendiendo la marcha, decidido a no mirar atrás. El pasado quedaba a sus espaldas: el vestíbulo se proyectaba hacia el futuro. Stanford vio un globo de fuego que llenaba el cielo con líneas rosadas y plateadas. Avanzó rápidamente por el vestíbulo, totalmente rodeado por el radiante cristal. Llegó a la puerta, que estaba al otro extremo de la pieza, y se detuvo a unos pasos de distancia. Deseaba decir algo, quería romper el silencio. Se adelantó y las puertas de vidrio se deslizaron abriéndose e irrumpió con violencia un intenso frío.

Todo era blanco y el frío resultaba espantoso. Stanford se inclinó para hacer frente al viento y emprendió la marcha mientras las puertas se cerraban a sus espaldas. No se detuvo ni miró hacia atrás. El blanco desierto se extendía ante él. El viento impulsaba la nieve en lánguidas y brillantes nubes sobre el denso hielo y los glaciares. Stanford siguió avanzando sin rumbo fijo. Se distinguía un arco de luz sobre un horizonte que siempre retrocedía. Todo era luz, luz intensa. Una única y deslumbrante visión. La luz le invadía y destellaba, castigando sus ojos y haciéndole llorar. Stanford no se quejó; se sentía desafiante y orgulloso. Estaba vivo y seguía adelantando, enfrentándose a todas las teorías. Vio un globo monstruoso que flotaba delante de él. El globo era transparente y oscilaba, recortándose en un cielo rosado. Stanford se estremeció y tropezó. Tuvo que apretar los dientes, que le castañeteaban. El viento gemía y hacía revolotear a su alrededor la nieve, que caía sobre él. La ignoró y siguió andando. Comenzaban a dolerle los dientes. La nieve se posaba en su barba y sus cabellos y luego formaba una ligera capa de hielo.

Todo era blanco: más allá de cualquier definición. El viento gemía y la nieve caía a su alrededor haciéndole formar parte del contorno. Se cayó, se levantó y anduvo a trompicones. Recordó a Epstein, Wilson y la colonia de los grandes platillos volantes. El futuro estaba aquí y ahora. Su propia historia había quedado atrás. La nieve giraba y formaba inmensos portales oscurecidos que le engañaban. Siguió andando y vio una luz, tropezó y la vio crecer. La nieve silbaba y luego giraba a su alrededor. La luz brillante estalló. Todo era blanco. Se dejó envolver por el desierto. Deslumbrantes glaciares, brillante y duro hielo y raudales de amarillo y violeta. El hielo se endurecía en su rostro. No sentía ya sus labios entumecidos. Las manos profundamente hundidas en los bolsillos habían quedado insensibles, dejando en su lugar los sutiles extremos de los nervios. Stanford se reía al tiempo que sentía cómo se helaba. El frío aire llenaba sus pulmones. Se adentró a trompicones: no podría ser derrotado.

Anduvo mucho rato. Las montañas quedaban muy atrás a sus espaldas. El blanco desierto se extendía totalmente a su alrededor sin ofrecerle ninguna salida. A Stanford no le importaba. Pensaba en lo que había dejado atrás. El futuro que brotase del hielo no representaba ninguna promesa para él. Sonrió y sus labios se agrietaron, pero la sangre se heló al instante. Siguió adelante. Le escocían los ojos llorosos y no sentía sus pies ni sus manos. No experimentaba sensación alguna. Todo estaba entorpecido. El suelo se levantaba y resbalaba. Un enorme arco iris se había formado en el horizonte y enmarcaba una salvaje blancura. Luego apareció un globo luminoso: un espejismo. Siguió viendo espejismos de cielo azul y luz, deslumbradoras extensiones de níveas cascadas. Anduvo tropezando, comenzó a hablar y a cantar. Oía una voz que le brindaba comodidades y le incitaba a seguir adelante. Siguió su rastro. Dejó que el sol y el hielo lo deshicieran. Cayó y vio las grandes placas de denso hielo que se deslizaban brillantes.

Tenía que seguir. Tenía que moverse. Reptó sobre su vientre. Hundió en la nieve los insensibles dedos y su cuerpo avanzó unos centímetros. Veía el hielo que corría a la deriva. La nieve se arremolinaba y silbaba a su alrededor. Stanford cantó y murmuró en voz baja, arrastrando algo muerto tras de sí. Eran líneas negras y retorcidas sobre la blancura resplandeciente. Un gigantesco rompecabezas al sol. Stanford sintió una viva sensación de desafío y júbilo que no le permitía morir. Se arrastró sobre la tierra helada. La nieve rugía y se retorcía a su alrededor. Arrastraba algo muerto en pos suyo, su cuerpo, y no le dejaba escapar. Stanford se deslizó sobre una grieta, sus dedos tocaron insensibles y se curvaron mientras su cuerpo también se inclinaba hacia delante. Stanford vio raudales de luz, luz que destellaba y caía sobre él. Stanford resbaló en la losa de hielo y cayó rodando de espaldas.

Todo era blanco. Distinguió luces en el cielo. Brillaban en lo alto, resplandeciendo muy pequeñas, de modo intermitente. Comprendió qué luces eran aquéllas: sonrió al verlas. Las luces eran como estrellas en el blanco cielo, muy brillantes e intensas. Stanford yacía tendido sobre el denso hielo, que se deslizaba imperceptiblemente. Siguió tendido dejando que el hielo lo encerrase y lo convirtiese a su vez en más hielo. Las luces se desplazaban por el cielo desafiantes con su brillante resplandor.

El hielo iba a la deriva y resplandecía en azul y amarillo, convirtiéndose en parte de Stanford que yacía tendido, sonriente. El hielo le transportaba. Sintió una viva sensación de desafío y un júbilo que no le permitían morir. El hielo se hacía más denso y más rígido, amoldando a Stanford sobre el compacto suelo.

Giró bajo el sol como una hermosa figura de vidrio mientras la luz destellaba sobre él, estallando, fluyendo hacia el cielo, convirtiéndose lentamente en un glaciar, en un prisma, en una estrella.