Cuando Stanford despertó en aquel frío amanecer del 28 de enero de 1978, de pronto no comprendió dónde se encontraba. Se estremeció y cerró los ojos de nuevo, recordando cómo había llegado hasta allí… Le parecía ver el puerto de Manzanillo, en la costa occidental de México, el buque de 37 metros con su casco de madera crujiendo rítmicamente, surcando las aguas en aquel gris atardecer de diciembre, con los oídos llenos del sordo gruñido de motores, generadores y aparatos de aire acondicionado. Al llegar a la isla de Pascua, las olas ondeaban suavemente, los rabihorcados se deslizaban por los aires, extendidas sus negras alas, y la bandada de petreles, procedentes de las Galápagos, bullían como negra nube de langostas. Los peces voladores azulgrisáceos, el monótono vaivén de las aguas marinas, el sol que se levantaba como un disco anaranjado inundándolo todo de un blanco resplandor, el sonrosado ocaso y, después, de repente, la absoluta oscuridad y las estrellas brillando en un cielo aterciopelado: era la lenta extinción de diciembre. El alba tenía un fantástico resplandor verdoso, el sol formaba un arco curvándose sobre el horizonte, primero verde, enrojeciendo después y encendiendo las nubes que corrían cambiantes, teñidas de rosa y amarilloanaranjado, con ligeros toques dispersos de brillante oro sobre un mar violeta y lánguido. Aquello ya no era América: se estaban mostrando otros mundos. El Pacífico Sur, el cabo de Hornos, los mares ásperos e inhóspitos, bandadas de pájaros ballena con plumaje blanquiazul… y después, el Trópico de Capricornio, con peces de vientre blanco y lomo oscuro deslizándose entre artesones formados por las aguas; las latitudes sureñas con sus grandes marejadas oceánicas separadas por olas menores. Las grandes alas del albatros, su gracioso ascenso y su forma de deslizarse y, junto a la costa sur de Sudamérica, lluvia, niebla y vientos quejumbrosos. Vivaces pingüinos. Más aves arriba y abajo. Las calcinadas y enhiestas rocas de las islas Ildefonso, el canal de Beagle, con sus oscuras y encorvadas islas, castañas, pálidas y desamparadas, la llegada del Año Nuevo, el mar orlado de espuma con torvos y oscuros petreles, las gaviotas volando y los fríos e incesantes vientos… Despedida del Viejo Mundo, sin huir del futuro. Las selvas primitivas y los picos que parecían encajados en glaciares de la Tierra del Fuego. Más allá, el tormentoso paso de Drake, la corriente impulsada por los vientos del oeste, olas de quince a treinta metros de altura y las verdes aguas estrellándose sobre la proa y retirándose después. Año Nuevo, persona nueva: Stanford perdiéndose a sí mismo. Sobre la convergencia con el Antártico, dejando atrás la isla Elefante, los grandes bloques de roca y hielo, destellantes cintas de nieve, un girón hecho de oscura y deslizante nube, un repentino y enhiesto glaciar… El tiempo corriendo y deteniéndose. Las manos enguantadas de Stanford sobre la batayola. Luego, las montañas encajadas de hielo, focas, ballenas y pájaros pelágicos, el aire sorprendentemente claro, el cielo de un azul intenso, las costas montañosas de las islas Gibbs, los pingüinos rodeando el barco, rocas llenas de grietas y hielo quedándose atrás como si realmente no estuvieran allí… Las manos enguantadas de Stanford en el aire. Un pájaro aturdido en cubierta. Más islas, más bancos de nieve y los pingüinos agrupándose en las rocas. La isla de Greenwich, verdes olas estallando fieramente, levantando rociones y, después, una línea blanca en la distancia y, ya próxima, la península Antártida, con glaciares e icebergs, enormes sombrillas y arcos, llanas islas blancas de hielo en el mar, grutas, cañones y fiordos reflejando el sol sobre el verde mar. Un mundo sin igual. Silencio. Majestad. Limpias llanuras de densa nieve, altos picos de brillante hielo, picos amarillos, rosa y, a veces, negros, cubriéndolo todo una capa azul… Stanford volvió a abrir los ojos. Miró en torno y se estremeció. Se encontraba en el fin del mundo y aún no podía creerlo.
Bostezando, se incorporó en la litera, parpadeó, miró en torno y vio que las otras literas se hallaban vacías: los noruegos estaban trabajando. Siguió sentado un rato, mirando a través de la ventana que tenía enfrente, sin ver nada más que la pared de la cúpula que rodeaba la base. Stanford no podía creerlo. Por fin había llegado. Se levantó y se vistió rápidamente.
La cabaña era larga y descolorida, un barracón transformado del Ejército. Las mantas se arrugaban en las literas, ropas y botas estaban diseminadas por doquier y las paredes estaban cubiertas de pegatinas. Stanford se subió la cremallera de la chaqueta, se estremeció de nuevo, cogió sus guantes, y luego pasó entre las literas en dirección al cuarto de baño. Se lavó la cara, se peinó, se puso el gorro, asegurándose de que le quedaban bien cubiertas las orejas, y se miró al espejo, que le devolvió la extraña imagen de un hombre barbudo con largos cabellos y ojos de mirada dura e intensa, con aire enloquecido. Stanford se asombró que aquel pensamiento no le molestara demasiado. Salió de la cabaña e inspeccionó la base noruega.
El campamento estaba instalado en una enorme y resplandeciente cúpula geodésica que lo protegía del viento y los aludes. Bajo la cúpula estaban los comedores, las cabañas dedicadas a la administración y los núcleos residenciales, así como las instalaciones de suministro eléctrico, las tiendas de maquinaria y los garajes. Todos los edificios estaban pintados de rojo, eran cuadrados, rectangulares o adoptaban forma de cabañas cilíndricas y estaban hechos de fibrocemento. Generadores y plantas de suministro eléctrico funcionaban con suave rumor mientras Stanford pasaba por los laboratorios de investigación de física atmosférica y meteorología, por la biblioteca y el centro médico y los mástiles de la radio, hasta detenerse frente al restaurante. Estudió la cúpula inmensa y brillante que tenía sobre su cabeza, se encogió de hombros y entró a tomar una taza de café.
Era una cantina autoservicio. Los alimentos se amontonaban tras los cristales en bandejas de plástico dispuestas tras las urnas metálicas, con platos blancos de distintos tamaños. Stanford se sirvió un café, observó la comida y decidió no tomar nada. Se alejó de los escaparates de vidrio y metal y paseó su mirada en torno. La mayor parte de las mesas se encontraban vacías: los hombres ya estarían trabajando. Sentado a una mesa junto a la pared vio al piloto llevándose un tazón a los labios.
Stanford fue a reunirse con él, abriéndose paso entre las mesas y sintiendo una nerviosa contracción en el estómago, una sensación intensa e irreal. El piloto levantó la mirada y le sonrió, enjugándose el café de la barba. Al igual que Stanford, llevaba los cabellos muy largos y le brillaban los ojos con un salvaje resplandor.
—¡Hola! ¿Qué tal estás, compañero? No tienes muy buen aspecto.
Stanford se encogió de hombros, apartó una silla y se sentó frente al piloto. Advirtió que tenía las pupilas dilatadas y se sintió desanimado.
—Estoy muy bien, Rocky. Deja que me despabile y estaré dispuesto. Un café, una sola taza de café, y el día comienza para mí.
Rocky sonrió y se rascó la barba. Aspiró ávidamente el humo de su cigarrillo y lo dejó salir, llenando el fresco ambiente con el dulzón olor a marihuana.
—¡Oh, Dios! ¡Es magnífico!
—Estás drogado —dijo Stanford.
—¡Maldita sea, sí lo estoy! —reconoció Rocky—. Un hombre necesita desayunarse bien.
Stanford se encogió de hombros y sorbió su café sintiendo calorcillo al ingerirlo, sin experimentar enfado ni ningún otro sentimiento hacia el piloto: le conocía sobradamente. Rocky era un aventurero que trabajaba comisionado por los noruegos, un muchacho con la cabeza algo trastornada, que había estado en Vietnam y era capaz de volar donde y en las condiciones que fuese. Los noruegos le llamaban el Bombero Loco. Vivía de su reputación y podía acometer empresas que nadie se atrevía a llevar a cabo. Por aquella razón lo había contratado Stanford. Los demás pilotos evitaban Nueva Suabia… Estaba prohibido volar allí. Stanford se enteró muy pronto de ello y se sintió perdido. Oyó hablar de Rocky, empezó a drogarse con él, le dijo dónde quería ir y Rocky se sintió complacido: le gustaba lo prohibido. Estaba acostumbrado a recibir golpes. Le habían trastornado el cerebro en Vietnam y vivía como un salvaje. Sin embargo, podía volar: tenía su propio avión y contaba con tripulación. Era un viejo aparato de transporte con esquís incorporados, y Rocky dominaba su manejo a la perfección. La idea del viaje le había seducido al punto: anhelaba ver los malditos ovnis. Como todos los demás destinados en la Antártida los había visto volar por allí y deseaba observarlos de cerca. Ardía de impaciencia por ello. Anhelaba aparecer entre un resplandor de gloria, en su cerebro entorpecido por la droga.
—¿Qué tiempo hace fuera?
—Veintiséis grados bajo cero. Espero que te hayas forrado las pelotas con terciopelo… por aquí podrías perderlas.
Rocky sonrió y se rascó la nariz, aspiró más marihuana, con las pupilas muy dilatadas, escondiendo dulces y secretos sueños.
—¿Puedes volar? —le preguntó Stanford.
—Cierra la boca. Puedo hacer pasar el maldito avión por el agujero de una aguja montando a una chica.
—Deberías intentarlo.
—Eso es un secreto. Acábate el café y salgamos: no quiero que nos observen.
—¿Qué les has dicho?
—Que íbamos a volar al cabo Noruega. Les dije que haríamos acopio de provisiones y esos memos me creyeron.
Aquella idea le hizo reír, acabó de fumar y se levantó, mirándose largamente sus botas y las ropas acolchadas. En su mano llevaba un par de guantes.
—De acuerdo. Salgamos de aquí de una vez.
Stanford apuró todo el café de un trago, cogió sus guantes, se levantó y ambos salieron del restaurante y se dirigieron a la pista de aviación. Stanford miraba constantemente en torno sin acostumbrarse todavía a la idea de encontrarse allí. Sobre él se elevaba la cúpula geodésica por la que se filtraba la luz solar. Pasaron junto a las plantas de energía y los garajes. Vio una hilera de tractores quitanieves, rodearon un cobertizo metálico semicilíndrico y, calzándose los guantes, se acercaron a la puerta situada en una pared curva. Stanford siguió a Rocky al exterior. Sus botas se hundieron en la nieve y un intenso resplandor les hirió los ojos. Luego el frío se aferró a él malignamente, metiéndosele en los pulmones.
Hielo. Todo helado. Colinas y valles congelados. El sol brillaba y resplandecía sobre el hielo y la luz casi le cegaba. El espectáculo tenía una increíble belleza que casi le quitó la respiración. No había nada más que hielo y la luz brillante que se reflejaba por doquier: el hielo se perdía en el horizonte, y el cielo era muy azul. Miró arriba y vio un verde campo rodeado de más hielo. El cielo actuaba como un espejo, reflejando el suelo que tenía a sus pies. El verde campo era una masa de terreno libre de hielo que se encontraba treinta kilómetros al oeste. Stanford miró en torno. El espectáculo le asombraba ininterrumpidamente. El hielo les rodeaba por doquier, a sus pies y en el cielo, y él lo miraba, pareciéndole muy hermoso y misteriosamente impresionante.
Anduvieron por la nieve, embutidos en sus gruesas ropas, calzándose los guantes y despidiendo nubes de vapor. Una ligera capa de hielo se había formado en sus barbas. La pista de despegue estaba muy próxima, resguardada por una alta roca helada cuya cumbre menor se hallaba a sesenta metros sobre las llanuras, y el cielo resplandecía sobre ella.
—¡Es maravilloso! —dijo Rocky—. Realmente no puedo creer que sea cierto. Me refiero a eso que has dicho de que vamos a ver algunos platillos volantes. Es porque estamos locos. Debemos estar locos los dos. Tú debes estar tan loco como yo. ¿Qué diablos harás si los ves? ¡Anda, respóndeme!
—Entraré allí —repuso Stanford.
—Por lo que tengo entendido, debe de ser falso.
—Puedes aterrizar a quince kilómetros de la montaña, y yo utilizaré el tractor.
—¿Están realmente allí?
—Así es —repuso Stanford—. Los ovnis que has visto son reales, los rumores que has oído son ciertos: existe una colonia profundamente enterrada en las montañas y veremos platillos volantes.
Rocky movió la cabeza, maravillado.
—¡Oh, muchacho! ¡Eso es muy grande! ¡Es fantástico y me está enloqueciendo!
Rió complacido y puso los ojos en blanco. La nieve se helaba en su roja barba y el sol resplandecía a su alrededor.
—¡No puedo aguantar más! ¡Qué estupenda aventura! ¡Vaya historia para contar cuando sea viejo! No la creeré ni yo mismo.
Estaban al borde de la pista y una pared de hielo se alzaba sobre ellos. La fina nieve caía perezosa a sus pies y les lloraban los ojos de frío. Un helicóptero estaba despegando; sus rotores levantaban la nieve y su imagen se reflejaba en la helada pared mientras se remontaba junto a la roca. Fueron hacia el avión de Rocky, un viejo y castigado aparato de transporte cuyo verde fuselaje estaba decorado con pegatinas y comentarios llenos de intención. El avión se apoyaba en sus largos esquís, la escalerilla estaba preparada y un par de hombres aguardaban junto a la abierta puerta levantados los cuellos de piel de sus chaquetas.
—¿Todo está a punto? —preguntó Rocky.
—Todo va como la seda —dijo uno de ellos—. Pero será mejor que despeguemos enseguida: creo que empiezan a sentir sospechas.
—¡Asquerosos noruegos!
—Ellos están conformes. Sólo que han recibido algunas quejas de los rusos… Esos bastardos dicen que les habías molestado.
Rocky se rió.
—¡Dios se apiade de ellos! Los rusos no les han contado ninguna mentira: estuve sobrevolando Novolazarevskaya.
El hombre del avión sonrió.
—Eso es. Los rusos dijeron que volabas más bajo que su radar, que casi te orinabas sobre ellos.
Rocky volvió a reírse.
—¿Y qué pasa? —exclamó feliz—. Un hombre necesita un poco de acción de vez en cuando para evitar el aburrimiento.
—Estabas drogado.
—¡Felices días aquéllos!
—Algún día te darán una patada en el trasero y te enviarán a Alaska.
—Algún día —corroboró Rocky.
Subió al avión, seguido muy de cerca por Stanford, y llegó hasta la cabina del piloto, dejando atrás el pesado tractor. Stanford oyó rechinar la escalerilla y crujir la puerta y, por fin, resonó un portazo cuyo eco repercutió en el avión y en sus oídos.
—Vamos a despegar —anunció Rocky—. Puedes sentarte en el puesto del copiloto. Los muchachos se situarán a popa y vigilarán el tractor.
Stanford le obedeció y se ató el cinturón, observando el panel de control, la mesa de enchufes e indicadores que tenía en la parte superior, a su derecha, y la silla del ingeniero de vuelo a su espalda. Rocky suspiró, se mordió los labios y conectó algunos interruptores, mientras Stanford miraba por el transparente parabrisas, asombrado ante el extraño mundo que se desplegaba a su vista. Todo era blanco, por doquier, y el sol se reflejaba en el hielo. De pronto el avión rugió, sufrió unas sacudidas y el motor entró en funcionamiento.
—¡Aquí no existe control de tráfico aéreo! —dijo Rocky—. ¡Es una bendición de este pueblo! Se limitan a avisarte en qué momento puedes partir y entonces despegas. ¡Cógete bien, muchacho!
El avión se puso lentamente en marcha. La pista se deslizaba entre bancos de nieve; era una angosta línea que se estrechaba hasta llegar a un punto clave situado en la base de la roca. Ésta era de hielo y el sol se reflejaba en ella, recortándose bruscamente contra un cielo cambiante del blanco al azul. El avión se agitó, se estremeció, ganó velocidad, comenzando a correr y pasando junto a camiones y aparatos de radar en los que destellaba el sol y que se recortaban en la nieve. Luego la cinta comenzó a correr en torno a ellos, la blanca roca se extendió, creciendo a medida que el avión se dirigía hacia ella como si fuese a atravesarla. Stanford se asió con fuerza a su asiento, aspiró profundamente, casi presa del pánico, y entonces Rocky se echó a reír y el avión despegó dando un terrible brinco. Stanford se asió fuertemente al asiento. El avión se agitaba y estremecía. Vio el muro de la roca, el cegador resplandor solar y luego sobrevolaron las resplandecientes y níveas cumbres. Por último, el avión planeó.
—¡Jesús! —exclamó Stanford.
—¡Jo, jo! Nada como un poco de acción para quitarse las telarañas.
El panorama era inmenso, una ondulante visión del hielo que se amontonaba, cascadas de nieve y destellantes glaciares. Los picos de montañas de escasa altura se recortaban contra un cielo de increíble claridad. Nada se movía en aquel paisaje, nada rompía su helado silencio. La cegadora luz del sol se derramaba sobre él para ser devorada a su vez. Tierra y cielo se unificaban, el cielo se reflejaba en el hielo y los rayos del sol quedaban distorsionados, formando arcos luminosos. Todo era blanco. Los glaciares dominantes eran como prismas, y la luz relampagueaba y se ondulaba en blancas líneas que se fundían con sorprendentes cascadas de blanca nieve.
—La Tierra de la Reina Maud —dijo Rocky—. Estamos volando por el meridiano cero. Si no nos perdemos llegaremos a Nueva Suabia dentro de cuarenta minutos.
—¿Qué sucede si seguimos adelante?
—Cruzaremos el maldito Polo Sur. Entonces el norte se convierte en sur, y el este se vuelve oeste. Nos fumamos un porro y rezamos nuestras oraciones hasta quedarnos sin gasolina.
—No te pierdas.
—Haré cuanto pueda. Daremos un rodeo sobre las montañas, trataremos de descubrir esa base escondida, regresaremos para aterrizar a unos ocho kilómetros de distancia, y llegaremos allí en tractor.
—¿Vas a acompañarme?
—¡Naturalmente! No haría gratuitamente este condenado viaje… ¡Quiero ver todos los platillos!
—Puede resultar difícil. Parece que hay un campo magnético en aquella zona que estropea los motores y derriba los aviones.
—Tal vez sea cierto. Muchos aviones se han perdido por allí, y ésa es la razón de que nos prohibieran frecuentar esa zona y por lo que mentí a esos bastardos.
—Entonces, ¿qué haremos?
—Nos mantendremos a gran altura. Eso significa que no veremos gran cosa, pero siempre será mejor que nada. De todos modos, aterrizaremos cerca de la montaña y llegaremos allí en el tractor. Sólo tenemos que ver ese círculo de casquetes helados para saber adónde debemos dirigirnos.
Stanford contempló a sus pies el paisaje de deslumbrante blancura. Los picos de los glaciares se fundían en la nieve, únicamente puestos de relieve por destellos luminosos. Se sentía laso y excitado y le latía el estómago. Cerró los ojos, recordó de dónde venía, casi sin poder creerlo. El pasado había quedado a sus espaldas: nunca podría regresar. Había descubierto demasiado, era una amenaza y querrían hacerle desaparecer. Abrió de nuevo los ojos. Una ondulante y blanca llanura llenaba su visión. Al mirarla comprendió que había llegado al final del camino. No había ya otro lugar adonde ir, ni donde esconderse. Si trataba de regresar de la Antártida, no estaría a salvo en ningún lugar. Por fin le habían atrapado: se había convertido en uno de los seres perseguidos. Estaba en el punto inferior de la Tierra; ya no podía ir más lejos. ¿Qué le habría sucedido a Epstein? ¿Qué haría si encontraba a su viejo amigo? Habían acabado entre ellos toda posibilidad de acuerdo y los cazadores les capturarían. Stanford suspiró y vio el blanco e ilimitado terreno que sobrevolaban: era un desierto de nieve y hielo que podía llegar a ser un lugar de descanso. Realmente no le importaba. Ya no le importaba nada.
El blanco mundo se extendía hasta el cielo. De pronto, sintió una gran paz.
—¡Qué tranquilidad! —exclamó Rocky.
Stanford siguió la dirección que le indicaba Rocky con el dedo y vio el cielo de radiante azul, con grandes círculos de luz blanca extendiéndose y formando dibujos luminosos. Ya se había acostumbrado a aquello: conocía los trucos de la Antártida. Se inclinó hacia delante y fijó su mirada en el punto que le señalaba su amigo. Vio relampaguear algo que luego desapareció. Anillos luminosos se recortaron en el cielo azul. Siguió mirando y volvió a distinguir el relampagueo en un punto próximo a las nueve en la esfera del reloj, apareciendo y desapareciendo en un instante. Sin apenas parpadear tuvo ocasión de advertirlo de nuevo. Aquella vez fue mucho más visible, como un breve relampagueo que se extinguió rápidamente.
—¡Por allí! —exclamó Rocky—. ¡Ha cambiado de posición! ¡Jesús…, ahora son dos!
Stanford siguió la dirección que Rocky le indicaba y distinguió dos luces intermitentes. Estaban en la parte oeste del avión, volando al mismo nivel en seguimiento suyo; eran dos luces blancas e intermitentes de escaso tamaño que destacaban en el cielo azul formando líneas luminosas. Stanford sacudió la cabeza y concentró su mirada. Las dos luces eran ya tres. La tercera acababa de aparecer repentinamente como si siempre hubiera estado allí. Rocky se divertía, lleno de excitación. Las luces volaban en formación, constituyendo los tres vértices de un triángulo, y seguían en igual línea que el avión.
—Acaso no sea nada —dijo Stanford—; quizá se trate de un fenómeno atmosférico.
—¡De ningún modo! —repuso Rocky—. Esas luces se mueven. Esos condenados nos están siguiendo… ¡Ahí van! ¡Santo Dios!
Las tres luces se separaron, moviéndose lentamente: una se remontó y otra se dejó caer hasta formar una larga línea. Era una línea concreta y vertical que recorría el avión, y las tres luces destellaban brillantes a unos treinta metros de distancia una sobre la otra. Rocky chillaba presa de excitación, enormemente divertido. Stanford seguía mirando hechizado. Las luces destacaban contra un vivido cielo azul y eclipsaban la luz solar.
Y de pronto estallaron: estallaron y desaparecieron. Dejaron de verse de repente, y bajo el avión aparecieron dos discos grandes y plateados. El avión se agitó con violencia, quedando situado entre los platillos. Éstos resplandecían encima y debajo del avión, y tenían unos treinta metros de ancho. De repente, el avión se paró. Rocky luchó con los controles. Stanford miró abajo y vio una extensa curva de un gris metálico y, algo más arriba, distinguió la base de otro platillo, con un negro agujero en ella. Era absolutamente negro, desafiando cualquier definición; tan profundo que más bien parecía todo el conjunto un agujero que algo sólido. Stanford parpadeó y aquello desapareció. El enmudecido avión descendía a plomo. Stanford distinguió la refulgente nieve, los brillantes picos de los glaciares y las dos luces que corrían veloces hacia abajo para unirse a una tercera mientras el cielo desaparecía por completo. El avión entró en picado y Rocky lanzó una maldición, luchando en vano con los controles. De pronto el avión volvió a ponerse en funcionamiento y se estabilizó. Stanford vio de nuevo el cielo oscilar hacia arriba y luego, reafirmándose, y distinguió las luces que caían hacia una cordillera, desvaneciéndose por fin en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Maldita sea! —exclamó Rocky.
—¿Qué diablos sucede?
Uno de los hombres llegaba de la popa del avión, enjugándose sangre de la nariz.
—¡Por poco perdemos el tractor! Me he aplastado la cabeza. ¿Qué diablos estás haciendo, bajando en picado? Ha quedado todo hecho un desastre.
—Hemos sufrido un accidente —dijo Rocky.
—¿Qué diablos significa todo esto? Este maldito avión se ha quedado totalmente inmóvil y por poco nos vamos todos a paseo.
—Todo va bien. He cometido un pequeño error; deja de preocuparte. No volverá a suceder. Puedes estar tranquilo.
—Estás como una cabra.
—Tienes razón; estoy loco. Ahora vuelve a tu puesto y no pierdas de vista el tractor.
El hombre desapareció en el interior. Stanford fijó su atención delante. Rocky obligó a remontarse al aparato, ascendiendo gradualmente, y ganó altura, fijando en Stanford sus ojos muy abiertos y con expresión enardecida. Tenía la frente cubierta de sudor. Stanford inspeccionó las montañas que tenían a sus pies; los picos castaños estaban barridos por la nieve y oscuras sombras se proyectaban sobre las rocas que se dividían en grandes cañones.
—Ahí están —dijo Rocky—. Y de ahí vienen ésos. Tenías razón, ¡maldita sea! Tenías razón; se ocultan en algún punto ahí debajo.
—Será mejor que te remontes —aconsejó Stanford.
—Eso estoy haciendo, aunque no sé qué podré hacer si vuelven esos bastardos. ¿Has visto con qué rapidez se movían y cómo inmovilizaron totalmente el aparato? El motor se había parado, pero el avión seguía avanzando como por arte de magia. Aún no puedo creerlo. Me parece imposible. Pero esos condenados pararon el motor y en cierto modo nos iban dirigiendo. Luego se apartaron y nos dejaron caer… No lo entiendo.
El avión ascendió y siguió remontándose y planeando. Rocky movió la cabeza maravillado al comprender que se hallaban a salvo y murmuró algo entre dientes. Se acercaban a las montañas, volando muy por encima de sus cumbres. La luz del sol se reflejaba en el hielo y formaba débiles y oscilantes arcos iris. Allí había más color, las cumbres estaban teñidas de rosa y verde, y la luz eclipsaba el hielo y formaba arcos amarillo y oro. Las cumbres de las montañas estaban libres de nieve y se proyectaban en el cielo, donde lucía un blanco resplandor que se fundía en el violeta, convirtiéndose en brillante azul. Stanford se sintió abrumado, con la mirada fija en tierra, viendo las sombras de los cañones y las gargantas como negras heridas entre el blanco resplandor.
—¡Maldita sea! —exclamó Rocky—. Estamos demasiado arriba. No veremos nada.
Se encontraban por encima de las montañas, girando en dirección oeste y sobrevolándolas. Debajo se veía una cinta de negras sombras y destellante luz, indicadora de cumbres heladas y gargantas; una herida como una cinta cruzando la impoluta blancura. Entonces el avión comenzó a emitir sonidos extraños, a vibrar y a caer en picado. Luego volvió a remontarse, funcionando peligrosamente el motor. Rocky lanzó una maldición, echó una mirada a Stanford y ambos observaron abajo, a las montañas, observando que la cinta de sombras y luz se dividía gradualmente en dos y ambos extremos se curvaban, volviendo luego a formar un círculo de sombras.
—¡Ahí está! —exclamó Rocky.
—Sí. Eso es. Y nos encontramos en el borde del campo magnético… Será mejor que ascendamos.
—¡Jesús! ¡Puedes verlo!
—Sí, Rocky, lo veo. Ahora salgamos de este infierno y aterricemos en algún lugar seguro.
Rocky movió la cabeza maravillado y cambió de dirección, dando un rodeo y retrocediendo al lugar de donde procedían, mientras murmuraba algo entre dientes. Stanford suspiró y miró abajo, viendo el círculo que tenían a sus pies; el blanco e ilimitado terreno rodeado totalmente por un desierto blanco y helado. Parpadeó y fijó de nuevo su atención, descubriendo dos luces que se desplegaban en direcciones opuestas desde los glaciares, corriendo a increíble velocidad y desapareciendo al cabo. Stanford miró hacia las montañas, movió la cabeza atónito y luego observó una luz intermitente en lo alto que desaparecía hacia el oeste sin dejar rastro.
Stanford no podía creerlo. Volvió la cabeza hacia el este, distinguiendo una luz que ascendía en sentido vertical y se detenía, yendo hacia él. Gritó unas palabras a Rocky. No sabía qué era aquello. La luz se hinchó como un globo, formando un disco macizo y destellante que pasó rozándoles, y luego desapareció. El avión chirrió y se agitó violentamente, quedando bañado en una luz radiante que pasó corriendo junto a ellos, sumergiéndose en el este y desapareciendo por último en sentido vertical. El avión volvió a normalizarse. Rocky miró a su alrededor con expresión salvaje. El hombre que estaba a popa se asomó de nuevo.
—¿Qué diablos pasa?
En aquel momento, la luz de la parte este reapareció y pasó junto a ellos, desapareciendo otra vez. El avión rechinó y se agitó violentamente.
—¡Cielo Santo! —exclamó Rocky.
Por el oeste asomó una luz que estalló y pasó junto a ellos desapareciendo después.
El avión chirrió y se agitó violentamente. El hombre que estaba detrás de ellos fue proyectado a un lado. Las luces estaban ahora sobre el aparato, yendo una en pos de la otra y desapareciendo a ambos lados. El avión crujió de nuevo y se sacudió con violencia. A sus espaldas el hombre lanzaba maldiciones. El equipo fue proyectado por las paredes y voló por doquier, formando una sorprendente cacofonía. Rocky luchaba por dominar el control. Stanford miraba sucesivamente a este y a oeste. Las luces eran puntos concretos en la distancia que corrían a increíble velocidad, formando de pronto un globo sobre el avión, como discos macizos de luz resplandeciente que hacían oscilar el avión y luego se perdían velozmente en direcciones opuestas, convirtiéndose en puntos en la distancia.
—¡Diablos! ¡No podemos con ellos!
Rocky luchaba con los controles, tratando de mantener firme el avión, viéndose impotente cada vez que los discos pasaban junto a ellos y se detenían como puntos a algunos kilómetros de distancia. El avión crujía y bandeaba desmesuradamente. El interior se había convertido en un caos. El hombre que estaba detrás de ellos gritaba incoherencias y rodaba por el suelo. Stanford miraba a izquierda y derecha, veía los puntos de luz parpadeantes, distinguía después los enormes y resplandecientes discos que estallaban sobre sus cabezas y se encogían. El avión oscilaba cada vez más, crepitaba y chisporroteaba… Los discos corrían delante y detrás, de este a oeste, y se iban sucediendo.
Stanford los observaba sorprendido, casi sin pensar en el agitado avión. Estaba como hipnotizado por la velocidad y capacidad de los dos platillos volantes, que corrían a un lado y a otro, y se esforzaba por verlos mejor. Echó atrás la cabeza y miró delante, pero no le sirvió de mucho. Los platillos eran demasiado rápidos: pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Sólo podía distinguir una masa maciza y resplandeciente que se dividía y desaparecía. Miraba después a este y a oeste y veía los puntos luminosos que ascendían verticalmente y volvían a caer luego brillando sobre él. El avión oscilaba a su paso, el motor chisporroteaba, encendiéndose y apagándose. En la bodega, los dos hombres chillaban mientras el equipo se derrumbaba sobre ellos.
—¡Estamos cayendo! —exclamó Rocky.
Sobre la cabina apareció el horizonte: las vastas y blancas llanuras, la luz del sol que se reflejaba en las cumbres heladas bordeando las montañas. Rocky se esforzaba por remontarse, luchaba con los controles y maldecía mientras el avión descendía en espiral, dirigiéndose hacia las montañas. La intensa luz destellaba por encima de ellos, pareciendo recorrer la cabina y desapareciendo mientras el avión crujía, sufría sacudidas y perdía el rumbo. Stanford miraba a este y oeste, y los discos que aparecían desde cualquier punto. En aquella ocasión pasaron por encima y por debajo de ellos antes de desaparecer. Stanford no podía dar crédito a sus ojos: se habían situado encima y debajo del avión, que había entrado en pérdida, y pasaban tan próximos que creyó que llegarían a aplastarlo: ya no eran puntos laminosos. El avión crujía y seguía cayendo. Las oscuras montañas giraban debajo de ellos. Oyó gritar a Rocky un chorro de imprecaciones, mientras las montañas se aproximaban a ellos.
Primero el cielo, luego las blancas llanuras, después las negras sombras giratorias y, más tarde, el relampagueo de los glaciares, las cumbres heladas y los oscuros y recortados cañones. El avión seguía descendiendo, gruñendo su motor hasta quedar silencioso. Las montañas se extendían por doquier girando y convirtiéndose en un rompecabezas. Rocky seguía profiriendo denuestos.
Los hombres gritaban en la parte posterior del avión. Stanford miraba como hipnotizado, viendo reflejarse a sus pies la luz en el hielo, las grandes cascadas de nieve que llegaban hasta la base de los oscuros cañones de tierra y las rocas de color ocre. Todo ello se extendía y giraba vertiginosamente. En torno, aparecían muros de hielo. Una luz deslumbrante relampagueó y barrió la cabina, y después reinó la oscuridad.
El avión dio bandazos y planeó sobre un cañón libre de hielo. Un disco brillante, de unos treinta metros de ancho, seguía sus pasos debajo de ellos. Stanford lo observaba como hipnotizado, pestañeó y luego levantó la mirada. Sobre el avión se encontraba otro enorme disco negro, de bordes plateados, girando vertiginosamente. Los platillos producían un sonido fustigante: el avión había enmudecido. Ya no se encontraban tan próximos a ellos. Pasaron casi rozándoles y les adelantaron.
Luego, el negro agujero desapareció y el cielo estalló sobre ellos. El avión gruñó y ascendió bruscamente hacia la nieve, y siguió volando por su propio impulso, remontándose muy por encima del cañón. No se veía ni rastro de los platillos: el avión planeaba y corría sobre una cumbre de resplandeciente hielo que coronaba una cordillera. Rocky estaba encantado y sonreía salvajemente, viendo una sombra redonda que corría sobre la helada cumbre.
—¡Mierda, no! —exclamó de pronto.
Stanford echó atrás la cabeza, miró arriba y vio un disco brillante y de reducidas dimensiones, que se hacía mayor a medida que descendía hacia ellos.
—¡No, otra vez, no! —gritó Rocky.
Primero el cielo, luego el platillo: un negro remolino sobre ellos extendiéndose a quince metros a ambos lados, una masa brillante y giratoria de bordes plateados. El motor del avión se paró y la masa giratoria les impulsó hacia abajo. Rocky luchaba con los mandos, profiriendo más imprecaciones. Stanford miró hacia arriba, al platillo, sin poder definir lo que veía. Estaba contemplando una masa oscura, giratoria, que resplandecía de modo intermitente, desafiando las leyes de la ciencia. Era negra, pero estaba llena de luz. Resplandecía, era incolora, no tenía profundidad y parecía hueca. Stanford miró arriba y se sintió frustrado, sin saber lo que vería. Luego aquello relampagueó y cambió, se convirtió en una masa de gris metálica que parecía girar mientras su brillante borde se encendía, corriendo y desapareciendo hacia el cielo. Stanford parpadeó y aquello desapareció. Miró abajo mientras Rocky gritaba. El avión estaba encima mismo de la helada cumbre, corriendo sobre su vidriada superficie. El hielo ascendía hacia ellos y se extendía a su alrededor, convirtiéndose en una confusa masa blanca.
—¡Cógete! —dijo Rocky.
Los esquís tocaron tierra chirriando, cortaron el hielo y lo despidieron volando, en una blanca tormenta que rugió y rechinó por doquier, castigando el fuselaje. El avión saltó arriba y abajo, sus esquís crujieron y cortaron, proyectando bloques de hielo y grandes fragmentos de nieve en furiosas nubes blancas. El ruido era infernal, casi ensordecedor, y resonaba en torno a la cabina mientras los esquís cortaban el hielo y se hundían hasta quedar finalmente enterrados. Stanford vio girar el cielo. Sentía como si su cabeza fuera a estallarle, oyó crujidos, silbidos y gritos y se quedó sin aliento y magullado, como si viera las estrellas. Abrió los ojos y vio a Rocky revuelto en la nieve, detrás de los mandos. Saltó adelante, pero su cinturón de seguridad lo contuvo. Se irguió, sacudió la cabeza y la nieve volvió a posarse en ella.
—¡Jesús! ¡Hemos aterrizado!
Rocky sonrió y miró a Stanford con una luz salvaje en los ojos. Sacudió de nuevo la cabeza, se soltó el cinturón de seguridad y bajó de su asiento. Stanford le imitó rápidamente. Sintiendo el cuerpo muy dolorido, se retorció en su asiento y siguió a Rocky hacia la bodega del avión. Los tripulantes, con ojos desorbitados por el asombro, en los que se leía la impresión sufrida, deambulaban erráticamente por el oscuro recinto envueltos en un caótico espectáculo. Rocky agitó los brazos, les gritó, les empujó y asumió el mando, sin darles tiempo a pensar, moviéndose rápida e implacablemente.
—¡Vamos! —exclamó—. ¡Soltad la rampa! ¡Salgamos de este infierno!
La rampa se estrelló contra la nieve y en el avión irrumpió una deslumbrante claridad. Las siluetas de los dos hombres se recortaron contra la radiante luz y el avión se llenó de un intenso frío. Stanford avanzó lentamente: los huesos le dolían y la cabeza le daba vueltas. Vio que Rocky agitaba las manos en el aire y sintió que el frío se apoderaba de él.
—¡Estupendo! —exclamaba Rocky—. ¡Magnífico! ¡Muy bien! Ahora sacaremos el tractor. De acuerdo. ¡Más deprisa!
Las siluetas se humanizaron, los hombres fueron hacia el tractor y la luz relampagueó a su alrededor, mientras soltaban las bridas. Éstas cayeron al suelo con un sonido agudo y metálico, mientras Stanford pasaba junto a los hombres, llegaba hasta la rampa y miraba al cielo: reinaba un blanco resplandor, una azul y sorprendente claridad sin nubes. Muy arriba, en el cielo, distinguió una esfera gris que se mantenía silenciosa. Rocky gritó y su voz tuvo un efecto resonante, mezclándose con el rechinar del acero. El gris y pesado tractor se deslizó por la rampa. Stanford se estremeció, sintió frío, vio a los hombres a su lado, detuvo a Rocky y señaló el cielo. Su amigo hizo una señal de asentimiento y ambos descendieron por la rampa y subieron después al tractor. Stanford observó a los otros hombres, que estaban inmóviles, con los ojos muy abiertos, helados por el terror, y el tractor gruñó repentinamente, poniéndose en marcha en dirección este, con rumbo desconocido.
No sabían adónde dirigirse. Se encontraban en una alta meseta. El casquete helado era un terreno blanco y liso que se extendía en torno a ellos kilómetros y kilómetros. El tractor se abría paso entre la nieve, que giraba en torno a ellos transmitiéndoles su frialdad. Stanford distinguió una blanca cinta de terreno entre el cielo y la cumbre helada. Aquella zona estaba a miles de metros debajo de ellos y acaso no existiera ningún camino para llegar hasta allí. Stanford consideró aquella idea y sólo sintió una fría y cegadora ira.
—¡Jesús! —exclamó Rocky.
Primero fue la luz, luego la oscuridad y la nieve girando en torno a ellos. Un zumbido, la sensación vibrante de una salvaje sacudida y una negra masa de treinta metros de diámetro girando silenciosamente sobre ellos. Se oyó una maldición y un chillido, y el tractor se ladeó hacia la izquierda. Rocky profirió un chorro de imprecaciones mientras la nieve giraba a su alrededor. El platillo se detuvo y siguió zumbando y bajo el negro agujero de su base hizo entrar al tractor en el remolino de nieve, obligándole a avanzar silenciosamente. Stanford sintió una intensa presión, se asió a una manecilla, miró detrás y vio la negra y metálica superficie del platillo que se remontaba hasta formar una cúpula vidriada. Acaso no fuese vidrio; realmente no importaba demasiado. El platillo era inmenso e inspiraba terror, proyectándose sobre el tractor.
—¡Malditos cerdos! ¡Van a enterrarnos!
Rocky gritaba desafiante, impulsando el tractor hasta el límite, corriendo sobre la cumbre helada y pugnando contra el remolino de nieve que les obligaba a dirigirse hacia una informe masa de blanco resplandor que nada les ofrecía. Stanford observó en lo alto el platillo, su negra base giratoria, la gris superficie que se curvaba hasta la cúpula reflejando la luz solar. El platillo parecía estar casi inmóvil a igual distancia, pero no era así: se adelantaba lentamente, milímetro a milímetro levantando la nieve a su paso. Rocky lanzó una maldición y trató de liberarse: desvió el tractor a izquierda y derecha entre la nieve que giraba y silbaba amenazando devorarles y formando una cortina.
El tractor corría sobre la helada cumbre sin rumbo fijo, impulsado por el fiero remolino de nieve que levantaba el platillo. Avanzaba en un espacio intemporal. El tiempo se había congelado, al igual que cuanto les rodeaba: los hombres, el tractor, el paisaje y el platillo que les sobrevolaba. Rocky maldecía. Stanford vio a los otros dos hombres que gritaban demencialmente, agitando las manos. Trató de saltar del tractor, su amigo le empujó y ambos cayeron rodando por el suelo envueltos en la masa de nieve. Stanford se estremeció y miró arriba lleno de ira y paralizado por el frío, distinguiendo la giratoria y negra base del platillo que descendía sobre ellos.
De pronto, dos rayos láser de pulsante luz amarilla atravesaron el remolino de nieve, dividiendo el hielo que tenían frente a ellos, que se resquebrajó en líneas recortadas despidiendo vapor y escupiendo diamantes que silbaban y restallaban con la furia violenta de un terremoto. Rocky maldijo y giró vertiginosamente, proyectado adelante con las manos extendidas, mientras el tractor se estrellaba en una hendidura y desaparecían los rayos láser. Stanford veía a Rocky rodando mientras también él giraba terriblemente dolorido, hasta que volvió a pisar tierra firme. El tractor gruñía y levantaba la nieve tambaleándose hacia delante, perdida la dirección, entre una tormenta más potente y devastadora aún que tronaba salvajemente a su alrededor. Stanford se levantó, sintiéndose perdido, oyó un sollozo desesperado y contempló sorprendido la oscura masa del platillo encima mismo de ellos, oscurecida por la nieve giratoria. El sollozo se convirtió en un grito. Dos manos agitáronse salvajemente y el hombre echó a su amigo al suelo de un empujón, tirándose a un lado. Stanford lo observó sin hacer nada, sin pensar en nada, como entre sueños, viéndose empujado hacia delante por dos firmes manos que le obligaban a apartarse. Cayó en la nieve, y quedó envuelto en ella absolutamente aturdido. Vio la oscura masa en el cielo, la tormenta que le rodeaba y las tres formas borrosas que tenía delante tropezando ciegamente y gritando.
Primero el viento, luego la nieve, después la oscura masa, la blancura que todo lo borraba. Corrieron y se agazaparon a ciegas y, por último, surgió un rayo de brillante luz. El rayo barría el camino y ellos corrían saltando hacia delante. Oyeron un grito, se volvieron y vieron a un hombre que se hundía y desaparecía. La nieve crujió, profundizándose la hendidura hasta más de trescientos metros. Volvieron a sumergirse en la tormenta con el negro platillo sobre sus cabezas. Stanford oyó un grito ahogado, pero no pudo distinguir quién lo había proferido, y vio un rígido rayo luminoso brutalmente proyectado contra una negra sombra que bailaba. El hombre se estremeció y giró en redondo, con el rostro brevemente iluminado, roja su barba, sus cabellos y sus ojos, la nieve volando a su alrededor. Después saltó y cayó atrás, brillaron sus ojos a la luz, y el remolino de nieve se abrió profundamente, silbando, despidiendo vapor y estallando hasta caer en el inmenso vacío.
Stanford dio la vuelta y echó a correr entre la nieve silbante, que caía a remolinos, y a su derecha vio la sombra recortada de otro hombre desconocido. Corrieron uno junto a otro como uno solo, avanzando ciega, irreflexivamente, impulsados por la negra masa que les sobrevolaba, como si estuvieran enamorados. Entonces proyectaron contra ellos los rayos de luz, y los láser cortaron el hielo, que restalló y silbó despidiendo vapor y estallando a su alrededor. Ambos se detuvieron solos, formando una única sombra y luego se pusieron de nuevo en marcha, corriendo en torno a los rayos luminosos y cayendo sobre ellos la nieve. Vieron su final demasiado tarde. Un rayo de luz cayó entre ellos. Stanford saltó hacia atrás, tropezó y cayó. El otro hombre gritó, y luego reinó la oscuridad. La nieve revoloteó a su alrededor, se oyó el cortante ruido del hielo al quebrarse y el eco mortal del hombre sumergiéndose a trescientos metros hasta hallar la muerte. Por fin, el silencio y la nada.
Stanford quedó tendido de espaldas. La nieve caía a su alrededor, tenía la carne entumecida, le dolían los huesos y la cabeza le daba vueltas mientras reaparecía la brillante luz del día. Estuvo observando el platillo en su descenso: ya no brillaba sino que era de un gris metálico, enorme y muy real a la luz del sol, y descendía suave y silenciosamente. Stanford se incorporó, cayó hacia atrás, clavó las manos en la nieve, gritó y rodó sobre sí mismo, viendo el radiante cielo azul. Estaba cerca del borde del casquete helado, a más de seiscientos metros sobre las llanuras, abarcando con la mirada el sorprendente panorama de un helado y blanco páramo. Era excesivo, demasiado cegador y remoto para ser real. Suspiró y volvió a rodar por el suelo, esforzándose por ponerse en pie. El platillo descendió delante de él, con su enorme cúpula metálica gris apoyándose levemente sobre la nieve del casquete helado, mientras el sol destellaba a su alrededor.
Stanford observó el platillo. Sentía frío y una gran serenidad. Siguió sentado en el hielo, entre la nieve y el silencio, teniendo el blanco páramo a sus pies, a más de seiscientos metros de distancia, y el radiante cielo sobre su cabeza.
Y siguió sentado, esperando.