Capítulo Treinta y tres

Stanford llegó pronto deliberadamente. Se fue demorando en los cruces que había antes del lugar en que debía celebrarse la reunión, giró por la carretera y se metió entre los árboles, al abrigo de la oscuridad y de la luz de la luna, sintiéndose así más seguro. Detuvo el coche, apagó las luces, paró el motor y aspiró profundamente, tratando de penetrar su mirada en la oscuridad y observando el cielo, a la expectativa, como lo hacía siempre desde que viera brotar las luces brillantes. ¿Cuándo desapareció Epstein? En noviembre de 1977. Desde entonces había transcurrido todo un año y comenzaba otro. Se estremeció al pensarlo. No creía poder sobrevivirlo. Metió la mano en la guantera y sacó cuidadosamente una pistola, la comprobó y se apeó del coche, cerrando la portezuela cuidadosamente.

El cielo de Washington estaba totalmente estrellado y no soplaba el menor viento. Stanford olió a hierba húmeda. Sintió la frescura del ambiente, maravillándose de su suavidad tras el calor sufrido en Paraguay. Comprobó de nuevo la pistola, consultó la hora y, con un ligero estremecimiento, fue a esconderse tras los árboles de la carretera, mirando de izquierda a derecha.

La zona seguía desierta. Stanford miró al cielo y sonrió automáticamente, riéndose de sí mismo al verse como un fugitivo y preguntándose cómo había llegado a aquel extremo. La carretera continuaba desierta. Stanford observó de nuevo su reloj y, satisfecho, se arrodilló en la hierba detrás de unas zarzas espinosas y enmarañadas. La colinas estaban llenas de árboles. Recordó a Epstein en las cascadas, sus labios se tensaron y observó la carretera en toda su extensión percibiendo un sonido en la distancia.

Fuller llegaba puntualmente: siempre había sido persona de confianza. Stanford se incorporó sin levantarse del todo, empuñó la pistola y miró por la carretera, distinguiendo las luces del coche de Fuller que se aproximaban a él en la oscuridad. El coche llegaba al cruce y la carretera era llana y muy recta. Stanford vio cómo el vehículo reducía su marcha y se detenía, y percibió todavía suavemente el ruido del motor. Fuller proyectó por dos veces las luces de sus faros sin salir del coche. Stanford miró la carretera sin ver nada. Fuller encendió de nuevo las luces: estaba aguardando una respuesta. Stanford retrocedió apresurado entre los árboles a grandes zancadas y, dando un rodeo, apareció detrás del coche. Inspeccionó el camino de llegada: evidentemente, ningún coche había seguido a Fuller, y aquello le hizo sentirse mejor. Se metió entre los árboles, sintiendo el peso de la pistola en la mano. Llegó junto al coche, se inclinó y golpeó en la ventanilla. Fuller bajó el cristal y descubrió la pistola ante su rostro.

—¿Eres Stanford?

—Sí.

—¿Qué diablos haces? Me has pedido que viniera y estoy aquí. ¿Para qué es esa pistola?

—¿Estás solo? —preguntó Stanford.

—¿Qué diablos crees? Míralo bien: tienes ojos en la cara. ¡Estoy solo, por Cristo!

—¡Sal del coche!

—¡No puedo creerlo! He venido desde Washington atendiendo a tu petición y ahora me metes una pistola en la cara. ¿Te has vuelto loco?

—Lo siento.

—¡Somos viejos amigos, por Dios!

—Lo siento. Estoy un poco nervioso. ¡Vamos, sal del coche!

Fuller suspiró, puso los ojos en blanco, paró el motor y apagó los faros. Salió del coche levantando las manos en el aire, como si estuviera pidiendo misericordia.

—¡No puedo creerlo! Debes de haber perdido la cabeza. ¿Quién diablos crees que eres? ¿Eliot Ness? ¡Aparta eso de mi cara!

—Ha de ser así.

—¡Se tratará de una broma! ¡Un viejo amigo de hace muchos años me saca de la cama para apuntarme con una pistola!

Stanford agitó suavemente el arma.

—No estoy bromeando. Si tengo necesidad de este maldito objeto, lo usaré. Por aquí, entre los árboles.

Fuller suspiró y movió la cabeza, incrédulo, sonriendo forzadamente, y saltó de la carretera hacia los árboles, siempre apuntado por la pistola.

—¿Aquí, viejo amigo?

—Eso es —dijo Stanford.

—Será una gira campestre. Un convite de medianoche. Realmente estoy ardiendo de impaciencia.

Stanford le mantenía apuntado con la pistola, sintiendo todavía afecto por él, pero sin tenerle confianza, incapaz ya de confiar en nadie, ni siquiera en los viejos amigos.

—¿Puedo detenerme? —preguntó Fuller.

—Sí, ahora sí.

—Supongo que éste es tu coche, ¿verdad? —preguntó Fuller.

—Sí, entra.

Fuller suspiró y se peinó los cabellos grises con los dedos, agito de nuevo la cabeza, estupefacto, abrió la portezuela y se inclinó para ocupar su asiento, quedando encogido en tan reducido espacio. Stanford rodeó el vehículo por delante, sin dejar de apuntarle por la ventanilla, abrió la portezuela y se sentó ante el volante sin perder de vista a Fuller.

—¿Adónde vamos? —preguntó Fuller.

—A ningún sitio. Nos sentaremos aquí, charlaremos un poco y luego te dejaré volver a tu casa.

—¡Muy generoso por tu parte!

—Lo siento.

—Mi viejo amigo lo siente; eso me reconforta.

Era alto y musculoso, de rostro enrojecido, y se peinaba los cabellos con los dedos. Le observaba con perspicaz mirada.

—De acuerdo —convino, suspirando—. Estoy impresionado: no puedo creer que nos encontremos aquí sentados, en un lugar cualquiera, y que me apuntes con una pistola. ¿Qué diablos sucede?

—Se trata de los platillos —repuso Stanford—. Quiero hablar de los platillos.

—Me lo había figurado. Siempre igual. Sólo me resulta nueva la pistola.

—He pasado un año muy malo. Tengo la impresión de que me siguen. Mi habitación ha sido registrada en dos ocasiones y me han intervenido el teléfono. Sufrí un accidente y el coche que aplastó el mío se dio a la fuga… No me siento nada seguro.

—Este país es muy peligroso. Creí que lo sabías.

Miró la pistola, ladeó la cabeza y sonrió sarcásticamente.

—Voy a meterme la mano en el bolsillo. No fumo, pero necesito un chicle.

Stanford asintió y le observó, vigilante. Fuller sacó la goma de mascar, la desenvolvió y se la metió en la boca.

—De modo que estás nervioso. Te están acosando y crees que somos nosotros los causantes.

—Eso es. Todo tiene las trazas de la CIA. Nos habéis estado siguiendo desde que fuimos al Caribe, desde que os comunicamos la desaparición de Gerhardt: nos acusasteis de mentir.

—¿A quién te refieres?

—A Epstein y a mí.

—Epstein ha desaparecido.

—Es cierto. Epstein ha desaparecido y vosotros no habéis hecho nada.

Fuller se encogió de hombros y siguió mascando su chicle.

—¿Qué diablos quieres que hagamos? Dices que se lo llevaron en un ovni y esperas que nos lo creamos. Es pedir demasiado.

—¿Por qué?

—Estás mintiendo.

—Me conoces demasiado para no creerme… Sabes que no invento cosas.

—Tu explicación fue ridícula.

—Entonces, ¿adónde ha ido Epstein? Hace un año que no se halla rastro de él y no os habéis preguntado la razón.

—Ese caso incumbe a la policía.

—¿A la policía? ¡Ni hablar! Se lo dije a la policía, se rieron de mí en comisaría y olvidaron el asunto.

—¿Qué diablos esperabas? Dijiste que un ovni se había llevado a tu amigo, insististe en ello como un obseso. Por eso se rieron los policías.

—¡Estupendo! Pero el profesor Epstein sigue sin aparecer. Era una personalidad, ha desaparecido y a nadie parece preocuparle. Me parece muy raro; no tiene sentido. Un hombre famoso desaparece durante un año y ni pestañean: me sorprende muchísimo.

—De modo que ha desaparecido. Muchísima gente desaparece. Era un hombre viejo, le quedaba poco tiempo de vida. Probablemente habrá muerto.

—Yo estaba presente —insistió Stanford.

—Sí, lo sé. Y un ovni se lo llevó.

—Tú me crees, lo sé. Por eso no estáis investigando.

Fuller dejó de mascar su chicle, miró fijamente a Stanford sin sonreír y luego volvió a mascar despacio, moviendo rítmicamente las mandíbulas.

—Así pues, nos encontramos en un callejón sin salida. ¿De qué diablos estamos hablando?

Stanford miró a Fuller detenidamente. Su amigo le parecía un extraño. Sostenía con firmeza la pistola dispuesto a utilizarla.

—Tú me crees —dijo Stanford—. Me creíste entonces y me crees ahora. Me habéis estado siguiendo, sabéis qué he descubierto y eso os pone nerviosos.

—¡Ah! ¿Y de qué se trata? ¿Qué has descubierto?

Stanford se sintió invadido por una oleada de calor y deseó bajar el cristal de la ventanilla, pero temía hacerlo por si hubiera alguien allí cerca. Lanzó una rápida mirada a derecha e izquierda, y le pareció una tontería obrar así. Se mojó los labios y cambio de mano la pistola, secándose la derecha en los pantalones. Luego volvió la pistola a su derecha y siguió apuntando a Fuller. Su viejo amigo, su antiguo compañero de la CIA, era alguien en quien ya no podía seguir confiando.

—Los platillos existen. Vosotros habéis conocido su existencia durante años. Tenéis vuestros propios platillos, pero lo guardáis en secreto por razones políticas. También hay otros extraordinariamente más adelantados que representan una amenaza para el país y habéis entablado competición con ellos. Esos platillos os asustan y teméis la opinión pública. No queréis que corra la voz y cunda el pánico. Los otros platillos son muy avanzados, y quienes los hacen, muy poderosos. Tienen armas que nunca hemos imaginado y están dispuestos a utilizarlas.

Fuller enarcó las cejas.

—No lo creo. Me parece que no debo oír bien: mi viejo amigo se ha vuelto loco.

—Tenéis vuestros platillos —siguió Stanford—. No tiene objeto negarlo. Los conceptos originales proceden de Alemania. Hace años que los estáis construyendo en White Sands y en los desiertos de Canadá, pero ahora la gente que construyó los platillos originales está poniéndose nerviosa.

—No lo creo.

—Lo crees —rebatió Stanford—. Lo que pasa es que deseas mantener el secreto. Disteis fin al proyecto Libro Azul, acosasteis a vuestros mejores investigadores, sembrasteis deliberadamente la confusión por medio de rumores durante los últimos treinta años. Sabíais que no podríais mantenerlo en secreto, que sólo podríais confundir los términos, de modo que cuando se difundía algo, lo tergiversabais y lo envolvíais en mitos. Piensa en la base aérea de Cannon, en las de Deerwood Nike, en Holloman y en la de las Fuerzas Aéreas de Blarine, y luego di que son rumores. ¡No lo son, maldita sea! Los platillos que se han visto allí eran los vuestros. La gente hablaba e hicisteis circular historias de extraterrestres. Pero si los extraterrestres no existen, existe algo mucho peor: un puñado de magos que están en la Antártida y cuya existencia conocéis vosotros muy bien.

—¿En la Antártida? —preguntó Fuller, sorprendido.

—No te hagas el inocente. Hay un grupo de hombres en la Antártida que creó los platillos originales. Ahora están tan adelantados que no podéis tocarlos, y el gobierno está terriblemente asustado.

—¡Eso es una locura!

—No, no lo es. La Antártida es muy grande y esa gente se oculta allí.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—No, no lo sabes. Sólo estás divagando.

Movió lentamente la cabeza, mascando su chicle con aspecto disgustado y mirando con simpatía a Stanford. Movió de nuevo la cabeza cansadamente.

—¡Cuántas insensateces! Creí que tenías más sentido común. Ésa es una de las historias más antiguas en la mitología de los ovnis… y una de las peores.

—¿Qué historia?

—La de los malditos agujeros de los polos: las bases de los ovnis en la Antártida. Ciudades subterráneas bajo el hielo, la Atlántida, Lemuria…

—He oído esas historias y no me las he creído ni un instante… Pero entonces tampoco creía en los platillos y resulta que estaba equivocado.

—¿De modo que proceden de la Antártida?

—¿De modo que admites su existencia?

—No tenemos platillos volantes. Y nadie los tiene.

Intentó sonreír a Stanford, pero no tuvo mucho éxito en su empeño.

—Supongamos que se hallan en la Antártida. De este modo podría enmendarte la plana.

—Están en la Antártida —insistió Stanford—. Se encuentran en factorías subterráneas. Son iguales a las factorías escondidas en la Alemania nazi y están bajo el hielo.

—Eso es ridículo. No se puede profundizar bajo aquel hielo.

—No me hagas creer que aquella tierra está hueca: es una teoría propia de necios.

—¿Lo es?

—Sabes perfectamente que es cierto: no existen agujeros en los polos. ¡No me hables como si estuvieras ido!

—¿Y qué me dices de los satélites ESSA 7? Las fotografías tomadas por ellos causaron sensación.

—Eso se está debatiendo.

—Dímelo de todos modos.

—Tú eres un científico y conoces sobradamente los hechos. No tengo nada que decirte.

—¡Dímelo, de todos modos!

Fuller movió cansadamente la cabeza.

—De acuerdo. ¿Quieres jugar? Pues jugaremos. Te hablaré de las fotos que engañaron a todos los ufólogos.

Sacó del bolsillo otro chicle, lo desenvolvió, lo miró y se lo metió en la boca, mascándolo con expresión muy disgustada.

—Aquellas famosas fotos de la NASA se publicaron en la mayoría de revistas científicas, donde se esperaba que se entendiesen. Por desdicha, y como de costumbre, las fotos del satélite ESSA 7 cayeron en manos de algunos escritores comerciales. Los enormes agujeros de los polos, tan claramente mostrados en las fotos, se describieron de un modo que sólo podía calificarse de ignorante, como si fueran lo que parecían ser: unos agujeros en los polos.

Fuller movió tristemente la cabeza, mascó su chicle, miró en torno sin ver más que oscuridad bajo los árboles, y luego se volvió a Stanford.

—Desde luego, no se trataba de agujeros —siguió—. Lo sabes tan bien como yo. Aquellas fotografías habían sido obtenidas con sistemas fotográficos a base de cámaras «vidicon» montadas a bordo que, por lo tanto, no eran corrientes. En realidad, se trata de fotomosaicos, y habían sido reproducidas procesando las señales de un conjunto de imágenes producidas por la cámara de televisión obtenidas en un período de veinticuatro horas. Aquellas señales fueron procesadas por un ordenador y transformadas en proyección cartoestereográfica polar con latitud, longitud y subrayando las zonas de terreno sobreimpuestas electrónicamente. Las zonas en que faltaban las estructuras fotográficas, debido a que esas fotos fueron tomadas durante el oscuro invierno polar, y los sistemas fotográficos de ESSA 7 no iban equipados con infrarrojos, aparecían en blanco y negro, lo que explica los famosos «agujeros negros». Sin embargo, los actuales satélites orbitales polares utilizan un radiómetro de tipo escáner de dos canales, en lugar del sistema fotográfico «vidicon», y ese sistema es sensible a la energía tanto en los espectros visibles como en los infrarrojos. Si no te importa venir a mi oficina, puesto que pretendes ser un científico tan ignorante, te enseñaré algunas imágenes satélite estenográficas polares del satélite NOAA 5, en el cual los datos visibles del canal sobre los polos durante el invierno, muestra agujeros, mientras los datos del canal infrarrojo durante el mismo período muestra el terreno como realmente es: no hay agujeros en los polos y tú lo sabes, de modo que dejemos este condenado asunto.

Stanford sabía que tenía razón. Sólo deseaba hacerle hablar. Quería soltar la lengua a Fuller antes de tirarle de las orejas.

—De acuerdo. Cambiemos de tema. ¿Qué sabes del almirante Byrd?

—¡Por Dios!

—¡Habla! —insistió Stanford.

—Vas a volverme loco. Me parece que me engañan los oídos. Estamos en el paraíso de las locuras.

—¡Habla!

—Pregúntame. Mi imaginación no llega tan lejos como la tuya. Puedo responder a lo que quieras.

Stanford no se rió. Seguía apuntando a Fuller. Sólo de vez en cuando miraba fuera del coche, inspeccionando el oscuro y silencioso bosque.

—De acuerdo —dijo Stanford—. Aceptando que no existan enormes agujeros en el Polo Sur, la siguiente teoría importante de los ufólogos es que la tierra que rodea los polos profundiza considerablemente, formando una especie de gigantesca rosquilla; que esa masa de terreno es, por consiguiente, mayor de lo que comúnmente se cree; y que puede ser muchísimo más cálida que la Antártida circundante.

—Y siendo esa zona tan inmensa, tan alejada de nosotros y tan cálida, acaso fuera fértil y estuviese habitada. Allí tendrían su sede aquellos que fabrican el platillo.

—Es posible.

—No lo es —le rebatió Fuller—. Estás citando las observaciones del almirante Byrd acerca de un continente visto en el cielo.

—De acuerdo. Es sobradamente conocido que el almirante Byrd se adentró en una extensión de terreno de tres mil setecientos kilómetros más allá del polo y vio una masa de tierra reflejada en el cielo. Puesto que ahora conocemos las condiciones de la Antártida, podemos comprender que se trataba de un reflejo.

—O de un espejismo —dijo Fuller.

—O de un espejismo. Aún subsiste el interrogante, teniendo en cuenta de dónde regresó Byrd, de cómo pudo haber viajado tres mil setecientos kilómetros más allá del polo.

—No lo hizo. El origen de aquella cifra es un misterio y no procede de Byrd. Consulta los archivos de los periódicos y descubrirás que la cifra real manifestada fue un viaje de aproximadamente tres mil kilómetros, siendo sólo ciento cuarenta kilómetros de ellos más allá del polo y regresando a la región de la meseta polar. En cuanto al «Gran Misterio más allá del Polo», esa afirmación que los ufólogos han recogido como sólida prueba de su teoría de un «continente oculto», es, simplemente, la muy comprensible observación de un hombre que, en 1937, estaba viendo por vez primera una masa de terreno aún inexplorado. El «Gran Misterio» era simplemente la «Gran Extensión no Cartografiada», pero, desde entonces, ya ha sido explorado y fotografiado y no es «desconocido».

Stanford comenzó a hablar, pero Fuller le acalló con la mano, abstraído en sus propias palabras y decidido a concluir.

—Déjame seguir, ahora que estoy dispuesto. No puedo tolerar tu supuesta ignorancia… Respecto a la muy sobada observación de Byrd sobre «aquel continente encantado en el cielo», es de advertir que Byrd también manifestó que durante el vuelo, tanto él como su tripulación no tenían equipo de oxígeno, que estaban sufriendo anoxia y que, por consiguiente, no se hallaban del todo centrados, un punto convenientemente ignorado por nuestros ufólogos. En cuanto a que el continente en el cielo se tratase de un reflejo de masa terrestre no cubierta de hielo, no es tan extraordinario como pretenden los ufólogos. Contrariamente a las ignorantes afirmaciones de muchos de ellos, en realidad hay muchas zonas conocidas libres de hielos en la Antártida, y cualquiera de ellas podía haber sido causa del reflejo o espejismo visto por Byrd. Otro supuesto hecho es que no existen volcanes en la Antártida y que el polvo a veces allí descubierto debe, por consiguiente, proceder del «Continente Escondido». Ésa es una teoría muy clara, excepto en una cosa: que sí hay volcanes en la Antártida.

Fuller sonrió y mascó su chicle. Stanford se acercó más a él. Seguía sosteniendo firmemente la pistola en su mano y se sentía muy excitado.

—De acuerdo. Eso ratifica mi punto de vista. Sólo deseo aclarar una nimiedad y luego seguiremos. En la Antártida hay lagos y también zonas libres de hielos. Existen montañas y volcanes y el hielo puede tener mil quinientos metros de profundidad. Se cree que, bajo su superficie, se une realmente al mar. Esto sugiere algunas cosas. Sugiere valles ocultos, cañones, cuevas y otras zonas escondidas libres de hielo en las que podría existir una colonia de personas relativamente a salvo. Nunca he creído que la tierra fuese hueca: me consta que hemos realizado proyecciones cartográficas de la Antártida, pero también sé que sólo se han efectuado desde el aire y que se trata de zonas amplias y desconocidas. Tú sabes quiénes son los bastardos que hay allí, y probablemente estás enterado de dónde se encuentran: y yo quiero saber qué están haciendo, quiénes son y todo lo que allí concurre y dejar de divagar.

Fuller miró fijamente a Stanford. Estaba tembloroso y Stanford comprendió que se estremecía de miedo, pero con fría y reprimida rabia. Siguió apuntándole: Fuller dirigió su mirada al arma, estuvo largo rato en silencio y luego se encaró a Stanford.

—Voy a salir de aquí.

—No lo intentes.

—No sabrías disparar con esa maldita cosa. ¡Adiós muchacho, nos veremos!

Y se volvió hacia la portezuela. Stanford levantó la pistola, la apretó contra la cabeza de Fuller y se la metió en la oreja. Fuller se inmovilizó: el cañón del arma le llenaba el oído. Se quedó sentado mirando el salpicadero y aspiró profundamente.

—No te atreverías. ¿Qué diablos crees estar haciendo? Tú eres un científico: no juegues con esas cosas. ¡Quita eso de mi oreja!

—Estoy a punto de disparar —amenazó Stanford.

—Lo he notado.

—Habla o te vuelo la tapa de los sesos.

—De ningún modo. No lo harás.

Fuller se apartó bruscamente e intentó abrir la portezuela del coche. Stanford cogió la pistola por el cañón, usando la empuñadura como maza, y golpeó a Fuller lateralmente en la cabeza y en el dorso de la mano. La cabeza de Fuller pareció girar, golpeó en el salpicadero y luego rebotó hacia atrás. El hombre sacudió su mano herida, tratando de contener la sangre que manaba de ella. La dejó caer a un lado, defendiéndose con su mano sana. Stanford la apartó con la pistola, golpeándole una y otra vez y acertando en ella. Fuller murmuró algo entre dientes, cayó hacia delante y quedó inmóvil sobre el salpicadero, sangrando y respirando profundamente.

—¡Habla!

—¡Vete al infierno! Si no estuvieras empuñando una pistola, te habrías comido tus palabras. No hablaré. Has ido demasiado lejos. Si quieres que hable, tendrás que conquistarme y no eres mi tipo.

—Lo conseguiré.

—Apuesto a que no.

—De acuerdo, Fuller: ya basta. Ha acabado la broma. Ahora habla; será menos doloroso.

Fuller intentó levantar la cabeza y Stanford le golpeó con la pistola, haciéndole chocar contra el parabrisas y sangrar con mayor intensidad. Stanford se observaba a sí mismo entrando en acción: estaba fuera de sí; no se reconocía, pues actuaba a impulsos de la ira. Su ego oculto había emergido; comprendía lo que sienten los perseguidos. Estaba desesperado, y aquello le hacía sentir una ira que dominaba su antigua naturaleza. Recordaba a la muchacha de Galveston, la paliza dada a Scaduto, su viaje por Paraguay, los indios ache, el frío y brutal alemán… Sí, había cambiado. Lo sabía al mirar a Fuller. Su antiguo amigo ensangrentado y respirando dificultosamente ya no era alguien en quien poder confiar.

—¡Habla!

—¡Por Dios!

Fuller se asió al salpicadero con sus gruesos dedos, como si tratara de doblarlo.

—Parece que has aprendido algunos trucos.

Stanford aplastó la mano de Fuller, que gritó y levantó la cabeza. Stanford volvió a golpearle con la pistola, viendo correr la sangre.

—He cambiado —dijo Stanford—. Ya no soy un científico. De todos modos, nunca fui un buen científico, pero ahora habéis acabado conmigo. No voy a sentarme para aceptarlo pacientemente: quiero recuperar a Epstein. No sé por qué todo esto es tan importante, pero me consta que lo es. Tengo que encontrar a Epstein, he de saber qué le ha sucedido. Aquel viejo significa ahora mucho para mí y no lo entiendo. Dijo que me negaba a tomar decisiones: tomé una cuando él desapareció. Decidí seguir el rastro de este sucio negocio y no permitir que ningún bastardo me detuviese. Ahora quiero que hables y creo que tendrás que hacerlo. Si no es así, estaremos aquí sentados toda la noche y te seguiré haciendo daño.

Fuller lanzó una maldición y se irguió. Stanford le golpeó en el estómago. El hombre gruñó y cayó de nuevo adelante, apoyando su mano en el salpicadero. Stanford se la aplastó. Fuller gritó y luego murmuró algo. Estaba incorporado, sosteniéndose con la frente en el salpicadero, goteando sangre en el suelo.

—¡Jesús! ¡Oh, Dios mío, cómo duele! De acuerdo: estoy medio muerto; tú ganas. ¡Cristo, cómo duele!

Sacudió la cabeza, pero sin levantarla. Miraba al suelo, a sus propios pies. La sangre le caía de la cabeza y de los labios y le manchaba los zapatos.

—De acuerdo. Tienes razón. Fue durante la Segunda Guerra Mundial. El maldito alemán construyó un platillo. Encontramos componentes y varios proyectos. Los ingleses, los canadienses y nosotros descubrimos distintos fragmentos, y aquello bastó para ponernos en marcha, uniendo nuestros esfuerzos. Ya conoces la mayoría de detalles, de modo que no me extenderé en ellos. La principal labor se realizó en Canadá y también en White Sands, y muchos ovnis vistos por aquellas zonas eran nuestros.

—¡Magnífico! Todo eso ya lo sé. ¿Qué hay de la Antártida?

Fuller gruñó y movió la cabeza.

—Todo está en las cintas de Epstein —repuso.

—Aquello fue en Alemania —repuso Stanford—. Estás confundido: quiero que me hables de la Antártida.

—Tú fuiste a Paraguay, fuiste a ver al viejo alemán. Sabemos lo que te dijo ese bastardo… A nosotros nos contó lo mismo.

—¿Cuándo?

—Hace mucho tiempo. Ese viejo buitre ya debería estar muerto, pero no podemos acercarnos a él.

—La Antártida —insistió Stanford.

—Él te puso en antecedentes. Eso fue el principio de todo: aquellos condenados fueron a la Antártida y allí empezó todo.

Movió la cabeza y se secó los labios. Casi no podía servirse de sus manos. Gruñó y las dejó caer de nuevo, apoyando todavía la cabeza en el salpicadero.

—Sabíamos que estaban allí. El capitán Schaeffer nos lo contó todo. Dijo que habían ido a Nueva Suabia a construir platillos volantes y nos sentimos inclinados a creerle. Teníamos pruebas contundentes que confirmaban sus afirmaciones. Contábamos con diseños y componentes y encontramos a algunas personas que hablaron. Por eso lanzamos la operación Highjump en enero de 1947. Fue una misión militar disfrazada como de exploración y su auténtica finalidad consistía en descubrir dónde estaban los alemanes.

—Ellos atracaron en Nueva Suabia —dijo Stanford.

—No —repuso Fuller—. Podemos desechar ese rumor. Teníamos que engañar a todo el mundo, de modo que lo hicimos de ese modo. Rodeamos todo el continente; cubrimos realmente aquella zona. Nos dividimos en tres grupos separados y nos diseminamos por todo el lugar. El Grupo Central, con base en Pequeña América, en el mar de Ross, cubrió la zona comprendida entre la Tierra de Marie Byrd y Victoria, hacia el interior, en secciones cruzadas hasta llegar al Polo Sur. Entretanto, los Grupos Este y Oeste rodearon todo el continente, moviéndose en direcciones opuestas, haciéndose visibles unos aviones a otros. El Grupo Este llegó hasta el mar de Waddel; el grupo Oeste, hasta la Tierra de la Princesa Astrid. Algunos aviones de ambos grupos sobrevolaron luego la Tierra de la Reina Maud comprendida la zona que los alemanes habían llamado Nueva Suabia. Vieron casquetes de hielo como montañas y sus brújulas enloquecieron. Se perdieron después y algunos platillos volantes aparecieron de improviso. Los platillos volantes los aturdieron y el sistema de encendido de los aviones se estropeó. Cuatro de ellos cayeron; otros regresaron y las tripulaciones hablaron luego de ello al almirante Byrd. La expedición fue interrumpida y en la versión oficial se alegó que había sufrido vientos huracanados. Byrd regresó a América, hizo algunas declaraciones indiscretas hasta que le obligamos a guardar silencio, dimos fin a todas las habladurías acerca de los platillos, y decidimos tratar el tema de la Antártida con cuidado considerable. Unos cuatro meses después, en junio de 1947, probamos nuestros propios platillos sobre Mount Rainier, en las cascadas y, entonces, los platillos que habíamos visto en la Antártida nos hicieron sus primeras visitas.

—¿Cómo descubristeis de dónde venían? —preguntó Stanford.

—No lo descubrimos. Fueron ellos quienes nos encontraron. Comenzaron a jugar con nuestros reactores y aviones comerciales sólo para darnos a conocer de qué eran capaces. Insistieron en los puntos claves, poniendo en vilo nuestros centros de pruebas de alto secreto y anulando los interceptores de nuestros pilotos. Al cabo de tres años ya no nos cupo duda alguna acerca de la procedencia de aquellos platillos volantes. Naturalmente, lo mantuvimos en secreto; estábamos muertos de pánico. Anulamos el Proyecto Grudge, tratamos de ridiculizar todos los informes sobre observaciones de platillos y creamos la primera confusión en torno al asunto, hasta convertirlo en un mito. En líneas generales, aquello funcionó y lo aprovechamos para proteger nuestros platillos. Las visiones de Lubbock, por ejemplo, eran visiones de nuestros propios platillos, y con muchísimas otras apariciones ocurrió lo mismo.

Fuller seguía manteniendo la cabeza reclinada y sangraba ya mucho menos. Hablaba como un hombre en trance, con respiración más firme.

—Se pusieron en contacto con nosotros en 1952. Y lo hicieron como políticos normales, por los canales correctos. El acercamiento lo realizó un hombre llamado Aldridge, que se puso en contacto con la CIA. Nos reunimos con él y nos contó una historia a la que no podíamos dar crédito. Aldridge demostró sus afirmaciones. Estuvo hablando con uno de nuestros principales hombres. Conocía su dirección y le dijo que la noche siguiente enviaría un platillo volante a su casa. El jefe de la CIA vivía en Alexandria, Virginia, y celebraba una fiesta en el jardín, durante la cual tanto él como sus invitados vieron un ovni dirigirse abiertamente sobre la casa.

—¿Fue entonces cuando el director de los servicios de inteligencia, general Samford, convocó a Ruppelt a una reunión secreta en Washington?

—Eso es. Pero Ruppelt no sabía nada de la colonia de la Antártida y nosotros nunca se lo dijimos.

—Entonces, ¿qué objeto tenía la reunión?

—Tras haber visto el ovni sobre su casa, el jefe de la CIA celebró otra reunión con Aldridge. Éste le habló entonces más extensamente de la colonia, le explicó de qué eran capaces y añadió que no deseaba ninguna interferencia y que quería negociar con Estados Unidos. Al parecer, pese a su gran ingenio y de los centenares de trabajadores con que contaba, siempre se hallaba necesitado de distintos componentes producidos en masa, así como de equipo, por lo que tenía intención de asociarse de forma clandestina con Estados Unidos, cediendo ciertos secretos de su tecnología a cambio de los materiales que necesitaba para seguir investigando. Un acuerdo equilibrado, ¿verdad? Seguramente un ardid, pero era lo que él deseaba.

—¿Y qué sucedió?

—Le preguntaron qué sucedería si se negaban a ello y aludió a distintos desastres marítimos y terrestres que, por lo menos hasta entonces, no habíamos sido capaces de entender y que, al parecer, habían sido provocados por él. Aldridge nos lo explicó, diciéndonos cómo habían sido ocasionados. Seguíamos sin concederle demasiado crédito, por lo que nos anunció que invadiría Washington con sus platillos volantes. Cuando lo hizo, le creímos.

—Eso fue en 1952.

—Sí.

—Y la reunión entre Ruppelt y el general Samford, ¿cuándo se celebró?

—Después que Aldridge nos hablara de la invasión que proyectaba. Samford nunca habló a Ruppelt de Aldridge, pero deseaba conocer el alcance de las visiones de ovnis. Ruppelt, que desconocía nuestras conversaciones con Aldridge, confirmó que durante aquel mes se había producido una concentración masiva de ovnis en el estado de Washington. También nos confirmó que se estaba esperando una invasión de platillos sobre el propio Washington. Se produjo la invasión, decidimos seguir sin hacer nada y, una semana más tarde, volvieron esos bastardos y tuvimos que hablar con Truman.

—Y entonces llegasteis a un acuerdo con Aldridge.

—Cierto. Pero lo primero que hicimos fue formar el grupo Robertson con una doble finalidad. En primer lugar, tenía como objeto convencer al público de que un organismo científico adecuado había investigado el fenómeno ovni, descubriendo que no tenía sentido. Respecto a esto, también desde el comienzo teníamos la intención de utilizar las recomendaciones del grupo como un pretexto para suprimir los informes sobre ovnis. Me parece que ya estás enterado de cómo se desarrollaron los hechos…

—Sí —repuso Stanford.

—De acuerdo. La segunda, y también importante finalidad del grupo, consistía en examinar lo que Aldridge nos había contado y demostrado, y valorar su viabilidad como amenaza para la nación. Llegamos a la conclusión de que su tecnología estaba muy avanzada y constituía una amenaza sin precedentes para el país y, probablemente, para el mundo. Por tanto, decidimos llegar a un acuerdo con Aldridge.

—Comprendo. Eso explica por qué el grupo Robertson estaba compuesto de hombres especializados en investigación atómica y armamento avanzado, por qué estaba presidido por un miembro distinguido de la CIA y por qué incluía a Lloyd Berkner, que había acompañado al almirante Byrd a la Antártida en 1937.

—Sí, y también explica por qué, cuando Ruppelt descubrió que los ovnis estaban inteligentemente controlados, tuvimos que desembarazarnos de él.

—Y de todos los que siguieron sus pasos.

—Ciertamente.

—Entonces os pusisteis de acuerdo con Aldridge.

—Así es. El acuerdo, en términos sencillos, era que estableceríamos un intercambio paso a paso, negociando cómo y cuándo fuese necesario para lo que ambos deseásemos. Aldridge quería tener acceso a nuestras industrias de producción en serie… Nosotros deseábamos todo cuanto él sabía. Naturalmente, no aceptó. Nos daba alguna pequeña dosis, de vez en cuando. Y así, sin confiar mutuamente, establecimos unas relaciones que se intensificaron, haciéndose más complejas. Como toda relación, tenía sus fallos. Y lo más importante era que Aldridge también negociaba con nuestros buenos amigos los rusos.

—Utilizando a unos contra otros.

—Sigues estando despierto —ironizó Fuller—. Y continúa haciendo lo mismo. Negociamos y perdemos. Seguimos tratando de alcanzar su tecnología, pero él siempre va en cabeza. De modo que ha cambiado la pauta. Nos vamos arrastrando todos por la Antártida, que es una mina fabulosa de recursos inexplotados de petróleo, carbón, oro, cobre, uranio y, lo más importante, agua. Todo el mundo necesita ahora agua y el noventa por ciento de ella se encuentra en la Antártida. En resumen, en la Antártida se decidirá el futuro mundial, de modo que no podemos mantenernos alejados de allí por más tiempo. Nuestras pretensiones no son políticas; estamos allí para investigar, pero, como es lógico —o acaso carezca de lógica—, la política avanza a pasos agigantados hacia un conflicto.

—Es una pídola política.

—Eso es: un juego de niños. Pero si alguien resulta perjudicado, se desencadenarán todos los infiernos.

—¿Son nazis?

—No. Se trata de una sociedad de amos y esclavos, pero ya no son nazis. Ese Aldridge es un genio intrigante que rige totalmente aquel enclave. Está metido en parapsicología, prótesis y electrodos. Los implanta a su gente cuando nacen, y crecen como zombies. La población nunca supera el millar de personas; el sistema se basa en la eutanasia. Cuando alguien deja de ser útil, Aldridge le quita de en medio sin posibilidad de resistencia. Todos están disciplinados con electrodos; sólo existen para trabajar, y ese trabajo es para gloria de la ciencia. Los seres humanos sufren vivisección. Lo que Aldridge no posee, lo roba. Sabemos que se nos ha llevado gente, pero hemos ignorado con discreción el hecho. No podemos permitirnos provocar una situación conflictiva: hemos de seguir el juego. Aquella colonia representa el equilibrio de poder y no estamos en condiciones de compararnos con ella.

—De modo que americanos y rusos colaboran realmente con él, ¿no es eso?

—En realidad, eso es lo que necesitamos. El mundo entero ha perdido el control. Todos necesitamos lo que posee ese sucio bastardo, pero él se encuentra allí escondido, de modo que seguimos negociando. Nos miente, le mentimos, seguimos construyendo más satélites, armas nucleares, platillos más potentes, y creemos que en un par de años podremos estar en condiciones de atacarle; los rusos opinan igual, y Aldridge sabe lo que ambos pensamos. Cuando sufrimos un desliz, demuestra su poder y, entonces, nos apresuramos a rectificar. Como te he dicho, es un juego, una maniobra engañosa; antes o después estallará todo y no me gusta pensar en ello.

—Eso explica el secreto mantenido en torno a los ovnis. Y también por qué rusos y americanos colaboran en la Antártida.

—¡Has dado en el clavo, chico!

Fuller levantó lentamente la cabeza y la recostó en el asiento. Aspiró profundamente y siguió sentado, mirando la oscuridad.

—¿Dónde se encuentran? —preguntó Stanford.

—Ni siquiera pienses en ello. Si vas allí, jamás regresarás.

—¿Dónde están?

Fuller suspiró cansadamente.

—En Nueva Suabia. Volando sobre el meridiano cero en dirección a la Tierra de la Reina Maud y a unos trescientos veinte kilómetros de la costa, se encuentra una cordillera de escasa altura. En realidad es territorio noruego y forma parte de la Tierra de la Reina Maud. Suele encontrarse señalado tan sólo en los atlas alemanes con el nombre de Nueva Suabia. La colonia de la Antártida está en aquellas montañas. Nosotros profundizamos en su base y descubrimos una zona donde el hielo forma un círculo enorme que se asemeja a un volcán. Allí se encuentran las naves de carga y de allí salen. Bajo el círculo de hielo está la sólida roca que forma panales con largos túneles que conducen a la colonia, donde viven y trabajan todos ellos. La zona entera está protegida por un campo de fuerza magnética que estropea el funcionamiento de los aviones. Lo descubrimos a costa de nuestra propia experiencia hace años y dejamos de intentarlo. Aquella zona es como un «área inaccesible»… y nuestros pilotos tienen instrucciones de evitarla.

—Iré allí.

—No irás a ningún lugar. Antes te apreciaba y te aconsejo que no sigas adelante con esto o serás hombre muerto, ¿lo entiendes?

De pronto, Stanford percibió un ruido. Miró fuera automáticamente y vio una luz relampaguear por los árboles proyectándose entre la oscuridad. Entonces Fuller hizo un movimiento, Stanford se volvió y comprobó que había abierto la portezuela y se dejaba caer por ella con una mano dentro de la chaqueta. Stanford disparó y el ruido producido por el arma llenó todo el coche. Fuller lanzó un grito al tiempo que chocaba contra el suelo, pero luego rodó rápidamente. Stanford se echó sobre los asientos, oyó pasar el helicóptero y vio a Fuller que rodaba lejos empuñando una pistola en su mano derecha. Disparó contra él y Fuller saltó, dejando caer la pistola y derrumbándose pesadamente. Stanford se sentó al volante y dio la llave de contacto, mientras el sonido se hacía más intenso.

No se molestó en cerrar la portezuela. Una nube de polvo y piedras cayó sobre él. El helicóptero gruñó y descendió entre los árboles, bañando el coche en una luz brutal. Stanford lanzó una maldición, pisó a fondo el acelerador y cambió de dirección con un chirrido de los neumáticos. Proyectó el vehículo adelante y dio un giro muy cerrado, mientras Fuller iba hacia él tambaleándose. Stanford no pudo evitarlo: el choque produjo un golpe repugnante. Fuller cayó sobre el capó del coche, con las piernas separadas y los ojos y la boca muy abiertos, agitando enloquecido las manos y rodando de nuevo. Stanford pisó más a fondo el acelerador tratando de ocultarse entre los árboles. El coche osciló salvajemente de izquierda a derecha y se apartó de la carretera.

Primero la oscuridad, luego la luz: el helicóptero estaba encima de él, se abría paso entre los árboles, levantaba el polvo entre el estrépito de los motores. Stanford maldijo de nuevo y dio un brusco giro al volante. Chocó contra un árbol y salió de nuevo despedido.

El coche chirrió y se proyectó contra la vegetación, aplastándola. El helicóptero gruñó de modo ensordecedor: estaba sobre los árboles, levantaba el polvo a su derecha y le obligaba a ir hacia la carretera. Stanford murmuró y siguió adelante, oscilando furiosamente a derecha e izquierda, arrancando ramas y cortezas a los árboles y con un estrépito demencial del vehículo, pero manteniéndose alejado de la carretera. De pronto, el bosque se abrió en un claro, y el helicóptero descendió sobre el vehículo, aplastándolo con sus patines. El coche fue hacia la izquierda y se deslizó hasta que Stanford consiguió dominar de nuevo el volante. Uno de los patines se introdujo en el vehículo y Stanford condujo en círculo, cegado por los faros del helicóptero, casi sumergido en el polvo. El coche corría hacia el helicóptero, que traqueteaba y sufría sacudidas. Un rotor azotó un árbol y se desprendió, mientras la aeronave ascendía lateralmente. El coche corrió debajo del aparato y volvió a meterse entre los árboles, donde se vio agitado por una tremenda explosión y bañado por un recortado relámpago. Stanford miró hacia atrás. Un globo de fuego llenaba el claro, extendiéndose por el campo, hasta los árboles. Las llamaradas silbaban y se retorcían.

Stanford dio un enérgico giro al volante y fue hacia la carretera. Se metió de nuevo en ella y tomó el desvío de la derecha, en dirección a Washington. Al otro lado, los árboles incendiados iluminaban el bosque. Pronto las llamaradas quedaron a su espalda. Redujo entonces la marcha y condujo más cuidadosamente. Se vio rodeado por la oscura noche, con las estrellas brillando en el cielo, y comprendió que tendría que abandonar el país y no regresar jamás.