Capítulo Treinta y dos

Día 27 de abril de 1945. Salimos subrepticiamente de Kiel sin atrevernos a pedir combustible, de modo que tuvimos que desembarcar en el sur de Christiansund para llenar los depósitos. Las noticias que se recibían acerca de la situación bélica eran malas: los soviéticos se encontraban en Berlín, y americanos y rusos se habían reunido finalmente en Torgau, a orillas del Elba: el fin era inminente. Dos marineros escaparon y el submarino se sumergió al día siguiente, manteniéndose próximo a la costa. No me gustaba aquella nave; su atmósfera era bochornosa y hacía mucho ruido. Acudía con frecuencia a la bodega para comprobar el embalaje, aun sabiendo que era un acto inútil. El general Nebe se mostraba muy reservado; sus oscuros ojos eran impenetrables. El general Kammler escuchaba obsesionado la radio: no se recibía ninguna buena noticia. Evidentemente, el Reich se estaba desmoronando. Cuando se anunció la muerte de Adolf Hitler, comprendimos que todo había concluido.

El capitán Schaeffer convocó una reunión. Nebe y Kammler se sentaron juntos. El general Kammler se mostró tenso y enérgico; Nebe, totalmente inexpresivo. «La guerra ha concluido», dijo Schaeffer. Con lo que se presentaban ciertos problemas. No habría submarinos para atender el repuesto en el Atlántico Sur, lo que significaba carecer de suministros de combustible y de alimentos. Tendríamos que cambiar nuestros planes: nunca llegaríamos a la Antártida. Con suerte, podríamos alcanzar Argentina, pero no lograríamos seguir adelante.

Confieso que me sentí abrumado. Mi único pensamiento se centraba en el desierto de hielo. Miré a Nebe, pero sus negros ojos eran insondables, de modo que me fijé en Kammler. El general exhibía una intensa mirada. Mencionó al coronel Juan Perón, recordándonos que era un hombre que no sabía resistirse al geld[5]. Sonreía al decirlo: era un hombre organizado. Luego añadió que ya había comentado aquel asunto con las personas adecuadas. Nebe no sonrió. El capitán Schaeffer pareció aliviado. Acordamos llegar a Argentina fuese como fuese.

La decisión no fue unánime: se produjeron disgresiones. Algunos miembros de la tripulación se mostraron disconformes. La guerra había concluido, deseaban regresar a Alemania y Schaeffer estaba de acuerdo con ellos. Nos ceñimos a la costa noruega, asomando sólo a la superficie de noche. Pocos días después llegábamos a la escarpada costa de Bergen, donde desembarcaron los hombres.

Subí a cubierta para respirar aire fresco. Se veían grupos de estrellas entre las nubes, aguas negras y rocas recortadas. Los hombres se estremecían, fríamente observados por el general Nebe. Andaban arrastrando los pies y estrechaban las manos de sus camaradas al despedirse de ellos… Miré al otro lado de las aguas: la línea costera era monótona. El mar lamía el submarino mientras los hombres lo abandonaban. Sentía un intenso anhelo de pisar tierra firme. Después, pasaríamos meses en la nave, sumergidos la mayor parte de tiempo, y aquella idea no me alegraba. Contemplé las lanchas neumáticas que teníamos a nuestros pies, agitadas por las aguas que las salpicaban, empapando a los hombres que hundían los remos en las olas. Las lanchas se alejaron lentamente, mientras nosotros seguíamos en cubierta sin decir nada, llenos nuestros oídos del ruido de los aviones. Las lanchas se hicieron cada vez más pequeñas hasta desaparecer en la oscuridad. El capitán Schaeffer dio la orden de sumergirse, y todos descendimos.

El 10 de mayo de 1945 comenzó de verdad el viaje. Los recuerdos más intensos que conservo son de un constante hedor y calor y los sordos ronquidos de las máquinas. Aquello duraba demasiado para mantener nuestra cordura. Vivíamos apretujados. Primero fue un día; luego, una semana; después, dos: el submarino era como una tumba. El mar del Norte, el canal de la Mancha, la sombría costa gibraltareña… Cuando emergíamos, nuestra libertad era breve y los aviones nos asustaban. En realidad, apenas asomábamos a la superficie. La escotilla estaba abierta para dejar entrar el aire. Distinguíamos el resplandeciente círculo del cielo y luego volvíamos a cerrarla. Seguimos después por la costa africana, vislumbrando un breve destello de sol y arena. Luego pasamos setenta y seis días bajo el agua: una pesadilla de ruido y sudor.

¡Cuán vivos son mis recuerdos! Las intensas luces de las planchas de acero. Sin ventanas: sólo túneles de acero y sordos rumores de las máquinas. El aire bombeado era insuficiente; el olor a sudor, aplastante. Los marineros se tendían en las literas, se sentaban ante las mesas, sin afeitar y con aire indiferente. Señalábamos las fechas en un calendario. Kammler estudiaba su mapa. Yo jugaba con ecuaciones matemáticas y trataba de dormir largas horas. Sin embargo, nada nos aliviaba: no había día ni noche. La única realidad era el ruido de las máquinas, como una intensa e incesante burla. Aquello no afectaba a Nebe, cuyos ojos seguían siendo impenetrables. Dormía profundamente, con los labios fruncidos y silbando, colgándole la cabeza como si le pesara mucho. Su visión me molestaba. Yo pasaba mucho tiempo en la bodega. Insistí en varias ocasiones en que abrieran el embalaje y me dejaran ver los componentes. Era algo inútil, pero me mantenía ocupado. Otras veces, tendido en mi litera, hacía planes para el futuro.

Hacia junio, la tripulación estaba inquieta. Se producían disputas y peleas. Una vez, un hombre cruzó la cara de un amigo con su cuchillo de mesa. El capitán Schaeffer les dio cerveza. Era un hombre atento y considerado. Durante una semana reinó la paz y, luego, se reanudaron las peleas. El general Nebe observaba, vigilantes sus negros ojos y acariciando con frecuencia la pistola. Se dedicó a pasear arriba y abajo del submarino, murmurando palabras por doquier con las que consiguió tranquilizar a algunos espíritus inquietos. Los oscuros ojos de Nebe aplacaron su ira. Los hombres observaban sus ojos y su pistola, y recordaban su historial. Después de aquello, todo fue más fácil. Era una situación desesperada, poco menos que peligrosa. Nos turnábamos uno tras otro frente a las paredes y nos alimentábamos con nuestros pensamientos.

Emergimos seis semanas más tarde en medio del Atlántico Sur. Un sol salvaje abría un agujero encendido en el cielo, y el verdoso mar era plácido: aquel respiro fue una bendición. El mes siguiente resultó más soportable. Alternábamos entre flotar por la superficie y sumergirnos en las profundidades. Luego vimos las islas de Cabo Verde y llegamos a las playas de la isla Branca. Los hombres retozaron por la ardiente y blanca arena y se bañaron en el deslumbrante mar. Aquel día pasó muy deprisa. El zumbido de los aviones nos obligó a abandonar la isla, el submarino se sumergió en el mar y proseguimos nuestro viaje.

No obstante, la vida se volvió más fácil. Empezamos a emerger casi diariamente. En una ocasión permanecimos una semana en la superficie disimulando el submarino con velas y una falsa chimenea: desde el aire parecíamos un carguero. Los aviones nos sobrevolaban, pero nos ignoraban, ya que no despertábamos sospechas. Los hombres saludaban a los aviones: luchaban contra el aburrimiento con aquel rasgo de humor. Observaban cómo se iban los aviones y luego se tendían a broncearse.

Nebe solía quedarse abajo: le agradaban las profundidades claustrofóbicas. Kammler paseaba por la cubierta e inspeccionaba el horizonte como un hombre que no tiene tiempo que perder. Finalmente divisamos tierra: era la costa de Río de Janeiro. Kammler bajó sonriente por la escotilla para escuchar la radio. Las noticias no eran buenas. Nos refirió lo que había sucedido. Otro submarino que huía, el U-530, al mando del capitán Wehrmut, había llegado recientemente al Río de la Plata, con desdichadas consecuencias. Toda la tripulación había sido hecha prisionera y entregada a los americanos. Kammler nos lo contó, estudiándonos, disfrutando ante nuestra desesperación. Luego sonrió, mencionó un lugar llamado Mar del Plata y volvió junto a la radio.

El 17 de agosto de 1945 arribamos a Mar del Plata. Cuatro meses después de haber embarcado en Kiel, desembarcábamos en Argentina. No había por qué preocuparse: habíamos llegado a un acuerdo. Seríamos trasladados a un aeropuerto secreto de Bahía Blanca y desde allí volaríamos directamente a la Antártida.

Aquella idea me complació en extremo. Estuve contemplando el muelle lleno de gente. Los oficiales argentinos atravesaron la pasarela y sus medallas refulgieron y tintinearon. Se enjugaban el sudor de la frente y no parecían muy satisfechos. Advertí al punto que algo no marchaba bien y me acerqué a Kammler, que estrechaba las manos de los oficiales. El hombre que llevaba más medallas susurraba algo. Los labios de Kammler formaron una tensa línea que expresaba preocupación. Se volvió sonriente hacia el capitán Schaeffer y nos presentó a los oficiales. Tomamos vino y pasteles en cubierta mientras caía sobre nosotros un sol despiadado. «Un pequeño retraso», comentó alguien. Un desdichado contratiempo con respecto al transporte. Tendríamos que pasar algunos días en el submarino hasta que pudiéramos irnos. El capitán Schaeffer estuvo de acuerdo: era un hombre razonable y considerado. Los argentinos sonrieron, inclinaron cortésmente la cabeza y se marcharon apresurados.

Kammler, Nebe y yo nos reunimos a medianoche en el muelle y hablamos. Estaba oscuro y la luna se reflejaba en los insondables ojos de Nebe. Kammler se expresó en un susurro apremiante, diciéndonos lo que en realidad había sucedido. Comentó que los servicios de inteligencias ingleses y americanos habían recibido información acerca de una supuesta huida de Hitler y Martin Bormann, por añadidura en submarino, suponiéndose que se dirigían a Argentina, y que los aliados deseaban que los argentinos les informasen de la presencia de cualquier submarino alemán en sus aguas. Por ello, los argentinos estaban llenos de pánico y entendían que debía hacerse algo: querían ofrecer algo a los aliados para que se callasen.

El general Nebe vivía entre constantes intrigas: era como el aire que respiraba. Sus oscuros ojos no reflejaban ningún sentimiento mientras expuso su proyecto. Partiríamos los tres llevándonos el embalaje, pero para salvar las dificultades en que se encontraban los argentinos, dejaríamos al resto de la tripulación con ellos, que los conservarían como presos políticos y los entregarían después. De ese modo los argentinos quedarían bien respaldados y nosotros salvaríamos nuestros pellejos.

¿Era despiadado? Sí, pero en aquella ocasión lo fuimos los tres. Habíamos estado mucho tiempo en el Tercer Reich aprendiendo a sobrevivir.

Nos mostramos de acuerdo con el plan de Nebe: era imposible que fallase. El sino de Schaeffer y de su tripulación no nos importaba, y apenas podía afectarnos. Tampoco importaba lo que dijesen a los aliados. Cuando declararan sería demasiado tarde, y nosotros estaríamos ocultos en la Antártida, en un escondrijo desconocido. Las fuerzas aliadas serían inútiles allí: nunca conseguirían descubrir nuestra base subterránea. Conocerían su existencia, pero no se atreverían a mencionarla. ¿Cómo podrían hacerlo si algo semejante sólo podía sembrar el pánico? Y así, con esta certeza, sabiendo que los aliados estarían indefensos, decidimos sacrificar a Schaeffer y a su tripulación y marcharnos.

Desembarcamos el embalaje al día siguiente, lo que no despertó ninguna curiosidad. Schaeffer entendió que lo descargábamos para mantenerlo a salvo en la playa, y aquella misma noche nos escapamos. Algunos oficiales del Ejército nos estaban esperando. Comprobé el embalaje, que se encontraba en la parte posterior del camión, y subí junto a él. Nebe y Kammler nos siguieron al punto. Miraron por última vez el submarino, vimos las restantes tropas moviéndose por el muelle, apuntando con sus fusiles en aquella dirección, y el camión nos condujo lejos de allí, dejando el submarino a nuestra espalda. Las llanuras argentinas aparecieron ante nuestros ojos bajo las radiantes estrellas. Kammler me miró sonriendo. Nebe apretó los labios y durmió. Transcurrió la noche y despuntaba el amanecer cuando llegamos a Bahía Blanca.

El aeropuerto se hallaba celosamente vigilado. El motor del avión ya estaba en marcha. El camión llegó junto a la bodega del aparato, y el embalaje fue descargado. El general Kammler subió primero. Dejé pasar a Nebe delante, miré brevemente en torno: el aeropuerto, los soldados, las alambradas, las llanuras que se extendían hasta el cielo; luego, subí al avión. Las puertas de la bodega se cerraron, produciendo un sonido metálico. Me senté junto a Kammler y Nebe sin perder de vista el embalaje. Entonces el avión intensificó sus ruidos y se agitó. Paseé lentamente por el pasillo mientras el sonido aumentaba. El aparato corrió un trecho, se levantó, desprendiéndose del asfalto, y se remontó hacia el cielo.

Quizá entonces me dormí: no recuerdo el trayecto. Sólo los oscuros e insondables ojos de Nebe y el constante ronroneo del motor. No tardamos mucho. Mis confusos pensamientos anulaban el tiempo. Cuando las ruedas tocaron el suelo, Kammler sonrió de nuevo, y nuestra carga osciló peligrosamente. Me aproximé a tocarla. El avión se estremeció y se detuvo. Las puertas se abrieron y entró una intensa luz acompañada de una oleada de frío.

Todo era blanco. Todo. El helado desierto se extendía ante nosotros. Descendí, sentí la nieve bajo mis botas y respiré el puro y helado aire. Estábamos en una pista de aterrizaje sencilla y pequeña. Ya nos aguardaba nuestro avión. Trasladamos el embalaje al nuevo aparato y montamos en él. Las puertas se cerraron de nuevo. Los esquís del avión resbalaron sobre el hielo. Despegamos y sobrevolamos el blanco desierto, adentrándonos en él. Todo era blanco. Todo. Las llanuras y las montañas formaban una unidad. La impaciencia me oprimía el corazón, y mi exaltación no conocía límites. Por fin descendimos. Me encontré rodeado por mesetas. Volamos por debajo de las montañas, bajo los picos helados y resplandecientes y, por fin, se abrieron las enormes cuevas para recibirnos y conducirnos a casa.

Aquí estamos y aquí seguiremos. El hielo resplandece bajo el sol. La historia cambia y el mundo se nos ha rendido. Estamos aquí: existimos.