El sol de mediodía era abrasador y la humedad, sofocante. Las aguas del río aparecían rizadas y brillaban retorciéndose en la distancia, sombreadas por las coníferas y los bancos de rojo barro. El sol caía brutalmente sobre los bosques y la chirriante cañonera, resecando a Stanford y escociéndole en los ojos mientras se asía a la batayola. No acababa de comprender dónde se encontraba: había perdido la orientación desde su llegada, aturdido por el calor y la sofocante humedad. Alienado por el ruido y las calles polvorientas de Asunción, contemplaba ahora el río Paraguay preguntándose adónde iba. A Stanford le agradaba normalmente el calor, había crecido entre él y a él se había acostumbrado, pero allí, en la cañonera, en los bosques que se reflejaban en el río, el calor era irreal, aterrador, absolutamente monstruoso; estaba impregnado de una humedad que todo lo abarcaba y que amenazaba con asfixiarle. Stanford se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la frente, volvió a ponérselo y miró en torno con las ropas empapadas y sintiendo arder sus pies dentro de las botas.
—Tome una cerveza, señor Stanford, y le refrescará. No debe permitir que el sol le deshidrate; necesita líquido en abundancia.
Juan Chávez le sonreía, con una sonrisa astuta que dejaba asomar toda su dentadura, los oscuros ojos totalmente inexpresivos mientras los bosques quedaban detrás al paso de la cañonera. Stanford asintió y cogió la lata de cerveza, sintiendo frescura en la sudorosa palma. Bebió y se secó los labios con la mano, mirando disgustado a Chávez.
—¿Falta mucho? —le preguntó.
—No, señor —repuso su interlocutor con una sonrisa.
Escupió sobre la barandilla y su abierta camisa ondeó.
—¿Cuánto? —insistió Stanford.
—No mucho. Cinco o acaso diez o quince minutos. Se encuentra al llegar al recodo del río: tardaremos poco.
Stanford siguió el curso del río con su mirada y vio cómo se curvaba en torno a los bosques, perezoso, ondeando en torno a las rocas, azotado por la luz del sol y las sombras. Aquel espectáculo le produjo un escalofrío, le hizo sentirse más irreal, lleno de presentimientos y vagos y desconocidos temores que le invadían sin ninguna razón aparente, y le dejaban desanimado por completo. Se autodespreciaba por ello, trataba de luchar contra aquella sensación, fracasando constantemente en su empeño y volviendo a caer en el temor y la confusión, como un chiquillo que sufriera pesadillas. En cierto modo eso era él; sus recientes recuerdos estaban formados por pesadillas: los extraños muchachos vistos en el rancho, el suicidio de Scaduto, Epstein subiendo voluntariamente por la oscura colina y al que no había vuelto a ver desde aquella noche… Se sentía abrumado por todo ello, acuciado por la incomprensión, soñando con frecuencia con las luces que aparecían intermitentemente, despertando luego en un mundo extraño en el que nada era constante… Y, ahora, se encontraba en Paraguay, cegado, agostado por el sol. Hacía cuatro o cinco horas que estaba en la cañonera, pasando junto a bancos de rojo barro, pequeñas cantinas junto al agua y grandes bosques que se remontaban a ambos lados y parecían absolutamente impenetrables. Stanford se estremeció y miró adelante, vio el agua enfangada y ondulante, se llevó la lata a los labios y tomó más cerveza tratando de hallar alivio.
—¡Bien! —dijo Chávez—. Debe beber. Nunca se debe pasar sed.
Estaba comiendo algo contenido en un recipiente cónico de papel en el que metía los dedos. Sonrió, tendiéndoselo a Stanford con una leve expresión malévola en sus ojos castaños.
—Tome, señor. Tiene que comer algo. Pruebe esos camarones.
Stanford trató de vencer su repulsión.
—No, gracias. Me basta con soportar la cerveza. No quiero ni pensar en comer.
—¿Se siente enfermo, señor?
—Realmente, no.
—¡Ah, bueno! Será por causa de este maldito barco y del calor al que usted no está acostumbrado.
Stanford no respondió. Miró en torno por la cañonera repleta de gente. Los indios ache estaban en cuclillas en la popa. Eran pequeños, desmedrados, con ojos rasgados ensombrecidos por el temor, vestidos con harapos y apretujándose unos contra otros, como si trataran de hallar protección entre sí. Dos federales les vigilaban calzados con fuertes botas portando fusiles, con una enojada expresión en sus rostros delgados, mascando chicle y sombreados sus ojos por las puntiagudas gorras. Stanford los observó largamente, sintiéndose indefenso y avergonzado, recordando cómo habían sido conducidos en manada al barco desde su poblado situado a varios kilómetros de distancia. Comprendía qué les pasaba: serían vendidos como esclavos, acabarían en las minas de estaño bolivianas, en los ranchos de Boquerón, en los burdeles de Argentina y Brasil, en los campos de algodón de Guatemala. Stanford se estremeció al pensar en ello. Los ojos de las mujeres y los niños le obsesionaban. Desvió la mirada y la fijó en el fangoso río. Siguió bebiendo cerveza, sintiéndose agostado por el calor.
—¿Es la primera vez que viene a Paraguay, señor Stanford?
—Sí.
—Tiene que acostumbrarse a estas cosas. No se preocupe por ellos.
—No me acostumbraré a estas cosas. No pienso quedarme mucho tiempo. Una vez haya hablado con el alemán, me iré. No quiero acostumbrarme a nada.
—Lo desaprueba usted.
—Eso es, lo desapruebo.
—Eso es un lujo, un lujo americano.
Chávez sonrió y miró en torno, mascando sus camarones, bebió un trago de cerveza y volvió a mirar a Stanford con expresión maliciosa.
—¿Conoce al alemán?
—No —dijo Stanford.
—Es muy extraño que usted supiera que él se encontraba aquí.
—¿Por qué extraño?
—El alemán no tiene muchos amigos. Y hace treinta años que está aquí: es un hombre muy misterioso.
—Eso no es insólito. Aquí hay muchos alemanes. Son los propietarios de las estancias, las hacen funcionar y están muy bien protegidos.
Chávez bebió cerveza y sonrió.
—Usted se equívoca con nosotros, señor. Esos rumores que circulan por ahí acerca de que protegemos a los nazis carecen de base.
—¿Es así realmente?
—Sí.
—Eso es mentira. Toda su economía se basa en esclavos, drogas… y en la protección prestada a los nazis.
—Baje el tono de voz, señor —aconsejó Chávez lanzando una mirada furtiva a derecha e izquierda—. No conviene hablar de esas cosas tan abiertamente.
—Soy americano —dijo Stanford.
—Eso no le servirá de nada, señor. Los federales son adictos al general Stroessner y no hacen concesiones.
Stanford miró por encima del hombro a los federales que holgazaneaban por allí, muchos de ellos merodeando en torno a las oxidadas armas, mascando chicle y fumando cigarrillos. A Stanford no le gustaba su aspecto: parecían primarios y brutales. Llevaban rifles Kalashnikov colgados sobre sus sudorosos hombros y sus botas cubiertas de barro le recordaban las de los nazis.
—De acuerdo —dijo Stanford—. ¿Qué relación mantiene con él? Fíjese, no le he llamado nazi: soy un buen turista.
Chávez sonrió y se encogió de hombros.
—Se trata de los ache. Los recojo y se los entrego y él me da un porcentaje de lo que obtiene por su venta.
—¿Y qué pasa con los que no vende?
Chávez volvió a encogerse lacónicamente de hombros.
—Para desgracia nuestra, somos patriotas. Los ache son alimañas, están sucios y llenos de enfermedades. No pueden mantenerse a sí mismos y nos causan muchos problemas. De modo que si no pueden ser vendidos, nos encargamos de ellos de otro modo.
—Los exterminan —concluyó Stanford.
—Una dura palabra, señor. Permítame expresarlo en otros términos: los sacamos de su miseria y mejoramos su situación.
Stanford concluyó su cerveza, aplastó la lata y la lanzó al agua, viéndola brillar mientras se agitaba por el río hasta perderse de vista. Miró de nuevo a los indios, que se amontonaban patéticamente en la cubierta. Trató sin resultado de conciliar ese mundo con aquél de donde venía, con los pilotos, astronautas y torres de control de la NASA, reactores, pruebas espaciales y satélites orbitales; con ovnis que obsesionaban a los hombres y organizaban su futuro. El río le transportaba por la historia. La cañonera, el bosque, los federales y los indios, todos existían en un pasado primitivo y congelado, muy alejado del mundo moderno. ¿Y qué era el mundo moderno? ¿El lugar de donde él procedía? Un mundo de tecnología, de inquietudes, de ciencia investigadora que corría ciegamente hacia un futuro ni siquiera imaginado aún; un futuro en que los hombres serían números y la acción dominaría a los sentimientos. Sin embargo, ¿era malo aquello? Stanford tenía la seguridad de que sí. Observó a los encogidos indios, viéndolos como carne que se compra y se vende, y se preguntó si el futuro conjurado por el hombre llamado Aldridge sería de algún modo un mundo mejor que aquél, menos cruel, más justo. No, no lo era. El factor humano no mejoraría. Persistirían crueldad, injusticia y desigualdad, cambiando sólo sus zonas de distribución y los sujetos sufrientes. Los adelantos científicos ignoraban aquel hecho. Ambos mundos eran muy similares. El futuro que construyera Aldridge, y representado por su tecnología, era tan salvaje y emocionalmente primitivo como el mundo representado en aquella barca.
Stanford se estremeció y miró hacia delante. El río se curvaba, perdiéndose de vista. Distinguió un muelle que asomaba desde el banco del río, en torno al cual se rizaban las aguas.
—Aquí es —dijo Chávez—. Su viaje ha concluido, señor. Pronto pisará tierra y podrá hablar con su amigo alemán.
—No es mi amigo.
—Le ruego que me disculpe, señor. Un hombre como usted no debe tener tales amigos: su aspecto lo confirma.
Stanford ignoró el sarcasmo, fijando su mirada en el muelle de madera, viendo cómo se acercaba el barco y aparecía a la vista el poblado junto al agua, proyectándose desde las lianas enmarañadas y los matorrales situados al borde de la selva. Había gente en el muelle: hombres con sucias ropas de trabajo, con aspecto sospechoso de contrabandistas, y de cuyos cinturones colgaban pistolas. El barco gruñó y se agitó violentamente, volviéndose hacia el poblado. Se arrastró adelante y luego chocó contra los neumáticos que rodeaban el borde del muelle. Stanford miró por encima del hombro. Una de las mujeres ache estaba sollozando. Un federal la abofeteó brutalmente y profirió una oleada de imprecaciones. El llanto de la mujer se convirtió en un lloriqueo. Stanford enrojeció y se dio la vuelta. Un miembro de la tripulación había lanzado un cabo a un hombre del muelle que lo ataba en torno a un montante, inclinándose y gritando ruidosamente. El motor del barco paró. Un miembro de la tripulación retiró la puerta de acceso, echó una pasarela en el espacio que mediaba entre la cubierta y el muelle y la sujetó a algunos montantes desconchados formando una tosca plataforma. Stanford se adelantó hacia ella, deseando desesperadamente salir de allí, pero Chávez le detuvo, cogiéndole por la manga de la camisa.
—No. Primero los ache.
Stanford retrocedió ante su ladina sonrisa, mientras Chávez se acercaba a los federales, vociferándoles sus instrucciones. Éstos actuaron con rapidez, descargando su enojo en los desdichados indios, profiriendo imprecaciones y obligándoles a golpes y empujones a que se levantasen y fuesen hacia la pasarela. Los indios, confundidos y debilitados por el hambre, no iban muy deprisa, y los federales les hostigaban con certeros golpes de sus rifles. Las mujeres sollozaban y protegían a sus hijos, apartándose de los amenazadores rifles mientras los hombres, insólitamente pequeños y frágiles, trataban en vano de protegerlas. Stanford se vio obligado a sofocar su ira. Se volvió y observó la pasarela, viendo al primero de los indios avanzar a trompicones por ella con las manos en la cabeza. Chávez les vigilaba mientras desembarcaban, desabrochada y suelta su camisa, el ancho sombrero ocultándole los ojos, destacando su blancura bajo el aplastante sol. Stanford sentía un calor inmenso. Desvió la mirada y observó el pueblo, una monótona colección de cabañas inclinadas hechas de troncos de palma y cepas. Los cerdos y las cabras olisqueaban letárgicamente el polvo y los bebés yacían sobre montones de paja. La pobreza era absoluta. Jóvenes y viejos estaban escuálidos. El sol caía sobre calabazas diseminadas y cestas tejidas de mimbre y hojas de banano. Una rata gigantesca corrió por el claro y desapareció en el bosque. Stanford inspeccionó el muelle. Los indios ache ya habían salido de allí y se encontraban en el extremo del claro, rodeados por los federales. Chávez agitó ambas manos haciendo señas a Stanford, que ahogó su rabia y cruzó la pasarela mirando una vez más las fangosas aguas sucias de aceite, antes de pisar tierra firme.
Un hombre grande, robusto y musculoso se le acercó. De su cinto pendía una pistola y un cuchillo le golpeaba la cadera. Llevaba la camisa abierta, exhibiendo su curtido pecho, y sus pantalones estaban manchados y grasientos.
—¿El americano?
—Sí.
—¿Habla español?
—No.
—Bueno. Venga conmigo.
—¿Tiene usted algo que ver con el alemán? —preguntó Stanford.
—¿No tiene equipaje, señor?
—No pretendo quedarme. Todo cuanto necesito está aquí.
Stanford indicó la bolsa que llevaba colgada al hombro. El hombretón le miró sin decir palabra. Tenía los ojos rasgados, labios muy gruesos y llevaba afeitada la cabeza.
—De acuerdo. Ya lo veo. Acompáñeme.
—¿Tiene algo que ver con el alemán? —volvió a preguntarle.
—Sí.
—¿Dónde está?
—Allí —dijo el hombre señalando con impaciencia hacia el pueblo—. Vamos. Le está esperando.
Pasaron junto al chirriante muelle, dejando atrás a los contrabandistas, que les miraban con insolencia. El aire olía a orines, a aguas residuales y a fuel. El sol hacía brillar el petróleo en las aguas y se reflejaba en cuchillos y pistolas. A Stanford no le pasaron inadvertidas las armas, cuyo crecido número le asombró. Le daba la sensación de encontrarse en zona conflictiva, a punto de cebarse la muerte sobre él. Aquel pensamiento le puso aún más en tensión, inspirándole de nuevo un sentimiento de irrealidad. Parpadeó y se enjugó el sudor del rostro, esforzándose por mantener su autodominio.
El hombretón iba delante de él, y el cuchillo oscilaba en su cadera. Avanzó por el polvoriento claro, abriéndose paso entre las gallinas. Stanford le seguía, agotado y sudoroso, respirando polvo, ardiéndole la piel por el calor y deslumbrado a causa de la intensa luz.
En el claro había dos camiones descoloridos y mostrando señales de óxido. Los indios ache habían sido agrupados delante de ellos, manipulados y empujados, mientras los examinaban bajo la vigilancia de los federales. Un hombre alto con pantalones grises y camisa blanca paseaba arriba y abajo observándoles. Era muy delgado y tenía escasos cabellos castaños que comenzaban a agrisarse. No tocaba a los indios; se limitaba a mirarlos con desagrado, a distancia, mientras Chávez destacaba sus virtudes, mostrando sus dientes y arrancándoles las ropas.
—¡Puaf! —exclamó el hombre—. Me traes basura. Hombres viejos, mujeres enfermas y niños. Esto no vale ni seis guaraníes.
Chávez lanzó una retahila de protestas, agitando teatralmente las manos. Desgarró la blusa de una mujer desde los hombros y le levantó los pechos. La mujer abrió asombrada sus rasgados ojos, llenos de temor y vergüenza, mientras Chávez agitaba sus senos como si hiciera saltar dos pelotas.
—Mire, señor —le decía—. Están maduros y llenos de leche. Es buena paridora, señor. ¡Y sus senos son tan suaves, tan suaves…!
Los indios estaban aterrados y avergonzados. Stanford, terriblemente agitado, dirigió una mirada asesina al hombre. Chávez miró a Stanford de reojo, sonrió con astucia y señaló su dirección, mirando después a su interlocutor. Stanford se adelantó al hombre que iba a su encuentro. Se detuvieron a un paso de distancia, mientras el polvo corría entre ellos.
—¿Es usted Stanford? —preguntó el alemán.
—Sí.
—¿Trae el dinero?
—Tengo la mitad: el resto está en Asunción.
—No confía en mí.
—No me es posible.
—Bien. Eso es inteligente. No puedo permitirme tratar con necios.
Sonrió débilmente y fue hacia Chávez, señalando hacia los camiones.
—De acuerdo. No tengo más elección que admitirlos. Mete a esos schweine en los camiones y quítalos de mi vista.
Stanford seguía inmóvil, lleno de ira. Sabía que tenía que controlar su rabia. Nada podía hacer por ellos, ni entonces ni nunca. Sin embargo, aquello le encendía. Oía los gritos y era testigo de los golpes. Los federales hostigaban a los indios y les golpeaban brutalmente con sus fusiles, obligándoles a subir por la parte posterior de los camiones. Las mujeres y los niños sollozaban.
El alemán apenas se fijaba en ellos. Seguía negociando con Chávez: agitaban las manos y murmuraban entre ellos hasta que llegaron a un acuerdo. Finalmente se estrecharon las manos. Stanford seguía inmóvil, sin apenas dar crédito a sus ojos. Los camiones pusieron los motores en marcha y cruzaron el rojo polvo, saliendo del claro. Stanford miró el pueblo a su alrededor. Las cabañas eran primitivas y sucias. Cerdos y cabras corrían libremente, los bebés chupaban senos colgantes y los indios se sentaban en cuclillas en torno a los rescoldos de las hogueras, mirándole con expresiones obtusas. Chávez hizo un gesto de despedida al alemán, se volvió y fue hacia Stanford, ofreciéndole su astuta sonrisa y exhibiendo todos los dientes con una malévola mirada en sus ojos oscuros.
—Mantenga ojos y oídos alerta —le susurró—. ¡Adiós, compañero!
Y se fue hacia el barco, ondeando su camisa al viento. El alemán se acercó a Stanford. Era delgado, de rostro moreno y sudoroso.
—De modo que ha venido.
—Sí —respondió Stanford—. He venido.
—¿Y qué le ha parecido Paraguay?
—No estoy muy favorablemente impresionado.
El alemán se rió ruidosamente ante aquella observación, hasta que su risa se convirtió en un estertor violento que le agitó todo el cuerpo. Lanzó una maldición y se volvió a un lado, cubriéndose la boca con un pañuelo. Por fin dejó de toser y se secó la sangre que asomaba de sus labios.
—Scheisse! —exclamó dramáticamente—. ¡Esta maldita selva me está matando! Debería volver a Europa lo antes posible para que me prestasen algunos cuidados civilizados.
—¿A Alemania?
—¿Adónde, si no? Necesito un doctor civilizado. Los cirujanos paraguayos tienen la habilidad de carniceros. No permitiré que me toquen.
—Creí que le gustaba estar aquí. Después de treinta años…
—No por mi gusto. Y detesto los sarcasmos.
Fijó en Stanford una mirada dura y penetrante. Luego suspiró y volvió a fijarse en el hombretón que le había acompañado. Éste se adelantó ligeramente, haciendo destellar su cuchillo y su pistola y deteniéndose junto a Stanford. Sus robustos brazos pendían inertes.
—Éste es Atilio —le presentó el alemán—. Procede de Argentina; es lo que llamamos un cuchillero, y persona de gran confianza.
—¿Qué es un cuchillero? —preguntó Stanford.
—Pues eso: un cuchillero.
Volvió la cabeza y miró en torno, moviendo los ojos con brusquedad y curvando los labios con desagrado ante la vista del poblado.
—Diese Halunken! —murmuró—. ¡Es increíble! Venga… Vámonos de aquí.
Le condujo a través del claro, apartando a su paso aves y criaturas. Atilio le seguía, y Stanford iba el último, pisoteando el rojo polvo y pasando entre rescoldos. Aquellos fuegos no pretendían dar calor; en ellos asaban los indios sus manzanas. El alemán miró hacia abajo y escupió en unas brasas mientras pasaba junto a las mugrientas chozas. Se detuvo junto a la linde de la selva. Los árboles proyectaban su sombra sobre un jeep que les aguardaba. El alemán subió en la parte posterior, Stanford a su lado y, por fin, Atilio se sentó al volante y puso el motor en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Stanford.
—A mi estancia —repuso el alemán—. Usted desea información y la tendrá, pero yo debo rodearme de mis comodidades. No está muy lejos de aquí: a unos diez kilómetros. Me siento más a salvo cuando entro en la selva, donde los aviones no pueden verme.
El jeep arrancó, levantando tierra y piedras e internándose en la selva, donde los árboles ocultaban el sol. Stanford pensó que estarían más frescos y se asombró al descubrir que no era así: la humedad era mucho peor; le agobiaba hasta casi asfixiarle. Miró en torno y se sintió enfermo ante una maraña de vegetación plagada de enredaderas y altos árboles entre un clamoroso y sombrío verdor. Por las hojas mojadas de los bananos se filtraban aislados rayos de sol. El angosto sendero era muy desigual. Había sido abierto a mano, estaba lleno de baches y oscilaba a derecha e izquierda entre los árboles, desapareciendo ante ellos. El alemán no decía nada. Stanford le observaba a hurtadillas: estaba esquelético, sus mejillas eran excesivamente prominentes, los oscuros ojos se le hundían, y sus labios eran finos y de expresión altiva. El jeep gruñía y seguía avanzando a trompicones, proyectándose entre los rayos de sol que se abrían paso por los árboles, iluminando la húmeda vegetación. Stanford se sentía sofocado. Sudaba y le parecía tener fiebre. Observó de nuevo al alemán, sus oscuros y ausentes ojos; se estremeció y se mojó los resecos labios, deseando que concluyese pronto aquel viaje.
—De modo que desea saber cosas acerca de los platillos. Ha emprendido un viaje muy largo para obtener esa información; debe de serle muy necesaria.
—He traído el dinero. Me interesa muchísimo.
—¿Por qué? ¿Por qué ese interés en los platillos? Todo el mundo desea saber cosas de los platillos, pero no parece darles buen resultado.
—¿Ha tenido otras visitas?
—¡Desde luego! ¿Se ha creído que era usted el primero en venir a verme? ¡Cuánta vanidad, mein Herr!
El alemán se rió su propia gracia, con la misma risotada estrepitosa, y de nuevo la risa se convirtió en una tos que le hizo escupir sangre. Maldijo y se enjugó los labios, movió la cabeza y murmuró algo, agitado por el jeep, que avanzaba a saltos por la selva.
—¿Cuántos fueron?
—Unos pocos. Tres o cuatro durante los últimos diez años;… Todos querían lo mismo.
—¿Quiénes eran?
—Hombres como usted. Hombres con gran necesidad de saber: dos americanos, un ruso…
El alemán tosió y maldijo en voz baja.
—No le hará ningún bien. Los que supieron lo que yo sé no admitieron que fuera cierto; los que lo ignoran, se negarán a creerlo… No le hará ningún bien.
Stanford no respondió: pensaba que el alemán podía tener razón. Miró en torno, por la selva —vegetación humeante, con franjas luminosas entre la oscuridad—, y le pareció estar soñando. Luego el jeep entró en una zona iluminada por el sol. Se veía un claro en el bosque y unas alambradas formando una verja en torno a un inmenso edificio de madera, cuyo techo inclinado estaba cubierto de enredaderas y hojas de banano. Lo sostenían troncos de árboles. El jeep se detuvo y se vieron rodeados por nubes de polvo. Stanford tosió y se protegió los ojos con las manos, hasta que el polvo se volvió a posar.
—Sehr gut! Estamos en casa. Vivo humildemente, mein Freund.
Stanford siguió al alemán, llenándosele los pies de polvo entre el monstruoso calor que caía sobre el claro, como si atravesara un inmenso cristal. Se frotó los ojos y miró en torno, distinguiendo la línea curvada de los árboles y la cabaña inmensa en forma de ele que tenía delante, rodeada por la alambrada. El recinto estaba lleno de gente, indios y cuchilleros, estos últimos vigilando a los primeros. Sus cuchillos y pistolas relucían al sol.
—La alambrada está electrificada —dijo el alemán—. Procure no tocarla. Por aquí: venga por este lado.
Pasearon por la tierra polvorienta junto a los indios y cuchilleros, llegaron a la casa y subieron una escalera de madera, deteniéndose bajo un porche en el que había una mesa y algunas sillas. Una mujer ache estaba junto a la mesa, llevaba blusa blanca y falda larga y una toalla al brazo. Se inclinó ante el alemán. Éste le respondió con un gruñido y se sentó, haciendo una seña a Stanford, quien ocupó una silla ante la mesa. Había dos copas, una botella de coñac y una taza de barro llena de retorcidos gusanos blancos y gruesos. El alemán cogió uno de ellos le mordió la cabeza y se lo tendió diciéndole:
—Son gusanos koro: pruebe uno.
Stanford se estremeció y negó con la cabeza. El alemán lanzó una risita y se tragó el gusano. Puso los pies sobre una silla, y la india ache se inclinó y le quitó trabajosamente las botas y le secó los pies con la toalla. Cuando hubo terminado, se apartó, arrastrando los pies y finalmente arrodillándose. El alemán lanzó una orden y la mujer se levantó y llenó las copas de coñac. Stanford les observaba sin decir nada. El alemán dio una sonora palmada y la mujer se inclinó y desapareció dentro de la casa, produciendo sonidos apagados con sus pies descalzos.
—Bien. Ya estamos en casa. Podemos relajarnos y charlar.
Cogió su copa, bebió un trago y volvió a dejarla sobre la mesa, mirando a Stanford con una sonrisa carente de alegría, que le produjo un estremecimiento. Stanford recogió también su copa, la apuró y la devolvió a la mesa. Después se quitó la bolsa del hombro y la dejó entre ellos.
—Su dinero.
—¿Y el resto?
—Cuando haya hablado. Uno de sus hombres me devolverá a Asunción y le daré la otra mitad.
—No debería hacer eso.
—Si no se la doy, que su hombre me mate.
—Bien. Veo que lo entiende. Eso me hace sentirme mejor.
Apuró su coñac, volvió a llenar ambas copas y se reclinó en su silla, dirigiendo a Stanford aquella sonrisa carente de alegría.
—Hay algo más —dijo Stanford, haciendo borrar la sonrisa del rostro del alemán—. No he venido sólo en busca de información; también quiero pruebas.
El alemán se irguió más en la silla, apoyándose en sus rodillas. Miró a Stanford con fría y reprimida ira y se mordió ligeramente el labio inferior.
—¿Pruebas?
—Ya me ha oído. Me consta que usted puede dármelas, y eso es lo que deseo.
El alemán le miró fijamente largo rato sin apenas moverse, con aire inexpresivo. Luego, sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa mientras volvía a reclinarse en su asiento.
—Hacia el norte está la jungla.
—Lo sé.
—La jungla es el infierno —siguió el alemán—. Puede aceptarlo o dejarlo.
Stanford echó atrás su silla, cogió su copa y se levantó, yendo hacia la barandilla cubierta de hojas. Observó la casa. El sol se hundía tras la selva, el cielo era violeta y sereno, y las coníferas y los cipreses oscurecían mientras descendía el crepúsculo. Una débil brisa levantaba el polvo, soplando perezosamente por la alambrada y pasando entre los cuchilleros y los indios, cuyas sombras se extendían y mezclaban. Stanford miró hacia la selva, que le pareció densa y vagamente amenazadora. Se estremeció y miró en otra dirección, dejando que su temor fuese vencido por la ira. Después sonrió y alzó su copa hacia el alemán sentado entre las sombras.
—¡Por el infierno!
Salieron a la mañana siguiente entre el resplandor sangriento del amanecer y se dirigieron hacia la selva, siguiendo un camino estrecho y tortuoso. Dardos de luz rojiza se abrían paso entre las sombras por los densos y altos árboles. Los batidores ache iban en cabeza abriendo paso con sus cuchillos, formando un sendero por el que seguía la breve hilera de hombres que iban detrás. Stanford marchaba junto al alemán, el enorme Atilio les protegía a ambos, y unos cuantos cuchilleros desgreñados les seguían empuñando cuchillos y pistolas. La selva estaba fría. El rocío se deslizaba goteante, y las hojas que pisaban estaban húmedas y eran engañosas. Las ramas les azotaban y goteaban sobre ellos entre una rumorosa y crujiente vegetación. Stanford oía el ruido y le producía náuseas. El sol de la mañana pugnaba por abrirse paso entre árboles inmensos y proyectaba sus reflejos en la fría oscuridad.
—Sehr gut! ¡Una buena mañana! Pronto hará menos frío.
Stanford avanzaba con sumo cuidado, llevando una pequeña mochila a la espalda, sintiendo frío y casi enfermo por la falta de sueño, como si no acabara de despertar. Había dormido en la cabaña del alemán y sus ronquidos le habían sobresaltado. Se estuvo agitando y dando vueltas incómodamente en la hamaca, llevando a sus oídos los ruidos de la selva. La selva nunca dormía. La larga noche se lo había demostrado. Le llegaron gritos entrecortados, ruidos rítmicos, distantes gruñidos, crujidos de hojas con vida propia y rumores de la tierra sobre la que se deslizaban y arrastraban seres. Ahora no era muy distinto. Miró en torno, nervioso, distinguiendo la enmarañada vegetación entre la oscuridad y pareciéndole soñar.
—¿Cuánto tardaremos?
—Todo el día. El camino es muy largo, mi amigo americano, y posiblemente acabará con usted.
—Lo resistiré.
—Me aseguraré de ello. Usted representa la mitad del dinero, y eso hace que valga la pena ayudarle…
Stanford tocó las correas de su mochila, sintió hormiguear su piel sudorosa pese al fresco de la mañana, y temió el calor que luego llegaría… Delante veía a Atilio, cuyas amplias caderas oscilaban rítmicamente, que llevaba enfundada una pistola y un par de cuchillos en el ancho cinturón. La selva parecía infinita, intrincándose y oscureciéndose por momentos. El sendero se reducía hasta quedar totalmente anulado, desapareciendo entre la espesura que se cernía sobre ellos. Stanford de nuevo tocó las correas de su mochila: comenzaban a dolerle los hombros. Miró adelante y vio los cuchillos de los batidores ache cortando las hojas de los bananos: ya se sentía cansado y tenía los pulmones doloridos. Lanzó una breve mirada al alemán, a su delgado y curtido perfil, y se preguntó cómo podría resistir semejante castigo aquel cuerpo tan frágil.
—¿Sigue con nosotros? —le preguntó el alemán.
—Estoy aquí.
—Sehr gut! Debe sobrevivir: es parte de su penitencia.
—¿Qué penitencia?
—¿Por qué me lo pregunta? Un hombre no viene aquí solamente por los platillos.
—Los platillos son un misterio.
—¿Y ha venido aquí por un misterio?
—Vine porque unos amigos y yo queríamos conocer la razón.
—¡Ah! Comprendo. Y esos amigos estaban implicados en lo de los platillos. Ja? ¿Estoy en lo cierto?
Stanford no respondió. No quería pensar en ello. La selva bullía a su alrededor, se deslizaba junto a él haciéndole hormiguear la piel. Eran demasiadas preguntas y no podía hallar una respuesta. Se esforzó por pensar, pero el sudor le caía en los ojos y le limitaba, haciéndole sentirse insignificante… Se obstinó en su propósito y recordó a Epstein, en las montañas. Cerró los ojos y vio la negra mole levantándose ante él y mostrándose por encima de las estrellas. Su viejo amigo se había ido. Los meses transcurridos desde entonces no habían sido agradables. De día o por la noche, al despertarse o hallándose profundamente dormido, había conocido los sueños de los que están obsesionados y se sienten impotentes. A Stanford le constaba que lo seguían: no tenía pruebas de ello y, sin embargo, estaba seguro. Se había dedicado a considerarlo objetivamente y luego cayó en la locura. Ahora comprendía a los paranoicos. Sabía lo que significaba estar asustado. Se había convertido en un viejo en el curso de una noche, y nunca podría recuperarse. Stanford tocó las gastadas correas de su mochila y miró nervioso en torno. La selva murmuraba y estaba llena de misterios que le hacían sentirse incómodo.
—Sus amigos desaparecieron —dijo el alemán.
—Sí.
—No es raro. Aquí suele suceder.
—Se refiere usted a los ache.
—Eso mismo. Los ache desaparecen a centenares, se funden entre los árboles.
—Eso es obra suya —le acusó Stanford—. Usted es quien los hace desaparecer. Los vende o los utiliza como esclavos y luego echa tierra al asunto.
—Lo desaprueba usted.
—¡Maldita sea, sí!
—Usted es un americano libre de culpa y le remuerde la conciencia.
—¡Maldito sea!
—Sehr gut! No obstante, son muchos los que desaparecen sin que nosotros tengamos la culpa.
—Wunderbar! —exclamó Stanford.
—Lo digo en serio. Los ache desaparecen muy deprisa. No podemos calcular el número de ellos que se pierden y la causa se atribuye a los platillos.
Salían de la selva y ante su vista se extendía una amplia sabana. Stanford parpadeó y sintió un terrible latigazo de calor que casi le dejó secos los pulmones. Se frotó los ojos y miró adelante, viendo un mar de hierba que formaba ondulaciones, unos cuantos árboles estériles diseminados y en el cielo blanco un sol deslumbrante. Stanford tuvo la sensación de derretirse, de fundirse con la tierra. Miró hacia el mar de hierba agitado y ondulante y anheló las comodidades y los alicientes de una ciudad. Volvió a tocar las correas de su mochila y se humedeció los resecos labios: el calor era monstruoso y le rodeaba por doquier. Tragó saliva como si se estuviera asfixiando.
Detrás se encuentra Boquerón —le comentó el alemán, con tranquila indiferencia—. Está entre Argentina, Bolivia y Brasil y en él se halla la jungla que le he mencionado, un lugar que debe evitarse.
—Ahí es adonde vamos nosotros.
—Recuérdelo. Lo que usted desea está profundamente enterrado en la jungla y ha de pagar un precio por verlo.
El alemán parecía complacido. Sonrió a Stanford y se adelantó. Stanford tragó saliva otra vez y sintió el calor penetrándole en el cuerpo. Anduvo a trompicones. El aire era cálido y húmedo. Se puso las gafas de sol. Los indios ache ya estaban en la sabana y sus cuchillos brillaban a la luz solar. Stanford iba junto al alemán, y el enorme Atilio les precedía. Los cuchilleros se movían a su alrededor, batiendo las altas hierbas. Stanford tocaba las correas de su mochila y se mojaba los resecos labios. El sol resplandecía sobre la tierra. Trató de pensar, pero se le escapaban los pensamientos, como si perdiera su control. Epstein subiendo la colina, el negro cielo, el oscuro globo empequeñeciéndose en la altura, destellando y desapareciendo… Todo aquello lo hacía por Epstein. No se conformaría con su desaparición ni sería derrotado por Aldridge y sus conspiradores… Stanford se secó el sudor de la frente. La hierba le llegaba hasta la cintura. Era un campo ondulante que se agitaba, extendiéndose entre un resplandor plateado.
—Los ache —repitió Stanford—. ¿Qué es eso de que desaparecen? Dijo que no podía calcular su número. ¿Qué quiere decir?
—Desaparecen; no somos los únicos que los capturamos. Vamos a sus poblados y hallamos las cabañas vacías, buscamos en los bosques del contorno y no encontramos nada… Sencillamente: han desaparecido.
—¿Otros tratantes?
—No. Todos nos conocemos muy bien… y a todos les sucede igual. No se los llevan los tratantes. Semejantes robos serían imposibles. Paraguay es un país muy pequeño y está estrictamente controlado. Los ache desaparecen de noche a centenares. La única vía posible es a lo largo de los ríos, pero nunca han sido vistos por allí.
—¿Acaso en aviones?
—No pueden aterrizar en la selva. Nein! No es posible que se trate de aviones, por lo que creemos que deben de ser platillos.
Stanford oyó crujir la hierba, sintió cómo se abría a su paso y vislumbró entre sus pies un movimiento de serpientes y ratas gigantescas. Se estremeció y siguió andando, tratando de no mirar abajo, tensando los músculos del estómago y cayéndole el sudor por el rostro. Resultaban insuficientes sus oscuras gafas para protegerle adecuadamente del vivo resplandor solar. La hierba se cortaba y se abría ante él. Las largas hojas de los ache relampagueaban. Los cuchilleros formaban un círculo protector, armados con sus cuchillos y pistolas. A Stanford le pareció que se ahogaba, como si le ardiera la respiración en los pulmones. La mochila subía y bajaba en su espalda y le dolía todo el cuerpo.
—Se ven muchísimos platillos —dijo el alemán—. Los observamos continuamente. Descienden sobre Chagras, en el Gran Chaco y en el Mato Grosso, y luego los ache desaparecen y no volvemos a verlos.
—¿Aterrizan realmente?
—Ja, aterrizan. Descienden en las selvas, donde no hay más que pantanos y, sin embargo, vuelven a remontarse. Deben permanecer suspendidos sobre los pantanos. No podemos explorar aquellas zonas, pero parecen descender sobre los pantanos y llevarse consigo a los ache.
El sudor cubría el rostro de Stanford; empapaba sus axilas y su cuerpo. Los pies le ardían dentro de las botas de lona, tenía la garganta seca y la cabeza en tensión. Trató de pensar en los informes recibidos, sacudió la cabeza y lo intentó de nuevo. Piel oscura, ojos rasgados, muy pequeños, orientales…: tales eran las características más comunes descritas por los múltiples contactos. Las descripciones coincidían con los ache. Eran pequeños y de aspecto mongol. Stanford atravesaba las altas hierbas semicegado y agotado, cada vez más endurecidos los músculos del estómago por la excitación y la tensión.
—¿Se siente bien? —se interesó el alemán.
—Estoy hecho papilla.
—Usted es americano, o sea débil. Debería agradecérmelo.
—Gracias.
—No me dé las gracias. Se sostendrá en pie hasta que lleguemos allí. El camino es largo.
La sabana parecía infinita, un mar ondulante y amarillo en que las altas hierbas se doblaban bajo sus pies, volviendo a levantarse a su alrededor. Stanford bendijo a los batidores ache, cuyas armas veía brillar al sol. Trabajaban duramente y el sudor les empapaba las camisas y corría por sus oscuros rostros. De vez en cuando, se veían árboles solitarios. El resplandeciente cielo era una sábana blanca. El aire era cálido y muy húmedo, sofocante, como un gigantesco guante que se deslizara sobre él. Stanford se enjugó el sudor de los ojos. La camisa se le había pegado al cuerpo. La mochila saltaba en sus hombros y se le clavaban las correas. Se sentía muy mal, le parecía que iba a desmayarse y tenía la cabeza en blanco. La luz refulgía y distorsionaba las ondulantes hierbas, engañando su vista. Parpadeó y se mojó los labios. Los pulmones le dolían terriblemente. El calor le llegaba por doquier, resecándole la piel, agostándole los pulmones. El brillo del cielo era aplastante como un ancho y plateado horno.
Uno de los indios ache chilló, agitó las manos y cayó al suelo, desapareciendo entre la crujiente hierba que le llegaba hasta la cintura, mientras todos los demás se desperdigaban. Atilio maldijo y corrió, sacando la pistola de la funda y esgrimiendo un cuchillo que llevaba en la cadera, mientras las hierbas se abrían a su paso. Stanford se detuvo y se mojó los labios. Oyó gritar al indio y otro indio levantó el arma sobre su cabeza y la hundió entre la alta hierba. El indio escondido seguía chillando. Stanford se estremeció al oír sus gritos. El alemán murmuró algo y corrió hacia Atilio, rodeado por los cuchilleros. Atilio profirió otra maldición y empuñó la pistola. Stanford llegó junto al alemán. Ambos se detuvieron al lado de Atilio y miraron al indio tendido en el suelo. Había sido mordido por una serpiente y se retorcía gritando. Junto a él se veía otro indio con la larga hoja de su cuchillo empapada en sangre: la cabeza amputada de la serpiente estaba a sus pies y el resto del cuerpo, al lado.
—Scheisse! No tenemos tiempo que perder. ¡Acaba con él!
Todo sucedió rápidamente. Stanford apenas se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Vio al indio en el suelo sudando y estremeciéndose, asiéndose la pierna que había sido mordida y gritando demencialmente. Entonces Atilio se arrodilló, le cogió por los cabellos, levantándole la cabeza, le golpeó con la pistola y luego apretó el gatillo. Stanford se retorció ante el repentino impacto. La cabeza del indio rebotó, y sangre y huesos salpicaron el suelo, cayendo después bajo el cuerpo del hombre. Stanford parpadeó y miró nuevamente. Atilio se había levantado y le bloqueaba la visión. Gritó algo a los cuchilleros que aguardaban, quienes se volvieron hacia los indios que, a su vez, comenzaron también a gritar. Los cuchilleros obligaron a seguir a los ache. Éstos reemprendieron la marcha, empujaron las hojas y comenzaron a cortar de nuevo la hierba. Los cuchilleros formaron un círculo. Atilio se puso en cabeza. Stanford miró al suelo, vio la ensangrentada cabeza de la serpiente y los sesos desparramados del indio, sus ojos abiertos y sus brazos extendidos. Parpadeó y se mojó los labios. Corrió tras el alemán, que ya se había puesto al frente. Los cuchilleros les rodearon mientras las hierbas ondeaban a su alrededor.
—¡Le ha asesinado! —exclamó Stanford.
—Ja, eso es.
—Podía haberle salvado.
—No teníamos tiempo, mein Freund.
Stanford miró al alemán.
—¿Qué significa eso?
—Tranquilícese. No podíamos llevárnoslo: hace demasiado calor.
—¡Es usted un bastardo!
—Sehr gut! Por lo menos tiene aún bastantes energías para demostrar su resentimiento.
—Ha sido una cochinada.
—Usted se halla aquí por su propia voluntad. Esto le convierte en un colaborador, mein Freund; de modo que no me demuestre su compasión.
Stanford no pudo negar aquello. Se sintió avergonzado, enmudeció y se inclinó hacia delante, empujando las altas hierbas y preguntándose cuándo concluiría aquello. El sol cruzaba por el ardiente cielo. El calor crecía y parecía que iba a deshacerle. Se encorvó sobre la tierra, perdiendo contacto con la realidad. Las largas hojas de los cuchillos relampagueaban delante de él. Los cuchilleros le rodeaban. Atilio marchaba delante, oscilantes sus caderas y destellando al sol su pistola y sus cuchillos. El tiempo discurría con lentitud, pareciendo inmovilizarse. La amplia sabana era un mar amarillo y resplandeciente de hierba que crujía y se ondulaba. Se veían algunos árboles diseminados y estériles. Stanford trató de interrumpir sus pensamientos, que se desperdigaban y entretejían. El blanco sol comenzó su andadura por el cielo, haciéndose dorado y luego violeta. Stanford fijaba su mirada en el mar amarillo. Parpadeó y se fijó detenidamente, distinguiendo una oscura línea entre el mar y el cielo, y se preguntó qué podría ser. Un mar, un mar amarillo. No; no era un mar, sino una reseca sabana. Stanford parpadeó y vio la oscura línea como una serpiente que cruzara su campo de visión. Oyó la serpiente, la sintió y se esforzó por no mirar abajo. Se acordó de las capibaras, las ratas gigantes, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se estremeció y siguió andando. El alemán seguía a su lado, y su delgado cuerpo se recortaba contra el resplandor del amarillo mar de alta hierba. El sol se deslizaba por el cielo, y descendía, volviéndose purpúreo. La oscura línea dividía la hierba del cielo e iba tomando la forma de una selva. Stanford casi lloró de alegría. Se sentía como si anduviera entre llamas. Estaba ardiendo y le parecía tener el cuerpo hueco y vacío de toda sensación.
—¡Ahí está! —dijo el alemán.
—¡Gracias a Dios!
—Cuando se encuentre allí no se lo agradecerá: esa zona está endemoniada.
Stanford trató de no escucharle: no quería creerlo, no creía posible sentirse peor que hasta entonces, que algún lugar pudiera ser peor que la abrasadora sabana. Aquellos árboles formaban una selva. No era la jungla, sino una selva. Allí dentro, a la sombra de los árboles, se estaría más fresco. Stanford sintió una gran alegría. Siguió a Atilio, metiéndose entre la espesura. Los batidores ache iban delante, y al destello de sus hojas las hierbas se doblaban y caían. Stanford se enjugaba el sudor de la frente. El blanco cielo estaba cruzado de rayas violeta. Stanford sonrió y anduvo más deprisa, sintiendo el bulto en su espalda. Lo ignoró y también sus sudores y dolores, y se metió a trompicones en la selva.
El calor era allí monstruoso, implacable, sofocante hasta producirle náuseas. Era un calor asfixiante que hacía bullir la selva y parecía pegarse a los pulmones. Stanford se detuvo y casi sintió deseos de vomitar. Movió la cabeza y miró en torno, sintiendo que le invadía una abrumadora oleada de repulsión y rebeldía. No; era imposible. Seguramente no podría seguir adelante: aquel lugar no pertenecía a la tierra y no era adecuado para la vida humana. El alemán le tocó en el codo, sonrió con una mueca y le instó a que apremiase el paso. Stanford asintió, aspiró profundamente y anduvo como un zombie. Su espíritu se sumergió, extinguiéndose. No podía creer que aquel calor fuese real. Los pulmones le ardían como si fuera a ahogarse en el propio sudor que vertía. No se hubiera imaginado capaz de sudar tanto. Se preguntaba de dónde saldría todo aquel líquido. Se frotó los ojos y miró en torno, la verde espesura que brillaba, despidiendo vapor. Stanford sintió un profundo temor. Allí todo era desmesurado: la enmarañada vegetación, las inmensas plantas y las ondulantes hojas, los insectos que se arrastraban, los ruidosos pájaros y los monos y las ratas que corrían por el suelo. Sintió hormigueante la piel: se veía atrapado y sofocado. La selva rumoreaba y emitía chillidos, silbaba, gruñía y el vapor teñía la desmayada luz.
Los largos cuchillos relampagueaban a la luz, cortando ramas y hojas, y los indios derribaban a un lado los arbustos, mostrando sus cuerpos resbaladizos por el sudor. Stanford sofocó sus sollozos, sintiéndose pequeño, casi como un niño. Su desesperación formaba un vacío en su centro y amenazaba con engullirlo. Algo se retorció por su pie. Miró hacia abajo y vio una araña: era inmensa, muy negra, con el cuerpo cubierto de pelos brillantes y la sacudió de su bota casi gritando, viéndola volar a lo lejos. Se enjugó la frente, estremeciéndose. Vio cómo el alemán sonreía, mirándole. Sintió una intensa rabia que le dio nuevos impulsos, haciéndole recuperar algo sus fuerzas. Un murciélago voló sobre su cabeza y se sumergió entre las hojas, batiendo las alas. Stanford sufría escalofríos al sentir su rostro barrido por las hojas: era una sensación cálida y viscosa. Maldijo en voz baja y avanzó más deprisa. Enmarañadas enredaderas le atraparon los pies. Se arrodilló y las apartó de sus botas, viendo un grupo de enormes hormigas que devoraban un conejo muerto. No era un conejo, sino una inmensa rata. Se estremeció de nuevo. Algo le picó en la mano y lo apartó de un manotazo: una hormiga. Se levantó y siguió andando. La selva despedía vapor y agua a su alrededor. Se oían murmullos y gritos: estaba llena de vida, con objetos que se arrastraban, un sotobosque crujiente y agitado con formas peludas que corrían de un lado para otro.
—¿Se siente bien? —le preguntó el alemán.
—Sí, muy bien.
—No tiene muy buen aspecto. Parece un poco alterado.
—Estoy bien.
—Es muy tenaz.
—¡Lléveme hasta allí, maldita sea! No sucumbiré antes que usted.
La selva se abría en torno a un pantano. Una luz rojiza se filtraba entre los árboles. Vio los huesos de varios animales en el claro. El pantano despedía vapor y hedía. Los indios lo rodearon entre las maldiciones y protestas de los cuchilleros. Atilio abofeteó a uno de ellos y le obligó a avanzar a puntapiés. Alguien chilló y comenzó a hundirse. Los negros ojos estaban desorbitados por el miedo. El barro rezumó y barboteó en torno a sus rodillas, mientras agitaba salvajemente las manos. Atilio lanzó una maldición y profirió unas órdenes. Algunos indios se apresuraron a formar una cadena y tendieron las manos al hombre que se hundía, tirando de él para sacarle del barro. El hombre cayó, rodando de espaldas. Atilio se adelantó y le dio varios puntapiés. El hombre se puso en pie, gritando, y volvió corriendo a su puesto. Atilio siguió repartiendo órdenes mientras la selva volvía a cerrarse tras ellos. El calor se apoderó de Stanford, le sofocó, le agotó y volvió a ahogarle entre náuseas, mientras avanzaba tropezando, inspeccionando la verde oscuridad.
El tiempo se demoraba hasta inmovilizarse. Los huesos le dolían y le hacían mantenerse alerta. Su cansancio trascendía de los límites físicos y le proyectaba en otro mundo. No era lo que había sido; no era más que sensación. La piel le hormigueaba, el sudor empapaba sus ropas y sentía hervir la sangre. Las hojas brillaban y goteaban. Vio deslizarse lentamente una serpiente. Las ramas restallaron y cayeron en torno a sus pies vomitando hormigas y moscas. El vapor se proyectaba en espirales por la luz, que era tenue y rojiza. Los árboles se remontaban sobre su cabeza y desaparecían en una oscuridad llena de rumores. Oyó gruñir un jaguar. Pájaros y murciélagos volaban entre la oscuridad. Bebió agua y se secó los resecos labios, viéndose observado por una rata grande como un gato, que agitó la cola y luego desapareció. Se frotó los ojos y volvió a ponerse la cantimplora a la espalda, tropezando tras el alemán. El tiempo ya no existía; calor y ruido reinaban en aquel momento. Sólo sentía los túneles de sus ojos y el palpitar de la carne torturada. Estaba magullado y dolorido. Se rascó y aún fue peor. Se sentía lacerado, maltrecho, agotado, como si volase por encima de aquello. La selva despedía vapor y hedía. Las telarañas temblaban brillantes. Algunos seres se arrastraban, deslizándose y retorciéndose silenciosos, formando una realidad.
La selva volvió a abrirse. Vio un poblado a la luz rojiza y un río sangriento que corría a su izquierda mientras cruzaban el poblado. Los nativos los miraban silenciosos. Tenían una expresión obsesionada en sus ojos negros. Los niños jugaban entre el polvo, tragaban gusanos y su carne era casi transparente. Los cuchilleros los ignoraban. Iban en cabeza los indios. La selva volvió a cerrarse, convirtiéndose en una oscuridad verdosa llena de vapor y de monstruoso calor, con una sofocante humedad y en cuyas profundidades se oían gritos y murmullos.
A Stanford le parecía estar muerto. Apenas recordaba por qué se encontraba allí. Le ardía el cuerpo, lo llevaba cubierto de barro y sentía como si se despellejase. Él no era nada más que el presente. Estaba en la selva, dentro de ella, con la serpiente, la araña, la rata y la invisible vida pululante. Las inmensas hojas pendían goteando. La vegetación silbaba y despedía vapor. A Stanford le bullía la sangre, le dolían los huesos y estaba lleno de suciedad, pero se remontaba por encima de todo. Los árboles le sostenían y protegían; la verde oscuridad era su sustento. Tragó bilis y aspiró el aire ardiente frotándose los ojos y viendo algunas estrellas como disparadas. Luego, oscuridad y rayos de sol. Le llegaban los gritos distantes de los indios. Los árboles se dividían, permitiéndole el paso, y distinguía raudales de luz rojiza.
Llegaban a otro claro. Una enorme piedra les bloqueaba el camino. El sol poniente era un enorme globo ensangrentado que llenaba el espacio de una luz rojiza. La parte delantera de la roca era escarpada y desigual y parecía estar formada de lava flotante. Los cuchilleros, los indios, Atilio y el alemán quedaron impregnados de aquella oleada de resplandor rojizo, mirando hacia la roca ensangrentada.
Stanford siguió su mirada. Sacudió la cabeza incrédulo y fijó más su atención. Vio troncos de árboles y tablas, enredaderas atadas y hojas de banano, todo ello amontonado para bloquear la entrada de una cueva que había en la parte delantera de la roca.
—¿Es esto?
—Sí —respondió el alemán—. Es un altar. Los nativos acuden aquí a adorarlo: y ese altar es la prueba que usted buscaba.
Se adelantó, lanzó algunas órdenes y los indios se desperdigaron ante la parte delantera de la roca. Los cuchilleros retrocedieron y levantaron sus fúsiles con aspecto no muy satisfecho. Stanford les observaba, sintiéndose aturdido. Tenía la garganta seca y se sentía enfermo. Los indios comenzaron a arrancar la vegetación, hojas y enredaderas, quitando las tablas y seguidamente se emplearon a fondo con los troncos ladeados de los árboles, atizándoles fuertes golpes. Los escombros caían por el suelo y se levantó una gran polvareda, diseminándose por la oleada de luz rojiza y dando a los indios un aire espectral.
A través del polvo Stanford distinguió la oscura boca de la cueva. Se adelantó hacia ella, advirtiendo un objeto brillante y metálico tras el rojo resplandor. Habían retirado ya el último tronco de árbol que, al ser derribado, levantó aún más polvo. Los indios miraron con ojos asustados el interior de la cueva y después echaron a correr, huyendo de allí. Stanford avanzó más, habiendo recuperado ya sus sentidos. La cabeza le martilleaba mientras observaba el brillo metálico entre el polvo que ascendía en espiral.
La luz roja llenó la cueva. Stanford se quedó casi sin respiración: ante sus ojos había un rompecabezas de líneas negras enrolladas y grises piezas metálicas. Siguió avanzando y volvió a mirar, distinguiendo una sólida esfera de metal de unos diez metros de longitud que se levantaba rematada en una cúpula oxidada. Las líneas negras eran una masa enrollada de serpientes dormidas sobre el platillo.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Stanford.
Permaneció inmóvil algún tiempo, sin poder dar crédito a lo que veía. Por lo menos había un centenar de serpientes en el objeto, retorcidos y entrelazados sus cuerpos. Stanford sintió un hormigueo en la piel. Vio resplandecer el gris metal. La lisa superficie se curvaba hasta la cúpula y tenía un aspecto increíblemente hermoso. Stanford comprendió que los nativos lo considerasen un altar. Sus temores se desvanecieron, dando paso a una intensa alegría. El platillo era magnífico, y su bruñida superficie parecía de una sola pieza. Se extendía a lo ancho de la cueva y estaba bañado por la luz rojiza.
—¿Qué sucedió? —preguntó Stanford.
—Cayó hace años. Y los nativos creyeron que era un regalo de los dioses y lo arrastraron aquí dentro.
—¿Había alguien en él?
—Eso creo. Supongo que sí. Pero no ha habido manera de abrirlo y, ahora, las serpientes nos mantienen a raya.
Stanford sintió que se aceleraban los latidos de su corazón. Vio la encantadora y sublime máquina, vio las serpientes enrolladas en torno a la polvorienta cúpula, quietas y silenciosas, como si la tapizaran, y sintió una gran agitación que le hacía insoportable aquella situación. Adelantó unos pasos y fue hacia el platillo, decidido a tocarlo.
Sonó un disparo y la bala rebotó en la superficie del ingenio. Stanford se quedó boquiabierto y saltó atrás. Se volvió en redondo, viéndose observado por los hombres, que estaban como petrificados bajo la luz rojiza, con aire confundido e irreal. El alemán tenía una pistola en la mano y la agitaba en el aire.
—¡No haga eso! No intente tocarlo. Si lo hace, morirá.
Stanford miró el rutilante disco, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo ante el espectáculo: las serpientes estaban llenas de vida y se deslizaban unas sobre otras, envolviéndose en torno a la cúpula, oscilando en sus bordes, silbando, escupiendo y deslizándose por la lisa y rotunda superficie. Stanford se sintió agitado y, de pronto, el cansancio le abrumó. Se quedó inmóvil en la jungla, mientras el polvo se deslizaba sobre él. Observaba las serpientes que se enrollaban en el disco, entre el ondulante resplandor rojo.
—Ésta es la prueba que usted buscaba —dijo el alemán—. Ahora hablaré.