Capítulo Tres

El Audi 100 GL blanco, elegante y reluciente, alcanzó la cumbre de la colina e inició el descenso por una estrecha y gris callejuela, sin especial rapidez. Richard se adelantó rápidamente, levantando el pulgar en el aire, pero el radiante Audi pasó de largo salpicándole de agua.

—¡Muy bonito! —murmuró Richard.

Bajó el dedo y se limpió la frente de lluvia, mirando el cielo gris y cargado de nubes oscuras y amenazadoras. Por fin había dejado de llover; al menos eso se había ganado. Se estremeció, se ajustó la mochila, comprobó la cámara fotográfica que llevaba colgada del cuello, y luego, empapado hasta los huesos y con los cabellos aplastados, siguió caminando por las calles del pueblo, dejando atrás las silenciosas casitas.

La carretera se abría en las afueras del pueblo, remontando la colina y pasando junto a una iglesia del siglo XVII dominada por verdes lomas. El Audi estaba parado frente a la iglesia, el motor se detenía y arrancaba y el coche sufría bruscas sacudidas a medida que fallaba hasta que, finalmente, quedó en silencio.

—¡Te está bien empleado! —murmuró Richard.

Se enjugó la lluvia de la barba, se ajustó la mochila a los hombros y luego se aproximó lentamente, como por casualidad, hasta el coche. Por la ventanilla del conductor asomaba un brazo bronceado, rotundamente femenino, cuyos dedos dejaron caer un cigarrillo en el preciso lugar donde Richard se detenía.

—¡Santo Dios! —exclamó una voz femenina muy quedamente.

Richard se detuvo de inmediato, miró hacia abajo y vio unos ojos verdes y una oleada de cabellos muy rojos y brillantes enmarcando un rostro compungido. La mujer golpeaba ligeramente el volante con el puño izquierdo, y luego se mordió el labio superior y miró a Richard enarcando sus finas cejas. Richard le sonrió animoso y se pasó los dedos por los largos cabellos. Sus pantalones tejanos y su chaqueta seguían mojados, y el frío le estaba calando los huesos.

—¿Puedo ayudarla? —le preguntó.

La mujer lo estudió un momento mordiéndose levemente los labios, y luego, satisfecha al comprobar el aspecto sano del muchacho, se encogió de hombros y asintió.

—No puedo imaginar qué ha sucedido —dijo—. Sencillamente, se ha parado de repente.

Richard se estremeció y miró en torno, divisando las verdes colinas de Devon. Luego hizo resbalar la mochila de los hombros dejándola caer en el suelo.

—Acaso no sea nada. Un poco de humedad o algo que se habrá atascado. Probablemente nada serio. Miraré debajo del capó.

La mujer le observó con fijeza, con la mirada algo desenfocada. Su rostro, fino y bronceado, revelaba refinamiento. La expresión era algo cansada, sus finas cejas se arqueaban sobre los verdes ojos, y los húmedos labios no estaban pintados.

—Póngalo en marcha y le llevaré —dijo—. No entiendo nada de coches.

—¿Dejó de funcionar gradualmente?

—No. Se produjo el relámpago y luego dejó de funcionar. ¿Le encuentra algún sentido?

Richard miró el cielo gris.

—¿Un relámpago? ¿Está segura? No he visto ninguno; no creo que se tratara de eso.

La mujer volvió a encogerse de hombros.

—Pareció un relámpago. De todos modos, entonces fue cuando el coche dejó de funcionar. Sencillamente, no lo entiendo.

—No fue un relámpago. No creo que se tratara de eso. Probablemente vería usted las luces de un avión. Déjeme mirar el motor.

La mujer se encogió otra vez de hombros y se inclinó hacia el lado izquierdo, acercando su delicada mano al suelo del coche, bajo el asiento contiguo. Richard se estremeció y sintió frío. Oyó un chasquido, fue hacia la parte delantera del coche y alzó el amplio y pesado capó. No advirtió nada raro en el motor. Dijo a la mujer que probase el encendido. Ella lo hizo así y el coche se puso normalmente en funcionamiento.

Richard retrocedió asombrado y miró por encima del capó. La mujer se asomaba por la ventanilla y el viento le alborotaba los cabellos.

—¿Qué le ha hecho? —le preguntó.

—Nada —repuso Richard.

—Debe de haberle hecho algo —insistió.

—Sólo lo he mirado.

Alzó los hombros y le sonrió. Se adelantó y cerró el capó. Luego se acercó a la mujer y observó las luces testigo.

—Parecen funcionar bien —comentó—. La señal de la batería es correcta. Debe haberse tratado de algo muy sencillo, y es evidente que se ha solucionado por sí solo.

La mujer le sonrió, mirándole con sus ojos desenfocados.

—Usted lo ha mirado y ha funcionado. Debe de ser un mago.

Richard se sonrojó y sonrió con acritud.

—No lo creo así. De todos modos, funciona bien. ¿Va usted a llevarme?

—¿Adónde se dirige?

—A Saint Ives.

—Se lo ha ganado. Ponga la mochila en el maletero. No está cerrado. Vámonos, ahora que esto marcha.

Richard, complacido, compuso una sonrisa infantil, brillantes sus ojos azules. Recogió la mochila, miró brevemente la iglesia gris y anduvo hasta la parte posterior del coche, celebrando que hubiese sufrido una avería. Abrió el maletero con esfuerzo, dificultado por el peso de su mochila, la depositó y volvió junto a la mujer, que le esperaba con el rostro vuelto hacia él. Había encendido otro cigarrillo, tenía los labios fruncidos y echaba una bocanada de humo. Sus verdes ojos estaban ligeramente inyectados en sangre y mantenía la mirada algo desviada.

—¡Vamos! ¡Suba!

—¿Delante o detrás?

—No me gusta hablar por encima del hombro. Venga a mi lado.

Richard dio la vuelta al coche, abrió la portezuela y montó, dejándose caer en el asiento y apreciando el lujo que le rodeaba. El salpicadero era de madera bruñida, los asientos estaban tapizados con terciopelo marrón oscuro, y la mujer, que vestía un traje oscuro hasta las rodillas, parecía armonizar perfectamente con el conjunto. Sus rojos cabellos eran largos y brillantes y le caían por los hombros, acentuando el cambiante verdor de sus ojos cuando le dirigía miradas breves. Pisó el embrague y su traje se tensó, subiéndose ligeramente, y Richard advirtió cómo se le marcaban los muslos, cuando ponía la llave en el contacto.

—Sigue funcionando.

Richard asintió sonriente y se frotó las manos. La mujer pisó el acelerador y el coche arrancó. Las verdes colinas, los mojados árboles, las amenazadoras nubes que cubrían el cielo… Richard mantenía la mirada fija en aquel paisaje, sintiéndose cansado y ausente.

La mujer conducía de modo descuidado, manteniendo los ochenta kilómetros por hora con la mano derecha en el volante y sosteniendo con la izquierda el cigarrillo, frunciendo los labios para exhalar el humo mientras sus senos subían y bajaban. Richard seguía mirándola de reojo, con sensación furtiva, atraído por ella, sorprendido de poder albergar tales sentimientos hacia una mujer tan mayor. No, realmente no era mayor; acaso rondara la cuarentena. No obstante, era muy sensual, con piernas largas y senos firmes, y Richard se ruborizó al comprobar que de pronto fijaba su mirada en él con los verdes ojos levemente enrojecidos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Richard… Richard Watson.

—¿Estudias?

—Sí —repuso Richard—, en el Instituto de Bellas Artes de Hornsey. Quiero ser dibujante.

—¿Hornsey?

—En Londres —aclaró Richard.

—¡Ah, sí! Al norte de Londres; no conozco demasiado aquella zona.

Siguió conduciendo un rato en silencio, respirando profundamente y aspirando el humo. Richard se removía inquieto en su asiento, tratando de apartar los ojos de ella.

—Dibujante —dijo finalmente—. ¿Qué clase de dibujante?

—De revistas. Por lo menos pienso comenzar con ese género.

La mujer le miró sonriente, parpadeó y tosió un poco. Richard echó una mirada a sus finas piernas y a sus pies calzados con zapatos de tacón alto.

—¿Para qué vas a Saint Ives?

—A pasar las vacaciones. Un amigo mío tiene un pequeño chalé allí y me lo ha prestado.

La mujer volvió a sonreír, frunciendo los labios para despedir el humo, que envolvió a Richard haciéndole toser.

—Así que eres estudiante de bellas artes…

—Eso es.

—Todos los estudiantes beben. Por lo menos, eso tengo entendido.

Se metió el cigarrillo en la boca, aspiró el humo, lo despidió y sostuvo el volante levemente con la otra mano mientras las verdes colinas se deslizaban rápidamente por su lado.

—¿Qué tal?

—¿Qué? —preguntó Richard.

—¿Es cierto que todos los estudiantes beben?

—Lo ignoro.

Tosió cubriéndose la boca con el puño, algo cohibido por aquella conversación, y trató de no mirarle los senos que estallaban contra el ajustado vestido. Sin duda la mujer era rica. Parecía algo ajada, de aspecto mundano, pero sus manifestaciones ambiguas y extrañas producían en Richard una especie de resquemor. Pensó que acaso estuviera bebida. La miró brevemente a los ojos. Parecía hallarse en tensión y muy fatigada, pero aun así seguía considerándola muy sensual. Richard se revolvió incómodo en su asiento. Una sensación culpable le hizo enrojecer. Pensó en Jenny, que se había quedado en Londres, y en las dos semanas que le esperaban, y maldijo en silencio su instintiva lujuria preguntándose cuántos hombres la superarían.

—¿Bebes? —le preguntó ella.

—Cuando puedo permitírmelo.

—Bien, prefiero no beber sola. Encontrarás una botella de ginebra en la guantera. Creo que podríamos compartirla.

Richard volvió ligeramente la cabeza, observó sus ojos semejantes a dos pozos verdes y gemelos, salpicados de rojo, y se quedo convencido de su embriaguez. Se volvió con un movimiento rápido, sintiéndose atraído por ella y, convencido de que se comportaba neciamente, abrió la guantera y vio dos botellas, una sobre la otra.

Es la de abajo —dijo la mujer—. La de encima está vacía. Me cansa mucho conducir.

Richard enrojeció al oír aquella observación, apartó la botella de encima, retiró la de debajo, desenroscó el tapón y se la tendió a la mujer. Ésta movió la cabeza negativamente, agitando los cabellos como una llamarada.

—Tú primero.

Richard se encogió de hombros y tomó un sorbo, sintiendo un reconfortante ardor en la garganta, y experimentando una sensación de mareo que alivió su cansancio. Se secó los labios y se le escapó un eructo. Pasó la botella a la mujer, que apagó el cigarrillo y la cogió sosteniendo el volante con la mano derecha. Richard la observó mientras bebía: sus brillantes y rojos cabellos le enmarcaban el rostro. Cuando hubo concluido, le devolvió la botella y volvió a poner la mano en el volante.

—Toma otro trago.

Siguieron bebiendo sin descanso, pasándose la botella uno a otro. La A30 cruzaba Dartmoor, atravesaba Featherford y Fowley, y se extendía por verdes colinas y campos, subiendo y volviendo a bajar. Pero tuvieron ocasión de ver poco el paisaje, pues ambos estaban absortos en la bebida, y la noción del tiempo se desvanecía a medida que el alcohol se apoderaba de ellos y les hacía sentirse más ausentes. Richard observó a la mujer y volvió a pensar en Jenny, que estaba en Londres. Aquel pensamiento y un residuo de culpabilidad pasaron por su mente y luego se desvanecieron.

—Dijiste que no habías visto el relámpago —comentó la mujer—. No puedo entenderlo.

Richard se metió la mano en el bolsillo, sacó un cigarrillo, lo encendió y miró a la mujer, preguntándose de qué estaría hablando. Ella le devolvió la mirada con una expresión vaga. El coche, con un rítmico y suave ronroneo, seguía atravesando el apacible paisaje.

—¿Adónde vas? —le preguntó Richard.

—A Bodmin. Vivo en Saint Nicholas, un lugar pequeño y muy tranquilo… Sin Londres, me moriría.

Richard no respondió. La mujer parecía algo distraída. Se rascó la frente y miró por la ventanilla pasar las nubes, entre las cuales se abría paso un resplandor gris que irradiaba débiles destellos. Éstos se desvanecían sobre los húmedos campos y los firmes restos neolíticos.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

Richard miró su reloj.

—Las seis menos diez. Aproximadamente… cinco minutos arriba o abajo.

—Tú no lo viste.

—¿El relámpago?

—La luz. Evidentemente era una especie de luz brillante; no dejo de pensar en ella.

Richard se estremeció.

—No hubo ningún relámpago. Ni truenos, ni relámpagos. Sólo lluvia. Debiste ver un avión.

—¿Con luces?

—¿Con luces?

—¿A plena luz del día?

—Es cierto.

Richard se encogió de hombros, bebió más ginebra y le pasó la botella a la conductora. Ella advirtió su escepticismo y volvió a mirar a la carretera.

—De acuerdo —concedió Richard—. Viste una luz brillante. Fue como un relámpago… Un avión que reflejaba la luz del sol: creo que debió tratarse de eso.

Suspiró ruidosamente. La mujer volvió su mirada hacia él. Se encogió de hombros y se acercó la botella a los labios mientras conducía con peligrosa celeridad.

—No. Era demasiado veloz para tratarse de eso. Brotó como un relámpago y luego desapareció.

Richard movió la cabeza, cansado, sintiéndose embriagado. Algo molesto, miró por la ventanilla el frío y triste atardecer y el vasto cielo, rojo como la sangre. El sol se sumergía tras los páramos como una esfera ígnea, grande y luminosa, que se deshiciera lentamente diseminándose a lo largo de las colinas en dos arroyos de intermitentes llamaradas.

—No es posible —murmuró Richard—. No lo es. Debes haberlo imaginado.

La mujer no respondió. Sus rojos cabellos le llegaban hasta los senos. El coche zumbaba y vibraba con un ritmo abstracto y seductor, dejando atrás las yermas colinas y los páramos ondulantes, y ante ellos se iba retorciendo la carretera. Richard miraba y se quedaba absorto contemplando ciénagas, canteras y las piedras neolíticas que recortaban su silueta en aquel llameante y ensangrentado cielo. Era un paisaje onírico, serenamente hermoso y extrañamente amenazador, y aquella sensación le hizo estremecerse y cerrar los ojos, preguntándose por qué le inquietaba.

—Me parece que estoy borracho —murmuró.

—¿Ya?

—Sí.

—Debes de estar cansado. Tiéndete y duerme un poco.

Richard aplastó su cigarrillo, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos, sintiéndose adormecer. Sus pensamientos se diseminaron y giraron, se convirtieron en fulgurantes estrellas y oscuras sombras, y pasado y presente se fundieron en un vertiginoso caleidoscopio: las desordenadas salas de la escuela de bellas artes, una modelo desnuda en una silla, los ojos castaños de Jenny, el ondulante cabello rojo de la mujer y la niebla que se arremolinaba sobre las sombrías colinas. Se adormecía y despertaba, sentía un lánguido deseo viendo el tenso vestido de la mujer modelando sus muslos y la acusadora y sombría mirada de Jenny. La sensación de culpabilidad y el deseo le hacían revolverse inquieto. Parpadeó y abrió los ojos, sintiendo los dedos de la mujer en su codo, tirando de él brusca e incesantemente.

—¡Ahí está! —siseó ella—. ¡Mira!

Richard se despabiló enseguida. El coche estaba vibrando. Miró brevemente a la mujer y observó sus verdes ojos, sus rojos cabellos, la sonrosada punta de la lengua entre los dientes, y luego observó el cielo. El sol se hundía por occidente formando un círculo carmesí en las colinas, sobre un cielo convertido en un derretido arroyo rojiazul por el que circulaban las nubes, alejándose. Richard miró en tomo y no vio nada insólito. Se fijó de nuevo en la mujer, observó sus ojos brillantes inyectados en sangre y se preguntó cuánto habría bebido antes de recogerle.

—¿Qué pasa?

La mujer siseó algunas palabras, movió la cabeza y dio un puñetazo en el volante.

—¡Maldita sea! ¡Estaba allí! ¡Acabo de ver aquella luz!

Richard miró hacia arriba burlonamente.

—¿El relámpago?

—¡No! —replicó ella bruscamente—. No se trataba de un relámpago: era algo distinto. Un rayo de luz acaba de pasar por nuestro lado.

—¿Por nuestro lado?

—Sí, se ha cruzado con nosotros. Iba de Este a Oeste. Era una larga estela luminosa, como un renacuajo. Destelló un momento y desapareció.

—Sería un meteoro.

—¿Lo crees así?

—Sí.

—Tal vez tengas razón. No sé… Parecía extraño.

Movió la cabeza despacio, brillantes los ojos y menos enrojecidos. Se revolvía nerviosa en su asiento mientras contemplaba el cielo crepuscular. Richard la observaba fijamente, alterado, preguntándose si estaría alucinada, pero con la certeza de que había bebido muchísimo y estaba peligrosamente cansada. Luego miró hacia el cielo, casi contra su voluntad. Distinguió las grises nubes que se desplazaban con rapidez, el fulgor carmesí del sol poniente y las vaporosas cintas de niebla a lo largo de las colinas: todo el solitario esplendor de Bodmin Moor.

—Estamos en Cornualles.

—¡Muy brillante, muchacho! Estamos en Cornualles desde hace media hora, y por fin te has dado cuenta.

Richard enrojeció al percibir el sarcasmo de la respuesta.

—Estaba dormido. Me siento cansado y la ginebra me dejó fuera de combate. Casi no podía mantener los ojos abiertos.

La mujer pareció no haberle oído. Seguía inspeccionando en torno con sus verdes ojos muy brillantes, enmarcado su rostro por la roja cabellera, y se mordía nerviosa el labio, frunciendo con ansiedad la bronceada frente. Su tensión resultaba contagiosa, y Richard también empezaba a sentirla. Observó a su alrededor y vio los páramos, las colinas que el coche dejaba atrás rápidamente, rodando y desvaneciéndose en las sombras, de aspecto ancestral y amenazador. Se estremeció de nuevo, sintiéndose otra vez obsesionado. Miró directamente al sol, aquella esfera de fuego que se desvanecía, y la luz se extendió y llenó por completo su visión, relampagueando en sus ojos.

—¿Por qué extraña?

—¿Qué dices? —preguntó la mujer.

—Has dicho que la luz que viste te pareció extraña. ¿Qué querías decir con eso?

La mujer fijó en él una mirada serena, muy brillante, luego volvió a mirar a la carretera y parpadeó nerviosa repetidas veces.

—No lo sé.

—Pensemos. Supongamos que no fuera un meteoro ni un avión. ¿Qué crees haber visto?

Ella aspiró profundamente, se mordió con lentitud el labio y se pasó la mano izquierda por los brillantes cabellos.

—Fue algo muy rápido. La primera vez estaba muy próximo. En aquella ocasión vi únicamente un relámpago y pensé que se trataba de eso, pero la segunda vez fue distinto: estaba más lejos. Era rápido, muchísimo más que un avión, y parecía muy brillante. Iba de Este a Oeste. Pasó y desapareció. Realmente no desapareció de mi vista; sólo se diría que cruzó como una centella. No era un avión. Me consta que no hubiera podido serlo. Tampoco un meteoro. Se trataba de algo extraño… Creí que ascendía.

Richard experimentó malestar. La cabeza le flotaba y tenía fiebre. Se secó los labios con el dorso de la mano mientras miraba vagamente en torno.

—¿Ascendiendo?

—¡Siempre repites lo que digo!

—¿Más rápido que un avión y ascendía? ¿Estás segura de haberlo visto bien?

—No estoy tan borracha. Estoy segura de lo que digo. La luz era muy brillante, muy rápida y ese maldito objeto se remontaba.

—¿Sin ruidos?

—Sin producir un sonido. Sólo cruzó por delante y luego destelló… sin emitir el menor sonido.

Richard se encogió de hombros y miró en torno, distinguiendo los desolados e intemporales páramos, las negras nubes que se deslizaban sobre las brumosas colinas y el cielo teñido de un sombrío resplandor carmesí: no se veía nada; posiblemente la mujer estaba alucinada. Evidentemente se hallaba muy cansada, había bebido demasiado y empezaba a desvariar y a ver cosas que no existían.

Aquel pensamiento le alteró y deseó apearse; no quería acabar en la cuneta con la cabeza rota. Decidió eludir el tema, cerró los ojos e intentó dormir. Perdía y recuperaba su estado consciente, la cabeza le daba vueltas y el estómago le ardía. Volvió a pensar en Jenny, que se encontraba en Londres; en el chalé de Saint Ives; en los rojos cabellos y en los verdes ojos de la mujer y en su lengua que humedecía los temblorosos labios. Aquellas visiones eran incansables, se materializaban y desaparecían, dando paso a estrellas flotantes, soles que giraban y luces blancas en un negro vacío. Richard se estremeció y murmuró algunas palabras. Una sensación de pánico le recorrió el cuerpo. Estuvo a punto de gruñir, pero se reprimió, agitó la cabeza y se humedeció los labios. Luego volvió a sumergirse en remolinos, entre sombras, y abrió otra vez los ojos.

El cielo estaba teñido de color sangre, el sol se sumergía detrás de las colinas, y las piedras neolíticas parecían bañadas por un ígneo resplandor y estrías de luz plateada. Richard parpadeó, observando los desolados páramos y las enormes sombras que se acumulaban sobre las colinas ondulantes, agrisándolo todo. Se veían raudales de luz rojiza y de piedras rotas entre árboles mudos y recortados. El terreno descendía y caía suavemente, ondulándose tras el veloz vehículo, como dramática visión del rojo cielo y de la niebla que corría disolviéndose calladamente en la oscuridad.

—¿Qué diablos…?

La mujer miró a Richard, movió la cabeza, perpleja, aceleró y cambió de marcha mientras el coche producía una serie de extraños sonidos. Se oyó funcionar el motor, que luego se paró bruscamente. La mujer maldijo y pisoteó el pedal. El motor volvió a producir algunos sonidos y por último se quedó en silencio, mientras el vehículo rodaba cuesta abajo. La mujer insistió manipulando la llave de contacto. Cambió la marcha y nada ocurrió. El coche siguió descendiendo, resonando el silbido de sus ruedas en el silencio, se detuvo al final de la cuesta y se apagaron sus faros.

—No puedo creerlo. ¿Qué ha sucedido?

La mujer movió incrédula la cabeza y, enojada, golpeó el volante. Probó una o dos veces accionando la llave de contacto y siguió sin ocurrir nada. Profirió una maldición y miró a Richard, quien, a su vez, se encogió de hombros y miró a su alrededor, observando el cielo manchado de rojo, los recortados árboles y unas piedras neolíticas que parecían singularmente amenazadoras, formando un círculo cerca de ellos. Se estremeció: el silencio parecía vibrar. Tragó saliva y se mojó los labios, al tiempo que le latía inexplicablemente el corazón. Se volvió y miró con fijeza a la mujer, imaginando percibir un ronquido.

Pero no se trataba de un ronquido… sino de algo diferente…: de un extraño zumbido que producía nerviosismo. Richard parpadeó y vio un sol enorme de luz cambiante e intermitente que aumentaba de tamaño.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró.

De pronto, olvidó lo que estaba haciendo. El sol se extendía y se convertía en una blanca sábana que ocultaba todo el cielo. Richard carraspeó y sintió miedo, empujó a la mujer hacia la portezuela y vio que ella se protegía rápidamente los oídos y que, a sus espaldas, el cielo cobraba un resplandor plateado.

—¡Cielo santo!

Pasaba sobre la colina más próxima, por encima de las piedras neolíticas con una intensa e incorpórea luminosidad que se extendía y se adelantaba hacia ellos. Richard la observó fijamente y se sintió cegado. Apartó su mirada, volvió a mirar y percibió un sonoro zumbido. Sintió el sonido y se creyó aplastado por él. La mujer gritó, movió la cabeza y sus cabellos le azotaron el rostro. Se inclinó, hundiendo el rostro en las rodillas y cubriéndoselo con los brazos, tratando de ocultarse en su asiento. El ruido aumentó y la luz siguió extendiéndose, cayendo sobre ellos e inundando el coche. Richard tosió y experimentó un calor súbito y abrasador que le obligó a proferir un grito. Luego se desplomó.

Su cabeza tocó la de ella y el coche comenzó a dar sacudidas. El motor se puso en marcha y luego se paró otra vez. Se oyó sollozar ruidosamente a la mujer. Richard sintió deseos de devolver, comenzó a sudar intensamente, y le ardió el rostro. Tocó a la mujer y la vio sobresaltarse como si la hubiera picado una avispa. La vibración, el ruido… ¡Oh, Dios mío, se habían apoderado de él…! Le temblaba el cuerpo mientras su mente se sumergía en el caos, en un intenso y sofocante terror. ¿Qué era aquello? Miró hacia arriba y vio los rojos cabellos femeninos y, tras la mujer, la cegadora luz blanca. Sintió que el corazón le latía apresuradamente y el sudor le caía a chorros por el rostro. El coche iba de un lado a otro, rechinaba como protestando y, por fin, se inmovilizó dejando reinar el silencio… y el temor.

Richard se agitó y luego se movió lentamente hasta tocar a la mujer. Ella retrocedió y le miró con ojos desorbitados, aún agazapada en su asiento. Se miraron fijamente un instante, sin saber qué decir. El interior del vehículo, que estaba muy iluminado, de pronto se quedó a oscuras. Richard se enjugó el sudor del rostro, se humedeció los labios y trató de recobrar el aliento. Sentía un peso enorme en el pecho, los pulmones requemados y resecos, y piernas y brazos presas de un terrible temblor.

Los verdes ojos de la mujer se habían vidriado y le miraban cual si le penetrasen. Luego, diríase que obedeciendo a una orden, como si cada uno leyera los pensamientos del otro, se incorporaron en el asiento y se fijaron en aquel intenso resplandor.

—¡Oh, Dios mío!

—¡Jesús!

Un escalofrío de terror recorrió la espalda de Richard y se apoderó de él, agitándole malignamente, dejándole laso y agotado, como si estuviera vacío, sin que apenas pudiera creer lo que sucedía. Era evidente que la mujer experimentaba lo mismo que él: su cuerpo estaba retorcido, tenía el vestido empapado en sudor y se ocultaba el rostro con las manos, extendidos y temblorosos los dedos. Ambos permanecían sentados en el coche, mirando afuera con ojos vidriosos, contemplando el sueño imposible, como si sus sentidos les hubieran abandonado.

El resplandor estaba retrocediendo y tras él se percibía una oscura masa, como un cuerpo informe que bloqueara todo el cielo. Richard lo miró fijamente, casi hipnotizado, aterrado y fascinado, siguiendo con los ojos aquella extensión de luz blanca que llegaba a eclipsar el sol poniente, sin apenas creer lo que veía. Siguió mirándolo, y aquella visión persistió. El resplandor pareció tremolar y desvanecerse, y entonces distinguió el objeto con más claridad.

Estaba en suspenso sobre el suelo a unos treinta metros de altura. Era una enorme masa que despedía luces, sucesivos destellos verdes, azules y anaranjados muy intensos y rápidos. Las luces se sucedían de izquierda a derecha, iluminando el suelo. Richard profirió un sonido entrecortado y vio un inmenso y plateado disco que se extendía por todo el terreno. Tenía la altura de varios pisos y unos noventa metros de diámetro: era una enorme y caleidoscópica aparición que le dejó sin palabras.

Terror y fascinación, incredulidad y asombrosa certeza: Richard sentía resbalar y deslizarse su mente en un sombrío y vertiginoso caos. ¿Estaba borracho o alucinado? Distinguió la roja cabellera de su compañera. ¿Era real la mujer? Aspiró profundamente y trató de reprimir su agitación y mantenerse sereno. La mujer estaba temblando a su lado y los cabellos le caían por los hombros, arqueaba la espalda y pareció agitarse espasmódicamente y desplomarse luego. Richard miró más allá de su cabeza y vio aquella inmensa y flotante masa cuyas luces de colores destellaban, encendiéndose y apagándose, iluminando el campo que tenían detrás.

Richard sollozó y se mordió el labio. Miró de nuevo y observó cómo cambiaba, iluminándose y oscureciéndose después, fundiéndose con el cielo del atardecer. Seguidamente, a unos noventa metros de distancia, dos paneles de luz amarilla se materializaron hasta configurar dos negras pupilas, dos ojos brillantes que le miraban con fijeza. La mujer gimió y se mordió los nudillos. Richard se apretujó en su asiento. Los trémulos paneles desaparecieron, las negras pupilas se metalizaron desprendiéndose de aquella vasta y oscura masa, y se dirigieron hacia el coche.

—¡No, Dios mío! —exclamó Richard.

Se oyó un crujido y el coche sufrió una sacudida. Después se produjo un breve silencio y se percibió un repentino zumbido. Richard cerró los ojos, los abrió de nuevo y vio entonces los discos a ambos lados de él. Eran como platillos volantes en miniatura, de un metro de diámetro, y rodeaban lentamente el coche, primero con un zumbido, luego silbando y, por último, proyectando sendos rayos de luz que atravesaron la oscuridad.

El coche comenzó a sufrir sacudidas. Richard gruñó y apretó los puños. Miró brevemente a la mujer, que estaba erguida en su asiento, y comprendió más que vio su fascinada paralización. Uno de los discos atravesó la ventanilla opuesta y proyectó una luz brillante en el rostro femenino. Ella pronunció algunas palabras ininteligibles, pareció retorcerse, se derrumbó en su asiento y, por fin, se quedó inmóvil. Richard también permaneció acurrucado. El rayo de luz le quemó en la nuca, se alejó y el muchacho volvió a incorporarse para ver cómo desaparecían los discos.

—No pasa nada —susurró la mujer, abriendo los ojos con singular expresión—. No te asustes; no pasa nada.

Richard la miró fijamente y se estremeció incrédulo, aterrado, respirando ansioso, latiéndole apresuradamente el corazón y sintiendo que la cabeza le ardía. Contra su voluntad, alzó la mirada. Los haces luminosos resplandecían en el cielo. Vio sobre el terreno la masa inmensa, mucho más oscura, con los focos de luz a ambos lados. Luego, éstos absorbieron los discos y fluctuaron hasta apagarse. Entonces, la negra masa, aquella forma flotante y enorme, volvió a iluminarse y a lanzar destellos.

Richard se incorporó en su asiento y miró con fijeza.

El gran disco era un objeto consistente, un ingenio plateado que despedía luz blanca. Se levantaba a cierta altura y se extendía por el campo proyectando luces destellantes verdes, azules y anaranjadas. Ahora tenía forma y dimensión. Se distinguían en él ventanas alargadas y estrechas, detrás de las cuales se movían algunas siluetas muy pequeñas y lejanas. Las luces de colores seguían destellando, iluminando el campo a sus pies. Los toscos helechos, los arbustos y las altas hierbas habían quedado arrasados y agostados. Richard miró hacia arriba aterrado, y vio los paneles situados a cada extremo: eran puertas que se abrían de nuevo. Parecían mayores y más amenazadoras. Se estremeció asustado, extendió la mano y tocó a la mujer. Distinguió otros dos discos, de color gris plateado, que brotaban de los paneles, en los que se veían unos proyectores que iluminaron el coche. Los discos se quedaron suspendidos enfrente del ingenio de mayor tamaño y luego fueron hacia Richard.

Éste sollozó, miró en torno, vio los desolados y sombríos páramos, y oyó el viento que gemía lastimero sobre las colinas y las firmes piedras neolíticas. Se sentía irreal, fuera de lugar, indefenso y acurrucado en su asiento, como si estuviera desnudo y desahuciado del mundo de los vivos. ¿Qué sucedía? ¿Era real aquello? ¿Dónde se encontraba? ¡Resultaba alucinante! Intentó pensar quién y qué era, pero todo aquello se le escapaba. Captó un sonido restallante, una repentina ventolera, y el coche rechinó y se agitó. Luego reinó el silencio mientras los otros discos seguían a ambos lados de él, destellante su metal gris.

Contuvo la respiración sin poder dar crédito a sus ojos. Tocó a la mujer en el hombro y ella se volvió y le miró con fijeza. Richard vio su rostro bronceado, sus cabellos rojos, los húmedos labios y los ojos verdes que le observaban con fijeza, sin verle, como si no existiera. Se estremeció y se dio la vuelta. Fuera del coche se veía un disco de unos diez metros de diámetro suspendido en el aire y cuyo perímetro ascendía formando una cúpula de algo semejante a vidrio. Richard lo observó paralizado. Una extraña criatura le devolvió su mirada. La opaca cúpula distorsionaba sus rasgos, confiriéndole una apariencia totalmente grotesca. Sus ojos eran dos hendiduras y la nariz parecía metálica. Richard se estremeció con repugnancia al darse cuenta de que carecía de labios. La piel de aquella criatura era gris y arrugada. Levantó una mano parecida a una garra. Richard gritó, y entonces un rayo de luz cayó contra él haciéndole enmudecer.

Reinó la oscuridad. Destelló una luz. De repente, experimentó náuseas y pánico y sintió deseos de devolver. Sacudió la cabeza y se irguió en su asiento sin apenas mirar a la mujer. Era inútil: estaba paralizada. Richard miró delante de sí. Parpadeó y se puso a gritar. Luego calló y se echó atrás, aterrado.

Seguía en el automóvil y la oscura noche se cernía sobre él. La nave madre, el enorme ingenio, descendía y bloqueaba todo el paisaje. Parecía algo increíble, casi mágico, y su propio silencio inspiraba temor. Se extendía delante de ellos, sobre el terreno, haciendo destellar sus intermitentes luces de colores. Richard se humedeció los labios y murmuró algunas palabras, se frotó los ojos y sacudió la cabeza. El enorme ingenio tomó tierra a unos cincuenta metros de distancia del coche.

Entonces el vehículo empezó a moverse como enloquecido. La correa de la cámara fotográfica de Richard bandeó, la cámara se estrelló contra el salpicadero, su bolígrafo se le escapó del bolsillo y se quedó pegado en el parabrisas. Richard no podía creerlo. Sentía como si los pulmones se le quedaran sin aire. Las pulseras de la mujer saltaron bruscamente de sus muñecas y también quedaron adheridas al parabrisas. Richard murmuró algunas palabras y se esforzó por respirar, sintiéndose también impulsado hacia delante. Se asió al salpicadero y empujó hacia atrás, viéndose obligado a sujetarse. El coche seguía adelantando sin que Richard pudiera dar crédito a lo que veía. Avanzaban silenciosa, lentamente, hacia aquella enorme masa destellante. Richard intentó gritar de nuevo: abrió la boca y nada sucedió. Miró a la mujer, vio sus ojos inexpresivos y luego se fijó en los discos pequeños. Estaban a ambos lados del coche, manteniéndose nivelados con relación al vehículo, difundiendo sendos rayos de luz sobre él y arrastrándolo consigo. ¿Sería por magnetismo? ¡Oh, Dios mío! Era totalmente imposible. ¡Jesús! Richard se apretó contra su asiento y miró adelante con inmenso terror.

El enorme ingenio estaba ante él llenando toda su visión. Las luces de colores se encendían y apagaban de izquierda a derecha. Y luego, de repente, se extinguieron, dejó de brillar el metal gris y pareció abrirse por el fondo, a lo largo, dando paso a una larga y tenue luz blanca.

Richard sollozó y comenzó a sufrir sacudidas. Tenía los ojos desorbitados y no podía creer lo que estaba viendo. Observó cómo se deslizaba una enorme puerta corrediza y sus sentidos se conmocionaron. Una radiante y blanca luz le envolvió y, entre su resplandor, distinguió siluetas. El coche fue absorbido y arrastrado hacia la luz y luego quedó rodeado por ella. Richard estaba agotado y sus sentidos le abandonaban. Abrió la boca para gritar, pero nada sucedió. Se desvaneció.

Todo se volvió blanco.

Todo.