Capítulo Veintiocho

Día 22 de febrero de 1945. En la distancia resonaba el ruido de las armas, los cielos estaban llenos de humo y teníamos que destruir el Kugelblitz y emprender la huida. Lo recuerdo muy bien. Tuve que endurecer mi corazón. El bruñido platillo se extendía sobre el accidentado suelo, al pie de la montaña. Habíamos retirado los nuevos componentes y teníamos que dejar el resto. No podíamos permitir que cayese en poder del enemigo; había que destruirlo. Yo me encontraba cerca de las puertas del hangar. El general Kammler no estaba presente. Las frondosas colinas de Kahla se extendían a nuestro alrededor y todo lo cubría una tenue niebla. Observé al general Nebe, cuyo atezado rostro era inexpresivo. Mis compañeros, técnicos y científicos, estaban detrás de mí, fijas sus miradas en el ingenio. A lo lejos se oía el estrépito de las armas. El disco brillaba a la luz del sol. Los hombres designados por Nebe para la destrucción se agrupaban en torno a las cuatro patas. Uno de ellos hizo una seña con la mano. El general Nebe asintió levemente y los hombres se apartaron de la nave y regresaron al hangar.

No quise seguir aceptando el dolor: era una emoción superflua. Sin embargo, mientras contemplaba mi creación, tuve que endurecerme. El platillo era enorme. Sus paredes curvadas, de un gris uniforme, se levantaban formando una cúpula de plancha de acero en la que se reflejaba el sol. Era muy hermoso y parecía irreal. Experimenté una fugaz sensación de pérdida, pero me esforcé por extinguirla rápidamente. Seguí guardando silencio. El general Nebe hizo una leve seña. Un sargento se arrodilló y se inclinó para pulsar un botón. El artefacto estalló entre fieras llamaradas y volutas de humo.

Nos habíamos agazapado tras unos sacos de arena. La explosión repercutió a través del hangar y luego se desvaneció. Nos levantamos lentamente. El humo se retorcía hasta el cielo. En el lugar en que antes estuviera el disco, había ahora un oscuro agujero lleno de escombros y rescoldos.

Enmudecí. Di la vuelta y me encontré con Nebe. Sus oscuros ojos y su rostro severo no reflejaban la menor simpatía. Se encogió de hombros e inspeccionó el hangar, que era muy amplio y estaba lleno de trabajadores alineados contra las paredes, vigilados por los soldados. Los negros ojos de Nebe tenían expresión atenta. Murmuró unas palabras al sargento, quien masculló nuevas órdenes a sus tropas, y todos levantaron sus armas. Los prisioneros se movieron inmediatamente, con las manos sobre las cabezas. Silenciosos, con ojos inexpresivos como la misma luna, comenzaron a abandonar el hangar.

Y empezó la destrucción: poco les quedaría a los aliados. Durante todo aquel día resonaron explosiones y clamor de las detonaciones. Una negra humareda se levantaba del hangar, y los largos túneles se llenaron de llamaradas. Los técnicos se encontraban fuera, divertidos, mientras los laboratorios se desmoronaban; los soldados avanzaban y retrocedían. Las granadas de mano cruzaban el aire, y las llamaradas se abrían paso entre el negro y retorcido humo para extenderse por el suelo.

A lo lejos se oían otras armas. El horizonte estaba lleno de humo. El enemigo avanzaba por momentos y nuestro tiempo era precioso. Echamos a correr hacia los camiones. El enorme embalaje fue lo primero que cargamos: en él guardábamos los múltiples y nuevos componentes sin los cuales estaríamos perdidos. Subí junto a él en la parte posterior del camión, miré afuera y vi a los centenares de prisioneros arrodillados entre el humo que ascendía a su alrededor. No los observé mucho rato: estaban destinados a Buchenwald. Cuando se convirtieran en humo y cenizas en el horno crematorio, lo que sabían moriría con ellos. Toqué el embalaje. El general Nebe hizo una señal desde las sombras. El camión gruñó y se puso en marcha montaña abajo, mientras continuaba la destrucción.

La oscuridad se adueñaba de todo. A cierta distancia se oían las armas de los aliados. El camión se tambaleó de un lado a otro y el enorme embalaje osciló peligrosamente. Lo toqué de nuevo y, por un momento, recordé a Rudolph Schriever: el Flugkapitan aún seguiría trabajando en Mahren, tratando de completar su ingenio. Entre el estrépito de la lucha, sonreí: el platillo de Schriever nunca funcionaría. Di unos golpecitos al embalaje de madera y experimenté una gran sensación de paz. El camión se estremeció y luego se detuvo. Oí el silbido del vapor. Miré hacia fuera y distinguí una masa de trabajadores sudorosos merodeando cerca del tren.

Descargamos el embalaje en la oscuridad con sumo cuidado, y se hizo cargo de su custodia un batallón de SS armados hasta los dientes. Todos ellos eran jóvenes fanáticos, discípulos del general Nebe: habían desertado tras el atentado sufrido por Hitler y nos acompañaban. Persistía la lucha a lo lejos. El tren chirriaba y despedía vapor. Los obreros esclavos, desnudos hasta la cintura, sudaban bajo los látigos restallantes. Vigilé cómo descargaban el embalaje, que chocó contra el último vagón. Maldije al hombre que dirigía la grúa y éste inclinó la cabeza. El embalaje descendió más lentamente, y manos ennegrecidas lo metieron en el tren. Se cerraron las puertas y los esclavos se fueron, mientras yo me adelantaba hacia el andén.

Aviones aliados nos sobrevolaban. Oí el chasquido de un fusil. Un perro ladró y un hombre comenzó a gritar cuando yo llegaba al oscuro andén. El vapor me rodeaba por completo. Las tropas entraban en el tren. La tierra se estremeció y a lo lejos vi llamaradas iluminando la negra noche. Los hombres gritaban y se empujaban. Una linterna me iluminó el rostro. El general Nebe se materializó entre las sombras con impenetrable mirada y señaló un vagón cercado. Vi los puntiagudos gorros de los oficiales. Asentí, y ambos subimos al tren y cerramos la puerta.

El vagón estaba repleto de gente y de ruido. Un cabo sudoroso bajó las persianas y encendió las luces. Sentí escozor en los ojos. Los oficiales estaban desgreñados, llevaban flojas las corbatas y las camisas empapadas en sudor. El aire estaba enrarecido por el humo de los cigarrillos; olía a ceniza y a sudor. El general Nebe murmuró unas palabras, y dos hombres se pusieron en pie, saludaron y se alejaron, dejando dos sitios vacíos. Nebe me indicó uno de ellos. Me senté y él ocupó el asiento contiguo. Los dos oficiales que estaban sentados delante de nosotros se alteraron visiblemente y bajaron la mirada. Nebe bostezó y miró en torno.

Su rudo rostro no mostraba ninguna emoción. Poco después, el tren se puso en marcha con gran estrépito.

La noche fue larga y patética. El tren se detenía y arrancaba frecuentemente. Los aviones aliados gruñían sobre nuestras cabezas, y el estrépito de la lucha resonaba en la distancia. Los oficiales fumaban y jugaban a cartas aguzando los oídos cuando sonaban explosiones. Nebe dormía, frunciendo la boca y resoplando, con la cabeza colgando pesadamente. El general Kammler no se encontraba presente: tenía otra ocupación. Aquella misma noche trasladaba a los científicos de Peenemünde a las explotaciones mineras de Bleicherode. Había sugerido astutamente a Himmler aquel traslado, cuya finalidad consistía en distraer su atención, facilitando al mismo tiempo nuestra huida. El Reichsführer se encontraba presa del pánico. Había olvidado todo lo concerniente al desierto y su única preocupación era el cohete V-2 y los platillos del joven Schriever. Llegaba a mis oídos el rumor de la batalla. Sonreí pensando en Schriever, que se encontraba en Mahren: aquel necio aún seguiría trabajando en su platillo cuando le capturasen los aliados.

Horas más tarde fuimos bombardeados. Recuerdo el enorme temor que sentía. Un repentino estallido pareció rompernos los tímpanos mientras me echaba en el suelo. Las retorcidas vías chirriaron. Yo sólo pensé en el embalaje. El vagón saltó por los aires y luego cayó rodando entre un espantoso estruendo. Los hombres gritaban y los asientos se abarquillaban. Me deslicé por el suelo, choqué contra una pared y luego caí sobre un cuerpo desmayado. Volaban astillas de madera y se retorcían los asientos. Se veía una cabeza aplastada sangrando. Me volví y observé encima de mí la ventanilla con los vidrios rotos, brillantes sus esquirlas. Los hombres gritaban y proferían maldiciones. Me levanté. Un cabo lleno de sangre formó una especie de estribo con las manos, y Nebe se apoyó en él. Vi una masa de piernas retorcidas. Mientras trataba de encontrar un espacio limpio, caían y estallaban muchas bombas alrededor del tren. Logré escalar una ventanilla. La noche estaba llena de ruidos y vomitaba fuego. Me arrastré por la ventanilla y caí rodando, golpeándome en el suelo.

Yo pensaba únicamente en el embalaje. Corrí hacia el vagón donde se encontraba. Los hombres escapaban del tren dejándose caer en el suelo, y luego se alejaban de mí, rodando. La noche despedía llamaradas y humo. Una silueta vociferaba despachando órdenes. Aparté de mi camino a dos o tres hombres y por fin me encontré ante aquel vagón. El general Nebe ya estaba allí, y en las proximidades había dos o tres camiones. Unos doce hombres trabajaban en mi embalaje con los ojos muy abiertos y en tensión. Otra bomba estalló muy próxima. Nebe se adelantó y farfulló una orden. Los hombres transportaron la carga al camión y luego cayeron desmayados. Nebe dio un puntapié a uno de ellos. Los hombres que yacían en el suelo se levantaron, asieron sus armas y subieron al camión. Nebe me hizo una seña con la mano, subí junto al conductor y él se sentó a mi lado, dio otra orden y el camión se puso en marcha. Los aviones volaban sobre nosotros. Comenzaba a apuntar un amanecer gris. Delante iba un camión; detrás, otro. Seguíamos avanzando.

Despuntaba el día entre una atmósfera enrarecida de humo. El paisaje estaba devastado. Se veían árboles carbonizados y edificios en rescoldos, el suelo estaba lleno de cadáveres, y columnas irregulares de refugiados avanzaban en dirección opuesta. Aviones aliados nos sobrevolaban. Los camiones avanzaban ruidosamente y a trompicones por las polvorientas carreteras, mientras se despejaba el humo. Era una zona grisácea, anónima. Persistía la devastación. Los negros edificios ya no estaban en rescoldos; las cenizas se habían enfriado. Nos deteníamos y reemprendíamos frecuentemente la marcha. Los refugiados seguían avanzando en otra dirección. Cayó la oscuridad, trayendo consigo un denso silencio lleno de rumores entre el que se distinguía el murmullo del mar.

Nos detuvimos en las afueras de Kiel. Los campos eran llanos y estériles. Vi un hangar, una serie de búnkeres de escasa altura, y unos cuantos edificios descoloridos de hormigón. Allí permanecimos durante cinco semanas. El embalaje quedó escondido en un búnker. A diario acudía yo a inspeccionarlo, deseando fervientemente reemprender la marcha. Los días eran todos iguales. Los hombres bebían y jugaban a las cartas. Los aviones aliados volaban sobre la zona, pero siempre en dirección sur. Eran días largos y noches frías. Yo jugaba con problemas matemáticos. Hacía mucha humedad y los hombres de las SS se reunían junto a los hornos encendidos. El general Nebe se quedaba solo, impenetrables los negros ojos. Dormía profundamente, con la boca fruncida y silbando, dilatando pesadamente sus pulmones. Amanecía con mucha niebla, y los aviones aliados seguían sobrevolando la zona. Yo solía observar a los hombres de las SS en los búnkeres, preguntándome en qué estarían pensando. En su mayoría eran muy jóvenes, apuestos y de rostros dulces. Todos ellos se habían manchado las manos de sangre y habían practicado torturas; pocos, sin embargo, pasaban las noches en blanco. Me preguntaba cómo podríamos llevárnoslos: no creía que hubiese sitio para todos. Un frío viento nos calaba hasta los huesos cuando Nebe anunció por fin la marcha.

Pasamos por Kiel. Una fina niebla velaba la oscuridad. Yo estaba sentado en la parte posterior de un camión, junto a la enorme estructura de madera del embalaje. Pensaba en Kammler, que se encontraba en Bleicherode, y me preguntaba si habría escapado. Pensaba en Wernher von Braun y en Dornberger y me preguntaba qué habría sido de ellos. Acaso Kammler todavía estuviera allí. ¿O se encontraría ya en Kiel? Pasaba los dedos por el embalaje. Por fin llegamos a los muelles.

Los camiones se detuvieron, chirriando. El embalaje sufrió una sacudida y luego se quedó inmóvil. Entre la densa niebla, el general Nebe apareció fijando en mí su mirada e invitándome a salir. Me apeé de un salto, sintiéndome profundamente cansado. Los muelles estaban muy tranquilos. En las negras aguas se reflejaban las luces, proyectándose en los submarinos. Miré vagamente en torno. Nebe se dirigió a unos soldados. Algunos de ellos se alinearon de modo espaciado contra la pared de un hangar; otros acudieron junto a mi embalaje, poniéndose a trabajar lenta y cuidadosamente. Observé el submarino que tenía a mis pies; era el U-977. En cubierta había varios hombres agrupados en torno a la bodega. Las cadenas chirriaron y vi oscilar sobre las aguas mi preciado embalaje. Hubo un instante de vacilación, la carga sufrió una sacudida y comenzó a girar. Todas las manos se alzaron hacia ella y la acompañaron hasta que se perdió de vista.

El general Kammler apareció en cubierta, acompañado del capitán Schaeffer, ambos subieron por la escalerilla que llegaba hasta el muelle y se adelantaron hacia el general Nebe. Kammler se expresaba en voz baja, mirando hacia los muelles. Su sombra se proyectaba sobre las mojadas piedras y cubría mis pies. El general Nebe dio la vuelta y murmuró algo al sargento. Kammler sacó una linterna de bolsillo y la encendió tres veces. Yo miré por el muelle y vi las luces de otro camión que se aproximaba ruidosamente y que llegó junto a nosotros, con los faros proyectados hacia abajo. El general Kammler fue a mi encuentro y me presentó al capitán Schaeffer. Nos estrechamos las manos mientras el camión se detenía junto a nosotros y maniobraba para quedar de cara a las aguas.

Los SS estaban alineados en silencio a lo largo del hangar. El sargento retrocedió, dio una orden y todos se volvieron a la pared, entre el ruido de sus armas y las fuertes pisadas de sus botas sobre las piedras. El camión se detuvo, dominando la línea de las aguas, hicieron bajar su rampa.

Un ruido sorprendente rompió el silencio. Retrocedí sobresaltado. Los hombres alineados junto al inmenso hangar se retorcían convulsivamente. Dirigí la mirada hacia el camión y vi el cañón de una ametralladora disparando sin interrupción, mientras los hombres gritaban y caían en el suelo. Parpadeé sorprendido y luego reinó el silencio. Un humo gris se levantó lentamente. La alta pared del hangar estaba llena de agujeros y salpicada de sangre fresca, y los hombres yacían en el suelo tendidos unos sobre otros. En sus pupilas dilatadas se reflejaban las luces que se proyectaban en sus rostros.

El capitán Schaeffer se volvió. Observé que Kammler tenía los labios tensos. El general Nebe desenfundó su pistola, hizo una señal al sargento y ambos se dirigieron hacia los cuerpos tendidos, que, en su mayoría, estaban inertes, aunque algunos murmuraban y tendían las manos. El general Nebe disparó el primer proyectil; el sargento, el segundo. Se fueron turnando, inclinándose sobre los cuerpos y disparando. Aquello pareció durar mucho rato, pero no fue así. Cuando hubieron concluido, el general se volvió e hizo una señal con la mano.

Algunos hombres saltaron del camión. La ametralladora rechinó. El general Nebe volvió a guardar la pistola en su funda y se adelantó lentamente hacia nosotros. No sudaba, y sus negros ojos eran impenetrables. A una señal suya, dejamos el lugar y embarcamos en el submarino.

Poco después zarpábamos. No fuimos muy lejos. Me quedé en cubierta con Krammler y Nebe, observando a los hombres que se encontraban en el muelle: eran sólo cuatro y trabajaban esforzadamente, metiendo los cuerpos de sus camaradas en el camión que condujeron después dentro del hangar.

El muelle parecía muy tranquilo. Las lámparas proyectaban su luz sobre las húmedas piedras. Seguían volando sobre nosotros los aviones aliados. Los cuatro hombres aparecieron de nuevo: habían dejado dentro el camión y asomaban uno tras otro en la oscuridad. Bajaron por la escalerilla metálica y se metieron en una barcaza, agitando las aguas con los remos. Desde la distancia, las luces iluminaban el desolado espectáculo. Al cabo de un rato, que se hizo eterno, los hombres llegaron al submarino, donde les ayudaron a subir a cubierta, perdiéndose la barcaza en la oscuridad. Miré otra vez las aguas y el muelle, y distinguí las luces del hangar.

La explosión fue terrible y el hangar se desintegró. Las llamaradas brotaron en líneas amarillas y desiguales, iluminando la noche como si fuera pleno día, entre un ruido ensordecedor. La negra humareda lo envolvió todo entre llamas que se retorcían y convertían en purpúreos hilos que se entrelazaban. Después, el humo se desvió lateralmente, dejando tras de sí escombros. Las llamaradas lamían las carbonizadas y rotas ondas y proyectaban grandes sombras en la carretera. Siguió ardiendo largo rato a impulsos del fuerte viento. Aún duraba el fuego cuando nos sumergimos y desaparecimos en el mar Báltico.