Capítulo Veintisiete

Al llegar a la residencia, tras el largo día pasado en las montañas cubiertas de nieve y heladas, Stanford deseaba desesperadamente dormir, hallar un respiro a todo aquello, escapando del temor que ahora le acosaba diariamente: el agotamiento que sentía le incitaba a ello. La nieve era intensa y muy blanca, caía lentamente sobre él, volando con suavidad entre los árboles brillando a la luz de la luna. El viento gruñía, crispándole los nervios, y las montañas se elevaban ondulantes sobre él. Stanford ansiaba llegar a la residencia y encontrarse con su calor y seguridad, pero cuando la tuvo ante los ojos su temor aumentó y le hizo detenerse.

Todas las luces estaban encendidas y la puerta principal se hallaba abierta. Un rayo de luz llegaba hasta el porche, iluminando la nieve que cubría las tablas de madera. Stanford se detuvo bajo los pinos, latiéndole apresuradamente el corazón, preguntándose por qué estarían encendidas las luces y quién habría allí. Febriles pensamientos le rondaron la cabeza. Sabía que se comportaba neciamente y se sentía avergonzado de ello, pero no podía impedirlo. Recordaba a los muchachos vestidos con monos grises, el rancho en llamas y la desaparecida Emmylou, así como el secuestro de Gerhardt, el reciente suicidio de Scaduto y el hecho de que ellos supieran quién era y pudiesen regresar…

Lanzó una maldición y se estremeció levemente. Se enjugó la nieve del rostro y recordó las luces que había visto sobre las cascadas, sosteniéndose en el aire y desapareciendo bruscamente. No descendían: se remontaban. No eran meteoros, sino objetos no identificados. Stanford se estremeció y miró adelante, llena su mente de pánico. Luego movió la cabeza y se dio cuenta de que allí se encontraba Epstein. Maldijo de nuevo y reanudó su marcha.

Subió por la escalera de madera, abrió la puerta y pasó al interior, miró en torno del salón, no hallando rastro de Epstein, se preguntó por qué habría dejado las luces encendidas y pasó al dormitorio. Epstein estaba en la cama, en pijama, con aspecto soñoliento, las manos cruzadas en su regazo y la mirada fija en el vacío.

—¿Has recibido el mensaje? —dijo Stanford.

—Sí —respondió Epstein.

—Ha hecho un día horrible. He paseado por toda la zona.

—¿Se trataba de objetos no identificados?

—Sí.

—¿De qué clase?

—Sólo luces. Han estado volando por todo Mount Rainier, pero sin aproximarse.

—¿No es posible que hayan aterrizado?

—No se ha informado de ello —dijo Stanford—. La mayoría de luces estaban en lo alto, tranquilas; luego se disparaban lateralmente, corriendo a un lado y otro de las montañas, desapareciendo y reapareciendo de nuevo. Después, una luz de gran tamaño descendió, y todas las luces pequeñas fueron hacia ella. Entonces, la mayor de todas bajó en sentido vertical, desapareció y no ha vuelto a verse. Eso fue hace una hora.

Epstein asintió formalmente, mirando sus manos cruzadas, muy frágil con su pijama; demasiado frágil, como un ser que estuviera extinguiéndose. Stanford advirtió su fragilidad y algo más, un aire ausente, una especie de mirada soñolienta que parecía muy poco natural.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió Epstein—. Estoy perfectamente.

—¿Qué tal París? ¿Qué descubriste allí?

—Tenías razón: eran alemanes.

Stanford se estaba quitando la chaqueta, pero se interrumpió y miró fijamente a Epstein, con una impresión en la que se mezclaban el miedo y la excitación, la incredulidad y una ciega esperanza. Volvió a ponerse la chaqueta, aspiró profundamente y se quedó inmóvil, mientras la nieve se deshacía en sus hombros y caía en la alfombra.

—¿Alemanes?

—No sé —repuso Epstein—. Así lo creí en un principio, pero ahora no estoy tan seguro. Me siento confundido; no sé qué pensar.

—¿Qué quieres decir? ¿Tú confundido?

—Tengo unas cintas. Es vital que las escuches. Por lo que me dijo el hombre, parece casi seguro que americanos y canadienses, posiblemente los ingleses, dispongan de sus propios platillos volantes… Pero Scaduto tenía razón: hay alguien más implicado en ello. No sé quiénes, de dónde proceden ni qué se proponen, pero me consta que no son extraterrestres y que están terriblemente adelantados… Es importante que escuches las cintas. Están en mi caja de Washington. Es vital que vayas allí ahora mismo y las saques de la caja.

—¿Ahora mismo? —preguntó Stanford.

—Sí —respondió Epstein.

—Eso es absurdo. Estoy agotado. Dime qué hay en ellas.

—No hay tiempo. Las cintas ya no están a salvo. Me quieren a mí y a ellas, y probablemente nos tendrán en su poder antes de que amanezca. Debes conseguirlas para que no caigan en sus manos.

Stanford se acercó al lecho y miró detenidamente a Epstein, pensando que su amigo se había vuelto loco y preguntándose de qué estaría hablando. Epstein estaba recostado en la almohada, con las manos cruzadas en su regazo, la barba gris más despeinada que de costumbre y los ojos ligeramente desenfocados.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Stanford—. No estoy seguro de haberte entendido bien. ¿Quién quiere llevársete? No creo haberlo comprendido.

Epstein no levantó la mirada.

—He tenido una visita. Me ha dicho que él mató al inglés. Ahora me quiere a mí y las cintas, y se nos llevará.

—¿Una visita?

—Sí. Vino aquí. Se marchó un instante antes de que tú llegases. Lo sabía todo acerca de Irving, Gerhardt, Richard Watson; de ti, de mí y de la muchacha del rancho, y dijo que al amanecer se apoderará de mí y de las cintas.

—¿Y tú le has creído?

—Sí, Stanford, le creo. Me parece que no estaré aquí mucho tiempo. Pretende habernos visto a ambos en la playa de Santo Tomás, está enterado de tu encuentro con los muchachos en el rancho y de otras muchas cosas que no debería saber. Es uno de ellos, Stanford. Me habló de las máquinas, me contó bastantes cosas para convencerme. No tengo duda de que se me llevará.

Stanford se sentó en la cama, goteando todavía nieve, y miró con fijeza a su amigo un rato antes de volver a hablar.

—Explícamelo.

Epstein le contó todo lo sucedido con voz tranquila y ausente, las manos cuidadosamente cruzadas en el regazo y la mirada algo desenfocada. Stanford permanecía sentado, fascinado, a un tiempo asustado y excitado, con la cabeza llena de luces brillantes, coronas intermitentes y brillantes estrellas que se movían majestuosas sobre el negro cielo, y luego parpadeaban y desaparecían. La voz de Epstein reflejaba un gran cansancio. Resultaba casi átona, abstraída, y calaba en el cerebro de Stanford para volver a sonar después en sus oídos. Stanford escuchaba como hipnotizado, sin ver las paredes que le rodeaban; sin comprender cuanto oía, abrumado y terriblemente aturdido. Por fin, Epstein se interrumpió, suspiró observando sus manos y las paredes de la habitación, mientras volvían al mundo real. Stanford miró en torno, preguntándose dónde se encontraba y quién era, y por fin consiguió recuperar su autodominio y miró de nuevo a su amigo.

—No lo creo.

—Es cierto —respondió Epstein.

—¡Santo Dios! —exclamó Stanford—. Es demasiado. No logro acabar de comprenderlo.

Epstein sofocó la tos en su puño.

—Ahora tienes que marcharte. Es vital que cojas las cintas antes de que consigan hacerme hablar.

—¿Por qué estás tan seguro de que te harán hablar?

—Porque creo que me hipnotizarán o me pondrán un electrodo en el cerebro, como hicieron con el joven Richard.

—¿Crees que volverán esta noche?

—Antes del amanecer —dijo Epstein—. Es vital que te vayas inmediatamente y estés allí antes que ellos.

—¿Yo? —preguntó Stanford.

—Yo no te acompañaré.

—¿Qué diablos quieres decir con eso de que no vienes conmigo? No puedes quedarte aquí sentado, esperándolos.

Las manos de Epstein temblaron imperceptiblemente.

—No quiero ir. He estado tratando de desentrañar el misterio durante veinte años y ahora lo tengo en la puerta. Me van a llevar consigo. No puedo desperdiciar esta oportunidad. Quiero saber quiénes son y de dónde vienen, de modo que tendré que acompañarlos.

—¿Estás loco? Si te vas, no regresarás. Esos bastardos no van a hacerte ningún favor… Una vez te vayas, desaparecerás.

Epstein se encogió de hombros y sonrió suavemente.

—¿Y qué? Mírame: parezco un fantasma. De todos modos, sólo me queda un año de vida.

—¿Estás loco?

—Tengo que saber. No puedo morir sin conocer toda la historia… y ahora tengo la oportunidad.

—No te dejaré.

—Ve a por las cintas —insistió Epstein.

Epstein se encogió de hombros y luego levantó la mirada hacia él sonriendo con aire ausente, y mirándole con fijeza pero sin verlo.

—¡No tiene objeto! Si me quieren, se me llevarán. No importa dónde vaya ni dónde me oculte, porque sabrán encontrarme.

—No estés tan seguro —dijo Stanford.

—Lo estoy.

—¡Cállate! —exclamó su amigo—. ¡No te escucho! ¡Vamos, vístete!

Epstein sonrió y asintió dócilmente, sacó las piernas de la cama, se puso de pie y comenzó a vestirse como un hombre todavía adormilado. No importaba que se fueran: estaba seguro de que el hombre le encontraría; hiciera lo que hiciese el hombre estaría enterado de todo. Aquel pensamiento le infundió cierto consuelo, calmó su dolor, le hizo sentir cierto calor y le invadió el entusiasmo de la revelación de que pronto le dejarían en libertad: no moriría derrotado. La muerte no vencería. Aguardaría y ellos acudirían. La noche se convertiría en cegadora luz y él parpadearía, abriría después los ojos y vería un mundo que superaría cualquier expectativa. Epstein se vistió y miró en torno. Sólo había estado allí unas horas y, sin embargo, sentía una enorme tristeza. No era una tristeza dolorosa. Su sensación de pérdida tenía un trasfondo alegre. Epstein se abrochó la chaqueta y sonrió a Stanford, dispuesto a lo que fuese.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —repuso Epstein.

—Bien, vámonos. Salgamos de este infierno.

Salieron de la residencia, llegaron al porche, sintieron el frío reinante y vieron cómo caía la nieve mientras Stanford cerraba la puerta principal. Cogió a Epstein del brazo y le ayudó a bajar por los resbaladizos peldaños. La nieve formaba una tenue capa en el suelo y caía perezosamente mientras se acercaban al coche. Stanford ayudó a entrar a Epstein, sosteniéndole del brazo sin dejar de observarle, y luego cerró la puerta, rodeó el vehículo y se sentó al volante. Epstein no decía nada; simplemente sonreía y miraba adelante. Stanford puso el coche en marcha y se metió en el camino, entre los altos árboles dibujados por la nieve.

—¿Te sientes bien?

—Estupendamente —repuso Epstein.

—¿Estás seguro? Te veo muy apagado.

—Estoy estupendamente —insistió Epstein.

Stanford seguía avanzando entre los árboles. La blancura de la nieve resplandecía en la oscuridad, las montañas recortaban sus siluetas contra el cielo, levantándose en torno a ellos. Stanford conducía con sumo cuidado, entornando los párpados para protegerse del resplandor de la nieve que caía. Sus faros iluminaban los troncos de los árboles, las piedras y enormes bancos de tierra. Estaba nervioso, excitado, y se sentía inseguro de lo que estaba haciendo. De vez en cuando miraba a Epstein, observaba su sonrisa y se preguntaba en qué estaría pensando. El coche se deslizaba por un angosto sendero y los árboles discurrían silenciosamente por su lado, mientras, como en sueños, caía la nieve sobre el camino y la oscuridad se extendía ante ellos.

—¿Sabes? Esto encaja —comentó Stanford—. Mucho de lo que te he dicho encaja. La aplicación de una placa antigravitatoria podría dar como resultado un cuerpo virtualmente desprovisto de masa. Ahora bien; según análisis técnicos, la fuerza de ascenso de un ovni medio requeriría tanta energía como la explosión de una bomba atómica, lo que caldearía el cuerpo del ingenio hasta hacerle alcanzar los ochenta y cinco mil grados centígrados, como es natural provocando intensos depósitos de radiactividad. Sin embargo, con una placa antigravitatoria que redujese la masa del ovni a casi cero, se necesitaría una fuerza muy reducida para alcanzar aceleraciones excepcionalmente elevadas. Esto explicaría la capacidad de los ovnis para desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, y por qué los ovnis pueden detenerse bruscamente, y explicaría también por qué pueden dar esos giros en ángulo recto que normalmente serían imposibles. Como también podemos entender que la masa inerte de semejante ovni decrecería cuanto más se elevase, podemos razonar que quedaría reducida casi a cero en el momento en que alcanzase los límites de la atmósfera terrestre. Eso justificaría por qué los ovnis invariablemente suelen tener lo que parece un arranque en dos fases: un lento ascenso de unos treinta metros, más o menos, y luego una repentina aceleración y desaparición. Por último, puesto que la actuación del ovni está directamente relacionada con la gravedad terrestre, y puesto que el impulso de gravedad varía ligeramente según las zonas, un ovni en vuelo horizontal a veces parece ascender y bajar levemente: el aumento y descenso de gravedad afectaría a la masa inerte del ovni y le haría subir y bajar. Y también explicaría por qué los ovnis parecen capaces de seguir automáticamente el perfil terrestre sobre el que circulan… De modo que los hechos se corresponden.

Epstein asintió, sonriente. Seguía con las manos cruzadas en su regazo, los ojos levemente desenfocados y tranquilos, fijos en la carretera descendente.

—Sin embargo —dijo Stanford—. Todo resulta muy fantástico. También te dijo que tenía ciento siete años… Si eso es cierto, no es humano.

—¿Lo crees así?

—No, no lo creo. Si ese hombre procede de la Tierra, no puedo admitirlo; es increíble.

—No estoy tan seguro. Ten en cuenta que quienquiera que sea esa gente, es evidente que está extraordinariamente avanzada en tecnología. Ahora bien; según Aldridge, esa tecnología incluye investigación médica y sociológica sin ninguna cortapisa, al parecer, para los investigadores. Definitivamente, están adelantadísimos en parapsicología y prótesis, y practican vivisección con seres humanos.

—¡Jesús!

—Sí. Es horrible, pero eso es sin duda lo que están haciendo. Ahora bien; admitiendo que en investigación médica y quirúrgica estén tan adelantados como en las ciencias restantes, no es irrazonable admitir que el señor Aldridge tenga ciento siete años. Por lo que he visto, se ha reconstruido el rostro con cirugía estética, emplea un marcapasos en extremo perfeccionado y se ha sustituido varios órganos. También destacó que todas sus operaciones se las practicaron hace mucho tiempo, y que los métodos empleados se consideran ahora como relativamente primitivos. Es posible, por tanto, que el señor Aldridge tenga ciento siete años.

—¿Cuál sería entonces su fecha de nacimiento?

—1870.

—No. No puedo admitirlo.

—Considéralo de nuevo —dijo Epstein—. Actualmente hay personas que han llegado a vivir hasta esa edad y sin contar con ayuda médica. Súmale a eso asistencia médica y quirúrgica de lo más avanzado, y Aldridge puede muy bien tener la edad que pretende.

—Sí. Pero ¿quién es?

—Dijo que su nombre real era Wilson.

—¿Y qué?

—¿Has oído hablar alguna vez de un Wilson relacionado con los ovnis?

—No. No puedo recordar… ¡Sí, sí! ¡No, es demasiado absurdo!

—¿Qué es lo absurdo? No seas timorato… ¿Qué quieres decir?

Stanford movió la cabeza, cansado, parpadeando ante la nieve que caía mientras sus faros penetraban la oscuridad y el coche descendía por la cuesta. La carretera serpenteaba entre cañones y barrancos y el terreno se extendía debajo de ellos.

—La aparición de 1897. La primera observación realmente moderna.

—Sigue, por favor —le estimuló Epstein.

—De acuerdo. Como sabes, la primera aparición de importancia de un ovni se registró en 1896, hacia noviembre, y los fenómenos prosiguieron hasta mayo de 1897. Esto fue cinco años antes de los experimentos de los hermanos Wright, pero por entonces existían varios diseños de aeronaves en los tableros de proyectos o en las oficinas de patentes. El 11 de agosto de 1896 fue concedida a Charles Abbot Smith, de San Francisco, la patente número 565 805. Se refería a una aeronave que pensaba tener concluida al siguiente año. Otra patente, número 580 941, fue asignada a Henry Heintz, de Elkton, Dakota del Sur, el 20 de abril de 1897. Sin embargo, debo señalar que mientras muchos de los ovnis vistos estaban toscamente configurados, como los diseños patentados, no existen datos de que se construyera aeronave alguna.

—Pero estos aparatos ¿tenían el aspecto de ovnis?

—En aquel tiempo la creencia general era que la navegación aérea se solucionaría con una aeronave más que con una máquina voladora más pesada que el aire, de modo que la mayoría de los diseños primitivos más bien parecían dirigibles con un tren de pasajeros en el fondo.

—¿Forma de puro?

—Sí.

—Sigue, por favor.

—De acuerdo. En las apariciones de 1896-1897 se destaca que los ovnis tenían principalmente forma de puro, que aterrizaban con frecuencia y que sus ocupantes solían hablar con los testigos, habitualmente para pedirles agua para sus máquinas. Ahora bien; lo más enigmático en las descripciones de las numerosas personas que habían estado en contacto con ellos, concernía a un hombre que decía llamarse Wilson. El primer incidente ocurrió en Beaumont, Texas, el 19 de abril de 1897, cuando J. B. Ligon, delegado local de la fábrica de cerveza Magnolia, y su hijo Charles observaron unas luces en la dehesa Johnson, a unos cien metros de distancia. Acudieron allí a investigar de qué se trataba. Se encontraron con cuatro hombres junto a un objeto grande y oscuro que ninguno de los testigos pudo ver con claridad. Uno de ellos pidió a Ligon un cubo de agua, Ligon se lo dio, y el hombre, que dijo después llamarse Wilson, contó a Ligon que sus amigos y él estaban viajando en un ingenio volador, que habían hecho un viaje «por el golfo» y que iban de regreso «a la tranquila ciudad de Iowa» donde habían sido construidas aquella nave y otras cuatro más. Al ser preguntado, Wilson explicó que los propulsores, así como las alas de la nave, estaban alimentados eléctricamente. Luego sus amigos y él montaron de nuevo y Ligon vio cómo ascendía.

»Al día siguiente, 20 de abril, el sheriff H. W. Baylor de Uvalde, también en Texas, acudió a investigar una extraña luz y voces percibidas en la parte posterior de su casa, y se encontró con una aeronave y tres hombres. Uno de ellos se dio a conocer como Wilson, de Goshen, Nueva York. Wilson preguntó luego por un tal C. C. Akers, antiguo sheriff del condado de Zavalia, diciendo que le había conocido en Fort Worth en 1877 y que le gustaría volver a verlo. El sheriff Baylor respondió sorprendido que el capitán Akers se encontraba entonces en Eagle Pass, y Wilson, evidentemente disgustado, le pidió que le diese recuerdos suyos cuando le viese. Baylor dijo que los hombres de la aeronave le pidieron agua y que Wilson le rogó que no divulgase su visita a la gente del pueblo. Todos los tripulantes volvieron luego a la aeronave. Y, según se menciona textualmente, “sus grandes alas y ventiladores se pusieron en movimiento y partieron en dirección norte, hacia San Ángelo”. El pastor del pueblo también vio la aeronave mientras se alejaba de la zona.

»Dos días después, en Josserand, Texas, el sonido de un objeto giratorio despertó al granjero Frank Nichols quien, mirando por su ventana, vio “luces brillantes procedentes de una gran nave de extrañas proporciones en su trigal”. Nichols salió a investigar, pero antes de que llegara junto al objeto, dos hombres se le acercaron y le pidieron agua del pozo. Nichols accedió a dársela, como era entonces habitual en los granjeros, y los hombres le invitaron a visitar la nave, en la que advirtió la presencia de seis u ocho tripulantes. Uno de ellos le dijo que la nave era impulsada por “electricidad de elevada condensación”, y que era una de las cinco que habían sido construidas en “una pequeña ciudad de Iowa contando con el respaldo de una importante compañía neoyorquina”.

»Al día siguiente, el 23 de abril, algunos testigos descritos por el Houston Post como “dos testigos fidedignos”, informaron que había descendido una aeronave en su lugar de residencia en Jountze, Texas, y que dos de los ocupantes se presentaron como Wilson y Jackson.

»Cuatro días después de ese incidente, el 27 de abril, el Galveston Daily News publicó una carta de C. C. Akers, quien pretendía haber conocido a un hombre llamado Wilson en Fort Worth, el cual procedía de Nueva York y tenía veintitantos años. Contaba con gran disposición para la mecánica y trabajaba en navegación aérea y en algo que asombraría al mundo.

»Finalmente, a primeras horas de la tarde del 30 de abril, en Deadwood, Texas, un granjero llamado H. C. Lagrone oyó galopar a sus caballos como en estampida. Al salir vio una luz blanca que circundaba la zona próxima y que iluminó el lugar antes de descender y aterrizar en uno de sus campos. Al adelantarse hacia aquel punto, Lagrone se encontró con un equipo de cinco hombres, tres de los cuales se dirigieron a él mientras los otros dos recogían agua en bolsas de goma. Los hombres le informaron que su nave era una de las cinco que habían estado volando por el país recientemente; que, en realidad, era la misma que aterrizó en Beaumont cinco días antes, que todas habían sido construidas en una ciudad del interior de Illinois, lindando con Iowa, y que no estaban dispuestos a decir nada más porque aún no habían patentado las máquinas. Hacia mayo del mismo año concluyen las apariciones…

El coche descendía por la montaña y la nieve seguía cayendo sobre la carretera. A ambos lados se extendía el bosque, blanco y fantasmal entre la oscuridad.

—Interesante —dijo Epstein—. Ciertamente comienza a tener consistencia. Y el tal Wilson parecía contar entonces poco más de veinte años.

—Exactamente. Si ahora pretende tener ciento siete, eso significa que tu Wilson o el señor Aldridge tendría veintisiete en 1897.

—Eso encaja —dijo Epstein—. Hay muchas cosas que encajan. Por ejemplo, Aldridge o Wilson dijo haber estudiado aeronáutica en el MIT y en Cornell, Nueva York.

—Estás bromeando —repuso Stanford.

—No, no bromeo. Dijo haber asistido al MIT y que luego lo dejó para estudiar con Octave Chanute… ¿Tiene eso algún sentido?

—¡Oh, Cristo, sí! —exclamó Stanford.

La nieve cruzaba delante de los faros, las colinas contiguas quedaban atrás y el cielo formaba una cinta brillante entre las copas de los árboles.

—Resulta difícil creerlo —dijo Stanford—, pero posiblemente sea cierto. Aunque no existían cursos formales de aeronáutica en el Massachusetts Institute of Technology a principios de 1890, sí se dispensaban muchos cursillos sobre propulsión y comportamiento de fluidos. Luego, hacia 1896, instructores y alumnos del MIT construyeron un túnel aerodinámico con el que experimentaron para adquirir un conocimiento práctico de aerodinámica. Aldridge o Wilson pudo haber asistido a esos cursos y luego al Sibley College, de la Universidad Cornell, en Ithaca, Nueva York, donde a mediados de 1890 era posible graduarse en Ciencias Aeronáuticas.

—¿Y Chanute?

—Octave Chanute era un ingeniero de fama mundial que, en 1896, estaba emulando los éxitos del planeador tripulado del alemán Otto Lilienthal, en una estación experimental aérea junto al lago Michigan, en las dunas próximas a Miller, Indiana. Chanute dio una serie de conferencias sobre navegación aérea en el Sibley College entre 1897 y 1898. En Sibley también impartieron por entonces cursillos Carpenter, George Burton Preston, Alfred Henry Eldredge, Charles Edwin Houghton y Oliver Shantz. Estos cursos comprendían ingeniería mecánica y eléctrica y diseño y construcción de maquinaria, mientras que los textos sobre aeronáutica incluían los experimentos de aerodinámica del Instituto Smithsoniano, publicados en 1891, los informes sobre experimentos de Lawrence Hargraves de 1890 a 1894, de sir Hiram Maxim acerca de motores, propulsores, aeroplanos e ingenios voladores, y el Aeronautical Annual de 1895, 1896 y 1897, que contenían contribuciones originales de la mayoría de los científicos aeronáuticos más famosos.

»De modo que, suponiendo que nuestro Wilson fuera una especie de genio, pudo haber comenzado ya entonces su educación… Sólo queda por dilucidar si hubiera sido posible, aun tratándose de un genio, progresar tan rápidamente durante aquellos años.

—Creo que sí —repuso Epstein.

—Bien —siguió Stanford—. En 1895, Roentgen descubrió los rayos X, Marconi inventó la telegrafía sin hilos y Auguste y Louis Lumière, el cinematógrafo. La red principal de ferrocarriles fue electrificada y Ramsay detectó helio de origen terrestre mediante el espectroscopio. En 1896 Rutherford descubrió la detección magnética de las ondas eléctricas, se construyó un submarino eléctrico en Francia, y se realizaron los primeros ensayos con éxito de las máquinas voladoras de S. R Langley. En 1897 se habían registrado ya numerosas patentes de ingenios voladores, y la obra de J. J. Thompson sobre rayos catódicos que descubría las posibilidades del electrón. En 1901, Santos Dumont se trasladó en un ingenio volador de St. Cloud a la torre Eiffel y regresó en menos de treinta minutos, por lo que fue galardonado con el premio del Aero Club francés. Dos años después, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, los hermanos Wright emprendían el primer vuelo tripulado en un aparato más pesado que el aire, y en 1906 Robert Goddard inició sus experimentos sobre cohetes. El último día de diciembre de 1908, Wilbur Smith voló ciento veinticinco kilómetros en dos horas y treinta minutos y, siete meses después, el aviador francés Louis Blériot cruzó el canal de la Mancha desde Calais a Dover… En aquellos tiempos se iba muy deprisa.

—En 1904 —prosiguió Epstein—, el capitán de navío Frank H. Schofield, después comandante jefe de la flota americana del Pacífico, declaró oficialmente haber visto desde la cubierta de su buque tres luces brillantes que se desplazaban en escala, y que se situaron por encima de las nubes, remontándose después y desapareciendo finalmente. En 1908, en la región de Tunguska, Siberia, una enorme masa encendida, viajando a velocidades cósmicas, estalló en tierra y devastó una zona de cuarenta kilómetros. Desde luego, no se trataba de un meteorito. Finalmente, en 1909, se informó haber visto numerosos objetos no identificados sobre Massachusetts, y el 30 de agosto de 1910, hacia las nueve de la noche, un objeto largo y negro sobrevoló a escasa altura Madison Square, en la ciudad de Nueva York, siendo observado por centenares de personas sin que nunca se determinase la naturaleza y el origen de aquella aparición.

Estaban dejando atrás las montañas, la carretera era más recta y nivelada, flanqueada por un gran barranco y elevadas colinas, y la nieve se amontonaba a ambos lados del coche, destacando su blancura en la oscuridad.

—Así pues —prosiguió Epstein—, Wilson o Aldridge nació en 1870. En 1890, a los veinte años, estudiaba propulsión y comportamiento de fluidos en el MIT, después de lo cual fue a Cornell para estudiar aerodinámica. Podemos calcular que hacia mediados de 1890 se graduó en Ciencias Aeronáuticas y, suponiendo que fuera un genio, podemos entender que dejara Cornell y se dedicara enseguida a diseñar y construir ingenios voladores. Ahora bien; teniendo en cuenta el enorme interés entonces existente por las posibilidades de tales máquinas, y habida cuenta que a numerosos investigadores e inventores les obsesionara el posible robo o plagio de sus diseños, seguramente prevalecería la necesidad de guardar el secreto. Considerando todo ello, es posible que tu Wilson o mi Aldridge fuese financiado por una sociedad anónima neoyorquina para poner en marcha un centro secreto de investigación en los páramos deshabitados de Illinois o Iowa. Y también es posible, siempre suponiendo que nuestro amigo sea un genio, que hubiera podido construir sus primeros aviones hacia 1896.

—¡Cristo! —exclamó Stanford.

—Esto encaja. Consideremos las fechas. Las primeras aeronaves se remontan a 1896. El capitán de navío, después almirante Schofield, observa sus luces brillantes y ascendentes en 1904, la explosión aún no justificada de Tunguska se produce en 1908, la masa de objetos no identificados de 1909 se ve seguida por el objeto negro y de gran tamaño observado por centenares de personas al quedar suspendido sobre Manhattan, Nueva York, en 1910. Hacia 1933 supuestos «aviones fantasmas» sobrevuelan Suecia con tiempo imposible y, cuatro años más tarde, en 1937, se establece en Peenemünde el Instituto de Investigación Alemán de Cohetes.

—Lo que nos sitúa ya en nuestras cintas —concluyó Stanford.

—Correcto.

Stanford movió la cabeza maravillado, observó la nieve ante sus faros y el viento que la barría por la carretera, de una zona oscura a otra.

—¿Qué hay grabado en ellas? Cuéntame lo que dicen. No puedo aguardar hasta que lleguemos a Washington. Tengo que saberlo ahora.

Epstein no respondió. Stanford se volvió a mirarlo: tenía la cabeza recostada en un hombro, los ojos cerrados y respiraba profundamente. Stanford le golpeó en un brazo, pero Epstein no respondió. Stanford lanzó una maldición, miró la nieve que revoloteaba y volvió a fijarse en Epstein, que respiraba profundamente con los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Le sacudió sin recibir respuesta y experimentó una aguda y desgarradora sensación de pánico. Volvió a sacudirle y le llamó por su nombre, pero Epstein seguía sin despertarse. De pronto, sintió miedo, se preguntó qué estaría sucediendo y pensó si Epstein podía haber sufrido algún ataque y qué podía hacer. Faltaba mucho para llegar a Washington. Tras ellos se levantaban las montañas; delante, a ambos lados, la carretera estaba flanqueada por colinas que se sumergían en la oscuridad. Stanford lanzó una maldición y detuvo el coche, se volvió y sacudió a Epstein, que parpadeó, abrió los ojos y miró vagamente en torno suyo.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En ningún lugar. He tenido que detener el coche para despertarte. Creí que te había sucedido algo.

—¿Me quedé dormido?

—Así me pareció. Te miraba y estabas ausente. Nunca había visto que nadie se durmiera tan de repente. Me has dado un susto.

Epstein sonrió.

—Te ruego que me disculpes.

—¿Estás seguro de encontrarte bien?

—Desde luego. Me siento estupendamente. No sé qué ha sucedido… Será por el vuelo y el retraso del reactor…

—¿Podemos marcharnos? —preguntó Stanford.

—Desde luego.

—Bueno. Ya estoy más tranquilo. No me gusta esto.

Dio la vuelta a la llave de contacto, sin éxito. Intentó de nuevo poner el coche en marcha y nada sucedió. Masculló algo entre dientes y probó por tercera vez, pero sin resultado. Miró un instante a Epstein, que cerraba lentamente los ojos, lanzó una maldición e intentó por cuarta vez arrancar el coche sin conseguirlo. El motor no respondía en absoluto. Stanford no podía comprenderlo. Miró en torno y vio la densa nieve caer en remolinos y las colinas cubiertas de árboles. Se volvió a mirar a Epstein. El profesor se había quedado dormido. Stanford siguió murmurando, abrió la portezuela y salió del vehículo.

Soplaba un viento ligero, pero muy frío, y la nieve caía sobre él. Se estremeció, fue hacia la parte delantera del coche y levantó el capó. Iluminó su interior con la linterna y, bajo el breve haz de luz, examinó las bujías, el carburador y el motor en general, sin advertir que algo estuviera estropeado. Stanford se estremeció de frío. La nieve caía sobre el motor. Apagó la linterna y se dispuso a montar en el coche para accionar de nuevo la llave de contacto. En el instante en que se disponía a entrar en el vehículo, se detuvo y parpadeó sorprendido: la otra portezuela estaba abierta y Epstein había desaparecido.

Stanford se irguió rápidamente, sintiendo pánico y latiéndole aprisa el corazón. Miró por encima del coche, al otro lado de la carretera: sólo se veían las laderas cubiertas de altos árboles, que crecían en profusión ocultando la luz de la luna. La blanca nieve desaparecía entre la oscuridad a medida que la cuesta se hacía más escarpada. Por fin distinguió al profesor Epstein, que avanzaba encorvado, agitada su chaqueta por el viento, subiendo la cuesta y metiéndose entre los árboles mientras la nieve caía a su alrededor.

Stanford gritó, llamándolo por su nombre, pero Epstein no se volvió a mirarle. Había pasado junto a los primeros árboles, hundiendo los pies en la nieve, desapareciendo y volviendo a aparecer y subiendo mientras la nieve caía sobre él. Stanford miró arriba y un escalofrío le recorrió la espalda. Detrás de los árboles se distinguía una luz que se remontaba y extendía formando un abanico luminoso que aumentaba por segundos en lo alto de la colina.

—¡Oh, Dios mío! —siseó Stanford.

Dio un puñetazo en el coche y echó a correr, siguiendo a Epstein, hundiendo también sus pies en la nieve mientras cruzaba la oscura carretera. El viento era ligero, pero helado y cortante, y le proyectaba la nieve en el rostro. Se protegió los ojos con la mano hasta alcanzar los primeros árboles. Miró arriba y vio a Epstein que subía encorvado, dirigiéndose hacia la luz intermitente que se extendía por el negro cielo. Entonces Stanford percibió algo, creyó oírlo aunque no se sentía muy seguro. Echó la cabeza atrás y miró arriba, quedándose aturdido. Sobre su cabeza no se veía el cielo sino una absoluta oscuridad, una oscuridad que eclipsaba a la luna y las estrellas y era completamente física. Siguió mirando hacia arriba sin poder dar crédito a sus ojos. La oscuridad cubría todo cuanto podía alcanzar con la mirada y parecía caerle encima.

Observó a Epstein que seguía escalando la montaña, entre los árboles. La luz se desplegaba sobre la cumbre de la colina, destellando de modo intermitente. Stanford le llamó dando un grito, pero Epstein no se volvió. Lanzó una maldición y echó a correr, subiendo por la colina mientras el aire vibraba a su alrededor. Oyó el sonido o creyó percibirlo; no estaba seguro de lo que sucedía. Retardó su marcha y comenzó a resbalar y a caerse, sintiendo que le ardían los pulmones y le dolía la cabeza. Cayó rodando, miró arriba y vio la luz, y a Epstein que iba hacia ella con asombrosa energía.

Stanford quedó tendido en la nieve con la cabeza tensa y latiéndole el corazón. Miró arriba una vez más y vio cómo la luz se extendía y envolvía a Epstein. Luego se materializaron dos figuras, recortándose sus siluetas. Subían hacia la cumbre de la montaña lenta y metódicamente. Se detuvieron y permanecieron inmóviles hasta quedar definidos por el abanico de luz. Epstein se levantó y avanzó hacia las figuras: una de ellas le tocó. Stanford siguió tendido, observándolo todo con fijeza: tenía la cabeza en tensión y no podía moverse. Epstein se fundió con las dos siluetas, y todos se pusieron en marcha, desapareciendo sobre la colina. Stanford siguió inmóvil sin dejar de observar. Permaneció largo rato aturdido por el sonido vibrante.

La nieve seguía cayendo. El abanico de luz comenzó a desvanecerse, se fue debilitando, empequeñeciéndose por momentos hasta quedar totalmente reducido y desaparecer. Stanford se quedó tendido en la nieve, observando la cumbre de la colina. Una línea de luces se abrió paso en la oscuridad y se levantó lenta y verticalmente. Luego cesó el sonido vibrante, y la oscura noche se llenó de luz. Stanford se sobresaltó, echó atrás la cabeza y siguió mirando, protegiéndose los ojos.

Entre la oscuridad se veía una luz, un círculo perfecto que crecía en intensidad, extendiéndose y derramando un radiante resplandor que convertía la noche en día. Stanford se protegió los ojos, esquivando aquel foco luminoso. Después distinguió otra línea de luces que se remontaban desde la colina fundiéndose con la intensa luz que tenía sobre él hasta desaparecer.

Los ojos le escocían y lloraban. Los cerró un instante. Parpadeó y miró de nuevo hacia arriba, viendo la cegadora luz en cuyo centro había un disco negro. El círculo mayor de luz comenzó a encogerse y siguió reduciendo su tamaño hasta ser absorbido por el disco negro. Después, la oscuridad fue absoluta.

Stanford siguió observando sin ver más que oscuridad. Miró luego hacia la carretera y distinguió una sucesión de estrellas en las que concluía la oscuridad. Aquella franja estrellada iba aumentando de tamaño. El extremo opuesto sumido en tinieblas retrocedía, yendo hacia él. Stanford miró al otro lado y distinguió lo mismo: una franja estrellada de tamaño creciente que empujaba las sombras hacia él. Entonces volvió a mirar arriba sin ver más que tinieblas. Observó en torno, cómo iban apareciendo las estrellas, mientras la negra masa seguía encogiendo a medida que ascendía. Las estrellas brillaban por doquier. Stanford observó la oscura forma totalmente rodeada por las estrellas, hasta que finalmente se convirtió en un pequeño disco negro, que se encogió aún más y desapareció. Entonces se vio el cielo completamente estrellado y la luna envuelta en nubes.

La cabeza dejó de dolerle. La nieve giraba a su alrededor. Se levantó y siguió subiendo por la colina hasta detenerse en la cumbre. Al llegar allí miró hacia abajo, al otro lado, y vio un campo blanco y vacío. Dio la vuelta y bajó a trompicones hasta el coche, sintiendo dolor y rabia. Dio la vuelta a la llave de contacto, y el vehículo se puso en marcha.

Stanford regresó a Washington, sintiéndose destrozado por la pérdida de Epstein y decidido a poner las cintas a salvo antes de que también se lo llevasen a él.