Tendido en la ancha cama de la residencia de Mount Rainier, Epstein soñaba con las luces que había visto remontarse graciosa y silenciosamente en el cielo. Se agitaba y revolvía entre sueños, sintiendo una desolada sensación de pérdida, deseando seguir las luces que ascendían entre la oscuridad para compartir su serena y graciosa majestad, para desvelar el misterio. Luego, el sueño cambió. Epstein murmuró y gruñó ruidosamente. Volvía de París en avión. Volaban a gran altura por encima de las nubes y él escuchaba la grabación. Las revelaciones contenidas en ella le dejaban atónito. El avión sufrió de pronto una sacudida y comenzó a dar vueltas, sembrando el desorden y la confusión entre los pasajeros, y una intensísima luz blanca inundó su interior, cegándolo momentáneamente. Epstein se protegió los ojos, ignorando los gritos de la gente. El avión recuperó su línea de vuelo y Epstein miró por la ventana, viendo una masa destellante que se deslizaba sobre el avión. Era la gran nave madre, aquella que viera en el Caribe, y Epstein la observaba mientras descendía sobre el avión. Luego pareció tragárselo… Se revolvió entre sueños, agitado. Entonces se vio a sí mismo tendido en la cama, con los ojos abiertos y asustado. Estaba rodeado por un grupo de hombres, al parecer todos muy pequeños y vestidos con monos grises, que estaban silenciosos. Uno de ellos se inclinó sobre Epstein y le tocó… Epstein gruñó fuertemente y se vio de nuevo en las calles de París. Estaba sentado en un restaurante de la calle de Rivoli, con un viejo que hablaba ante la grabadora, bebiendo metódicamente sorbos de coñac. El hombre era inglés y tenía caspa en los hombros. Hablaba con lentitud, con estudiada precisión, y Epstein se alejó de su lado. Acababa de regresar de París, cambiando de avión en el aeropuerto Kennedy. Le rodeaba mucha gente que iba de un lado a otro gritando, y se sentía muy asustado por encontrarse allí, aunque desconocía la razón. Después se halló en otro avión. El vuelo a Washington se desarrolló sin incidentes. Miraba las nubes debajo de sí, un campo de nubes que se deslizaba lentamente, y comprobó si seguía llevando en su bolsillo las cintas grabadas porque tenía miedo… Epstein gruñó entre sueños. Se agitó y dio vueltas en la cama. Estaba en sus oficinas de Washington, poniendo las cintas a salvo, obsesionado con la idea de que le seguían, de que alguien le espiaba. La oficina estaba muy tranquila. Unas luces brillantes hirieron sus ojos. Seguía oyendo el tráfico que circulaba por Massachusetts Avenue, incluso a medianoche. Epstein cerró la caja fuerte. Leyó la nota recibida de Stanford: su joven amigo estaba en Mount Rainier comprobando algunas apariciones recientes. Epstein se sentía cansado y asustado. La noche se fundió con el pleno día. Iba hacia las montañas en su coche y sudaba de miedo. Gruñó y murmuró unas palabras. Se agitó y se revolvió aún dormido. La residencia estaba vacía. Se encontró otra nota y se echó, sintiéndose muy asustado. Su miedo fue creciendo, volviéndose algo irreal. Abrió los ojos y vio unos hombrecillos rodeando su lecho y observándole muy tranquilos. Sintió mucho frío. No eran hombres, sino muchachos. De pronto, uno de ellos, de unos catorce años, se inclinó sobre él y le tocó…
Epstein gruñó y se despertó sintiendo frío y miedo; estaba obsesionado pensando en las cintas que tenía en la caja y en lo que podían significar. Se humedeció los labios, se frotó los ojos y miró las vigas de madera del techo. La habitación ya no estaba a oscuras; alguien había encendido las luces y a su lado crujía una silla. Volvió la cabeza, esperando ver a Stanford, pero se encontró con un extraño. Epstein se incorporó en la cama, se frotó los ojos y trató de mantener la calma.
El hombre era alto y refinado, llevaba una camisa negra, tenía ojos azules de intensa mirada, y sus cabellos eran abundantes y plateados. Se los peinaba con raya a la izquierda y le caían sobre una frente totalmente lisa. Se sentaba con descuido en la silla, uniendo las manos sobre las piernas cruzadas, y miraba directamente a Epstein sonriendo, con sonrisa fría y ausente.
—¿Quién es usted? —preguntó Epstein.
—Aldridge. ¿Recuerda? Richard Watson le mencionó mi nombre: figuraba en las transcripciones.
—¿Cómo conoce usted las transcripciones?
—Richard me lo dijo. Le dejamos ir y luego le hicimos volver, y nos habló de ello.
Un estremecimiento de temor recorrió la espalda de Epstein, haciéndole sentirse torpe e irreal. Se frotó los ojos tratando de despertarse, todavía cansado de sus vuelos. El hombre le miraba fijamente. Había algo extraño en él. Parecía rondar la cincuentena; era muy atractivo, con aspecto juvenil, pero su frente carecía de arrugas y tenía la barbilla tan fina como un muchacho.
—¿Recuerda las transcripciones? —preguntó el hombre.
—Sí.
—Entonces se acordará de mí. Yo soy Aldridge: aparecía en ellas.
Epstein movió lentamente la cabeza, sintiéndose algo desorientado, inseguro de lo que realmente sucedía, persistiendo aún sus temores.
—¿Usted es Aldridge?
—Eso es. Comprendo que debe sorprenderle, pero eso no durará mucho.
Sonrió de manera desmayada, mirando accidentalmente en torno, y luego volvió a fijar en Epstein sus ojos azules con gran intensidad.
—Stanford está a punto de regresar. Ha ido a las montañas a comprobar algunos informes sobre ovnis, pero no ha descubierto gran cosa.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Epstein.
—Le hemos estado observando. Los que se han visto son mis platillos volantes… y ahora están aquí.
Epstein sintió mucho frío. Se preguntó si estaría soñando. Se pellizcó la muñeca izquierda, comprendió que estaba despierto y se estremeció ligeramente.
—¿Sus platillos volantes?
—Eso es. No se sorprenda demasiado; son muy reales… y ahora mismo están aquí.
—¿Dónde? —preguntó Epstein.
—Sobre la atmósfera.
—Entonces los verán nuestros satélites de reconocimiento.
—Hace años que los están viendo.
Epstein se preguntó qué querría decir y deseó interrogarlo, pero no pudo hacerlo. Aún estaba aturdido por haberse despertado tan súbitamente y sentía un angustioso dolor de estómago. Tosió y se frotó los ojos. La habitación estaba muy iluminada. Aldridge separó las piernas, puso los codos sobre las rodillas y apoyó la barbilla en sus manos, mirando fijamente a Epstein.
—¿Cómo se encuentra?
—¿Qué quiere decir?
—Le pregunto por su estómago. ¿Le duele? Debe molestarle muchísimo.
—¿Qué sabe usted de mi estómago?
—El cáncer es algo terrible. Yo también he sufrido dolores en el pasado, pero ya lo he superado todo.
—¿Superado?
—Sí, eso es. También tuve problemas con el corazón, pero conseguí repararlo.
—¿De qué me está hablando? No le entiendo. ¿Qué hace en mi habitación? ¿Quién le ha dejado entrar?
—Llevo un marcapasos. Un ingenio muy perfeccionado. Utiliza un cristal piezoeléctrico, un pequeño globo lleno de agua que hace que la propia fuerza de bombeo del corazón se autoestimule. Naturalmente, se regenera sin requerir baterías. Los milagros de la ciencia, doctor Epstein, son ilimitados.
—Cirugía plástica.
—¿Qué dice? —preguntó Aldridge.
—Estaba fijándome en la piel de su frente. Es resultado de la cirugía plástica.
Aldridge sonrió y asintió ligeramente.
—Muy perspicaz. Cirugía plástica, marcapasos, varios órganos sustituidos… Por desdicha, yo fui de los primeros; ahora estamos mucho más adelantados.
—¿Quiénes estamos?
—Los míos, mi gente. Estamos muy alejados de todo lo que usted conoce, pero también eso puede solucionarse.
Epstein tosió y se frotó los ojos. Pensó que acaso estuviera soñando. Parpadeó y miró en torno por la iluminada habitación, y luego se volvió otra vez hacia Aldridge.
—¿Quién es usted?
—Yo creé los platillos. Usted ha estado intentando resolver el misterio desde hace veinte años y me hallo aquí para ayudarle.
Epstein se frotó otra vez los ojos. No tenía por qué hacerlo, pero lo hizo. Quería aclararse la cabeza y despertarse; aquello le parecía absurdo.
—¿Usted creó los platillos?
—Sí. Existen, están aquí, en la Tierra, y yo soy el hombre que los ha creado.
—¿Para las Fuerzas Aéreas?
—No.
—¿Para la Marina?
—No.
—No entiendo. Estoy confundido. Me siento muy cansado. ¿Quién es usted y qué quiere de mí? ¿Qué está haciendo aquí?
—No me creerá.
—Desde luego que no.
—No puedo decirle de dónde vengo. Pero usted me acompañará.
Un estremecimiento de miedo recorrió la espalda de Epstein: no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Pensó en Stanford, en Scaduto, en el viaje que él mismo había hecho a París y en las preguntas que pugnaban y brotaban mientras no se desvelaran los hechos. No podía mantener la boca cerrada. Tenía que vigilar cuidadosamente a aquel hombre que sabía muchísimas cosas sobre él, y aquello no podía ser bueno. Pensó en las cintas que guardaba en su poder: aquel hombre sabía muchísimo sobre ellas. Debía de ser del gobierno, del FBI o de la CIA. Estaba muy enterado del contenido de las cintas, quería robárselas y cerrarle la boca. Epstein se sintió muy asustado; no sabía qué creer. Miró fijamente al hombre sentado delante de él y se preguntó si sería real.
—Usted es un funcionario del gobierno.
—No —repuso Aldridge—. Los platillos oficiales son algo primitivos. Mis platillos son los que usted ha estado buscando.
—No le creo.
—Yo estaba en el Caribe.
—¿El Caribe?
—Santo Tomás. Era mi nave la que raptó al profesor Gerhardt. Usted lo vio cuando estuvo en la playa con Stanford.
El temor de Epstein creció considerablemente y le hizo contener el aliento. Comenzaba a creer en el hombre que se sentaba a su lado porque ya no le quedaba otra alternativa.
—¿Fue usted quién se llevó a Gerhardt?
—Sí.
—¿De dónde procede usted? —preguntó Epstein—. ¿Cómo me conoce? No puedo aceptar lo que oigo. Eso carece de sentido para mí.
—Yo construí los platillos. Usted acaba de descubrir cómo comenzaron. Usted ha obtenido esa información, la tiene grabada y yo le quiero a usted y las cintas.
Epstein se mojó los resecos labios. Se sentía agitado y asustado. Miró fijamente al hombre que estaba en la silla, y le pareció estar soñando. Tenía los ojos muy azules, casi acerados, y de expresión muy inteligente. Se inclinó hacia delante y miró a Epstein a los ojos, expresándose de forma suave y clara.
—Lo sabemos todo de usted —dijo—. Le estamos vigilando desde hace veinte años. Usted es un hombre muy tenaz, no se de tiene ante nada, y ahora se está muriendo de cáncer, lo que le hace mucho más peligroso porque se siente más decidido a todo. Creemos que ya ha descubierto demasiadas cosas, de modo que esto ha terminado.
—No he descubierto nada.
—Está mintiendo. Acaba de regresar de París donde se ha reunido con el profesor Ronald Mansfield, un inglés que trabajó para la división científica del Subcomité de Objetivos de la Inteligencia Británica durante la Segunda Guerra Mundial, y que actualmente colabora con el Groupement d’Études des Phénomènes Aériens. Eso nos disgusta, doctor Epstein. Hasta aquí podíamos dejarle llegar, pero no permitiremos que siga adelante. Le queremos a usted y las cintas que ha traído consigo. Por eso estoy aquí.
El temor se apoderó de Epstein, reptando arteramente por él, paralizándole, restándole su autodominio. No acababa de comprender qué estaba sucediendo.
—¿Me quieren a mí?
—Eso es. No verá amanecer en Mount Rainier: vendrá con nosotros.
Epstein no sabía qué decir. Deseó que Stanford hubiera regresado. Aquella conversación era extraña, irreal, y se sentía muy desconcertado.
—No tengo las cintas.
—¿Dónde están?
—No grabé las conversaciones. Tan sólo hablamos, y él no sabía nada.
—Está usted mintiendo, doctor Epstein. Respeto su actitud, pero carece de objeto. Nos lo llevaremos hoy, le interrogaré y usted hablará. Créame.
—¿Qué ha pasado con el profesor Mansfield?
—Le colgamos ayer.
—¿Quiere decir que lo asesinaron?
—Ésa es una palabra muy emotiva. Sencillamente, hicimos lo que teníamos que hacer…
—¿Y qué le ha pasado a Richard Watson?
—Es un caso interesante. Presentaba una tenaz resistencia, de modo que quisimos recuperarlo.
—¿Se encuentra ahora en su poder?
—Sí. Nos sorprendió lo mucho que había hablado. Le implantamos un electrodo en el cerebro e incluso así opuso resistencia.
—¿Está vivo?
—Está funcionando. Lo devolveremos pronto. Hará lo que le hemos ordenado… y no estará solo.
—¿Dónde se encuentra?
—Ahora no puedo decírselo.
—¿Y eso es lo que hacen ustedes? ¿Capturan a las personas, las robotizan y luego las devuelven al mundo y les hacen seguir sus órdenes?
—Eso es. No es tan increíble como parece. Tenga en cuenta que ya hace años que lo estamos haciendo —en América, en Rusia y en Europa— y estamos muy adelantados. Ustedes no lo entienden, no saben lo que sucede realmente; sólo han oído hablar de experimentos, pero no conocen todo su alcance real. El electrocontrol es una industria en auge que se ha extendido a puertas cerradas. En su sociedad está relativamente adelantado; en la nuestra, mucho más. Nuestra gente comienza en la infancia. Les sacamos de la cuna y les implantamos electrodos en el cerebro y en ciertos puntos de la columna vertebral, antes de que hayan cumplido incluso la cuarta semana. Después de esto, nos pertenecen. Se desarrollan de modo extraordinario, están programados para ser obedientes, destacan sus capacidades y nunca conocen el dolor del descontento.
Epstein cerró los ojos.
—Los muchachos —murmuró.
—¡Ah, sí! Stanford los vio. Aquello debió confundirle.
Epstein cerró otra vez los ojos.
—¿Y Richard Watson?
—Con los extraños es distinto. Su avanzada edad establece diferencias. Con los extraños tenemos que ir con más cuidado y no siempre logramos el éxito: Richard Watson era de ésos. Dotado de gran voluntad y enorme resistencia, le hemos implantado otro electrodo en el cerebro y ahora parece estar funcionando.
Epstein paseó su mirada por la habitación, sintiéndose ausente, como si soñara. Vio la oscuridad por la ventana y oyó el viento en las montañas. Stanford se encontraba allá, buscando ovnis. La ironía le hizo sonreír, pero luego volvió a asomar el miedo. Miró a aquel hombre llamado Aldridge. Sus ojos azules eran muy brillantes. Epstein advirtió la tersura de su frente y se sintió muy incómodo.
—No lo creo.
—¿Qué es lo que no cree? —preguntó Aldridge.
—Ni lo más mínimo de lo que usted dice. Me parece que es una especie de engaño.
Aldridge sonrió débilmente.
—Pronto lo creerá. Usted ha estado trabajando en este misterio durante veinte años… La recompensa le llega esta misma noche.
—¿Qué quiere decir?
—Vamos a llevárnoslo. No importa dónde vaya, dónde se oculte… Vendremos y nos lo llevaremos.
—¿Por qué no ahora?
—No es conveniente.
—¿Y qué sucederá si no quiero salir de esta habitación?
—Sencillamente, que abriremos la puerta.
Aldridge sonrió y se levantó. Fue a la ventana y miró hacia fuera. Luego se volvió y fijó en Epstein la mirada viva y fría de sus ojos azules.
—Usted estaba en el Caribe y sabe qué sucedió allí: si queremos a alguien, vamos a buscarlo, nos lo llevamos y nada puede detenernos.
Epstein volvió a pensar en el Caribe y recordó el ulular del viento, el desconcierto reinante en la habitación del hotel, la densa luz y el intenso calor. Recordó la experiencia de Stanford en el rancho unos cinco meses antes: luz blanca y calor, terribles tormentas y edificios en conmoción. Los síntomas eran siempre los mismos; las causas, desconocidas.
—¿Provocan ustedes las tormentas?
—Sí. Es ingeniería atmosférica avanzada. Algo similar a sus propias tormentas, pero mucho más perfeccionado. Nuestras tormentas se basan en el láser y son enormemente efectivas. Los platillos de mayor tamaño pueden levantar el viento o dispersarlo, si es necesario.
—No lo creo.
—¿Por qué no? La «siembra» de nubes ya constituye una ciencia consolidada. La energía orgónica para la ingeniería atmosférica se está extendiendo por momentos, con lluvias torrenciales y sequías estudiadas con fines políticos. Desde luego que podemos producir una tormenta, al igual que los rusos y los americanos. La ingeniería atmosférica ya no es un misterio, sino un arma nueva y efectiva.
—¿Y el ganado?
—Se destina a nuestros laboratorios. Para obtener drogas, vitaminas e impulsar la investigación médica avanzada. Tampoco hay nada de raro en ello… Una simple cuestión de hurto.
—¿Y la gente? ¿La gente secuestrada?
—Como el ganado. Pero es más complejo, aunque esencialmente lo mismo: esas personas están allí para ser utilizadas.
—¿Qué quiere decir?
—Depende del secuestro. Algunos se utilizan como mano de obra esclava, otros se robotizan y se devuelven; algunos se envían a laboratorios médicos como conejillos de indias, para nuestras investigaciones…
—¡Eso es horrible!
—La palabra «horrible» es excesiva. La araña se come a la mosca y a su vez es devorada… Todo cuanto vive en este momento sirve de sustento para el futuro, sin otra finalidad. Nada es horrible, doctor Epstein. Como científico debería usted saberlo. Sangre y sufrimiento son las constantes de los laboratorios y vitales para el progreso.
—Estamos hablando de seres humanos.
—También lo somos nosotros. Y los seres humanos no son más que peldaños en la gran escalera de la evolución. La ciencia lo es todo, doctor Epstein. Los misterios de la vida deben descubrirse. La ciencia no puede progresar como debiera si permitimos que atrase por sentimentalismo. Los humanos viven y mueren de todos modos; lo hacen así, sin finalidad alguna. Sólo la ciencia puede detener este primitivo desgaste y hacer útil a la gente. Y deben establecerse unas categorías. A cada uno ha de asignársele una función determinada. La libre elección conduce a conflictos y pérdidas y es perjudicial para el progreso. La emoción es energía malgastada y los prejuicios morales constituyen un lastre para la ciencia. La vivisección resultará caduca al dejar de utilizar a los humanos como conejillos de indias. No podemos seguir permitiéndolo: el mundo no debe permitirlo. Son demasiadas las personas que se inutilizan y tenemos que aceptar que la existencia humana es la base del futuro. Existir simplemente no basta; necesitamos una forma nueva de ser. Hemos de aprender a aislar al ser humano y reconstruirlo como algo distinto, como un ser superior, como una criatura desprovista de contradicciones. Y el vacío existente entre Hombre y Superhombre no puede salvarse con emociones.
—Eso es horrible.
—Usted aún es primitivo. En el lugar adonde irá, no sentirá lo mismo; llegará a aceptar cuanto le digo.
—¿Adónde iré?
—Pronto lo descubrirá.
—No lo creo. No puedo creerlo. No parece real.
—El tiempo lo dirá.
Epstein cerró un instante los ojos. Se sentía débil, con la cabeza vacía. En la oscuridad, tras sus ojos cerrados, veía el vacío del cosmos. No era un vacío, sino algo distinto. Los vacíos del espacio estaban llenos de energía. Más allá de las galaxias, en lo que parecía el vacío, las posibilidades eran ilimitadas. ¿Adónde llegaría el hombre? ¿Qué podía ser? Lo bueno y lo malo eran elecciones que le habían acompañado, y era imprescindible adoptar una decisión. Epstein abrió de nuevo los ojos, tratando de aceptar lo que estaba oyendo. Había estado buscando durante veinte años, había vivido constantemente con el misterio, y ahora, al enfrentarse con la respuesta, le abrumaba el temor.
—¿Son reales las máquinas?
—Usted lo sabe. Lo que oyó en París debía haberle convencido, de modo que la pregunta es superflua.
—¿Qué son? —preguntó Epstein.
—Ya conoce los hechos básicos. Hemos progresado enormemente desde entonces, pero lo básico subsiste. Por el momento, aparte de los sistemas de que sin duda le hablaría Mansfield, utilizamos propulsión avanzada de iones, propulsión electromagnética, en algunos casos cohetes de fusión nuclear y, para el transporte de naves, un campo antigravitatorio. Las descargas electromagnéticas y de ionización dan como resultado el resplandor semejante al plasma que tanto fascina a nuestros testigos, y la antigravedad produce una falta de turbulencia y los impactos sónicos. Usted y Stanford ya han comentado, con razonable fidelidad, las causas de invisibilidad repentina.
—¿Cómo lo sabe?
—Teníamos intervenidas sus habitaciones. Nada hay nuevo bajo el sol. Sencillamente, realizamos progresos.
—Y el campo de antigravedad da como resultado la aparente capacidad de sus tripulaciones para mantener la extraordinaria velocidad y los cambios de dirección de sus máquinas, ¿no es eso?
—Exactamente. La fuerza del campo antigravitatorio se aplica de forma simultánea a la tripulación y a la nave…, y puesto que rodea a ésta de un colchón de aire, también le evita golpes. De modo incidental debo señalar, puesto que se muestra tan incrédulo, que la antigravedad no es tan revolucionaria como parece. En 1965, por lo menos en América, ya existían cuarenta y seis proyectos secretos emprendidos por las Fuerzas Aéreas, la Marina, el Ejército, la NASA, la Comisión de Energía Atómica y la Fundación Nacional para la Ciencia. Puesto que se trataba de proyectos secretos, sólo necesito señalarle que, sin duda, en estos momentos y dentro del más estricto secreto, se encontrarán en marcha proyectos considerablemente más adelantados.
—¿Quiere usted decir que está relacionado con el gobierno estadounidense?
—No, no he dicho eso.
Epstein no podía entender con claridad. Se sentía débil, con la cabeza como hueca. Miró a Aldridge, al azul de sus ojos, como si estuviera soñando. Luego recordó lo que el doctor Campbell le había referido acerca de la hipnosis y consideró que debía tratar de salir de la cama…, pero Aldridge le interrumpió:
—Ya está bien así.
—Sí —respondió Epstein sin sentirse preocupado, simplemente deseando saber más—. Estamos recibiendo informes de máquinas de distintos tamaños y eso siempre nos confunde.
—Los discos pequeños son similares a sus propios CAMS (Sistemas Mecanicocibernéticos Antropomorfos), ya sea por control remoto o programados para reaccionar ante ciertos estímulos, y se utilizan principalmente como ingenios sensoriales o de ensayo. En el caso de Richard Watson, el rayo de luz que entró en el coche era un simple rayo láser emitido en una determinada longitud de onda que congela temporalmente algunos músculos o nervios, produciendo parálisis o un estado similar al trance.
—¿Y los otros discos?
—Los del primer grupo tienen solamente de metro y medio a cinco metros de diámetro. También estos discos son Sistemas Mecanicocibernéticos Antropomorfos complejos que se desplazan siguiendo su eje vertical o volando. Se utilizan principalmente para reconocimiento y tareas manuales básicas, tales como recolección de muestras de tierra o de agua y están controlados por sistemas manipuladores remotos que no se diferencian en mucho de los normales. Los ingenios del segundo grupo, que suele tener unos ocho a once metros de diámetro, son ampliaciones de los anteriores, pero giran en torno a sus ejes y están controlados por cyborgs en extremo avanzados. El piloto que Richard Watson vio en el segundo disco era un cyborg, medio hombre medio máquina, resultado de nuestros treinta años de experimentos en materia de prótesis. Los pulmones de esos seres han sido vaciados en parte y se les enfría artificialmente la sangre, y puesto que con esta operación su boca y nariz son innecesarios, se sellan y dejan de funcionar. La respiración de los cyborgs y otras funciones corpóreas son controladas cibernéticamente con pulmones artificiales y sensores que mantienen una temperatura, presión y metabolismo constantes, con independencia de las fluctuaciones ambientales, de modo que no se ven afectados por las extraordinarias aceleraciones y los cambios de dirección del aparato. El tercer grupo de naves puede oscilar de treinta a noventa metros de diámetro y alcanzar varios pisos de altura interior, y se utilizan principalmente para recoger personas, animales y máquinas. Cuentan con una tripulación de unos doce hombres. La cuarta categoría es la nave transportadora, lo que ustedes llaman la nave «madre», un elemento gigantesco, aproximadamente de unos mil quinientos metros de diámetro, utilizada para operaciones más importantes de larga duración. Las naves transportadoras son esencialmente colonias aerotransportadas y autosuficientes, capaces de trasladarse por el espacio exterior o de hibernar en el fondo del mar, y las gobierna una numerosa tripulación compuesta por humanos y cyborgs. Las tareas más pesadas son realizadas por esclavos programados y contienen talleres, laboratorios, equipos médicos, unidades de mantenimiento cirónico, diversos hangares y los restantes discos mencionados.
Aldridge se expresaba con sonrisa fría y algo distante, modulando con amabilidad las palabras mientras sus ojos se mostraban inexpresivos. Sus ojos fascinaban a Epstein, le inspiraban repulsión y le atraían de modo instintivo. Eran tan claros como el hielo iluminado por el sol y le hacían sentirse irreal. Y, sin embargo, el hombre se expresaba de modo razonable, hablando suavemente, con concreción, explicándose con la paciencia de un maestro y exponiéndolo todo de manera sencilla.
—Deben estar muy adelantados —dijo Epstein.
—Sí. Lo estamos. Nuestra sociedad se basa en amos y esclavos y su única finalidad es la ciencia.
—¿Dónde se encuentra?
Aldridge sonrió.
—Debe tener paciencia.
—¡Dígamelo ahora! —insistió Epstein—. ¡Deseo saberlo!
—Lo descubrirá muy pronto.
Se miraron entre un silencio interrumpido por el viento que corría en el exterior. La luz de la habitación era muy intensa y por la ventana se veía la negra noche.
—Usted ha dicho que las naves transportadoras pueden hibernar en el fondo del mar. ¿Existe una relación entre ese hecho y el misterio del Triángulo de las Bermudas y las restantes zonas similares a ella?
—Sí. Tenemos laboratorios permanentes instalados bajo el mar en el Triángulo de las Bermudas; el mar del Diablo, cerca de Guam; Luzón, en las Filipinas; la costa sudeste de Japón, y la costa de Argentina. Esos laboratorios están dirigidos por cyborgs y unos cuantos científicos programados, y son visitados con frecuencia por las naves transportadoras.
—¿Y son esas naves las que producen insólitas alteraciones magnéticas en tales zonas?
—Sí.
—No puedo aceptar que construyan tales laboratorios sin ser advertidos por nadie, buques o aviones.
—Varios gobiernos saben que estamos allí y, en realidad, colaboran con nosotros. En cuanto a la construcción de tales laboratorios a semejantes profundidades, tendrá usted que admitir las insólitas dimensiones y capacidad de las naves transportadoras. Como le he dicho, el promedio de la nave es de mil quinientos metros de diámetro, lo que significa que su espacio interior es considerable. La nave se instala simplemente cerca del fondo del mar y el laboratorio se construye en su interior. Entonces se abre la base de la nave y se deposita en el fondo del mar el laboratorio completo con su equipo. La instalación permanente en el fondo del mar se realiza con la ayuda de CAMS especialmente reforzados de control remoto, y luego la nave asciende a la superficie, dejando el laboratorio allí instalado.
—¿Y hay gobiernos enterados de que ustedes se encuentran allí?
—Sí.
—Pero ustedes no pertenecen a ninguno de tales gobiernos.
—No.
—¿Quiere explicarme esto?
—Aún no.
Aldridge sonreía débilmente. Se volvió hacia la ventana, mirando al cielo como si buscase a alguien.
—¿Es cierto que los han visto nuestros satélites de reconocimiento?
—Sí —repuso Aldridge, volviéndose y mirándole—. Naturalmente; ¿cómo podrían ignorarnos? Hace años que nos han visto.
—Entonces, ¿hace años que les están encubriendo?
—Desde luego. Nada especialmente raro hay en eso… Ellos lo encubren todo.
—No entiendo qué quiere decir.
—¿No lo entiende? ¿Qué me dice de todos sus programas secretos de investigación: programas de armamento químico y avanzado; sus secretos logros en aeronáutica, comunicaciones y neurología; sus operaciones encubiertas y sus convenios clandestinos en contra o en pro de soviéticos, chinos y países tercermundistas? Los ciudadanos corrientes saben muy poco de todo eso: tan sólo aquello que se dignan contarles. Los gobiernos lo ocultan todo, desde su política hasta la ciencia y, cuando se descubre algo tan importante como nuestras naves, aún lo ocultan más.
—¿Por qué?
—Porque no confían en la gente. Porque no existe un gobierno en el mundo que siga creyendo en la democracia.
—¿Cuál es su relación con ellos?
—No puedo hablar de eso.
—Por lo que puedo ver, usted no es un ser extraterrestre.
Aldridge le miró, obsequiándole con una desmayada y victoriosa sonrisa, y Epstein enrojeció pensando en las cintas que tenía en su casa, sabiendo que Aldridge le había engañado.
—¡Ah, sí! El profesor Mansfield. Él debe haberle dicho a usted muchas cosas.
Epstein sintió una oleada de calor y luego de frío, sin experimentar molestia alguna en su lacerado estómago, con una viva sensación rayana en la irrealidad, ausente de sí mismo. Se preguntó dónde estaría Stanford y deseó que hubiera regresado. El viento gruñía tras la ventana barriendo las oscuras montañas, y pensó en las apariciones observadas sobre las cascadas, mencionadas por Scaduto. La verdad aparecía en pequeños fragmentos; se encontraba ante él como un rompecabezas. Todavía faltaban algunas piezas, se presentaban huecos y el reloj seguía su avance implacable.
—La persecución —siguió Epstein—, los suicidios y desapariciones entiendo que forman parte del intento de encubrimiento y que han sido ideados por usted.
—Algunos sí. Depende de las circunstancias. La persecución actual fue dispuesta formalmente por su gobierno, pero la mayoría de muertes y desapariciones han sido producidas por nosotros.
—¿La mayoría?
—No todas; de vez en cuando interviene su gobierno y hace el trabajo por su cuenta.
—Así pues, colabora con ustedes.
—Sí y no. En cuanto a la situación política, los convenios son frágiles y tienden a romperse en cualquier momento. Negociamos con el gobierno de Estados Unidos y también con los rusos. Negociamos y jugamos con dos barajas porque todavía no tenemos muchas elecciones.
—¿Todavía?
Aldridge sonrió.
—La disuasión nuclear, el equilibrio de terror es un negocio precario.
—¿Están ustedes en medio?
—Sí. Nadamos entre dos aguas…, pero pronto les prevendremos a los dos.
Epstein se sentía muy tranquilo, ausente de la realidad. El dolor de estómago había desaparecido y, con él, el miedo. La naturaleza singular de aquella conversación le parecía absolutamente normal. No sabía qué pensar, se sentía distante, casi plácido, muy seguro de que aquel hombre se había valido de algún medio para conseguir que él lo aceptase todo. Las revelaciones eran sorprendentes, ambiguas, fascinantes y, sin embargo, a Epstein le parecían muy razonables, muy consistentes, casi sencillas. Se preguntó si estaría hipnotizado, trató de abstraerse de sí mismo y pensarlo. Entonces vio a Aldridge de pie junto a la ventana, mirando al cielo.
—Usted mató a Irving.
—¿A Irving Jacobs? —preguntó Aldridge.
—Sí, Irving Jacobs. Usted le mató. ¿Por qué lo hizo?
Aldridge fue hacia la silla, se sentó y miró a Epstein sin sonreír, con una mirada muy intensa en sus ojos azules, llenos de fría inteligencia.
—Estaba profundizando demasiado. Había descubierto en exceso. A su propio gobierno le preocupaban sus descubrimientos y deseaba librarse de él. No querían hacerlo ellos mismos y no se atrevían a utilizar a sus propios hombres. No querían que la CIA ni el FBI anduviesen cerca de él, de modo que nosotros intervinimos. Lo seguimos, lo acosamos y, cuando estuvo muy asustado, cuando se anuló su resistencia, utilizamos telepatía a larga distancia. Y, de ese modo, le robamos parte de su mente, haciéndole creer que estaba poseído. Por último, le incitamos a salir al desierto y fuimos a su encuentro. No le necesitábamos como científico, pues tenemos muchísimos de su especialidad, de modo que, simplemente, le metimos la pistola en la boca, procurando que pareciese un suicidio.
Epstein debía haberse sorprendido, pero no sintió nada en absoluto. Pensó en Irving, en Mary y en los viejos tiempos, pero le parecieron muy lejanos.
—¿Utilizan telepatía?
—Sí —repuso Aldridge—. Algunas implantaciones cerebrales pueden poner de relieve las fuerzas telepáticas e inducir a comunicaciones no verbales. Algunos niños y todos los cyborgs se comunican de ese modo.
—¿Estuvieron implicados en el asunto de la mujer de Maine?
—Sí. Estábamos experimentando y la mujer de Maine nos captó y luego habló a la CIA. La gente a la que informó no sabía nada de nosotros ni de los platillos de su gobierno, pero cuando el gobierno canadiense se enteró del caso, se sintió naturalmente más preocupado, pensando que la mujer pudo haber recogido datos peligrosos. Teniendo en cuenta que un limitado número de personas del gobierno y del Ejército conocen la existencia de los platillos, resultaba algo preocupante que los hombres que interrogaron en primer lugar a la mujer ignoraran el asunto. Sin embargo, en la segunda reunión, algunos de los oficiales estaban ya al corriente de los programas en curso, y fueron ellos quienes luego echaron tierra al asunto y trasladaron a los hombres de la CIA que estaban en la oficina, pero que desconocían lo sucedido.
—Nuestro informador dijo que era un platillo canadiense-estadounidense.
—Error comprensible. Por desdicha, fue un error que indujo a mi amigo Scaduto a espiar en las factorías canadienses. Mas, afortunadamente, el señor Scaduto falleció hace poco de un prematuro ataque al corazón: puede agradecérselo a Stanford.
La noticia apenas afectó a Epstein. Se sentía tranquilo y estaba muy interesado. El hombre parecía muy razonable y sus revelaciones resultaban absolutamente normales.
—¿Qué hay de Irving? —preguntó Epstein.
—Ya le he hablado de él.
—En realidad no me ha dicho qué descubrió. Me gustaría saberlo.
—Jacobs estaba interesado en las muertes y desapariciones de muchos de sus contemporáneos, y eso le estimuló a investigar el caso de Jessup. Descubrió que ya en 1942 la Marina norteamericana había estado experimentando en campos magnéticos de alta intensidad, que podían alterar la estructura molecular de las propiedades físicas y hacerlas temporalmente invisibles. Ese experimento se conoció como el experimento de Filadelfia, pero, contrariamente a la creencia popular, fue un desastre. Lo que en realidad sucedió fue que, en el curso de sus experimentos, la Marina creó sin advertirlo un campo de energía electromagnética que produjo infrasonidos de tal intensidad que acabaron con todos los marinos que iban a bordo del buque, y destruyó totalmente el casco de éste. En resumen, circuló el rumor de que el buque había desaparecido. En realidad, se hundió. Naturalmente, puesto que la Marina no quería que se hablase de ello ni se divulgase, hizo circular una serie de rumores que actuaron de tapadera e indujeron al mito contemporáneo… Sin embargo, al investigar el caso, el doctor Jessup descubrió que los principios básicos de la Marina eran válidos, que ésta y las Fuerzas Aéreas estaban implicadas en proyectos de platillos, y que tales proyectos se basaban en ciertos aspectos del experimento original de Filadelfia. Al descubrir algo, Jessup tuvo que ser eliminado… Jacobs averiguó lo mismo y también tuvimos que quitarlo de en medio.
—Comprendo. Y esos principios ¿también eran los principios fundamentales de las propiedades de su equipo para lograr la invisibilidad?
—Eso es. Una cantidad específica de radiación electromagnética crea una corriente de fotones en fuga de la misma longitud de onda y frecuencia, que producen una placa brillante como plasma o una fuente de color más allá del espectro conocido, que hace invisible el platillo.
—¿Cómo se relaciona esto con las anotaciones del libro de Jessup, las que despertaron interés en la Oficina de Investigación Naval?
—Aquello fue algo de naturaleza muy dudosa —dijo Aldridge—. En 1955 la Marina estaba aún experimentando las posibilidades de la invisibilidad inducida electromagnéticamente. No logró nada y sigue sin obtener ningún resultado. No obstante, le preocupaban algunas de las observaciones publicadas por Jessup. Las anotaciones en aquel ejemplar de su libro fueron hechas por oficiales de los servicios secretos y se referían solamente a las secciones que comentaban los campos de fuerza y desmaterialización. La Marina deseaba conocer el origen de su información. Jessup, naturalmente, se negó a contárselo. Entonces salió de su oficina… y eso es todo cuanto se sabe.
—¿Usted no tiene nada que ver con las anotaciones?
—No, en absoluto.
Epstein cerró los ojos, rememorando la ignorancia en que había trabajado durante tantos años, sintiéndose tranquilo, luego confundido y volviendo finalmente a la realidad. Pensó en las cintas que guardaba en su despacho, en el hombre que había muerto, en todo lo que le habían contado y se preguntó qué podía significar. Tenía que conseguir entregar las cintas a Stanford. Aunque sólo fuese eso; tenía que hacerlo. Ahora ya sabía que se lo llevarían y que él no ofrecería resistencia. En realidad, no quería resistirse. Su curiosidad era demasiado grande. Abrió los ojos, vio a Aldridge junto a la ventana y experimentó una gran sensación de paz.
—Ahora tengo que irme —dijo Aldridge—. Cuando me marche, usted dormirá. Al despertarse, hará lo que le parezca… porque la elección no será suya.
—Me siento confundido —dijo Epstein.
—¿Por qué?
—Usted no es extraterrestre, procede de la Tierra y ha creado los platillos. Eso es lo que me confunde. No tiene sentido. Las primeras observaciones auténticas de ovnis se produjeron en 1897… Sin embargo, usted dice ser el hombre que los ha creado.
—Es cierto.
Se apartó de la ventana, volvió junto al lecho, a su lado, y le miró fijamente, con un intenso brillo en sus ojos azules.
—Tengo ciento siete años. Mi auténtico nombre es Wilson.