Stanford se apeó del coche, cerró la portezuela y miró en torno, escuchando el rumor del viento mientras cruzaba el vasto campo. El sol se ponía, el cielo estaba lleno de una luz roja y algunas nubes se deslizaban por él, proyectando sus sombras, que pronto se fundirían en la oscuridad. Stanford siguió allí detenido algún tiempo. El campo se veía profundamente desolado. Las luces y la alambrada habían desaparecido, pero la tierra seguía apostada: nada volvería a crecer allí. El ganado muerto había sido enterrado y el polvo caía perezosamente sobre el terreno, acentuando su aridez.
Miró a su alrededor y vio las montañas al otro lado de la llanura. Pensó en lo que Scaduto le había dicho y aquello le hizo sentirse perdido. Los platillos no procedían del espacio, no eran frutos de la imaginación, sino reales, se hallaban en la Tierra y su origen constituía un misterio. Pensó en aquello, y pensarlo le hacía estremecerse. Miró las desoladas llanuras, vio el sol poniente y enrojecido, observó el polvo que se deslizaba sobre el campo y regresó a su coche.
Se acomodó en el asiento, cerró la portezuela y miró adelante, pensando en la muchacha del rancho y en lo que ella podía saber. Inmediatamente le invadió el deseo, llenando su mente con la presencia de ella, haciéndole casi olvidar para qué se encontraba allí. Sintió una oleada de calor en sus genitales. Maldijo mentalmente, poniendo el coche en marcha, pensando en sus ojos de luminosidad extrañamente vacía, en sus senos, sus caderas, en sus piernas bronceadas y en el pulgar que dividía sus húmedos labios. No podía comprenderlo, no sabía qué le sucedía, qué le impulsaba ciegamente sin apenas distinguir la carretera, dejando el campo a sus espaldas. ¿Qué hacía allí realmente? ¿Era la muchacha o lo que ella sabía lo que le impulsaba? ¿Ella o lo que pudiera saber? Stanford movió cansadamente la cabeza, sintiéndose nervioso y excitado, confundido por sus emociones conflictivas, y autodespreciándose.
El terreno que le rodeaba estaba desolado. El cielo rojizo oscurecía. Stanford conducía entre zonas de sombra y luz, sobre piedras y hoyos. Pensó brevemente en el profesor Epstein, su buen amigo, cada vez más frágil y obsesionado porque la muerte llegaba a su puerta y persistía el misterio. Tenía que descubrirlo por Epstein. No quería fallarle a su amigo. No podía soportar la idea de verle consumirse poco a poco con los ojos obsesionados por el fracaso.
Y, sin embargo, no era aquélla la única razón. Nunca lo había sido ni lo sería. Las estremecidas ingles de Stanford insistían en la verdad y le desenmascaraban. Tenía que hacerlo por sí mismo; su propia necesidad era la primordial preocupación, y se dirigía hacia el rancho, sintiéndose avergonzado, sin ver nada más que a la muchacha.
Stanford estaba fuera de sí. No se sentía como de costumbre. Sus pensamientos se atropellaban y se reducían a nada. Estaba obsesionado por la muchacha. Su deseo trascendía el sexo. Tenía que tocarla, penetrar su silencio, tenía que arrastrarse entre sus recónditos ojos. Su necesidad era salvaje, un deseo irracional y perentorio; era la necesidad de conseguir las revelaciones de su carne, hallar el origen de aquel ser. Ella era lo que él necesitaba, formaba parte de lo que había presenciado. Era un ser extraño, un ser humano afectado por lo desconocido, y aquello la hacía seductora.
Era aquello… y mucho más. Ella había comprendido que él volvería. Lo había visto y se lo había dicho con su sonrisa y con sus ojos luminosos de expresión vacía. Vacía no; encubridora. Ojos que brillaban y se ensombrecían rápidamente. Le había mirado deseando su retorno y se sentía esclavizado por aquella muchacha.
Stanford no comprendía qué estaba sucediendo; se daba cuenta de que era inútil resistirse. Se sentía como si ella le hubiera hipnotizado, anulando toda su voluntad. Había comprendido que él regresaría y él se había dado cuenta de ello. Ambos habían establecido aquel pacto tres años antes sin pronunciar palabra.
Era algo inexplicable, ridículo. No podía suceder y, sin embargo, era así: una red de misterios y posibilidades intrigantes con la muchacha en su centro. Sus ojos vacíos, sugiriendo toda su lánguida inocencia, invitando a la lujuria. Stanford la recordaba de pie en el porche mirando al cielo. Ella había tocado y sido tocada. Había observado y ahora conocía. Estaba silenciosa como lo están quienes saben, mostrándose secretos e íntegros. Stanford se preguntaba qué habría visto y qué le habrían hecho. Y se preguntaba con extraño y misterioso temor qué le habría hecho a él.
Stanford siguió conduciendo durante cinco minutos, avanzando ciega y peligrosamente, saltando sobre hoyos y montones de tierra hasta llegar al rancho. Redujo su marcha, detuvo el coche vacilando frente a la verja, abrió la portezuela y se apeó, percibiendo el solitario quejido del viento. El rancho no había cambiado, seguía desmoronándose tristemente, y el polvo corría con suavidad por el porche. No se veía rastro del anciano. Stanford suspiró, abrió la verja y la cerró silenciosamente a sus espaldas.
Casi había oscurecido y el viento soplaba entre las llanuras. Stanford caminaba muy lentamente hacia el rancho, fijos los ojos en las ventanas. Las luces estaban encendidas en el interior; no había otro indicio de vida. El único sonido era el quejido del viento, que le producía una extraña sensación. Por fin llegó al porche, miró hacia la ventana más próxima y distinguió una lámpara de petróleo brillando espasmódicamente entre las cortinas, y una estantería de platos y tazas desportillados. Stanford miró al cielo. La luna se deslizaba entre las estrellas. Se estremeció. Subió los peldaños hasta encontrarse en el porche. No se percibía ningún sonido del interior. Stanford sentía algo muy extraño. Se adelantó, golpeó en la puerta y retrocedió unos pasos.
No llegó respuesta inmediata. Nada. Stanford aguardó algún tiempo sin que nada sucediera, de modo que volvió a golpear la puerta retrocediendo nuevamente. Otra vez silencio. Sólo se oía el viento. Stanford se sentía muy ausente. Se adelantó y golpeó de nuevo, sintiendo latir salvajemente su corazón. Aquello le molestaba muchísimo: no solía ponerse nervioso. Maldijo en voz baja y deseó que ella se presentase. Por fin percibió un desmayado sonido. Una jarra o un plato metálico, una silla que se arrastra por el suelo. Suspiró profundamente y fijó su mirada en la puerta. El cerrojo produjo un sonido herrumbroso, la puerta chirrió y se abrió lentamente. Un rayo de luz cayó sobre Stanford, que distinguió el rostro de la muchacha.
Ella le estuvo observando largo rato. Sus ojos castaños eran muy grandes. Stanford los miraba advirtiendo el vacío que conducía a lo desconocido. La muchacha se estaba chupando el dedo. A Stanford le pareció verla sonreír. Sus largos cabellos caían sueltos, enmarcando su rostro en una maraña oscura y despeinada.
—¿Emmylou?
La muchacha asintió sin palabras.
—¿Me recuerdas? Estuve aquí hace unos años. Aquella noche que vinieron otros hombres…, la noche que fue sacrificado el ganado.
La muchacha se chupaba el dedo en silencio. La puerta apenas estaba abierta. Ella oprimía su cuerpo contra el marco con la cabeza vuelta hacia él. Vestía un traje de algodón barato. Stanford vio una pierna bronceada. La muchacha le observaba con fijeza, acaso sonriéndole; luego asintió con la cabeza.
—¿Puedo pasar? Es importante que hable contigo. Quiero hablar contigo y con tu padre. ¿Puedes decirle que estoy aquí?
Ella se limitó a mirarle, con el dedo aún en la boca, los ojos castaños y grandes, muy abiertos, extrañamente vacíos, atrayéndole.
—¿Puedo hablar con tu padre? —insistió Stanford—. ¿Está dentro?
La muchacha emitió de pronto una risita, un sonido infantil y agudo, y luego se quitó el dedo de la boca y abrió la puerta un poco más. Stanford la miró fijamente. No podía apartar sus ojos de ella. Llevaba el mismo vestido que hacía tres años, desabrochado hasta los muslos y los senos. Stanford deseó poseerla. De pronto, se vio a sí mismo consiguiéndolo. El deseo se apoderó de él inmediatamente, cobrando fuerza y haciéndole perder su autodominio. Movió la cabeza y trató de controlarse. Estaba sudoroso y se sentía febril. La muchacha se reclinaba con languidez contra la puerta y con una sonrisa distante en el rostro.
—¿Está tu padre?
Ella ladeó un poco la cabeza. Sus ojos estaban fijos en él, muy grandes, extrañamente luminosos en su profundidad. Volvió a lanzar su risita. Stanford experimentó un leve estremecimiento. La muchacha dejó de reírse y movió la cabeza a un lado y a otro en respuesta negativa.
—¿No está?
Ella movió la cabeza de nuevo. Stanford vio cómo oprimía su vientre contra la puerta, asomando un seno por ella.
—¿Quieres decir que no está en casa?
Ella volvió a indicar silenciosamente que así era.
—¿Dónde está? ¿Me entiendes? Quiero saber dónde ha ido.
La muchacha abrió algo más la puerta, moviéndose junto a ella como una bailarina, con una sensualidad natural que enardeció a Stanford. Se fijó en la curva de sus senos, en el tenue relieve de sus pezones, miró más abajo y vio la parte interior y bronceada del muslo y una capa de polvo en sus pies descalzos. La muchacha se apretó contra la puerta, deslizándose por ella y yendo a su encuentro. Pasó por su lado, rozándole ligeramente, y se detuvo en el porche. Stanford la observaba fascinado, fijándose en la curva de su espalda. Ella se echó hacia atrás, levantó la mano y señaló el cielo.
Stanford, de pronto, sintió frío, levantó la cabeza y miró hacia arriba. El cielo estaba oscuro, las estrellas eran muy brillantes y la luna se deslizaba entre ellas. ¿Qué quería decir? Stanford no podía aceptarlo. Se estremeció y fue hacia ella, colocándose a su lado. Ella señalaba todavía al cielo. Volvió la cabeza y le miró con fijeza. Le sonreía de modo extraño y distante, hipnotizándole con sus ojos castaños.
—¿Qué quieres decir? ¿Acaso me indicas que tu padre está allí? ¿En los cielos? ¿Quieres decir que tu padre ha muerto y que ahora está allí?
La muchacha sonrió y después se echó a reír, moviendo la cabeza negativamente, indicándole que estaba equivocado y señalando al cielo. Stanford hubiera deseado que ella le hablase. Estaba convencido de que podía hacerlo. Miraba sus ojos inexpresivos y castaños y se preguntaba si estaría loca. La muchacha le atraía con su mirada luminosa. El viento le ceñía al cuerpo su vestido de algodón, poniendo de relieve caderas y senos. Stanford miró al cielo, vio la luna y las estrellas. Volvió a mirar a la muchacha y ella hizo un gesto afirmativo y siguió señalando hacia arriba.
—¿No ha muerto?
Ella rió y negó con la cabeza.
—¿Está arriba? ¿En el cielo? ¿Alguien se lo llevó?
Ella asintió sin palabras, dejó caer la mano y se volvió hacia él. El viento echaba atrás su vestido, desnudando sus bronceadas piernas. Stanford ansiaba poseerla: no experimentaba otro deseo. Era un instinto primitivo, insensato y brutal. La necesidad que sentía de ella era casi dolorosa.
—¿Quién se lo llevó? ¿Fueron los hombres que estaban aquí aquella noche? ¿El Ejército, las Fuerzas Aéreas o la policía? ¿Quién se lo llevó?
La muchacha levantó las manos, las unió sobre su cabeza, las separó y luego las hizo descender suavemente para describir algo con forma abovedada. Stanford se estremeció y sintió frío y una clara excitación. Asintió para demostrar que había comprendido. Luego la muchacha levantó de nuevo las manos señalando al cielo, y su mano izquierda tomó la forma de un hongo. La dejó caer en sentido vertical, se arrodilló y se apoyó en el porche, levantando de nuevo el brazo hacia el cielo en un gesto elocuente y gracioso. Por último, giró sobre sus pies descalzos y se levantó con lentitud.
—Regresaron. Vinieron en un extraño aparato en el que se llevaron a tu padre y desaparecieron.
La muchacha asintió sonriente, se metió el pulgar en la boca, pasó por su lado y fue hacia la casa, apoyándose en el marco de la puerta. Tenía las piernas cruzadas y el vestido se ceñía a sus caderas. Stanford distinguió una zona oscura entre sus muslos. Levantó los ojos y vio su luminosa sonrisa. Se chupaba el dedo como una criatura, acaso estaba loca, y Stanford se sintió invadido por una mezcla de vergüenza y primitivo deseo.
—¿Cuánto tiempo hace?
La muchacha abrió aún más los ojos.
—¿Cuándo sucedió eso? —le preguntó—. ¿Cuántos días hace? ¿Cuántas semanas?
Ella levantó los dedos, formando una V.
—¿Dos días?
La muchacha asintió. Se echó a reír, le dio la espalda y entró en la casa.
Stanford la siguió, experimentando una extraña sensación, como si no fuera él mismo, obsesionado por lo que le había dicho y por lo que aquello podía significar. La casa no había cambiado. Las lámparas de petróleo seguían junto a las ventanas, proyectando sombras en el entarimado y en el descabalado mobiliario. La muchacha se detuvo junto a la mesa, sonriéndole y chupándose el dedo; las sombras caían por las desconchadas paredes, reptaban por las sillas de madera, bailaban trémulamente en el rostro de la muchacha y en el movimiento acompasado de sus senos. Stanford la miraba con intensidad, veía la luz de sus ojos castaños. Tenía el dedo en la boca y el brazo derecho doblado en la espalda. Veía sus muslos entreabiertos y su carne como su salvación. Las sombras fluctuaban en el rostro femenino, se veía un cerco de luz en torno a sus ojos y éstos, de expresión vacía, también brillaban con una vaga y perversa seguridad.
—¿Quiénes eran? ¿Quién se llevó a tu padre? ¿Puedes describirme a los hombres que se lo llevaron? ¿Cómo eran?
La muchacha volvió ligeramente la cabeza, apretando los nudillos contra su nariz, cayéndole por el rostro los oscuros cabellos y cubriéndole el ojo derecho. Stanford creyó que le sonreía, pero no estaba seguro; sólo tuvo aquella sensación. Entonces pensó en lo sucedido, en aquel extraño aparato que descendió y en los hombres que se habían llevado a su padre, y se preguntó cómo podría ella sonreír. ¿Sería idiota? Posiblemente. Stanford no estaba seguro. Había una luz en sus ojos vacíos y castaños que le daba indicios de seguridad. La muchacha parecía estar bromeando, seduciéndole con su lánguida sensualidad: se expresaba en silencio con su cuerpo y su malvada y felina elocuencia.
—¿Quiénes eran? —preguntó Stanford.
La muchacha se rió y fue hacia él, deteniéndose muy cerca, con los senos muy próximos a su pecho, levemente sombreada su carne. Le siguió mirando, sonriéndole con extraña malignidad. Arqueando la espalda y poniéndose de puntillas, señaló con su mano la cabeza de Stanford. Éste se sintió enfermo de deseo, experimentando una firme y pujante erección. La muchacha puso el borde de la mano contra la frente de Stanford y luego la bajó hasta su pecho. Stanford siguió la mano. Distinguió una sombra entre sus senos. Ella hizo un movimiento cortante en su pecho, como si señalara una línea.
—¿Eran de este tamaño? ¿Eran pequeños? ¿Es eso lo que quieres decir?
La muchacha asintió y se apartó. Stanford se adelantó en las sombras. Su erección se acusaba claramente bajo sus ropas y deseaba ocultarla. La muchacha volvió a acercársele, abocinó su mano izquierda, indicando que los hombres eran de metro y medio de estatura, y sus ojos castaños se mostraron más expresivos. Stanford asintió, indicándole que la entendía. Ella sonrió y se tocó la frente, se pasó las manos por el cuello, probablemente significando una prenda, y luego las pasó por el cuerpo en dos líneas paralelas.
Stanford no la comprendía. Le estaba resultando difícil concentrarse. La muchacha se pasaba las manos por los senos, por el vientre, por los muslos, oprimiendo sus concavidades y curvas, incitándole aún más. Pero no era eso lo que pretendía: trataba de decirle algo. Agitó la mano izquierda en ademán negativo y volvió a comenzar.
Bajó las manos desde la garganta, separándolas y frotándose los botones del vestido como si tratara de borrarlos. Stanford hizo señas de haber comprendido. Veía el estremecimiento de sus senos. La muchacha se reía y se pasaba las manos por los hombros, siguiendo luego por sus caderas. Stanford estaba hipnotizado. Las manos de ella formaban suaves curvas. Se inclinó y se las pasó por las piernas hasta llegar a los pies descalzos.
—Trajes de una sola pieza. Llevaban trajes enteros. Una especie de mono en el que no había botones.
Ella asintió y se levantó con un movimiento lleno de gracia, muy sensual, y el vestido cayó detrás de sus piernas, arrugándose sobre sus senos. De nuevo se metió el dedo en la boca. A Stanford le pareció que le sonreía. Ella le miraba fijamente con sus ojos grandes y luminosos, muy expresivos y maliciosos. Stanford la observó de arriba abajo. No podía apartar sus ojos de ella. Deseaba arrancarle el vestido y estrecharla contra su cuerpo.
—¿Quiénes eran? Quiero saber de dónde procedían: tú lo sabes. Creo que puedes hablar y quiero que me lo digas.
La muchacha sonrió y se chupó el dedo, ladeando la cabeza mientras los cabellos le caían en una mejilla, rozándole el seno izquierdo. Stanford la miraba fascinado, con la voluntad destrozada por su erección, tratando de calcular qué ocultaban sus grandes ojos mientras la habitación se desdibujaba a su alrededor. La muchacha tenía el aire de una adolescente. Iba vestida con andrajos, despeinada, con los pies sucios, las piernas quemadas por el sol y el vestido ceñido a los pechos. Stanford oía el gruñido del viento. Pensó en la luna y en las estrellas. La muchacha estaba allí junto a la vieja mesa, separadas ligeramente las largas piernas.
—No quieres hablar. ¿Te ordenaron que callases? ¿Te hicieron algo? ¿Por qué no me hablas?
Ella sonrió y se chupó el dedo, comenzando a tararear una tonadilla, ladeando ligeramente la cabeza a la izquierda, flotantes sus largos cabellos. Stanford la observaba fascinado. Se sentía muy ausente. La lámpara de petróleo que estaba sobre la mesa fluctuaba proyectando sombras en su rostro. La muchacha seguía chupándose el dedo y canturreando, balanceándose con languidez. Sus ojos, grandes y castaños, extrañamente luminosos, se mostraban ahora muy expresivos. Estaba reclinada contra la mesa, y su cadera formaba una graciosa curva. Stanford deseaba estrecharla contra sí, deseaba sentir su suave carne. Estaba aturdido y en tensión con un deseo asfixiante, sin apenas darse cuenta de dónde se encontraba.
—¿Quiénes eran?
Ella se recostó perezosamente contra la mesa sin responderle. Stanford vio que seguía con el dedo en la boca y observó sus senos y la curva de su cadera. Las sombras se proyectaban en su rostro, en la pálida piel de su garganta, en la división de sus senos, en su vientre que se balanceaba, en la pierna que asomaba por el vestido abierto. Estaba delante de ella, muy cerca, casi tocándola, y miraba sus ojos castaños y expresivos, viéndose reflejado en sus oscuras profundidades.
—¿Quiénes eran? Sé que puedes hablar. Quiero saber de dónde venían esos hombres y me consta que puedes decírmelo.
La muchacha le miró y sonrió aún con el dedo en la boca y canturreando, balanceando su cuerpo y haciéndole llegar su calor. Sus ojos castaños se mostraban inexpresivos, eran dos pozos gemelos que le atraían. La cogió por la muñeca y le quitó el dedo de la boca. La muchacha se humedeció los labios y agitó indecisa la mano. Sonrió y se metió la mano bajo el vestido, rascándose ligeramente el seno derecho. Stanford sintió que se ahogaba. Observó el movimiento de los dedos bajo el vestido, moviéndose arriba y abajo, rascando levemente, con la palma oprimida contra la blanca piel, y comenzó a latirle apresuradamente el corazón. Su única verdad era su erección. Levantó la mano y apretó la de ella sobre la ropa. Vio su lengua y sus labios, su propia imagen reflejándose en los ojos de la muchacha, y luego sintió que sus dedos se apartaban de los de él, y su mano quedó rodeándole el pecho.
—¿Quiénes eran?
Ella no respondió. Seguía canturreando en voz baja. Stanford sentía su seno muy suave y muy cálido bajo el barato tejido. Oprimió ligeramente y notó el pezón. Ella seguía cantando casi en un susurro. Stanford apartó el vestido y sintió en su mano el seno desnudo, frotó con la palma el pezón y la deslizó lentamente, oprimiéndolo y tratando de alisarlo. El pezón se endureció a su contacto. Estrujó el cálido y macizo seno. La muchacha canturreaba y se balanceaba ligeramente contra él, inundándole con su calor.
Stanford sintió que la habitación desaparecía entre las sombras que fluctuaban por las paredes. Sus miradas se cruzaron y vio su luminosa y profunda oscuridad. Entre el silencio se oía el silbido del viento. Su respiración era muy dificultosa. Cogió el cuello del vestido de la muchacha y comenzó a bajárselo por los hombros. Ella dejó de canturrear, se mordió la lengua y le sonrió. Stanford deslizó sus manos por la suave espalda, sintió su sudor y la atrajo hacia él. Ella seguía sonriendo. Su vientre se oprimía contra su erección, y se dejaba ceñir por su abrazo, arqueándose hacia atrás con los brazos inertes a ambos lados.
Stanford miró sus hombros, suaves y blancos, bajó la mirada y se quedó absorto en sus senos lechosos, en los erguidos pezones. No la besó en los labios… La sonrisa de ella era distante y ambigua. Se inclinó y la atrajo con energía, besándole el seno derecho. Ella se estremeció ligeramente. Stanford siguió besándole el rotundo pecho, chupándole y lamiéndole el pezón. La muchacha se estremeció y se retorció contra él. Stanford sintió su mano en la cabeza, atrayéndole mientras el pecho le llenaba la boca.
No sabía dónde se encontraba: no se detuvo a pensar en ello. Vio unas luces que se remontaban suavemente hacia el cielo, fundiéndose con la luna y las estrellas, unificándose. Ella había conocido el misterio y pertenecía a él. Stanford la deseaba, deseaba conocer las respuestas, y el misterio era parte de ella. Sentía el pezón en sus labios y lo chupaba y lamía como un niño. El cálido vientre de la muchacha se oprimía contra su erección restregándosele, instigándole. Stanford la atrajo por la sudorosa espalda y deslizó las manos bajo sus nalgas. Apartó la boca del seno y deslizó la lengua por su piel, luego cogió el otro pezón en la boca y lo estuvo mordisqueando. La muchacha suspiró y se estrechó contra su cuerpo, pasándole las manos por el cuello y oprimiendo su vientre contra su intensa erección, empujándole.
Stanford la acercó a la mesa y le pasó el vestido por debajo de los brazos. Ella los movió y dejó que cayese la prenda hasta su cintura, emergiendo su cuerpo blanco y sudoroso. Stanford le chupo los senos y los pezones, mojándose los labios con su sudor. La muchacha suspiró y le cogió el cuello con las manos, clavándole las uñas. Stanford sintió la curva de su espalda y le pasó las manos por los hombros. Ella gruñó y se echó atrás, atrayéndole hacia sí y separando sus muslos. Stanford comprendió que estaba perdido, que ante él se abría un vacío. La muchacha se había recostado contra la vieja mesa. Stanford miró la lámpara de petróleo: la luz brillaba en la oscuridad. Más allá de las sombras no había nada. La muchacha separaba los muslos y le atraía fuertemente, asiéndolo por las caderas, y Stanford impulsó su erección contra su vientre asiéndole las nalgas con fuerza sin pensar en lo que estaba haciendo: el cuerpo retorcido de la muchacha era todo su ser. Había vivido pensando en su carne durante tres años, y en aquel momento su contacto agitaba sus sentidos. Le apretó las nalgas, se deslizó sobre ella y metió la lengua en su ombligo, mojando con sus labios la piel cremosa. Luz y sombras fluctuaban. El viento soplaba en la distancia. La muchacha yacía sobre la mesa, asiéndose a sus caderas con sus muslos. Tenía el vestido arrugado en la cintura y le chupaba el vientre.
—¡Sí! —gruñó Stanford—. ¡Sí!
Ella le bajó la chaqueta por los brazos y Stanford apartó sus manos de la desnuda espalda para dejar que cayese la prenda de su cuerpo. La muchacha suspiró y comenzó a desabrocharle la camisa, asiéndole por las piernas, y con las nalgas apretadas al borde de la mesa, estrechándose contra la parte inferior de su cuerpo. Stanford veía la lámpara encendida y destellos luminosos en los ojos castaños de expresión enardecida, y en la lengua rosada que asomaba entre los labios. Los oscuros cabellos caían sobre su bronceado rostro y tenía la frente cubierta de gotas de sudor. Gruñó y se quitó la camisa. Ella le pasó las manos por el pecho y él vio la pálida piel de su garganta, los suaves hombros, los redondos senos, muy blancos, los pezones oscuros y erguidos y el vestido enrollado en la estrecha cintura.
La muchacha se retorció y le cogió el cinturón, soltándole los pantalones. Stanford vio sus piernas separadas, una sombra dorada entre sus muslos y el vestido abierto sobre las ingles, cayendo hacia abajo, dejando asomar el rojo tejido de las bragas. Gruñó y abrió la cremallera, extendió los dedos por su vientre muy liso, suave y cálido, sintió el bulto de su húmedo vello, cerró los dedos y los deslizó bajo las bragas, mientras ella se asía a sus pantalones. Stanford gruñó y murmuró algo. Ella suspiró y movió la cabeza. Stanford deslizó los dedos entre la masa de vello, los hundió y los introdujo en su cuerpo. La muchacha suspiró, se echó hacia atrás, abriendo y cerrando los muslos, y después le abrió los pantalones y asió su miembro. Stanford gruñó y se sintió dentro de ella, de su húmedo calor, de los labios dúctiles, y descubrió su clítoris al mismo tiempo que ella tiraba de su pene apretándolo entre los dedos. Stanford sintió sus caricias y le pareció que se convertía en los dedos femeninos metiéndose en el suave guante de sus manos mientras él le acariciaba el clítoris.
La lámpara de petróleo brillaba sobre la mesa y a su alrededor reinaba la oscuridad. Stanford gruñó y se sintió fundirse, flotando en la oscuridad, unificándose con ella y con el silencio que sólo era interrumpido por los suspiros de la muchacha. Ella le empujó el prepucio, deslizando los dedos arriba y abajo del miembro. Stanford se sintió fuera de sí, desbordado y sólo consciente de su suave contacto. Le parecía estar profundamente dentro de ella, que era húmeda y muy cálida. Apartó sus dedos y le rasgó las bragas. El ruido de la prenda al romperse le hizo estremecer. Ella suspiró y sacudió salvajemente la cabeza, ciñendo con fuerza sus muslos a las caderas del hombre, tensa la mano en su miembro tratando de atraerlo hacia sí, frotándose el clítoris con la punta. Stanford gruñó y se estremeció con violencia, apretó sus nalgas, la estrujó y la atrajo hacia sí. También ella fue a él, se le abrió y lo absorbió, convirtiéndose en parte suya.
—¡Sí! —exclamó Stanford—. ¡Sí!
Se dejó caer arrastrándola consigo, aferradas las manos a sus nalgas, arrodillándose y haciéndola deslizarse de la mesa mientras ella abría aún más las piernas. Stanford la cogió por los hombros, clavándola en su miembro. La muchacha suspiró, le pasó las manos bajo las axilas y le arañó la espalda. Stanford echó hacia atrás los hombros de la muchacha, que arqueó la espalda. Sus senos apuntaban al techo. Cerró en torno a él sus bronceados muslos, con las piernas arqueadas y los pies tocando en el suelo, todavía con su miembro profundamente clavado en ella. Stanford la sostenía por la sudorosa espalda y con la otra mano le acariciaba los senos. La dejó en el suelo gruñendo y se echó sobre ella. La muchacha movía la cabeza a uno y otro lado y tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Los negros cabellos le caían sobre la nariz y los labios y se le enredaban en la sonrosada lengua. Stanford se tendió sobre su cuerpo y ella abrió los muslos y se retorció debajo de él. Levantó las piernas, poniendo las rodillas a la altura de los hombros de Stanford, pasó las manos por sus nalgas y le atrajo hacia sí tratando de introducirlo aún más en su cuerpo. Stanford gruñó y movió las caderas. Le pareció como si ella se deshiciese en torno a su miembro, y como si éste estuviera ardiendo y también se deshiciera. Se estremeció y cambió de dirección, moviéndose de un lado para otro. Se hundió aún más en la muchacha, alcanzando su centro, la soltó y ella suspiró, hizo oscilar la cabeza en el suelo y se estremeció debajo de él.
—¡Oh, Dios! —exclamó la muchacha—. ¡Oh!
Las palabras estallaron sobre Stanford, rebotaron, llenándole la cabeza, y le hicieron volver bruscamente en sí y abrir los ojos. Vio cómo la muchacha agitaba la cabeza con los ojos cerrados y la boca abierta. Mechones de cabellos le cruzaban el rostro y tenía la frente perlada de sudor. Stanford la miró con fijeza, sorprendido. Se irguió, apoyándose en sus manos. Vio la suave línea de sus hombros, los tendones tensos de su cuello, sus senos erguidos con los pezones oscuros y erectos y su propio sudor en el vientre de ella. Recorrió su cuerpo con la mirada, vio su propio vientre, las piernas abiertas de la muchacha, sus ingles subiendo y bajando y su pene entrando y saliendo del cuerpo de la mujer. Estaba asombrado, pero no podía detenerse; sentía una creciente excitación. Dejó de moverse y el torso femenino se estremeció, levantándose hacia él.
—¿Quiénes eran? ¡Puedes hablar! ¡Puedes decírmelo! ¿Me oyes? ¡Quiero saber quiénes eran!
—¡No! —exclamó ella—. ¡Por Dios!
Stanford se apartó, apoyándose en sus manos, y miró debajo de sí el pálido y retorcido cuerpo. Luego volvió a clavarse en él. La muchacha suspiró y apretó los puños, golpeando el suelo con ellos. Stanford le aplastó los senos con el pecho y la asió bajo los hombros, atrayéndola aún más hacia sí. Gruñó y se dejó caer, levantó las piernas, poniéndolas al nivel de los hombros de Stanford, y él entró aún más en su cuerpo. La muchacha suspiró; ambos suspiraron. Stanford comenzó a perder el control, le pasó las manos por las nalgas, por la parte posterior de los muslos y luego le echó las rodillas hacia el rostro, levantó sus caderas y se introdujo aún más en ella. La muchacha gimió y golpeó en el suelo. A Stanford comenzó a darle vueltas la cabeza. Entraba y salía de ella con movimientos prolongados y lánguidos, haciendo presión con sus nalgas. Ella gruñía y golpeaba el suelo, cruzándole el rostro los cabellos. Stanford arremetió aún más, percibió el sonido de los líquidos del sexo y sintió su calor, aquel calor muelle en su miembro, mientras los espasmos de la muchacha le hacían estremecerse.
—¿Quiénes eran? —siseó.
Ella gruñó y movió la cabeza, dando puñetazos en el suelo. Stanford consiguió incorporarse, apoyándose en las rodillas, y asió a la muchacha por las caderas. La levantó del suelo, donde seguía tendida debajo de sí, y le pasó las manos por la parte inferior de los muslos, atrayéndola estrechamente. Ella suspiró y se agitó espasmódicamente. Su cuerpo se escapaba de él, se retorcía en el suelo, agitándose salvajemente con las piernas sobre los hombros de Stanford. Éste la atrajo una vez más y se clavó fieramente en ella. Vio las luces del cielo, el ganado descuartizado en el campo, a todos los amigos que habían muerto o desaparecido y el milagroso ingenio. Tenía que acabar con el misterio: había que adueñarse de la verdad. La cogió por las caderas y la atrajo aún más, clavándose en ella hasta el límite. La tocó y ella se dejó caer. Stanford arremetió con sus caderas, ella gritó, los espasmos agitaron su cuerpo y se desplomó. Dio puñetazos en el suelo, jadeante, y comenzó a volver en sí a oleadas, retorciéndose y agitándose.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Eran alemanes!
La última palabra se clavó en la mente de Stanford, estalló en él, le hizo sentirse mareado y se estremeció. Sintió los espasmos, se fue con ellos hundiéndose aún más, mientras las sombras se extendían por el suelo. La muchacha jadeaba y se retorcía, las paredes reaparecían a su vista dando vueltas en torno a él, que oía sus puñetazos y chillidos, con su miembro henchido metido en ella, las nalgas encogidas y dando sacudidas, mordiéndose el labio inferior y con la mirada fija en la muchacha, en sus ojos castaños que ahora tenía abiertos, muy grandes, brillantes e inexpresivos. Los cabellos le cruzaban el rostro, la nariz y los labios y la sonrosada lengua; le brillaban los dientes y sus senos eran rotundos. Stanford se estremeció gimiendo ruidosamente, victorioso y avergonzado, viendo a aquella sencilla criatura debajo de sí, presos ambos en un abrazo y agitándose mientras la habitación giraba en torno suyo.
Se soltaron y cayeron rodando. Sintió el contacto del suelo, cayó de espaldas, respirando pesadamente, separados por un charco de luz y protegidos ambos por las sombras. Stanford miró al techo. Las paredes le daban vueltas. Se mojó los labios y esperó a que pasaran los espasmos. Luego miró a la muchacha. Estaba ladeada y los cabellos le caían por el rostro. La parte superior de su cuerpo era blanca y sus piernas estaban muy bronceadas. Yacía fuera de la zona iluminada y tenía los ojos ocultos por los cabellos. Respiraba entre profundos y dolorosos espasmos, y sus senos subían y bajaban a impulsos de su respiración. Stanford la miró sin decir palabra, y comprendió que tenía que seguir interrogándola. Le invadió una oleada de odio, mientras el suelo comenzaba a agitarse.
—¡Jesús! —exclamó Stanford.
La habitación retumbó y pareció conmocionarse. Las piezas de vajilla resonaron en las estanterías, Stanford experimentó una repentina y violenta oleada de calor y quedó cegado por una luz blanca. Recordó haber oído gritar a la muchacha, sus ojos quedaron cegados y vio estrellas. La oyó gritar de un modo terrible y rodó hacia ella. El suelo se agitaba bajo su cuerpo. Tazas y platos se rompían. Los cristales de las ventanas habían estallado y volaban por la habitación. Luego, de repente, cesaron todos los ruidos y también la oleada de calor. Stanford abrió los ojos y miró a la muchacha, que tenía las manos en la cabeza agitándola a uno y otro lado. Ya no gritaba. Apartó las manos y miró, despidiendo todo su odio.
Stanford se apartó de ella. No pensaba, ya no podía hacerlo. La mirada femenina era muy viva e intensa y estaba encendida por el odio. El suelo vaciló un instante. La muchacha se puso en pie de un salto. Stanford fue tras ella. Había cogido un cuchillo y le atacaba. Stanford se agachó, esquivándola ágilmente.
—¡Vete! —gritó ella.
Se abalanzó sobre él blandiendo el arma, que brilló en el aire, y trató de acertarle en el rostro, pero Stanford logró asirla por la muñeca. Ella chilló como un gato, el cuchillo se le cayó en el suelo y le clavó las uñas de su mano libre en la mejilla, surcándole el rostro de arañazos. Stanford sintió correr la sangre, y experimentó un dolor intenso y miedo. La abofeteó con el dorso de la mano. Ella chilló y cogió la lámpara.
—¡Vete de aquí! —le gritó.
Y le lanzó la lámpara, que pasó volando sobre la cabeza de Stanford, estrellándose contra la pared. Se oyó el ruido del objeto al romperse y una oleada de calor. El petróleo encendido se vertió en la pared. Stanford maldijo y dio un puñetazo a la muchacha, derribándola contra la pared. Las llamaradas se precipitaron por la habitación. Stanford echó a correr. La muchacha chilló y luego corrió, abrió la puerta y se precipitó al exterior.
Stanford se sintió asfixiado por el intenso humo. Las llamaradas subían por las paredes. Maldijo y corrió hacia la puerta y vio las estrellas del cielo y las llanuras. Por un momento, quedó cegado. Se detuvo, retrocedió unos pasos protegiéndose los ojos con el brazo y después lo apartó, mirando entre sus dedos y esforzándose por distinguir algo entre la cegadora blancura. No podía ver nada, pero sí oír. Percibía un intenso y sordo zumbido. Lo sentía, parecía atravesarle el cerebro: se llevó las manos a la cabeza y avanzó a ciegas.
Tropezó con los peldaños y cayó, golpeándose el hombro izquierdo con el suelo, oyó el ruido del golpe y sintió un agudo dolor que le hizo gritar. Dio la vuelta recostado sobre su espalda, escupió el polvo, miró hacia arriba y observó brillantes estrías de luz blanca. Volvió a cerrar los ojos rápidamente. Bajo su espalda, el suelo se estremecía. Tenía la cabeza en tensión, como si fuera a estallarle. El sonido le atravesaba el cerebro y agarrotaba sus músculos. Se estremeció, perdiendo el control de su cuerpo y sumergiéndose en la oscuridad.
Una luz atravesó las sombras, extendiéndose y llenando su visión. Abrió los ojos y miró hacia arriba, distinguiendo la luz blanca y brillante. En aquella ocasión sí pudo mirarla. Intentó levantarse, pero no podía moverse. Oía crepitar las llamas. Volvió la cabeza y vio el rancho ardiendo. A sus espaldas distinguió un ruido. Miró entonces hacia el lado opuesto y vio un enorme resplandor, con intensas luces en su interior y formando una larga línea. Luego observó las siluetas rodeándole en semicírculo y adelantándose hacia él, y a la andrajosa muchacha que le observaba sonriendo con expresión ausente en sus grandes ojos, chupándose el dedo. Una de las siluetas se adelantó hacia Stanford y se arrodilló a su lado.
El hombre llevaba un mono gris que, por efecto de la intensa luz, parecía plateado. Tenía el rostro muy pálido y muy terso y sonreía levemente. Stanford no podía verle con claridad. Parecía de escasa estatura. Movió la cabeza, las sombras desaparecieron y Stanford lo vio más claramente. No era adulto: tendría unos catorce años. Tocó un lado del cuello de Stanford y éste se sintió muy tranquilo.
—No debería haber venido —le dijo con voz sorprendentemente profunda—. No sabemos qué hacer con usted, doctor Stanford, porque no debería hallarse aquí. Estamos al corriente de todo cuanto le concierne y no nos gusta lo que hace. Estamos efectuando cálculos, pero no sabemos cómo actuar, porque no debería encontrarse aquí. Por el momento tendremos que dejarle: ante esta eventualidad no hemos recibido instrucciones. Le dejaremos y, cuando nos hayamos ido, podrá usted volver a andar. No debería estar aquí, doctor Stanford: no nos habían informado de esto. Le dejaremos porque no tenemos instrucciones y no podemos calcular. Cierre los ojos, doctor Stanford. Eso es; manténgalos cerrados. Cuando nos marchemos, los abrirá de nuevo y podrá andar. Mantenga los ojos cerrados. Auf Wiedersehen.
Stanford cerró los ojos, sin apenas darse cuenta de lo que hacía. Todo estaba silencioso, sentía la cabeza muy ligera y estaba muy tranquilo. Oyó el ruido de unos pasos alejándose, y una película de polvo le cayó sobre el rostro. Bajo su espalda sentía la tierra muy fría, calándosele en los huesos. Después oyó nuevamente el zumbido. Algo cayó levemente en el suelo. Oyó un ruido confuso, un tamborileo hueco y metálico, y luego volvió el silencio. Stanford siguió tendido sin moverse. Tenía los ojos cerrados y estaba tranquilo. Olía a humo y oía el crepitar de las llamas que envolvían el rancho. Después el suelo comenzó a estremecerse. Stanford percibió el ruido vibrante, que se fue intensificando. Pareció llenarle la cabeza y finalmente se interrumpió, convirtiéndose en un rítmico zumbido que se extendió por encima de él. El suelo volvió a quedarse inmóvil. Stanford siguió tendido, tranquilo. El zumbido se fue debilitando, remontándose, y acabó extinguiéndose hasta quedar todo en silencio: sólo se oía el susurro del polvo y el quejido solitario y sordo del viento.
Stanford abrió los ojos y vio la luna y las estrellas. Movió la cabeza y se puso trabajosamente en pie, mirando con detenimiento en torno. El rancho estaba por completo envuelto en llamas que se elevaban hasta el cielo. Stanford siguió allí inmóvil, sintiéndose aturdido, mirando las desoladas llanuras, mientras las llamas chisporroteaban e iluminaban la oscuridad. Un solo pensamiento ocupaba su mente, las palabras de despedida del muchacho:
Auf Wiederseben.