Capítulo Veinticuatro

Estoy en deuda con Kammler y Nebe. Sin ellos, yo no estaría aquí. El hecho de que les diese muerte no fue muestra de maldad sino de oportunidad. Suelo pensar en ello. Lo que hice, tenía que hacerlo. Las muertes de Kammler y Nebe eran necesarias para el bien de la colonia. Ambos se estaban volviendo ambiciosos y querían apropiarse del poder. Les preocupaba más la política que la ciencia, y yo sabía qué significaba aquello. Conjuras y contraconjuras. La intromisión de la intriga. Una disensión que se interferiría con el trabajo obstaculizando nuestro progreso. Tal pensamiento no podía tolerarse. Habíamos llegado demasiado lejos para ello. Por esa razón los gaseé de noche, mientras dormían, y luego me apoderé de la colonia.

Sin embargo, reconozco mi deuda. Sin ellos no me encontraría aquí. Nunca me agradaron, pero hicieron lo que se les exigía y posibilitaron nuestra huida. Alemania quedó a nuestras espaldas y llegamos a un mundo helado. Bajo el hielo, en las inmensas cuevas, miles de esclavos nos secundaban. La colonia crecía rápidamente: con disensiones no existe progreso. Nuestros experimentos médicos y científicos nos condujeron a maravillosos logros.

Luchaba contra el tiempo. Tenía ya sesenta y seis años. Lo que hice en los laboratorios, bajo el hielo, era un mal necesario. Los esclavos se retorcían bajo mi bisturí. Lo que hice, tenía que hacerlo. Si hubiera fallecido antes de concluir mi trabajo, la colonia hubiese ido de mal en peor. Tenía que conseguir que fuese autosuficiente. Los trabajadores tenían que ser controlados. Antes o después, incluso los guardianes, con sus látigos, tendrían pensamientos negativos: no podía permitir que aquello sucediera. El control tenía que ser automático. Me obsesionaban los misterios del cerebro y la mutación biológica.

Lo que hice, tenía que hacerlo. Utilicé a los esclavos como conejillos de indias. La materia gris de sus cerebros fue examinada, explorados sus pulmones y corazones. Su sangre fue mi vida. Sus sufrimientos eran necesarios. La vivisección realizada en animales es necesaria, pero tiene graves limitaciones. De modo que operé. Los experimentos no fueron satisfactorios. Muchos murieron y muchos más se volvieron inútiles y tuvieron que ser exterminados. No obstante, progresé rápidamente. Sin leyes no existen limitaciones. El misterio de la vida humana fue desvelado, como si estuviera grabado en tablas.

Estaba envejeciendo por momentos. Sentía atrofiarse mi corazón, la piel se tensaba sobre mis pómulos y el estómago me fallaba. Aquella frustración resultaba excitante. Pasé meses en los laboratorios. Los experimentos realizados en los campos de la Alemania nazi daban ahora espléndidos frutos. Se trasplantaban corazones y pulmones, florecían las prótesis de brazos y piernas. Muchos morían sobre las mesas de operaciones y se remataba a los que resultaban mutilados, pero nuestros beneficios superaron rápidamente los costes y nos estimularon a seguir adelante. La gerontología tenía carácter prioritario. El estímulo lo daba mi propio envejecimiento. Experimentábamos con diversas drogas y auxiliares quirúrgicos que tuvieron dramáticos resultados. Naturalmente, cometimos errores y se produjeron atrofias e inutilización de miembros. No obstante, con aplicación y voluntad, logramos finalmente el éxito. Al principio fue modesto: píldoras vitamínicas y diversos estimulantes. Sin embargo, era sólo el principio que, pronto, nos condujo a extremos mucho más importantes. Yo mismo logré salvarme así. Las primeras inyecciones renovaron mi vigor. Al cabo de un año, con el corazón en plena vitalidad, pude adaptarme al marcapasos, y fue el primer paso en aquellas tentativas. Después siguió el estómago artificial. Años después llegarían la cirugía plástica y las prótesis menores.

Los sistemas de control resultaban apremiantes. Aquel objetivo me obsesionó después. Me daba cuenta de que, incluso los guardianes más fanáticos, pronto desearían salir al mundo exterior: la naturaleza humana es una maldición, débil y absolutamente irracional. Lo que yo deseaba era un método de control que hiciera innecesarios a los guardianes.

Estudié el cerebro humano. Una vez expuesto, es una sustancia blanca. No hay misterios: sólo tejidos, fibras, sangre, ácidos y agua. Experimenté con él. Me especialicé en sujetos vivos. Descubrí que, atacando ciertas áreas cerebrales, los procesos mentales podían ser alterados del modo que se deseara. Inserté electrodos microscópicos, que activaba con el ordenador. Así, al oprimir un botón, podía inducir al dolor o al placer, al temor cobarde o a la agresión bruta, la sorda aceptación o la insaciable curiosidad, la elevada inteligencia o la imbecilidad. Este descubrimiento fue de valor incalculable, y rápidamente lo puse en práctica. Al cabo de unos meses, se emprendió la implantación en los obreros.

Éramos amos y esclavos, estos últimos virtualmente robotizados. Los primeros seguían aún controlados por Artur Nebe, pero resultaban claramente superfluos. Los esclavos habían sido sometidos a implantaciones. Los látigos ya no eran necesarios. El único peligro de rebelión residía actualmente en los guardianes y en los técnicos. Nebe reconoció este peligro y concedió autorización para implantar. Ambos sabíamos que esto podía inducir a resistencia, de modo que tuvimos que actuar cuidadosamente: nos costó dos años. Realizamos las implantaciones una a una. Anestesiábamos a los hombres mientras dormían y luego nos los llevábamos: la operación era sencilla. Los hombres quedaban programados para olvidar la implantación. Cuando despertaban, no parecían muy diferentes para aquellos que aún no habían sido manipulados. Al cabo de dos años estuvo concluida esta operación: no quedó uno solo sin intervenir. Sólo Krammler, Nebe y yo quedamos en libertad.

Cada miembro tenía asignada una función. Incluso sus propios pensamientos estaban controlados. Niños, hombres y mujeres estaban robotizados, y su conducta, específicamente programada. Sus deseos eran los míos y sus necesidades, también. Yo les ordenaba que sufrieran o gozasen, que sintiesen apetito y que me adorasen.

Las implantaciones fueron todas distintas. Algunas resultaron graves; otras, menos. Lo que importaba era que cada individuo actuase según se requería. Desecar una mente es acabar con ella: sólo se debe intervenir parcialmente. Han de quedar zonas libres en el cerebro que realicen ciertas funciones.

El equipo técnico fue el menos afectado. Le dejé el acicate del descontentó, un descontento que sólo se relacionaba con su instinto creativo y no excedía de aquel aspecto. Lo que alejé de ellos fue su hostilidad, estimulando su amor al trabajo. Teniendo esto en cuenta, eran casi como seres normales, pero carecían de ambición personal.

Bajo el equipo técnico estaban los administrativos. Éstos se vieron más afectados. Al estar destinados a realizar un trabajo sistemático, no creativo y repetitivo, estaban programados para ser pensadores absolutamente positivos, entusiastas y llenos de dedicación. Se les eximió del descontento. Su trabajo proyectaba satisfacción. En frecuente contacto con los científicos, que casi eran seres normales, los administrativos tenían una personalidad mínima y carecían de pensamientos propios.

Los obreros inferiores fueron afectados en mayor grado: no podía permitir que tuvieran personalidad. Recuerdo a los soldados de Nebe, a los obreros de la fábrica y a los secretarios, chóferes, trabajadores y cocineros, que realizaban tareas sencillas. Todos fueron intensamente implantados, a todos se les privó por completo de personalidad. Todos quedaron programados para realizar sus tareas específicas sin razonamiento ni pensamiento. En realidad, eran robots. Experimentaban pocas emociones, resultaban mucho más económicos y de mayor confianza que los cyborgs, y tenían una concienciación mínima.

¡Qué gran logro fue aquél! ¡La primera sociedad perfecta! Sin pérdidas, sin crímenes, sin necesidad de disputas, insubordinaciones ni rebeliones; sin conflictos de ninguna clase. Tal sociedad es un milagro y resulta también altamente productiva. Sin digresiones políticas ni conflictos puede avanzar a saltos extraordinarios. Y así lo hizo la nuestra. Montamos en el torbellino y lo dominamos. Al cabo de dos años nuestros platillos eran creaciones de extrema complejidad: la propulsión de chorro resultaba obsoleta; la energía atómica, una rutina. Y aun así, teniendo en cuenta la consideración retrospectiva que hago, no era más que un modesto comienzo.

Mientras estoy aquí sentado, veo los platillos que ascienden verticalmente del desierto. Observo cómo se deslizan por los cielos y proyectan sus sombras en las cumbres de las montañas. Los rayos de sol aparecen a su alrededor y sus estructuras se confunden con el fulgor del hielo. Se remontan y luego quedan suspendidos entre el silencio, destellando sus fuselajes.

Confieso sentirme orgulloso. ¿Resulto inhumano? No puedo serlo. Mientras estoy sentado en la montaña, mirando a través de las ventanas la belleza de los ingenios sobre la nieve, me siento joven.

Una sociedad dividida no podría haberlo conseguido, por lo menos en tan poco tiempo. Yo mismo no lo hubiera logrado si hubiera ignorado a Nebe y a Kammler. La única esperanza de la vida es la ciencia; todos los demás apetitos resultan negativos. Lo he sabido desde los días vividos en Iowa y nunca lo olvidaré. Kammler y Nebe lo ignoraban. Eran instintivos y egoístas. Deseaban el poder inmediato y ser reverenciados por un mundo asustado.

Los dos querían dejar estos páramos; anhelaban recuperar lo que habían perdido. Eran hombres sencillos, movidos por instintos normales y apetitos anodinos; querían una gloria barata e instantánea. Los platillos les ofrecían esa oportunidad, sabían que eran invencibles y querían utilizarlos para apoderarse de la Tierra y obligar al mundo a postrarse a sus pies.

No eran tales mis deseos. Yo no quería otra cosa que no fuese mi trabajo. Mis nuevas catedrales estaban hechas de hielo y piedra; mi única religión era la ciencia. No quería que aquello cambiase. Sabía que el conflicto podía alterarlo. También sabía que con paciencia y tiempo no habría necesidad de que estallase.

Los platillos nos hicieron inviolables. Su propia presencia era nuestra seguridad. Lo que necesitábamos podíamos obtenerlo del mundo exterior si sabíamos manejarlo con habilidad. Entretanto podíamos progresar, podíamos aumentar nuestras posibilidades. Si lo hacíamos así, estaríamos en condiciones de ganar mucho sin esfuerzo. El mundo exterior tendría que unirse a nosotros. Lo atraeríamos lentamente. Con el tiempo, el mundo se rendiría, convirtiendo a los hombres en el Hombre.

Sí, con el tiempo. Pero Kammler y Nebe no lo tenían. Sus cerebros no estaban afectados por medicinas ni electrodos; seguían siendo seres normales que sufrían por causa de sus bajas pasiones. Tenían miedo y resentimiento; anhelaban el mundo que había más allá del hielo y sus placeres decadentes. Venganza y poder, bienes materiales y los medios de dilapidarlos. Eran como niños inquietos. Nebe y Kammler estaban encendidos por la necesidad de ser ejes de la atracción. No, no podían esperar: deseaban declarar la guerra. Querían utilizar mis extraordinarias creaciones como armas para el despojo.

No podía permitir que esto sucediese. Tal conquista tendría una breve existencia; semejante agresión tropezaría con la resistencia de políticos dementes. ¿Por qué estimular una guerra nuclear? ¿A qué auténticos fines serviría? Nuestros recursos ya estaban decreciendo y nuestras necesidades aumentaban de modo dramático. Lo que nosotros necesitábamos lo tenía el mundo. Podíamos conseguirlo sin entrar en conflictos. Obrando de este modo aún serían mayores nuestros progresos. Aguardábamos pues, a que llegase el momento. Después, disfrutaríamos del descanso.

El dominio de la ciencia era inevitable. Un conflicto tal como Nebe y Kammler deseaban sólo podía llevar a la destrucción. Yo no podía permitir que eso sucediera, pues mis planes no apuntaban a objetivos inmediatos. Mi preocupación se centraba en el futuro de la ciencia y en la metamorfosis del Hombre. Seguía anhelando la realización del Superhombre.

Mi intención era negociar. Necesitaba objetos producidos en serie, componentes menores: herramientas, pernos, tuercas, tornillos, clavos, bombillas, papel, plumas y otros sencillos elementos. Hasta entonces los habíamos robado. Nuestros platillos volantes aterrizaban y, cuando nos protegía el aislamiento, solíamos robar hombres y máquinas, pero hacerse con pernos y tuercas era más difícil. Los objetos menores presentaban mayores problemas. Lo que habíamos llevado allí durante los años de la guerra estaba menguando rápidamente. Ninguna colonia puede autoabastecerse: yo siempre lo había comprendido así. De modo que en 1952 tuve que establecer una alianza. En realidad, no había otra alternativa; no tenía más elección que negociar. Lo que yo tenía, lo necesitaba el mundo; lo que el mundo tenía, lo necesitaba yo. Y hasta que contara con el mundo a mi favor, habría de negociar.

En realidad, ya había comenzado: estaba negociando con el presidente Truman. Tras la invasión ficticia de 1952 convino en celebrar una entrevista. Nos reunimos en el Salón Oval, en presencia de mis contactos con la CIA. El presidente Truman era un hombre inteligente y, como tal, estaba nervioso. No dejó de juguetear con sus lentes. Le temblaba el labio inferior. El general Vandenberg se hallaba de pie cerca de la mesa, con una mirada llena de ira contenida. El Salón Oval estaba lleno: los generales Samford, el profesor Robertson y otros miembros del grupo Robertson, comprendido Lloyd Berkner. La reunión no duró mucho: ya habían examinado mi sumario. La mayoría eran especialistas en ciencias físicas y no tuvieron problemas de interpretación. Expuse mis sugerencias. Truman suspiró y levantó las manos con aire indefenso. Los generales Vandenberg y Samford protestaron irritados. Los científicos sabían qué estaban leyendo y comprendieron lo que podíamos conseguir. Expusieron claramente los hechos a Truman y llegamos a un acuerdo.

Después de aquello no me quedó otra alternativa: Kammler y Nebe se convirtieron en una amenaza. Disgustados de que yo negociara en lugar de conquistar, comenzaron a urdir conjuras contra mí. No tengo pruebas de ello, pero me consta que era inevitable. Su afán de poder inmediato y de reconocimiento había sucumbido a causa de mis iniciativas, y estaban atrapados en la colonia. En el mundo exterior serían criminales de guerra. Sólo podrían regresar a él como conquistadores, así que se sentían atrapados. Por ello tuvieron que organizar conjuras contra mí y, sabiéndolo, no me quedó otra elección que quitarlos de en medio y adueñarme de la colonia.

Ellos no habían sufrido ninguna implantación: eran hombres con voluntad propia. Yo no podía influirles para que se sometieran a eutanasia, como hacía con otros. Por ese motivo no me quedó otra alternativa. Lo que hice estaba obligado a hacerlo. No podía preocuparme por individuos mientras el futuro estaba amenazado.

Estábamos en 1953. Hacía ya algún tiempo que había concluido la guerra. Cenamos en lo alto de la meseta, entre la blanca nieve y fulgurantes estrellas. Serví champaña y caviar, y después tomamos coñac. Tales lujos eran raros en la colonia, pero la noche parecía justificarlos. Kammler hablaba de América, recordando sus visitas. Artur Nebe hacía girar el vaso entre los dedos, impenetrables sus negros ojos.

Kammler hablaba del general Vandenberg. Su voz temblaba de pesar. Dijo que Vandenberg le recordaba su pasado, sus días en el sector militar. Artur Nebe no le prestaba atención. Sus negros ojos observaban el hielo. Miraba más allá de la brillante meseta, hacia el oscuro y helado desierto. Kammler hablaba de los cohetes V-2, de las luchas libradas en La Haya, y recordaba sus días con Walter Dornberger y Wernher von Braun. Así transcurrieron las horas. Los negros ojos de Artur Nebe estaban velados. Un gran platillo formó una radiante catedral, ascendiendo majestuoso. Artur Nebe no lo miraba. Sus ojos estaban fijos en el desierto. Kammler bostezó y se apoyó contra el ventanal, quedando recortado por la noche estrellada. Hablaba vagamente del futuro. Decía que se tenían que tomar decisiones. Se alejó, y el blanco desierto desapareció entre la oscuridad.

Poco después se retiraron ambos. Yo no tenía sensación de apremio. La radiante catedral bajó de los cielos, quedó brevemente suspendida en el aire y desapareció. Miré al exterior y vi el hielo. El helado desierto se extendía a mis pies. Permanecí allí un rato, luego fui a mi despacho y puse en funcionamiento los dos aparatos de circuito cerrado. Nebe y Kammler estaban acostados: parecían niños dormidos. Pulsé el botón que tenía a mi izquierda y dejé en libertad el gas, que llenó sus pulmones.

Lo que hice, tenía que hacerlo; todo cuanto he hecho he tenido que hacerlo. Por encima de la moral, por encima de la santidad del individuo, está la deuda que tengo con la ciencia. No me siento culpable: fueron de utilidad y los utilicé. Sin ellos nunca habría logrado escapar. Por eso rindo tributo a su memoria.