Capítulo Veintitrés

—Me han intervenido el teléfono —dijo Epstein—. Por eso te he propuesto que paseáramos.

Estaban en Washington, era de noche y la nieve lo cubría todo. Atravesaban las bulliciosas calles de Georgetown, pasando entre clubes musicales y restaurantes.

—¿Intervenido? —preguntó Stanford—. ¿Te han intervenido el teléfono? ¿Para qué diablos iban a hacer algo así?

Epstein se subió el cuello. Parecía más viejo y muy frágil. Tosía, muchísimo, se frotaba constantemente los ojos y raras veces levantaba la cabeza.

—No estoy seguro. Lo que parece claro es que la intervención ha empezado cuando me hallaba ausente. Creo que es algo que tiene que ver con Londres y el joven Richard Watson.

—Nadie estaba enterado de eso.

—Lo siento. Me pone nervioso. Deben estar vigilándonos cuidadosamente. Creo que esto empezó en Santo Tomás.

—Con Gerhardt.

—Eso es —confirmó Epstein—. Les disgusta que viéramos lo que vimos… y me gustaría saber por qué.

—La maldita CIA.

—Sí.

—Cuando nosotros llegamos, la gente desaparece: no es una idea muy consoladora.

Se encontraban en la Wisconsin Avenue, cruzándose con chiquillos que llevaban fruslerías y vendedores que desafiaban al viento y voceaban sus mercancías. Stanford apenas veía un alma; estaba totalmente ensimismado, obsesionado por la muchacha de Galveston, por su experiencia en el Caribe, por las revelaciones de Goldman y O’Hara, y por la larga historia de Scaduto, Stanford sabía que no podría dejar aquello: se sentía metido hasta el cuello. No le importaba lo que pudiera suceder en el futuro; tenía que continuar.

—Dijiste que lo de Scaduto era sensacional —comentó Epstein—. Cuéntamelo.

Stanford se encogió de hombros.

—No sé por dónde empezar. Su narración es sencillamente increíble… y terriblemente compleja.

Miró brevemente en torno, heridos sus ojos por el brillo de las luces. Le llegaba el sonido musical de un club, desde una puerta que proyectaba una luz rojiza.

—De acuerdo. Los antecedentes básicos de Scaduto se reducen a que estaba trabajando para el National Investigations Committee on Aerial Phenomena en 1957, cuando empezó a darse a conocer.

NICAP —repuso Epstein—, una organización civil. No es un antecedente muy bueno: sus investigaciones son demasiado superficiales.

—Se trata de una organización eficaz, y tú lo sabes muy bien.

Epstein sonrió suavemente, se arrebujó en el grueso gabán forrado de piel, protegiéndose contra el frío y casi perdiéndose en él, bañado por las luces de la calle.

—Bien —siguió Stanford—. Espero poder continuar. Desde luego, supongo que estarás enterado de las observaciones de Levelland.

—Naturalmente. Acaso sean las más notables que se han registrado. El 2 de noviembre de 1957. Siete conductores de automóvil, todos en distintas localidades en torno a Levelland, Texas, aproximadamente a la misma hora, sufrieron inexplicables trastornos en sus vehículos y posteriormente se recuperaron, después de tropezarse con grandes objetos metálicos, de forma ovalada y brillantes que se encontraban sobre las carreteras y que se remontaron verticalmente y desaparecieron. Más tarde, las Fuerzas Aéreas les causaron muchas dificultades: en primer lugar, por no examinar los lugares de aterrizaje por ellos mencionados y, en segundo, por atribuir la causa de sus observaciones a una tormenta eléctrica que en realidad no se produjo en aquel momento en la zona de Levelland.

—Datos completos —dijo Stanford—. Así, pues, las observaciones de Levelland prepararon el terreno para la mayor aparición de ovnis desde 1952. Aquellas observaciones crearon a las Fuerzas Aéreas muchísimas dificultades e indujeron a NICAP a organizar congresos sobre el tema. En agosto de 1958 el House Subcommittee on Atmospheric Phenomena se interesó por organizar unas sesiones de este tipo, de una semana de duración, en secreto y a puerta cerrada, pero se vieron defraudados en sus deseos. Todas las esperanzas de que estos actos se desarrollasen de modo propicio se fueron al traste ante las pruebas aportadas por el capitán George Gregory, entonces representante del proyecto Libro Azul, quien expuso tantas verdades a medias que hizo parecer a Menzel como a un Cristo. Teniendo esto en cuenta, como puedes imaginar, el House Subcommittee decidió no seguir interesándose por el tema.

—¿Y qué sucedió?

—Los de NICAP se enfurecieron. Y aún se enojaron más cuando, en diciembre de aquel mismo año, las Fuerzas Aéreas publicaron un estudio que atacaba duramente a las asociaciones civiles de ufólogos, acusándoles de tendenciosos y sensacionalistas. Para empeorar las cosas, durante aquel mismo mes NICAP descubrió por medio de uno de los más poderosos miembros del consejo de administración que el grupo Robertson, al efectuar sus recomendaciones en 1953, puso en evidencia a los ufólogos entonces existentes, utilizando esta escalofriante frase: es preciso tener en cuenta la aparente irresponsabilidad y el posible uso de tales grupos con fines subversivos. Y máxime cuando descubrieron que tanto el FBI como la CIA habían estado guardando expedientes extensos sobre las personas implicadas en las investigaciones de ovnis, comprendidos unos cuantos miembros de NICAP.

Epstein sonrió y asintió cansadamente, se frotó los ojos y tosió un poco, desviando su mirada al ver que una elegante prostituta se adelantaba hacia él.

—Desde hace años —siguió Stanford— están circulando historias acerca de la intervención de la CIA en el fenómeno de los ovnis, pero muchísima gente lo atribuye a imaginaciones. Sin embargo, tras la actuación de Gregory frente al House Subcommittee, y después de conocer las recomendaciones del grupo Robertson, algunos miembros de ATIC, comprendido Scaduto, decidieron comprobar la situación. Poco después de haber comenzado, un miembro de su equipo descubrió una historia muy sorprendente.

La prostituta seguía su rastro haciendo oscilar el bolso. Su aspecto era boyante: llevaba abrigo largo y botas y la brisa agitaba sus oscuros cabellos. Stanford la miró brevemente, se acordó de la muchacha de Galveston y experimentó una repentina y arrebatadora sensación de deseo, pero la despidió con un ademán. La mujer se encogió de hombros y se alejó. Un letrero luminoso destellaba en rojo y verde y la nieve caía perezosamente mientras Epstein fijaba la mirada en sus pies.

—Al parecer —siguió Stanford—, unas semanas antes —esto sucedía en 1959—, la Oficina de Inteligencia Naval tuvo noticias de que una mujer de Maine pretendía hallarse en contacto con extraterrestres y llamó la atención de la CIA sobre aquel hecho. Puesto que aquello parecía un caso típico de contacto de un maniático en que la mujer, vidente, había utilizado escritura automática para establecer comunicación con los extraterrestres, la CIA, naturalmente, la dejó en paz. Sin embargo, el gobierno de Canadá también había oído hablar de ella y envió a sus más eminentes ufólogos para que la entrevistasen. Según el experto canadiense, la mujer había respondido correctamente, en estado de trance, a preguntas complejas sobre vuelos espaciales. Sorprendentemente, cuando la Marina americana se enteró de esto, envió a dos oficiales a investigar. Durante la siguiente entrevista, uno de ellos, que había sido entrenado en materia de poderes extrasensoriales, intentó comunicar con el contacto de la mujer. El experimento fracasó y él y su compañero regresaron a Washington e informaron a la CIA. En esta ocasión, la CIA demostró más interés y dispuso que aquel oficial tratara de establecer contacto en su cuartel general. Seis testigos, dos de ellos miembros de dicha organización y uno de Inteligencia Naval, se reunieron en la oficina de Washington para observar los resultados del experimento y, en esta ocasión, cuando el oficial entró en trance, consiguió establecer contacto con alguien.

Stanford miró a Epstein, tratando de calibrar su reacción, pero Epstein estaba mirando al suelo, con su frágil aspecto dentro del pesado gabán.

—Al llegar a este punto —dijo Stanford—, uno de los hombres que se encontraba en la habitación pidió alguna clase de prueba de que estaba en contacto con extraterrestres. El oficial, aún en trance, dijo que si miraban por la ventana verían un platillo volante sobre Washington. Sus tres compañeros le obedecieron al punto y quedaron sorprendidos al ver un ovni en el cielo cuya descripción nunca ha sido divulgada. Sin embargo, se ha establecido que en la época de la supuesta aparición, el centro del aeropuerto nacional de Washington informó que sus transmisiones por radar habían quedado anuladas en la dirección donde se detectó la observación.

Epstein miró al cielo y vio en él negras nubes que se deslizaban perezosas. Se fijó obstinadamente en la nieve, se frotó los ojos y tosió de nuevo.

—Así, pues —siguió Stanford—, el mayor Robert J. Friend, que desde entonces había sustituido al capitán Gregory como jefe del proyecto Libro Azul, fue informado de estos acontecimientos por la CIA y se requirió su presencia en una posterior sesión de trance durante la cual nada insólito sucedió. No obstante, Friend pensó que el laboratorio de parapsicología de la Universidad Duke debía investigar en torno a la vidente y al oficial de inteligencia, y así lo hicieron…, pero su informe nunca llegó a materializarse, el Libro Azul no publicó ningún análisis del informe visual, el gobierno no tomó ninguna medida por el bloqueo de radar sufrido en Washington, y lo que los miembros de la Inteligencia vieran sobre Washington permaneció en el más estricto secreto. Y no sólo eso, sino que la CIA tomó medidas «punitivas» contra las personas que intervinieron, trasladándolas a otros lugares.

—Esa historia es auténtica —corroboró Epstein—. El mayor Friend narraba este caso en un documento que ahora se encuentra en los archivos de las Fuerzas Aéreas, en la base de Maxwell, en Montgomery, Alabama.

—Eso es. Y es exactamente lo que movilizó a Scaduto. En primer lugar le asombró el extraordinario interés demostrado hacia una mujer dotada de supuesta capacidad telepática. Scaduto comprendía que tanto el KGB ruso como la CIA habían estado investigando el potencial espionaje de la telepatía, la fotografía psíquica y otras formas de parapsicología y, por consiguiente, se preguntaba si podía existir alguna relación entre aquello y la mujer de Maine. Puesto que ya se había alcanzado con éxito moderado la comunicación telepática tanto en Rusia como en los laboratorios americanos y entre submarinos y bases terrestres, era posible que a la CIA le preocupara realmente el conocimiento que la mujer poseía de los aspectos más complejos de los vuelos espaciales. Y, puesto que ellos mismos estaban interesados en el potencial espionaje telepático, es lógico que contaran con agentes entrenados en percepción extrasensorial. Así fue como enviaron a uno de ellos para asistir a las sesiones de trance.

—No veo adónde conduce todo esto.

—Ten paciencia —repuso Stanford—. Lo primero que tuvo que aceptar Scaduto fue que la comunicación telepática había sido establecida con alguien que se encontraba en las oficinas de la CIA en Washington, y que el hombre que se había puesto en trance, aunque no llegase a materializarlo, fue informado de la presencia de un ovni en el cielo. Si tuvo entonces en cuenta el hecho de que ciertos laboratorios secretos militares habían logrado entrenar agentes para la comunicación telepática, lo que ya se había hecho de modo primitivo años antes, parece más posible que la mujer de Maine hubiera estado realmente en contacto con algún funcionario del gobierno experto en telepatía.

—Aguarda un momento —dijo Epstein, que parecía mucho más interesado—. ¿Estás sugiriendo que el ovni que sobrevolaba Washington podía ser de procedencia oficial?

—Sí —repuso Stanford—. Y, en cuanto a Scaduto, esta posibilidad le resultó aún más enigmática cuando consideró el interés que la Inteligencia de la Marina americana mostraba por el tema y, aún más, cuando uno de los miembros del Consejo Directivo de NICAP le recordó que el gobierno canadiense y las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos habían reconocido su intervención en proyectos de construcción de platillos volantes, al parecer carentes de éxito.

Epstein detuvo de pronto sus pasos, miró al cielo y luego en torno a la nieve que todo lo cubría, a los restaurantes, discotecas y bares, brillantes sus ojos de excitación.

—Tengo hambre —dijo Stanford—. Vamos a comer algo. Además, no me gusta andar tanto y tengo ganas de sentarme.

Entraron en Clyde’s, agradeciendo el calor y la grata atmósfera del local. Se sentaron, pasaron su encargo a la camarera y no dijeron palabra hasta que ella se alejó. Stanford estudió el rostro de Epstein: parecía enfermo, pero más lleno de vida. Stanford pensó en ellos dos, en el destino que esperaba a su amigo y en sus propias obsesiones, y tuvo que esforzarse por refrenar la fría ira que ya le impulsaba implacablemente. Su amigo pronto moriría: ya le acuciaban los dolores propios de su enfermedad y él deseaba facilitarle todas las respuestas antes de que le llegase el fin.

—De acuerdo —le dijo—. Ten en cuenta que por lo menos alguna clase de prototipos de platillos volantes ya habían sido construidos realmente en Canadá y Estados Unidos: en primer lugar, el Flounder de la Marina americana y el Flapjack de las Fuerzas Aéreas, proyectos realmente elaborados entre 1942 y 1947 y, después, el misterioso platillo volante que el gobierno de Canadá pretendía haber abortado y transferido a Estados Unidos en 1953. A la sazón, lo más importante sobre esos proyectos era, en primer lugar, que la Marina americana pretendía haber renunciado a ellos en 1947, pero se sabía que continuaba con proyectos aeronáuticos supersecretos que se desarrollaban en el polígono de pruebas de White Sands. En segundo lugar, el gobierno canadiense, aunque admitía que el enorme ovni visto sobre Albuquerque en 1951 era similar al que habían tratado de construir, pretendía haber transferido su proyecto a Estados Unidos por no poder permitirse proseguir con él.

—Así pues, estás diciendo que el ovni que apareció sobre Albuquerque podía haber sido un producto americano basado en los diseños canadienses de 1947.

—Eso es… Y todos admitieron que en alguna ocasión habían tratado de construir platillos volantes, pero negando haber triunfado en su empeño, lo cual podría muy bien ser mentira.

—Entiendo —dijo Epstein.

—Ahora, recuerda: Scaduto comenzó a investigar este asunto en 1959. Lo primero que recordaba era que la primera aparición de importancia de ovnis de la que fue testigo Kenneth Arnold el 24 de junio de 1947, había tenido por escenario las cercanías del monte Rainier, en las Cascadas del estado de Washington, que separa Canadá de Oregón, y que Arnold había manifestado que los nueve ovnis desaparecieron en dirección a la frontera canadiense. No es tan sabido que en aquella misma fecha otra persona, Fred Johnson, efectuando una prospección a unos mil trescientos metros sobre las Cascadas, informó haber visto seis objetos similares, y que tres días antes, el 21 de junio, Harold Dahl, desde un patrullero en aguas del estrecho de Puget, que discurre entre la frontera canadiense y Tacona, siguiendo la línea costera de la isla de Maury, vio claramente cinco ovnis maniobrando a quinientos metros sobre la costa antes de desaparecer en alta mar. Durante todo aquel mes, incluso ignorando los informes de maniáticos alentados por las observaciones iniciales, se produjo un enojoso número de denuncias de tales apariciones en el cuadrante noroeste de Estados Unidos, y durante la primera semana de julio se recibió información de haber detectado «cuerpos extraños y luminosos» en el cielo sobre la provincia de Quebec, y sobre Oregón y Nueva Inglaterra. A la semana siguiente, todas aquellas apariciones se extendían incluso por California y Nuevo México y, al concluir el año, el mismo en que la Marina americana al parecer había desechado su proyecto de platillo volante, se informaba de la presencia de estos ingenios por todo el mundo.

—De modo que estás sugiriendo que la Marina y las Fuerzas Aéreas norteamericanas y el gobierno de Canadá trabajaban conjuntamente en la construcción de esos platillos.

—Sí —repuso Stanford—. La siguiente aparición de importancia se produjo en Washington en 1952. Al investigar de nuevo el caso, Scaduto descubrió que mientras la auténtica aparición se había registrado el 19 de julio, existían datos del 17 de junio de que varias esferas rojas no identificadas habían sido distinguidas volando a velocidad supersónica sobre la base canadiense de la bahía Norte en Ontario, y que luego cruzaron alguno de los estados del Sureste. También descubrió que casi todos los ovnis advertidos posteriormente en Washington habían desaparecido hacia el Sur y que, cuando regresaron en masa el 26 de julio, volvieron a desaparecer en idéntica dirección.

—Es decir, hacia la frontera canadiense —aclaró Epstein.

—Eso es.

La camarera apareció con la comida, la dejó sobre la mesa y sonrió a Stanford sin recibir respuesta, desapareciendo después como por encanto. Epstein había encargado una tortilla española y un vaso de leche fría que bebió con avidez, y luego miró a su amigo. Stanford le observaba con aspecto trastornado sintiéndose apenado por la situación. Cogió la hamburguesa de queso y tocino y hundió los dientes en ella.

—A eso se suma —siguió Epstein— que los lagos Ontario y Erie son tan famosos como el Triángulo de las Bermudas por la inexplicable destrucción que en esas zonas se produce de centenares de aviones y buques, el fallo de giroscopios e instrumentos de radio, el comportamiento irracional de miembros de tripulaciones considerados normales y, desde luego, por la observación de numerosos ovnis. También es de destacar que Canadá, contrariamente a las creencias generalizadas, es una de las potencias aeronáuticas más poderosas del mundo; que ya en 1952 había sido descrita como la Tierra Prometida de la Aviación; que goza de un auténtico prestigio entre las más famosas compañías de aviación; y que cuenta asimismo con amplias zonas de denso bosque y terreno deshabitado, ideales para ocultar la instalación de centros investigadores de secretos aeronáuticos.

—Eso es lo que descubrió Scaduto —dijo Stanford—. Así que, seguidamente, tuvo que dilucidar si el proyecto canadiense de platillos volantes había sido o no transmitido a las Fuerzas Aéreas americanas y si éstas se habían limitado a desecharlo.

—Y la respuesta, en ambos casos, fue que no.

—Correcto. Sus investigaciones le demostraron que el 11 de febrero de 1953, el Toronto Star anunciaba que se estaba fabricando un nuevo platillo volante en la factoría de Avro-Canada, en Malton, Ontario…

La palabra «nuevo» sugiere que no era el primero.

—Exactamente. El 16 de febrero el ministro canadiense de Producción para la Defensa, C. D. Howe, informó a la Cámara de los Comunes que Avro-Canada estaba trabajando en un prototipo de platillo volante capaz de volar a casi dos mil kilómetros por hora y ascender verticalmente en el aire. El 27 de febrero, Crawford Gordon Jr., presidente de Avro-Canada, escribía en el diario de la empresa que el prototipo que se estaba construyendo era tan revolucionario que convertiría en caduca cualquier otra forma de aparato supersónico. Seguidamente, el Toronto Star pretendió que el mariscal de campo Montgomery hablase convertido en una de las pocas personas que había visto el prototipo del AVRO, y poco después se publicó que el vicemariscal del Aire D. M. Smith había manifestado que lo que el mariscal de campo Montgomery vio eran los planos de construcción preliminar de un caza giroscópico, cuya turbina de gas giraría en torno al piloto, quien estaría situado en el centro del disco.

Epstein hizo una mueca de dolor, se olvidó de su tortilla, se tragó una píldora y se bebió después un vaso de agua. Luego miró abiertamente a Stanford.

—¡Buen Dios! —exclamó—. Creo recordarlo. La prensa americana apodaba entonces Omega a aquella máquina legendaria, y en 1953 R. A. F. Review le concedía respetabilidad semioficial, divulgando la mayor parte de investigaciones canadienses no secretas, e incluso diseños de la máquina.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Stanford.

—Según los diseños, era un aparato semejante a un ala relativamente pequeña con forma de herradura y numerosas ranuras para permitir la entrada de aire por todo el borde, diez deflectores para control de dirección, una única cabina de pilotaje que culminaba en una cúpula de plástico transparente, y un gran motor de turbina que giraba en torno al eje vertical del cuerpo principal.

—¡Fantástico! —exclamó Stanford—. Ahora escucha esto. A principios de noviembre de 1953, los periódicos de Canadá informaban que el 31 de octubre se mostró a un grupo de veinticinco oficiales y científicos americanos un prototipo de Omega. En marzo del siguiente año, la prensa americana pretendía que las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, preocupadas por los progresos alcanzados por los rusos en aeronáutica, destinaron una suma de dinero no especificada al gobierno canadiense para la construcción de un prototipo de su platillo volante, que la máquina había sido diseñada por el ingeniero aeronáutico John Frost, que trabajaba para la Avro-Canada en Malton, Ontario, y que sería capaz de flotar en el aire o de volar a una velocidad de casi cuatro mil kilómetros por hora. Estas concretas pero limitadas noticias se vieron seguidas por las declaraciones de la prensa canadiense, de que su gobierno estaba proyectando formar escuadrones completos de platillos volantes para la defensa de Alaska y las regiones lejanas del norte, y que las máquinas no requerían rutas específicas, eran capaces de ascender verticalmente y resultaban armas ideales para las regiones polares y subárticas.

—¿Hizo algún comentario el gobierno canadiense acerca de todo esto?

—No. Hasta el 3 de diciembre de 1954 cuando, de pronto, anunciaron que había sido abandonado el proyecto del platillo volante.

—¿Especificaban las razones de ello?

—¡Oh, sí! Porque se creía que los platillos volantes, según decían textualmente, no servirían para fines útiles. El ministro de Defensa confirmó esta decisión, añadiendo que el proyecto había costado ya demasiado para lo que, en realidad, era altamente especulativo.

Epstein cogió el tenedor, pinchó distraídamente la tortilla, dejó de nuevo el cubierto y miró en torno, con ojos llenos de excitación.

—De acuerdo —dijo—. Todos esos hechos confirman sencillamente lo que tu amigo Scaduto sabía desde hace bastante tiempo: que, en 1954, el gobierno canadiense había desistido oficialmente de su proyecto de platillos volantes.

—Deseo acentuar la palabra «oficialmente» —dijo Stanford.

—¿Por qué?

—Porque el anuncio hecho por el gobierno canadiense fue claramente contradictorio el 22 de octubre de 1955, cuando el secretario de las Fuerzas Aéreas, Donald Quarles, hizo pública una afirmación extraordinaria a través de la delegación de prensa del Departamento de Defensa. Entre otras cosas dijo que pronto aparecería un avión de «insólitas configuraciones y características de vuelo», que el gobierno estadounidense había «iniciado negociaciones» con el canadiense y la Avro-Canada para la preparación de un modelo experimental del disco volador Frost, y que ese avión sería producido en serie y utilizado para la defensa común de la zona subártica del continente.

Epstein se frotó los ojos, observó su tortilla y movió la cabeza. Luego volvió a mirar a Stanford y sonrió, apoyando las manos extendidas sobre la mesa.

—¿Qué debemos deducir de todo esto? En primer lugar, el gobierno canadiense anuncia que ha abandonado su proyecto de platillo volante. Luego, diez meses después, las Fuerzas Aéreas americanas declaran oficialmente que tal proyecto sigue aún en marcha. ¿Era o no así?

—Lo era —repuso Stanford—. En febrero de 1959 la prensa recibía afirmaciones ambiguas de las Fuerzas Aéreas acerca de un revolucionario avión cuya realización había sido emprendida conjuntamente por las Fuerzas Aéreas estadounidenses, el Ejército americano y el gobierno canadiense. Luego, el 14 de abril, durante una conferencia de prensa en Washington, el general Frank Britten dio a entender que el primer vuelo experimental del aparato era inminente, y que estaba destinado a revolucionar los conceptos tradicionales de la aeronáutica.

—Eso no implica necesariamente que se tratara de un platillo.

—Sí —repuso Stanford—. En agosto de 1960 las Fuerzas Aéreas, viéndose presionadas, permitieron ver a los periodistas el prototipo de la máquina acerca de la cual habían estado escribiendo. Lo que se les mostró fue un avión experimental que combinaba las características de las máquinas de colchón de aire y de los aviones; en resumen, un platillo volante en bruto basado en los principios del anillo de propulsión y capaz, simplemente, de levantarse sobre el suelo. Al ver esto no hay que asombrarse de que no experimentaran ninguna sorpresa cuando en diciembre de aquel mismo año alguien anunció que el Departamento de Defensa retiraba su participación del proyecto.

Stanford dio fin a su hamburguesa, se secó la boca con la servilleta de papel, se dejó caer luego en su asiento y miró fijamente a Epstein, sin sonreír.

—Ahí concluyó la historia de los platillos volantes oficiales —dijo—. Scaduto pasó meses tratando de descubrir qué significaba todo aquello, pero al final se sintió enormemente defraudado. En primer lugar trató de hallar correlación entre los hechos de que un enorme número de ovnis parecía venir y regresar a Canadá y que el gobierno de este país se hubiera comprometido a tratar de construir platillos volantes, pero no podía existir la más remota comparación entre la capacidad de los ovnis y la patética representación de los platillos que patrocinaba el gobierno. Por otra parte, quedaban unos cuantos misterios pendientes…

—Déjame adivinarlos —dijo Epstein—. ¿Por qué anunció el gobierno canadiense que había desistido de su proyecto de platillo volante cuando, en realidad, por lo menos según las Fuerzas Aéreas americanas, seguía trabajando en ellos? ¿Por qué el secretario de las Fuerzas Aéreas americanas anunció que pronto estaría en el aire un aparato igual a los platillos volantes? ¿Por qué, tras dar a conocer esta noticia, se produjo un intervalo de cuatro años sin que el aparato mágico diera señales de vida antes de que se hiciera un anuncio de tal importancia? ¿Por qué tras estas últimas declaraciones desvelan las Fuerzas Aéreas su mágica ofrenda, hacen saber que fue un fracaso y luego anuncian haber desistido del proyecto? Y, finalmente, ¿por qué si los canadienses han desistido sinceramente de su proyecto de platillo volante, el Departamento de Defensa americano, al anunciar la conclusión de su propio proyecto, manifiesta que ha retirado su participación en él? Retirarse de participar ¿con quién?

—Ésas eran las cuestiones candentes. Persistió la sospecha de que tanto el gobierno canadiense como las Fuerzas Aéreas americanas seguían aún empeñados en la construcción de platillos volantes, que esos platillos volantes estaban muchísimo más adelantados de lo que los sujetos de las Fuerzas Aéreas se habían dignado mostrarnos, que algunos supuestos aterrizajes de ovnis en o cerca de diversas instituciones militares de alto secreto eran realmente fruto de la colaboración canadiense-norteamericana, y que las declaraciones hechas por ambos países, en sus contradicciones y ambigüedades, estaban destinadas a confundir deliberadamente los hechos y convertirlos en simples rumores.

—¡Buen Dios!

Stanford no sonreía. Pagó la cuenta y se levantó. Su amigo le siguió a la calle, subiéndose el cuello de la chaqueta. Los letreros luminosos destellaban llamativamente. La nieve se estaba convirtiendo en barro. La calle estaba llena de jovenzuelos barbudos, políticos, prostitutas, secretarias lozanas y generales bien trajeados, todos ellos desafiando el hiriente frío. Stanford se dirigió hacia M Street. A su lado, Epstein, tosía. Anduvieron con lentitud, y al parecer sin rumbo y sin apenas mirar en torno.

—De todos modos —siguió Stanford, sintiéndose incapaz de hallar solución al problema—, Scaduto tuvo que desistir finalmente de su empeño. En 1968, de repente, todo volvió a tener actualidad.

Miró al cielo instintivamente, viendo un reguero de rutilantes estrellas tras las nubes rodeadas por el negro vacío.

—En 1964, 1965 y 1966 se produjeron tres acontecimientos singulares que pusieron realmente en un brete a las Fuerzas Aéreas. La culminación de aquellos hechos fue lo que finalmente incitó a las Fuerzas Aéreas a liberarse de su muy renombrado proyecto Libro Azul, y estimuló asimismo a Scaduto a reconsiderar el misterio canadiense. El primero de estos acontecimientos fue el encuentro en la tercera fase en Socorro, Nuevo México, en 1964. El comisario Lonnie Zamora pretendió haber visto a dos personas de la estatura de escolares y vestidos con mono, junto a un aparato metálico de forma ovalada apoyado sobre las patas que brotaban de su cuerpo. La máquina se levantó con un gruñido, despidiendo llamaradas y ascendiendo verticalmente antes de que Zamora pudiera acudir a investigar.

—Un caso extraordinario —dijo Epstein—. Algunos testigos, entre ellos Alleh Hynek, confirmaron posteriormente la presencia de las cuatro señales consecuencia del aterrizaje y de plantas sucias de grasa y chamuscadas, y un individuo de la localidad declaró haber visto el coche patrulla de Zamora dirigiéndose hacia un extraño objeto ovalado que estaba descendiendo sobre el punto de observación. Al interrogar a la NASA, al Laboratorio de Propulsión de Chorro y a quince firmas industriales para saber si estaban trabajando con módulos de aterrizaje lunares experimentales en la zona, sólo recibieron noticias negativas. Hynek describió posteriormente aquella aparición como una de las más importantes de todos los tiempos.

—¡Jesús! Eres como un ordenador. De todos modos, ése fue el primer acontecimiento. El segundo se produjo el 20 de marzo de 1966, cuando ochenta y siete estudiantes femeninos y un instructor de defensa civil del Hillsdale College, de Michigan, vieron un objeto encendido y con forma de balón de fútbol que flotaba sobre un pantano desecado a pocos centenares de metros del dormitorio femenino, avanzando y retirándose repetidamente, esquivando un faro del aeropuerto y volando durante horas generalmente adelante y atrás antes de desaparecer. Al día siguiente, en Dexter, Michigan, cinco personas, comprendidos dos policías, informaron haber visto lo mismo. El tercer acontecimiento fue sencillamente el hecho de que hacia 1966 una encuesta Gallup demostró que aproximadamente nueve millones de americanos creían haber visto un ovni. Fueron esos hechos, más que el gran apagón del noreste el 9 de noviembre de 1965, lo que inspiró el ignominioso informe Condon y la clausura definitiva del Libro Azul. Ahora bien; aunque el gran apagón del Noreste fue en realidad el segundo incidente, lo he dejado en último lugar porque fue lo que de verdad hizo resurgir el misterio canadiense en NICAP.

Stanford vio cómo Epstein ingería una tableta mientras pasaba junto al inmenso gentío callejero, como si éste no existiera. Su viejo amigo tenía aspecto cansado y enfermo, y Stanford sintió una fría ira.

—Como ya sabes, existe una extensa historia de ovnis observados sobre instalaciones de energía y de posteriores e inexplicables fallos de las mismas. Ahora bien; durante la primera semana de agosto de 1965, miles de personas en Texas, Oklahoma, Kansas, Nebraska, Colorado y estados vecinos fueron testigos de una exhibición de ovnis jamás vista. Luces no identificadas volaron sobre los cielos en formación, los objetos fueron detectados por radar y jugaron a ir a la zaga de aviones civiles y militares. Esta importante exhibición de ovnis concluyó, pero durante los tres meses siguientes se produjeron nuevas apariciones hasta que, en la noche del 5 de noviembre de 1965, se informó de la presencia de objetos no identificados desde Niágara, Siracusa y Manhattan. Después, aquella misma noche, se apagaron las luces de Connecticut, Massachusetts, Maine, New Hampshire, New Jersey, Nueva York, Pennsylvania, Vermont y parte de Canadá, sobre una extensión total de ciento treinta mil kilómetros cuadrados y una población de veintiséis millones de personas.

—Lo recuerdo —dijo Epstein—. La enorme red de energía eléctrica que controlaba todas las zonas que sufrieron el apagón —una red sincronizada que unía veintinueve compañías con centenares de controles automáticos y artefactos de seguridad— se consideraba invulnerable… Sin embargo, nunca se supo cuál había sido la causa del apagón.

—Es cierto. Nunca se descubrió qué lo había producido. Lo único que se supo fue que el fallo ocurrió en algún lugar de las líneas entre los generadores de las cataratas del Niágara y la subestación transformadora de Clay, una unidad de control automático a través de la cual fluía la electricidad desde las cataratas del Niágara hacia Nueva York.

—Posiblemente se tratara de la intervención de algún ovni —dijo Epstein.

—Sí —repuso Stanford—. El primer informe recibido acerca de la aparición de un objeto no identificado fue del delegado de la Comisión de Aviación de Siracusa, Robert C. Walsh, y de otros varios testigos. Todos ellos, poco después del apagón de Siracusa, vieron algo similar a un enorme globo incandescente que ascendía desde una altura bastante reducida en las proximidades del aeropuerto de Hancock. En aquel mismo instante se aproximaban por tierra el instructor de vuelo Weldon Ross y su pasajero, el técnico en informática James Brooding, y ambos distinguieron dicho objeto, que al principio confundieron con un edificio en llamas. A ello contribuyó el hecho de que la bola de fuego estaba a escasa altura. Inmediatamente, advirtieron que era algo que estaba en el aire; un objeto de forma esférica de unos treinta metros de diámetro que más tarde describieron como un globo «coloreado como una llama». Y, según los cálculos de Ross, aquel objeto se encontraba exactamente sobre la subestación energética de Clay.

—De modo —concluyo Epstein— que volvemos a estar en Canadá.

—Sí —confirmó Stanford con cierto énfasis—. Por razones obvias, todo este condenado enredo hizo resurgir el misterio canadiense en NICAP, especialmente por iniciativa de Scaduto. Y, entonces más que nunca, quedó convencido de que existía cierta especie de relación entre los fenómenos ovnis y Canadá. Posteriormente se ratificó su creencia cuando un amigo le señaló que hasta que la red defensiva de radar de Estados Unidos se extendió al lejano Norte, en 1952, aviones soviéticos de reconocimiento de largo alcance, procedentes de Siberia y de las bases del subártico, habían sobrevolado frecuentemente Alaska, el territorio de Yukon y las zonas del distrito de Mackenzie, para espiar aquel territorio, que se suponía relativamente deshabitado. Lo cual carecía de sentido. ¿Qué diablos estaban espiando los rusos? Intrigado por todo ello, Scaduto sacó los archivos de Canadá y comenzó a trabajar de nuevo.

Atravesaban M Street hipnotizados por las luces del tráfico. Giraron hacia la izquierda por la acera y siguieron adelante sin mirar nada en concreto. Finalmente, dieron otra vez la vuelta, avanzando como si estuvieron ciegos. Las calles residenciales estaban vacías y tranquilas y la nieve brillaba en la oscuridad.

—Scaduto no descubrió nada en los archivos —dijo Stanford—, pero finalmente acertó de modo fortuito. Uno de los miembros del consejo directivo de NICAP había conseguido localizar a un agente de la CIA, trasladado tras el asunto de la mujer de Maine. Este agente, destinado a Londres antes de ser despedido del servicio, estaba naturalmente resentido y deseaba hablar, puesto que se hallaba libre de compromisos. Por tanto, Scaduto se reunió con él en una habitación del hotel Drake, en Nueva York, y las confidencias que recibió le dejaron anonadado.

Epstein se estremeció, sintió frío, se restregó los ojos y tosió dolorosamente. Maldijo en voz baja, pero siguió escuchando a Stanford, hipnotizado por su voz.

—Al parecer —dijo Stanford—, una de las obligaciones del agente de la CIA consistía en someterse a un entrenamiento especializado en el laboratorio de parapsicología de la Universidad Duke, el departamento de psicología de la Universidad McGill, en Canadá, y un organismo de privación sensorial en Princeton. La finalidad de todo esto consistía en abrir su cerebro, especialmente dotado, a la telepatía, clarividencia y psicocinesis. Las razones de todo ello, según le explicaron, era que Estados Unidos estaban unos treinta años atrasados en estos temas con respecto a los soviéticos, y que los rusos ya empleaban tales habilidades con fines de espionaje.

»Al cabo de un año de enseñanza, el agente descubrió que como Ted Serios, podía conseguir que apareciesen fotos en una película estudiando simplemente la cámara. Un año después, en 1959, trabajaba en la Inteligencia Naval norteamericana y conseguía establecer con éxito comunicaciones telepáticas con el Nautilus, entonces famoso submarino atómico. Aquel mismo año, cuando la prensa hizo públicos los experimentos del Nautilus, fue trasladado de nuevo a Washington para que trabajase con la médium femenina de Maine.

»Durante su primera sesión, en presencia de la mujer, al agente no le fue posible establecer contacto. No obstante, en la segunda sesión celebrada en las oficinas de la CIA en Washington, cuando la mujer no se hallaba presente, entró en trance y estableció contacto con alguien. Entonces, como la mujer de Maine, el agente comenzó a garabatear notas de modo automático sobre lo que se le estaba comunicando en estado de trance. En realidad, nunca llegó a descubrir qué escribió… porque cuando despertó, uno de sus superiores, que se hallaba presente, había hecho desaparecer el mensaje de la oficina.

—De modo que no querían que supiese con quién había estado hablando.

—Eso es —siguió Stanford—. No importa; cuando por fin despertó, descubrió que todos estaban en la ventana inspeccionando detenidamente el cielo donde, al parecer, se había encontrado el ovni. Intrigado y molesto porque le habían robado sus notas, el agente celebró más tarde una entrevista clandestina con uno de sus colegas y le preguntó si el ovni había sido real. Su colega, muy borracho a la sazón, le dijo que sí lo había sido, que era parte de un proyecto de alto secreto oficial, y que uno de los miembros del equipo de a bordo había sido entrenado en comunicación extrasensorial. La mujer de Maine recogió sus pensamientos por azar.

Estaban llegando a casa de Epstein, las calles aparecían solitarias y la nieve caía perezosamente por doquier. Iluminado de modo fantástico por los faroles callejeros, Epstein mantenía la cabeza baja, respirando dificultosamente y tosiendo con frecuencia, con la mente llena de todo cuanto Stanford le estaba contando, y latiéndole aceleradamente el corazón.

—Eso no fue todo —siguió Stanford, expresándose en tono monótono, con la mirada fija en la calle desierta que tenía delante y en los altos y oscuros edificios de piedra—. Según el colega del agente, los ovnis que se decía aterrizaron en las bases de Cannon, Deerwood Nike y Blaine y, al parecer, Holloman, existían realmente. Aquellos platillos eran producto de los años de actividad mantenida en el más alto secreto entre los gobiernos canadiense y estadounidense, pero en modo alguno se parecían a los proyectos abortados que divulgó la prensa. En realidad, se trataba de discos voladores en extremo adelantados, de la más extraordinaria capacidad, y su número era de unos doce aproximadamente.

Epstein sentía latir su corazón. Había olvidado su intenso dolor de estómago. La nieve volaba sobre la calle y le caía en los pies, y él la contemplaba sorprendido. No sentía la ira experimentada por Stanford; no sufría sintiéndose traicionado, consideraba todo aquello una exultante compensación por cuanto había vivido. Los ovnis existían: no había perseguido un fantasma. Podía morir sin sentirse fracasado, y aquello ya valía la pena.

—¿Sólo doce? —preguntó instintivamente.

—Sí —respondió Stanford—. Según el agente, su colega había estado previamente destinado con carácter temporal en la Inteligencia de la Royal Canadian Air Force, y allí se le confió la misión de prestar seguridad internacional al proyecto del platillo volante. El proyecto, según descubrió, existía desde 1946, y lo dirigieron conjuntamente el gobierno canadiense, las Fuerzas Aéreas y la Marina y unos cuantos oficiales de alto nivel del Ejercito procedentes del Pentágono, quienes habían logrado mantener el secreto localizando las factorías de producción subterránea en las vastas regiones desérticas del sur de Canadá, entre la Columbia Británica y Alberta, asegurándose que la producción de numerosos componentes de los platillos era facilitada por centenares de compañías internacionales distintas, ninguna de las cuales hubiera podido sospechar a qué fin se destinaban. Emprendió la más especializada investigación en las instalaciones supersecretas del polígono de pruebas de White Sands, y similares establecimientos por todo Canadá y, finalmente, confundió de manera deliberada a la prensa y al público con un continuo chorro de «declaraciones ambiguas» y afirmaciones equívocas. En otras palabras, aquellos platillos eran reales y estaban escondidos en Canadá.

Epstein se detuvo en la esquina, se volvió en redondo y miró a Stanford, brillándole los ojos a la luz del farol y con la barba gris cubierta de nieve.

—¿Te das cuenta —dijo— de que con eso quedan reducidos a solamente doce los platillos que se han ido observando durante los últimos treinta años?

—Sí. Me doy cuenta, pero no es eso lo que estoy diciendo.

—¡Ah! ¿Qué es lo que estás diciendo?

Stanford no dudó.

—Es evidente que desde 1944 las Fuerzas Aéreas aliadas se han visto incomodadas por los ovnis, principalmente en forma de globos de fuego. Poco después de la guerra, en el verano de 1946, los tipos más familiares de ovni, en su mayoría en forma de puro, bullían sobre Escandinavia, y parecían proceder, en general, de la Unión Soviética. La conclusión en el Pentágono fue que los científicos alemanes, capturados por los rusos en Peenemünde, donde se construyó el cohete V-2, estaban elaborando armas avanzadas para los soviéticos, y que misiles no identificados se lanzaban desde el centro de pruebas de cohetes de Peenemünde, que entonces radicaba en la zona ocupada por los rusos. Esta sospecha se intensificó cuando los ingleses, que también habían capturado y llevado a su país gran cantidad de material de investigación de armas y científico de alto secreto, anunciaron que los alemanes habían estado trabajando desde 1941 en proyectos aeronáuticos extraordinarios y en procesos de energía atómica. Entre tales proyectos se contaba un «aparato sin piloto, de control remoto», y un «ingenio que podía ser controlado a considerable distancia por otro avión». De modo que, ante esto y pensando en los supuestos misiles soviéticos detectados sobre Escandinavia, se estableció una repentina alianza británico-canadiense-estadounidense para anular a los soviéticos en la pugna entre los proyectos alemanes y completar sus extraordinarios proyectos aeronáuticos.

Ambos se habían detenido en la esquina azotados por un fuerte viento, mientras que la nieve revoloteaba graciosamente por la calle, cayendo en espirales sobre los edificios. Stanford se mostraba inexpresivo, sus ojos brillaban y tenían una intensa expresión, y Epstein le miraba sorprendido; sorprendido y aún dudoso.

—Escucha —siseó Stanford—. Como acabamos de comentar, el concepto actual de platillo volante no es nuevo. Las marinas americana e inglesa han estado mucho tiempo interesadas en la posibilidad de construir un aparato de ascenso vertical o una máquina más sencilla de colchón de aire, que sería especialmente adecuada para utilizarla por mar. Con respecto a esto, el Flounder de la marina y el Flapjack eran ejemplos toscos de lo que antecede. El aerodeslizador normal es un perfecto espécimen del Flapjack. Sin embargo, lo que estaban intentando construir en las factorías subterráneas de Canadá era una máquina con la capacidad extraordinaria de los ingenios sugeridos en los materiales incompletos de investigación alemana. No lograrían alcanzar este objetivo hasta veinte años después, pero las primeras versiones, en extremo toscas, de sus platillos fueron probadas con éxito en la frontera canadiense el 21 de junio de 1947: un total de cinco aparatos en forma de disco, dos de ellos pilotados y de aproximadamente quince metros de diámetro, y los tres restantes controlados a distancia por pilotos que volaban próximos a ellos. Estos tres, de unos dos metros de diámetro. Los platillos volantes alcanzaban una altitud de aproximadamente dos mil metros, podían mantenerse suspendidos de modo inseguro en el aire y alcanzaban una velocidad en sentido horizontal de unos mil kilómetros por hora.

—Ese vuelo de prueba —dijo Epstein— podría coincidir con la observación de Harold Dahl de la misma fecha.

—Ciertamente. Sin embargo, lo sucedido después de realizar ese vuelo, consiguió hacer rodar la bola. El 24 de junio, tres días después del primer ensayo, realizado con éxito, de los cinco platillos canadiense-estadounidenses, un total de nueve, muy perfeccionados y desconocidos, sobrevolaron las factorías subterráneas canadienses y se mantuvieron sobre ellas durante veinte minutos, desapareciendo hacia las cascadas. Rodearon luego la zona de pruebas y regresaron, permaneciendo sobre la factoría otros veinte minutos. Por fin, desaparecieron a velocidad increíble. Desde aquel día, el mismo, incidentalmente, de la famosa observación de Kenneth Arnold, esos y otros ovnis reaparecieron una y otra vez, y acabaron extendiéndose por todo el mundo.

Epstein retrocedió unos pasos y se tapó la boca con la mano, manteniendo los ojos muy abiertos y brillantes y mostrándose muy agitado. Stanford le observaba sin decir nada, esperando que Epstein se recuperase. Finalmente, le vio apartar la mano de la boca y sacudir la cabeza.

—¡Dios mío! —exclamó Epstein—. ¿Eran rusos?

—No. El colega del agente, durante su estancia en la factoría de platillos volantes canadiense, nunca descubrió a quién pertenecían. Lo que sí averiguó fue que, en algún momento durante la guerra fría, el Pentágono recibió pruebas de que los platillos volantes no se producían en Rusia, que también los rusos se veían molestados por los mismos objetos, que no procedían del espacio exterior, que el Pentágono probablemente conocía su procedencia, y que Canadá y Estados Unidos estaban compitiendo en construir máquinas similares porque los platillos volantes, incluso ya en los años cincuenta, tenían una capacidad de maniobra que les hacía virtualmente invencibles.

Epstein retrocedió, dio la vuelta y siguió andando. Stanford le siguió, rodeando la esquina y viéndole detenerse de nuevo. Parecía estar helado por el asombro. Miraba fijamente su propia casa: tres hombres salían del edificio y se dirigían a un coche negro. Epstein profirió un grito ahogado. Los tres hombres miraron hacia él. Epstein echó a correr hacia ellos, agitándose su gabán al viento. Stanford lanzó una maldición y corrió detrás. Los hombres se metieron en su coche, encendieron los faros, que hicieron destellar, y luego el motor rugió y el coche arrancó, arrojando nieve tras de sí. Epstein se detuvo, viéndolo partir, y Stanford se quedó a su lado. El coche llegó al final de la calle, dio la vuelta a la esquina y desapareció.

Epstein maldijo y se adelantó, resbalando casi sobre la nieve. Los dos amigos llegaron al edificio y encontraron la puerta abierta. Se precipitaron al interior: toda la casa había sido saqueada. Epstein estuvo mirando a su alrededor con ojos desorbitados, sin entender qué sucedía; gimió, se cubrió el rostro con las manos y se derrumbó en una silla.

—¡Cerdos! —exclamó Stanford indignado—. Nos tienen controlados.

Cogió a Epstein, le obligó a ponerse en pie y le sacudió hasta que retiró las manos de su rostro y se lo quedó mirando estupefacto. Sostuvo a su amigo por los hombros, tratando de mantenerle erguido, y luego le habló en voz baja. Esto devolvió a Epstein sus fuerzas.

—¡Escúchame! —le dijo—. No me he detenido con Scaduto. He realizado algunas investigaciones por mi cuenta y he descubierto ciertas cosas.

»Me he enterado de que los misteriosos globos de fuego observados frecuentemente sobre Alemania desaparecieron por las buenas al concluir la Segunda Guerra Mundial. Descubrí que rusos, ingleses y americanos se dividieron los despojos científicos de Alemania entre ellos y que, según se dice, algunos se refieren a los misteriosos globos de fuego alemanes. También he descubierto que los ingleses se hicieron cargo de la mayor parte de este botín y que, en 1945, remitieron material secreto aeronáutico alemán y documentos para su distribución a su centro experimental de Bedford y a los centros afines de investigación de Australia y Canadá.

»He descubierto que, en 1947, el organismo aeronáutico británico estaba experimentando con tan extraños conceptos alemanes como “ala volante supersónica”, que consistía en una cabina de piloto giroscópicamente estabilizada, rodeada por un motor de turbina rodante y un plano de sustentación de succión, configurado como una lente cóncava o como una enorme seta. Finalmente, he descubierto que, en 1946, con el estímulo del gobierno británico, se produjo una emigración en masa de organizaciones aeronáuticas y de especialistas de sus centros originales de producción, de Inglaterra a las vastas y desiertas regiones del sudoeste de Canadá.

—Y todo esto, ¿qué significa?

—Lo que creo —siguió Stanford— es que los gobiernos canadiense y americano, silenciosamente respaldados por los británicos, han estado colaborando desde finales de la Segunda Guerra Mundial en el desarrollo de platillos volantes supersónicos, que ahora cuentan con un número limitado de tales máquinas ocultas en los páramos de Canadá o en el polígono de pruebas de White Sands, y que esos platillos se basan en los proyectos aeronáuticos que se crearon en la Alemania nazi, pero que no guardan relación con la inmensa mayoría de observaciones de ovnis, también creo que el gobierno americano conoce el origen de los platillos más extraordinarios, que está asustado de la capacidad que puedan representar en términos militares y políticos, y que la elaboración de sus propios platillos es una carrera contra reloj y su secreto, un medio de evitar el pánico nacional. Finalmente, creo que el gobierno ha de guardar su secreto, que asesinará si es preciso para mantenerlo y que las muertes de Jessup, Hardy, del doctor McDonald y de Irving Jacobs son ejemplos de hasta dónde llegarán en sus propósitos de mantener oculto este asunto.

»El gobierno canadiense tiene platillos volantes. El gobierno americano, también, pero alguien, en algún lugar, tiene platillos volantes tan adelantados que no podemos alcanzarlos. Esos platillos no proceden del espacio exterior, no son fruto de la imaginación. Son reales y están aquí, en la Tierra, aunque su origen es un misterio.

Epstein se apartó, giró en redondo tropezando con una silla, cruzó la destrozada habitación, pasó ante sus desordenadas pertenencias y apartó las cortinas de las ventanas, mirando hacia las estrellas. Permaneció allí largo rato sin mesarse ni una vez la barba. Cuando finalmente volvió la mirada, tenía los ojos vidriados por un extraño brillo.

—Me voy a París —dijo.