En diciembre, Nueva York era una ciudad infernal. El viento soplaba helado entre los cañones de hormigón, hiriendo el rostro curtido de Stanford, helando su sangre californiana. Lanzó una maldición y se subió el cuello, viendo las luces brillantes de Broadway. Respiró el polvo y los humos de los tubos de escape, abrumado por el ruido. No estaba de buen humor; hacía mucho tiempo que no se sentía animado. Continuamente experimentaba una ira reprimida y fría que con frecuencia amenazaba estrangularle.
—¡Nueva York! —murmuró—. ¡Cristo!
No sabía qué le estaba pasando; se perdía en sus obsesiones alucinado por las luces de Galveston, por la muchacha del porche, por la visión de que había sido testigo en la bahía de Santo Tomás y por los misterios que aumentaban día a día y le impedían dormir tranquilamente.
Stanford sentía el frío del viento. Maldijo de nuevo y anduvo más deprisa. El abrumador tráfico de Broadway corría haciendo destellar las luces y sonar sus bocinas. Las calles estaban llenas de afeminados, prostitutas y proxenetas, de gente que salía tambaleándose de los coches, restaurantes y teatros. Las luces de neón destacaban en la noche en una visión caleidoscópica. Stanford observó todo aquello con desagrado: nunca le había gustado Nueva York. Maldijo de nuevo y entró en la discoteca, bajando la empinada escalera.
La discoteca estaba en el sótano, detrás de un arco plateado y luminoso ante el que se encontraba una muchacha rubia sentada tras una mesa, con una reluciente caja registradora. La rubia llevaba un sujetador diminuto y sus senos asomaban exuberantes; mostraba desnudo el bronceado vientre, el pubis quedaba de relieve por unas pequeñas bragas, y sus largas piernas, lánguidamente cruzadas, iban enfundadas en medias negras. Llevaba los labios pintados de verde y usaba pestañas postizas. Stanford pagó y entró en el local, pasando junto a un hombre vestido de cuero negro. La música de rock estalló sobre él desde los altavoces, ensordeciéndole, y las luces se encendían y apagaban en el escenario, donde gritaba un detonante conjunto.
—¿Estás solo? —le siseó alguien.
—¿Qué pasa? —preguntó Stanford.
Miró en torno hasta encontrarse con el sorprendente espectáculo de unos cabellos rojizos bajo los que se veían unos ojos coloreados como un arco iris: la muchacha parecía un cruce de indio apache y monje budista, y fruncía invitadora sus labios acentuados por un polvo brillante, echándole el humo en el rostro.
—Treinta pavos —siseó—. Digamos cincuenta por toda la noche. Vamos a mi casa y te enseñaré algunos números que nunca olvidarás.
Stanford la rechazó con un movimiento negativo y se apartó de ella, abriéndose camino entre la multitud, rozando senos lechosos y traseros protuberantes estrechamente ceñidos. El ambiente olía a nicotina, marihuana y sudor, y las luces destellaban sobre las cabezas que se movían de arriba abajo demencialmente. Stanford fue hacia el bar, cruzándose en su camino con camisas fosforescentes, ceñidos vestidos de algodón y gafas de sol. Muchachas elegantes y sensuales exhibían sus senos y ombligos; los hombres hacían sonar collares y pulseras y hablaban en voz alta ostentosamente. Scaduto no estaba en el bar. Stanford siguió adelante, mirando por doquier. Atravesó la pista de baile, quedando ensordecido al pasar junto al grupo musical mientras los bailarines danzaban en torno suyo, moviendo sus traseros como pistones, y fue apartando manos que se agitaban y largas cabelleras que le sacudían hasta llegar al otro extremo del local. Una hilera de muchachas estaban adosadas a la pared con aspecto chillón y aire lánguido. Pasó junto a ellas evitando su mirada, y entrando después en otra gran sala.
La música parecía allí más distante; el sonido llegaba amortiguado, las conversaciones sonaban más fuertes y la gente se amontonaba en una línea paralela de mesas que llegaban hasta el otro bar. Vio a Scaduto apoyado en la barra con su aspecto inconfundible, llamativamente vestido, con chaqueta de piel ribeteada con flecos y una maraña de cadenas en el cuello. Stanford llegó detrás de él, le asió por los largos y revueltos cabellos rubios y luego le echó atrás la cabeza muy suavemente, hasta que consiguió hacerle volver el rostro.
—¿Quién es el…? —exclamó Scaduto.
—¡Vamos, lumbrera! ¿Cómo diablos me has citado aquí? Casi no puedo oírme yo mismo.
Scaduto sonrió y dio una palmada en la espalda a Stanford, quien le soltó los cabellos.
—¡Hola, viejo! —dijo Scaduto pasándose las manos por la cabeza—. ¿Cómo estás? ¡Me alegro de verte!
Stanford sonrió y paseó su mirada por el local.
—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó—. Ya estás un poco viejo para esto. Todas estas chicas… son unas criaturas.
Scaduto puso los ojos en blanco y sonrió, formó un tubo con su mano derecha, se la pasó arriba y abajo de su miembro y gimió sonora y teatralmente.
—Ésa es la cuestión. Ya es difícil que nos hagan caso las jóvenes… Cuando tienes cuarenta años están dispuestas a echarte a la basura. Y estas niñas te alivian los dolores. Me gustan muchísimo, Stanford. ¡Ah, diablos, cómo me van! ¡Algún día me engancharé tan fuerte con una que tendrán problemas para separarnos!
—¿Quieres echar un trago?
—Ya estoy servido.
—Toma otra copa —insistió Stanford—. Sólo estaré aquí esta noche. Tengamos una reunión a la antigua, a ver si la cogemos.
Scaduto volvió a poner los ojos en blanco, sonrió y dio una palmada en el mostrador.
—¡Maldita sea! ¡Celebrémoslo! ¡Ha pasado mucho tiempo, amigo!
—¿Qué quieres tomar? —preguntó Stanford.
—Un whisky con hielo. La noche acaba de empezar. Pasémoslo bien.
Sólo había un barman que mostraba gran actividad, pero que se veía excedido, sirviendo a dos o tres grupos a la vez, con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido. Stanford trató de llamar su atención, fracasó en ello, lo intentó de nuevo y empezó a preguntarse si el barman le estaba ignorando o si el ruido le habría ensordecido. Scaduto acudió en su ayuda, bajó del alto taburete y echó sobre el mostrador su largo cuerpo, cubierto el rostro por los cabellos.
—¡Eh, gordo! —exclamó—. ¿Qué diablos pasa? ¿Vas a venir por aquí?
El barman le miró con sombría expresión y, al reconocer a Scaduto, le dedicó una sonrisa.
—¿Te sientes bien? —gritó Scaduto—. ¿O tienes ampollas en los dedos? Dos whiskies con hielo, maldito gordo, o no te pago la cuenta.
El barman sonrió y movió la cabeza, sirvió las bebidas y desapareció. Después, Scaduto se volvió a Stanford, riéndose de modo incontenible.
—¡Por ti! —brindó Stanford.
—¡Por los dos!
Scaduto echó un trago, se secó los labios con el dorso de la mano, miró de reojo y dijo:
—¡Mira hacia ahí! Fíjate en toda esa gente. Mira qué monadas. Se creen que el mundo va a acabarse… y nunca tienen bastante.
—Estás bromeando —dijo Stanford—. Sólo eres un tipo de mediana edad y desfasado. No puedes soportar la idea de tener cuarenta años y te estás poniendo en ridículo.
Scaduto observó de reojo el local y estuvo a punto de caerse del taburete. Cogió a Stanford por el hombro y se rió como un demente.
—¡Es condenadamente cierto! Estoy fuera de lugar: soy un resentido de mediana edad, un perfecto carroza, y me lo estoy pasando bien. Y tú, ¿cómo estás, Stanford? ¿Qué diablos has estado haciendo? ¿Cuánto ha pasado…? ¿Cinco, diez años? Tenía entendido que frecuentabas a Epstein.
—Eso es. Sigo con el profesor Epstein. Tú y yo nos encontramos por última vez en 1969, cuando dejaste definitivamente NICAP.
Scaduto sonrió y asintió, haciendo oscilar su cuerpo de un lado a otro. El estómago rebasaba el destellante cinturón y la moderna camisa le iba demasiado tensa.
—¡Grandes tiempos aquéllos! —exclamó Scaduto—. Entonces lo pasaba muy bien. Iba de un lado a otro del país conociendo gente, viendo lugares y persiguiendo ovnis como si fueran a pasarse de moda… Una época excelente, de entrañables recuerdos.
Estuvo a punto de caerse de la silla, se reafirmó en su sitio, miró a su alrededor y luego observó la bolsa que Stanford llevaba colgada del hombro.
—¡Eh! ¿Qué llevas ahí?
—Sólo es una bolsa —respondió Stanford.
—Ya lo veo. ¿Llevas algo de interés? ¿Algo que pueda ingerirse, beberse o inyectarse? Es decir, querido amigo, ¿algo que pueda encenderme y mantenerme en forma durante toda la noche?
—No.
—No te preocupes.
Cerró un ojo y se pasó un dedo por delante del rostro, imitando a un irlandés bebido.
—Siempre podemos ir a mi casa. Allí tengo alguna jeringuilla; un pequeño pellizco, un pinchazo y te remontas a los cielos. Es un lento deslizarse por el espacio interior. ¿Te lo imaginas, viejo? Incluso podríamos conseguir alguna mujer, algo que nos hiciera más placentero el amanecer.
—¿Quién sabe?
Encargaron más bebida. El humo giraba a su alrededor. La sala estaba llena de gente y de ruido, personas que se empujaban y amontonaban y luces de colores pasaban por las paredes formando dibujos irreales y oníricos. Scaduto bebía mucho y seguía encargando más copas. Estaba obsesionado por las muchachas, por sus piernas y por sus curvas. Sus ojos vidriosos buscaban incansables por la sala y miraba astutamente de reojo sorprendiendo a Stanford, a quien le resultaba difícil reconocerlo. Se sentía cohibido viendo a aquel hombre de cuarenta años con ropas tan juveniles. A decir verdad, estaba muy ridículo, tratando patéticamente de divertirse, y Stanford no podía acomodar la visión de aquel hombre que tenía delante al Scaduto que había conocido.
Scaduto estuvo en ATIC durante unos doce años, investigó sobre los ovnis por todo el país y se forjó una sólida reputación. Abandonó en 1969 y se fue a Arizona. Stanford y él se habían embriagado juntos, lo habían pasado bien y luego habían seguido caminos separados sin haberse vuelto a ver: aquélla era la razón por la que Stanford estaba sorprendido, pues no podía reconocer al antiguo Scaduto. Aquel hombre que se removía en el taburete del bar, hablando ruidosamente y mirando con descaro, obsesionado con las drogas y las chicas jóvenes. Era una patética sombra de su antiguo amigo.
—Yo todavía sigo con eso —dijo Stanford—. Aún estoy persiguiendo ovnis. Y supongo que continuaré así mucho tiempo. ¿Por qué lo dejaste?
—Pensé: ¡qué se vayan a paseo! Eso es todo. Pensé: ¡a paseo con todo! Se recibían muchas presiones y no tuve ganas de soportarlas.
—¿Qué clase de presiones?
—Presiones, sencillamente. De la izquierda, de la derecha y del centro. Y se producían a diario. Era un auténtico fastidio.
—Aquí tengo una botella —dijo Stanford—. Ten, llena tu copa. No entiendo. ¿Qué clase de presiones? ¿Quién te presionaba?
Scaduto se revolvió inquieto. Estuvo a punto de caer de su asiento. Se agarró al mostrador y cogió su copa maldiciendo.
—De todos. Presiones de todas partes. ¿Quién los necesita? ¿Quién necesita a la CIA, al FBI, a las malditas Fuerzas Aéreas? No pude seguir soportándolos. Había mucha mierda en el asunto. Cuando empezaron a visitarme por las noches, decidí dejarlo.
—¿Por las noches?
—¿Podrías creerlo?
—¿Quién iba a visitarte por las noches? No lo entiendo.
Scaduto estuvo a punto de caerse del asiento, pero Stanford le sostuvo. Miraba de reojo a la muchacha que estaba a su lado. Tomó un trago, se alisó los largos cabellos, miró la barra y comenzó a revolverse como un caballo en el punto de partida.
—Los malditos de la CIA. Esos marranos venían a verme. Se presentaban a media noche y me hacían salir de la cama cuando aún tenía el pene tieso. No se mostraban groseros; sólo formulaban preguntas. Decían que se trataba de formalidades. Me hacían sentarme desnudo en una silla, se me helaban las pelotas, y me hablaban muy cortésmente, como si se tratase de una cena de negocios. Se mostraban muy amables, muy tranquilos. «¿No le importa que me sirva una copa?». «Le he dicho que está en su casa, haga lo que quiera». «Estamos aquí para charlar». «Pregúntenme lo que quieran». Y me interrogaban sobre ATIC y nuestro trabajo. Decían que habían tenido noticias por medio de un amigo de otro amigo de que yo estaba profundizando demasiado. Entonces cambiábamos unas palabras. Me despertaban. Interesante. Me decían que esperaban que no estuviera demasiado cansado, pero que deseaban hacerme algunas sugerencias. «Sugieran —les decía yo—, que estoy impaciente». Me sugerían que replegase el vuelo; decían que no tenía que mezclarme con los ovnis, que a ellos no les gustaba. Entonces yo les respondía que estábamos en un país libre y me aseguraban que sí, añadiendo que habían visto ciertas drogas en mi cuarto de baño, cosa que no era legal. Les respondía que aquello era una componenda, que trataban de coaccionarme, y me indicaban que era muy feo decir algo así, que podían caerme diez años. «¿Quieren que lo deje? —les preguntaba—. ¿Quieren que deje ATIC?». «¡No imagine siquiera que le estamos sugiriendo algo semejante! ¡Haga lo que quiera!». Me decían que estábamos en un país libre y que podía trabajar donde quisiera, pero que les preocupaban aquellas drogas que habían encontrado en mi cuarto de baño. Yo alegaba cuánto lo sentía y lo arrepentido que estaba, y entonces me contestaban que acaso las estuviera tomando por causa de la tensión a que me veía sometido persiguiendo ovnis. Ante tanta insistencia, manifesté mi decisión de dejar ATIC y me respondieron que era una sabia decisión, que me respetaban por haberla tomado y que quizá, si la llevaba a cabo, olvidarían lo que habían encontrado. Les dije que era muy honrado por parte de ellos y confirmé que dejaría el asunto. Nos estrechamos las manos muy complacidos y se fueron. Así pues, dejé ATIC, y conseguí un puesto de trabajo en la RCA. Olvidé que había conocido ATIC y ellos no regresaron. Y aquí paz y después gloria, hermano.
Scaduto tosió y miró en torno, sonrió aliviado y se sostuvo en el mostrador tambaleándose peligrosamente. Parpadeando, volvió a coger su copa.
—¡Mierda! ¡Está vacía!
—Compré una botella —dijo Stanford—. Aquí está; es mía. ¿Qué diablos les preocupaba?
Stanford llenó la copa de Scaduto y observó cómo se la llevaba a los labios. Tosió y la dejó en la mesa, mirando nerviosamente de reojo.
—Eran unos hijos de perra.
—¿Qué les preocupaba?
Scaduto cerró un ojo y levantó el dedo significativamente.
—¡Secretos! —dijo en tono desdeñoso—. ¡Secretos! Sé cosas que ellos ignoran. Esos hijos de perra sabían que había estado en Canadá… y no les gustaba.
—¿Canadá?
—¡Una auténtica porquería! Bosques helados, aburridísimo, y por las noches corre un viento endemoniado.
—No entiendo. ¿Qué tiene que ver Canadá con todo esto? Te acusaban de profundizar demasiado. ¿Qué querían decir exactamente con eso?
Scaduto le cogió del brazo y se acercó a él, echándole la respiración en el rostro y mirando nervioso a derecha e izquierda, de modo melodramático.
—¿Qué llevas en la bolsa? —le preguntó en un susurro.
—Nada. Algunos documentos, una calculadora y otras pequeñeces…; es una bolsa de viaje.
—¿Te marchas a algún sitio?
—He venido aquí.
—¡Claro! ¡Qué tonto soy! Perdona, ¿qué llevas?
—Nada.
—¡Jesús! ¿Algo para fumar, un poco de coca, alguna cosa para inyectarse, quizá? ¡Qué diablos! ¡No podemos seguir así todo el tiempo…! ¡Necesitaré tomar algo!
—¡No llevo nada! Sólo he venido a pasar una noche. Vamos, llena tu copa, echa un trago y luego tomaremos algo más.
Stanford llenó la copa de Scaduto. Éste asintió, agradecido. Se llevó la copa a los labios y bebió largamente, movió la cabeza complacido y miró en torno.
—¡Hijos de puta! Esos cerdos me hicieron dejarlo. Yo entonces lo pasaba muy bien, pero esos bastardos me obligaron a dejarlo.
—¿Por qué?
—Por mis descubrimientos. Hacía mucho frío en Canadá, en los bosques. Aquella gran porquería de los bosques.
—¿Qué porquería?
—La puta verdad. Lo descubrí, les abrumé con los hechos y entonces empezaron a visitarme.
—¿Presentaste los hechos a la CIA?
—Los deslicé como un susurro. Vosotros, cabrones, lo sabéis todo, les dije; estabais al corriente de todo.
—¿Saber? ¿Qué?
—Me golpearon. Se llevaron mis documentos y me pegaron. Dijeron que no volviera a presentarme por allí, que estaba loco, que era mentira, y empezaron a hacerme visitas a media noche, obligándome a dejar ATIC.
—¿Qué documentos?
—¡Oye! —exclamó Scaduto cogiendo a Stanford del brazo, inclinándose sobre él y susurrándole en el rostro, mirando nerviosamente de izquierda a derecha con sus ojos inyectados en sangre—. ¡Vámonos de aquí, viejo! ¡Vamos a casa! ¡Al diablo las tías que sólo pueden pegarnos la sífilis! Despejemos el camino. En casa tengo guardado algo que aclara mucho las ideas. Cuento con un enlace en televisión que nos facilitará algo para inyectarnos, y luego veremos una película porno y nos pasaremos un buen rato. ¿De acuerdo, muchacho? ¡Vámonos!
Se levantó y tropezó con su taburete. A punto estuvo de caerse. Se aferró al hombro de Stanford y avanzó tambaleándose y tropezando con la gente. Stanford le asió, sosteniéndole, le sacudió levemente y se irguió mirando a su alrededor, sintiéndose violento ante las enojadas miradas que recibían.
—¡Putas estúpidas! —exclamaba Scaduto—. ¡Sólo sois buenas para joder!
Hizo un gesto desdeñoso y sonrió, asiéndose a Stanford del brazo.
—¡Vamos, viejo! ¡Salgamos de aquí! Remontemos nuestras mentes a los cielos.
Se abrieron paso entre el gentío, por la oscuridad irreal penetrada por luces fosforescentes, pasaron por la pista de baile, junto a la larga hilera de mujeres, mientras resonaba la música rock. Scaduto saludó con las manos a algunos amigos, les gritó algo, haciendo destacar sus blancos dientes, sin soltarse de Stanford ni poder sostenerse por sí solo, con el rostro convertido en un rompecabezas multicolor. Les costó algún tiempo llegar a la escalera porque el público era mucho más numeroso y se veían obstaculizados en su camino por insolentes traseros y senos oscilantes. Al final, lo consiguieron: atravesaron el arco plateado y subieron la escalera tropezando, sosteniendo Stanford a Scaduto, y ambos se sumergieron en la noche.
—¡Por Dios! —exclamó Scaduto—. ¡Esas luces me están cegando! ¡Jesús! ¡Me gusta Broadway! ¡Me encanta la Gran Manzana!
—¿Dónde vives?
—En Soho. Tengo un pequeño ático en Broome Street. Llegaremos enseguida.
Echó a andar por la acera, tambaleándose peligrosamente, y Stanford se apresuró a ponerse a su lado para no correr el peligro de perderlo. Los letreros de neón destellaban enloquecedoramente, los coches corrían y hacían sonar sus bocinas, y las aceras estaban llenas de gente, personas que guardaban cola para entrar en los teatros, prostitutas de pie en las aceras con sus trajes de colores llamativos, clientes que aguardaban y cuya silueta se recortaba tras las vivas luces de las vidrieras de los escaparates. Stanford lo veía todo y de todo prescindía, obsesionado por el chiflado Scaduto, deseando vivamente llevarlo a su ático, hacerle pasar la borrachera y obligarle a hablar.
—Esas putas —decía Scaduto—, esas malditas brujas me ponen en marcha. Fíjate en aquella negra que no lleva nada encima…; quiero decir que está prácticamente desnuda. ¿Qué te parece, viejo? ¿Qué tal si nos llevásemos una? Nos llevamos a la amazona y la compartimos, nos inyectamos algo y tendremos un ménage à trois.
—Preferiría que nos inyectásemos algo —dijo Stanford—. No me gusta pagar por eso. Vayamos a tu ático, nos inyectamos y luego haré unas llamadas por teléfono.
—¡Éste es mi Stanford! ¡Siempre con la agenda en las manos! La más famosa agenda telefónica de planes del país, y siempre paga dividendos. Gozas de bien merecida reputación, Stanford. Tengo que admitirlo a tu favor. Cuando hay que conseguir un ligue, nadie como tú… y sin dar un paso.
Giraron por Broome Street, tropezando con la acera, pasando junto a galerías de arte, tiendas de antigüedades, establecimientos de dietética y restaurantes; antiguos almacenes transformados, repintados y decorados, saludándoles al paso las salidas de incendios y quedando el ruido a sus espaldas.
—¡Esos hijos de puta! —murmuró Scaduto—. ¡Esos hijos de puta de la CIA! Ahora gano más del doble que antes, pero no es lo mismo.
—Fue una mala pasada.
—¡Maldita sea! Sí, una mala pasada. Ahora soy vendedor de la RCA, por eso estoy tan jodido.
—¿Qué les preocupaba?
—Lo que yo había descubierto.
—¿Qué descubriste?
—¡El maldito Canadá! ¡Dios mío!
Scaduto se detuvo ante un almacén transformado, estuvo a punto de tropezar contra la pared, se irguió y se metió las manos en los bolsillos, sacando finalmente de ellos una llave. Luego le costó mucho encontrar el ojo de la cerradura. Estuvo maldiciendo y murmurando hasta que, finalmente, consiguió abrir la puerta y entró tambaleándose. Stanford le siguió, abrió las puertas del ascensor, un ascensor enorme, en otro tiempo utilizado como montacargas y que actualmente sólo lo usaban los vecinos. Scaduto subía tambaleándose, sosteniéndose con languidez en la puerta. Trató de abrirla cuando el ascensor se detuvo y, por fin, hubo de dejar que Stanford lo hiciera. La puerta ante la que se detuvo era grande y fea, tenía desconchada la pintura y la madera astillada, pero cuando entraron en el ático, éste resultó ser lujoso como la casa de un playboy soltero, completamente enmoquetada.
—¡Diablos! ¿Es tu casa?
—¡Maldita sea! Me siento enfermo. Voy a tratar de concentrarme.
Eructó y se golpeó el vientre, movió la cabeza como si estuviera sintiendo vértigo y anduvo por los limpios y pulidos suelos de madera del enorme ático de planta rectangular. Las paredes y el techo eran blancos y se extendían hasta una ventana que cubría toda una pared. La zona de estar se encontraba junto a ella, iluminada por puntos de luz. Stanford seguía a Scaduto y se sentía impresionado por la decoración. Pasaron junto a un enorme cuadro que ostentaba los colores del espectro y cubría la pared del lado derecho. Los colores se iban difuminando a medida que se aproximaban al enorme ventanal por donde entraba la luz del día. Scaduto tropezó y estuvo a punto de caerse, se asió a una mesa de madera de pino, se irguió y dio un rodeo junto al moderno diván, deteniéndose bajo la curvada lámpara.
—¡Cristo! Me siento hecho un asco. Como si tuviera la cabeza clavada en el trasero. La habitación está dando vueltas y las paredes me caen encima. ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?
—Quiero hablar contigo.
—¿Quieres pincharte?
Se quitó la chaqueta, la tiró en el diván y comenzó a arremangarse la camisa.
—Esos malditos hijos de puta acabaron conmigo. Me metieron el miedo en el cuerpo. Muy amables, muy educados, como unos caballeros. Dijeron que tenía hierba en mi cuarto de baño.
—De todos modos, supongo que la retirarías enseguida.
—Entonces no tenía nada de eso. Estaba más limpio que el aire. En el baño no había nada y esos bastardos me hubieran condenado a diez años sólo porque descubrí lo de Canadá.
—Quisiera hablar de eso.
—De ningún modo, muchacho. No voy a hablar: este cuarto de baño sí que tiene algo y quiero pincharme.
—No voy a acompañarte en eso.
—Tómate una copa. Ponte cómodo, con los pies sobre la mesa, y mira la televisión. Llamaremos a unas chicas y lo pasaremos bien.
—Tengo que saber.
—¡Maldita sea, muchacho! ¡No voy a hablar! No pasó nada. No puedo recordarlo. No sé nada, ni hablaré. No vale la pena.
Scaduto acabó de subirse las mangas, movió la cabeza, miró en torno, se humedeció los labios y luego fue hacia la puerta que llevaba al cuarto de baño. Stanford le vio desaparecer por ella. Se sentía desesperado y rabioso, preguntándose qué podría decirle a aquel chalado para hacerle salir de su atontamiento. El piso tenía calefacción, y Stanford sentía mucho calor. Estaba aturdido por la ira y la frustración, y hubiera deseado destruirlo todo. No podía volver a repetirse; no permitiría dejar escapar aquella ocasión. Seguía de pie, dejándose invadir por la rabia que le mantenía despierto. Por último, profirió una maldición, dio la vuelta paseando por la muelle alfombra y, de repente, se detuvo, apretando fuertemente los puños, entró en el baño.
Paredes rojas, paneles de vidrio. El baño era de color carbón. Scaduto estaba de pie, con una pierna sobre la bañera, apoyando el codo en la rodilla y atándose un torniquete en el brazo, uno de cuyos extremos sostenía con los dientes. Apretaba el puño, le abultaba una vena en el cuello, y gotas de sudor le perlaban la frente. Stanford miró el baño color carbón y vio la brillante aguja hipodérmica. Scaduto gruñó, tiró del torniquete y luego miró a Stanford.
—Tengo que saberlo.
El torniquete se desprendió de los dientes de Scaduto.
—¿De qué diablos estás hablando? ¿Acaso no ves qué estoy haciendo?
—Tengo un contacto. Un importante contacto con la CIA. Me dijo que tú habías descubierto algo que podía dar al traste con todo.
—¡Maldita sea! ¡Lárgate de aquí! ¡Eres un hijo de puta! ¡Para eso has venido! Debo de ser condenadamente necio; tenía que haberlo supuesto. ¡Lárgate de aquí enseguida!
—Tengo que saber —insistió Stanford.
—No sé nada. Si lo supiera se lo habría contado a los periódicos y me habría vuelto rico.
—Estás asustado.
—¡Vete al diablo! ¡Lárgate de aquí! No sé de qué diablos me estás hablando. ¡Lárgate, Stanford! ¡Déjame!
—¡Cuéntamelo!
—Me estoy pinchando. ¡Santo Dios! ¡No puedo coordinar mis pensamientos! Tengo la cabeza en los pies, los nervios en tensión y tú estás molestándome. No sé nada, Stanford. No lo recuerdo, ni me importa. Me estoy pinchando y no vas a impedirlo: eso es todo lo que hay.
Stanford se adelantó rápidamente y le asestó un golpe con la mano izquierda, acertándole en la pierna que apoyaba sobre la bañera. Scaduto saltó hacia delante perdiendo el equilibrio, y Stanford se adelantó y le asió por los cabellos, dándole con la rodilla en la cabeza. Scaduto vociferó y se echó atrás, sacudiendo la cabeza, con la boca abierta, agitando las manos y tratando de protegerse el vientre de los puños de Stanford. Fue un gesto que llegó demasiado tarde, pues el puño le golpeó. Scaduto se dobló en dos y Stanford le asió por los cabellos y le lanzó contra la pared. Scaduto gritó y pareció ponerse a bailar, agitando los brazos y sacudiendo las piernas. Gruñó, dio la vuelta buscando la pila con las manos, se inclinó en ella y vomitó entre terribles sacudidas.
Stanford se quedó inmóvil, sintiéndose frío y muy ausente. Aguardó hasta que Scaduto dio la vuelta, y luego le golpeó de nuevo. Fue otro derechazo al estómago, un solo golpe, duro y brutal, y Scaduto gruñó, buscó dónde agarrarse, se asió a Stanford y, por último, se le doblaron las piernas y cayó desmayado al suelo.
Stanford se arrodilló, hizo dar la vuelta a Scaduto, poniéndolo boca arriba, le cogió por las axilas y lo izó, oyendo sus quejidos y murmuraciones. Lo arrastró hacia la ducha, retrocedió unos pasos, dejándole allí tendido, le colocó en posición fetal, y luego abrió el grifo. Scaduto vociferó y empezó a pegar manotazos, aún no bastante despierto. El agua le empapaba las ropas, formando un charco a su alrededor mientras gritaba, agitaba las manos y daba sacudidas como un pez abandonado en la playa. Stanford iba alternando la temperatura del agua, primero caliente y después helada, y Scaduto abría los ojos y gritaba deslizándose por el piso mojado. Stanford dejó conectada la ducha fría y caliente y Scaduto profirió una tempestad de denuestos, deslizándose a uno y otro lado como una rata que se estuviera ahogando. Finalmente se puso a gatas, moviendo la cabeza, echando agua, maldiciendo y tratando de salir de la ducha, empujado a golpes por Stanford. Scaduto gritaba y agitaba las manos. Por fin consiguió sostenerse de rodillas. Boqueaba y se deslizaba a uno y otro lado, mientras el agua le corría por encima. Stanford cerró la ducha. Scaduto gruñó e hizo intentos de salir. Stanford le agarró, le arrastró por las rojas baldosas del baño, y le hizo atravesar la puerta. Scaduto pateaba y agitaba los brazos con movimientos torpes, desprovistos de fuerza. Stanford le llevó al salón, y su adversario aún luchaba y protestaba. Lo dejó por fin en el suelo, ante el diván, y se quedó de pie frente a él, mirándole fijamente.
Scaduto estaba tendido y se estremecía. Agitó la cabeza, gruñó y maldijo, arañando con los dedos los cuadros de la alfombra, despidiendo agua todavía. Stanford continuaba sin decir nada, respirando profundamente, con los puños apretados, sintiéndose frío, ausente y decidido a acabar con aquello. Por último, Scaduto se movió, se irguió apoyándose en sus manos, movió la cabeza y consiguió con grandes dificultades apoyarse en sus manos y rodillas, como un potrillo que aprendiese a andar. Movió la cabeza sin comprender y miró a Stanford. Aspiró profundamente, se ladeó y, por fin, se incorporó hasta llegar al diván, donde se tendió mirándole asombrado.
Stanford paseaba por la habitación. Había dejado en la mesa su bolsa de viaje. La recogió, abrió la cremallera bruscamente y sacó de su interior una pequeña grabadora que puso sobre la mesa. Luego, tiró la bolsa al suelo. Scaduto le veía hacer con una mirada cansada de sus ojos glaucos, aún rojos y extraviados. Luego Stanford fue hacia él, se le arrodilló delante, le asió por el cuello y le sacudió.
—Vas a hablar. Vas a decirme todo lo que sabes. Tendremos una sentada toda la noche y hablarás y seguirás hablando. Insistiremos una y otra vez hasta que me entere de lo que deseo saber. No tienes que ser muy formal; limítate a decirlo como te salga. Yo lo iré grabando en las cintas, lo comprobaré y revisaré y, cuando haya concluido, todo tendrá una sucesión y sonará muy inteligente. No estoy diciendo tonterías, Scaduto. Quiero exprimirte el cerebro. Lo quiero todo, desde el primero hasta el último día y sin evasiones. Si eres buen muchacho, te recompensaré permitiéndote pincharte; si no lo eres, te golpearé una y otra vez. Y no trates de engañarme, Scaduto, ni de omitir datos. Si mientes o me ocultas algo, iré directamente a la CIA y les enseñaré lo que me has dicho. Esto bastaría para irritarlos y los tendrías aquí inmediatamente. Tan pronto juegues una mala pasada, Scaduto. Habla mucho y habla bien. Si me dices lo que deseo, si te comportas correctamente, nunca mencionaré de dónde procede mi información. Voy a poner en funcionamiento la grabadora y me sentaré a tu lado. Tú te relajarás, te pondrás cómodo y hablarás, y la noche pasará deprisa.
Stanford fue hacia la mesa, recogió la grabadora, se inclinó para tomar su bolsa de viaje, luego volvió al diván y se sentó junto a Scaduto. Buscó dentro de la bolsa y sacó de ella un puñado de cintas que dejó sobre la mesa, colocándolas una sobre otra hasta formar un ordenado montón. Scaduto miró las cintas, se mojó los labios y se estremeció ligeramente. Stanford cogió la primera de ellas, la introdujo en la pequeña grabadora, la puso en marcha y luego se sentó, mirando fijamente a su amigo.
—Ya está. Habla.