En cuanto vio la casa quedó liberado de su dolor, pero el temor persistió. Se detuvo junto a la entrada. El sendero de gravilla atravesaba los jardines. La luz de la luna iluminaba las flores, el Audi detenido en la avenida, y los tilos italianos que se alineaban hasta la puerta principal y sobre la blanca casa georgiana. Richard se apretó de nuevo la cabeza, no pudiendo creer que hubiera desaparecido el dolor. Aquel dolor que le había obligado a levantarse de la cama mientras unas voces susurrantes y apremiantes le instaban a tomar el tren que salía seguidamente hacia Cornualles. Estaba decidido a encontrarla. Ahora se estremecía, asustado: el dolor había desaparecido, pero el temor persistía. Miró hacia la casa, cuya silueta se recortaba a la luz de la luna, y se preguntó cómo la habría encontrado. A decir verdad, no le había sido difícil. Ella le había dicho que era de Saint Nicholas, un pueblecito muy pequeño y muy escondido, y allí todos conocían a la dama.
Preguntó por ella en un bar, sintiéndose aturdido y cegado por el dolor, y varias personas sentadas ante grandes jarras de cerveza habían respondido a la vez. «¡Ah, muchacho, sí que conocemos a la dama y su lujoso coche extranjero!». La dama y su cochazo estaban en las afueras del pueblo… Y hasta allí anduvo, todavía aturdido, con un espantoso dolor de cabeza. Ahora se encontraba ante las abiertas e inmensas verjas y se tocaba la cabeza sin apenas creerlo: la jaqueca había desaparecido, pero persistía el miedo. Richard, nervioso, dio un puntapié en la gravilla y miró el caserón.
¿Por qué había ido hasta allí? No sabía la razón. Sí la sabía: porque las jaquecas le habían destrozado y las voces le instaban a ello. ¿Qué voces? Las voces. ¿Voces? ¿Estaba loco? Sentado en cuclillas en el tren, martilleándole la cabeza, había comprendido su propia insensatez. No eran voces: no podían serlo. Se fue al vagón restaurante. Estaba lleno y el humo le escoció en los ojos, acentuando su dolor de cabeza. Y las voces. ¡No quería oírlas! Se bebió un whisky doble. Sintió cómo le quemaba al pasar por su garganta, como una diminuta llamarada que le hizo sentirse mejor. Sin embargo, el dolor de cabeza empeoró. Volvió a ocupar su asiento, cerró los ojos tratando de no oírlas, pero persistieron. ¿Qué voces? ¡No quería oírlas! El tren entró en Bodmin, se apeó y anduvo por el pueblo como si estuviera en trance. Luego entró en el bar lleno de humo, de ruidosas charlas y estrépito de vasos. Preguntó por la dama propietaria del Audi y le indicaron el camino, un breve paseo en la oscuridad. La noche estaba silenciosa, las estrellas brillaban. Llegó ante la entrada de la casa y entonces fue cuando desapareció su jaqueca.
El miedo persistía: se había apoderado de él precisamente en aquel momento. Se detuvo junto a la verja de la entrada, pisoteó la grava y distinguió luces en una ventana. La casa se veía blanca a la luz de la luna. Era una residencia del siglo XIX modernizada, elegante, romántica, como un sueño, y las estrellas brillaban sobre ella. Richard atravesó la entrada, se detuvo de nuevo y sintió miedo. ¿Por qué miedo? No había nada que temer y, sin embargo, aquella sensación le hacía estremecerse. Se adelantó de nuevo y comprendió que no podría retroceder. Si pensaba en marcharse reaparecían su dolor de cabeza y el sonido de las voces; se las imaginaba, naturalmente. Trató de volverse y comenzó a dolerle. Se humedeció los labios, miró hacia la casa y luego siguió adelante.
Silencio. Una ligera brisa. Una leve brisa que silbaba entre el silencio. Richard anduvo por el amplio y curvado sendero hacia el Audi blanco. Decididamente era el mismo coche: no había duda de ello. Richard lo miró y sintió un escalofrío al recordar el resplandor. No, no debía haber ido. Sí, tenía que continuar. Las voces susurrando en su cabeza confirmaban lo último, mientras se acercaba al rutilante coche. Por un instante se detuvo, miró arriba y vio el negro cielo y las estrellas, y sintió miedo y algo más: una especie de asombro. Siguió adelante.
Al llegar al coche se detuvo. Su temor y su asombro habían aumentado. Se estremeció, sintiendo la fresca brisa y llegó junto al coche. Pasó sus dedos por la carrocería: tenía que confirmar que era real. Satisfecho, miró hacia la casa, a los grandes ventanales entre las blancas paredes. Todas las luces estaban encendidas. La casa tenía un aspecto espléndido. Observó los largos cortinajes de terciopelo, un candelabro, la rica mesa de caoba. Había farolas sobre la puerta, que era de madera natural y estaba abierta: lo consideró extraño y aún le asustó más.
Miedo a lo inexplicable. Dio la vuelta lentamente al coche. La brisa soplaba y helaba el sudor de su frente, haciéndole estremecerse de nuevo. Pasó entre los tilos italianos. El temor le atenazaba y se apoderaba de él. Sentía el deseo apremiante de dar la vuelta y echar a correr, pero no podía hacerlo. Había llegado al porche. Tilos italianos y macetas con plantas. Por las balaustradas se enredaban parras retorcidas que tenían un blanco color como la luz de la luna. Se detuvo inseguro, pensando en Jenny y en el doctor, recordándolos, olvidándolos y oyendo las voces. Por fin, cruzó la puerta abierta.
¿Por qué estaba abierta? Conocía la razón: ella le esperaba. Sabía que él iría; se habría enterado de algún modo, y le estaría esperando. Temor a lo inexplicable. La necesidad de saber y el temor a enterarse. Extendió la mano y tocó la puerta con los dedos, le dio unos ligeros golpecitos, como comprobando: la puerta era muy real. Una intensa luz asomaba por ella. Se adelantó y la abrió del todo, entrando luego en la casa.
Silencio. El salón estaba vacío. En las paredes había cuadros. Un candelabro resplandecía bajo el techo iluminando las escaleras. Ricas alfombras, reluciente cristalería. Richard se detuvo, sumido en el temor. La escalera se remontaba hasta un balcón que formaba ángulo con el vestíbulo, y varias puertas cerradas ocultaban numerosas habitaciones sin ofrecer nada más que silencio.
Richard se humedeció los resecos labios y miró lentamente en torno. Dos puertas barnizadas, una a cada lado, conducían a otras tantas habitaciones. Una estaba abierta: la luz asomaba tras ella. Sabía que era la habitación que había visto desde el jardín, aquella de los cortinajes de terciopelo, el candelabro y la rica mesa de caoba. Aspiró profundamente, sintiendo que no estaba solo, captando la presencia de alguien más, recordando las siluetas tras el blanco resplandor, los rojos cabellos y los verdes ojos femeninos. Fue hacia la puerta abierta. El silencio lo llenaba todo, le rodeaba completamente. Empujó la puerta, entró y se detuvo asustado.
Ella se encontraba sentada en el extremo opuesto de la mesa, sueltos los rojos cabellos y muy brillantes sus verdes ojos, pese a encontrarse tan lejana. Le miraba fija, concretamente, tranquila, casi glacial. Vestía traje de noche negro con volantes floreados en las mangas, y en la mano derecha sostenía una copa de algo que parecía vino tinto.
Richard se asustó: la expresión de los ojos femeninos era de demencia. Ella levantó su copa, bebió un trago y luego la dejó en la mesa con un seco tintineo.
—Te estaba esperando.
—¿Por qué? —preguntó Richard.
—Sabía que vendrías. No me preguntes por qué. Sencillamente, lo sabía.
Richard se acercó a ella. Estaba asustado y confundido. No sabía por qué se encontraba allí; no podía creer que fuese cierto. Se sentía irreal y ausente, no responsable de sus actos. La mujer seguía sentada, mirándole sin sonreír. Con su traje negro, rodeada de antigüedades, parecía proceder de un tiempo remoto. De otro tiempo, de otra época. Richard no sabía dónde estaba. Tenía la sensación de haberse metido en un sueño del que no podría escapar. Su jaqueca había desaparecido, pero persistía el temor. Se detuvo junto a la puerta, mirando a la mujer, preguntándose quién la habría informado.
—¿Cómo lo sabías? —le preguntó.
—Te he dicho que no me lo preguntes.
—Tenía que venir. He de saber por qué.
Ella sonrió débilmente y levantó su copa, sorbiendo un poco de vino. El cristal produjo un seco ruido que le sobresaltó.
—¿Por qué tenías que venir?
—No estoy seguro —repuso Richard—. Lo he olvidado… Estaba tratando de olvidar y, de pronto, la idea volvió a rondarme y comenzaron de nuevo las terribles jaquecas. Creí que iban a acabar conmigo. Oí voces, o creí oírlas, y estuve pensando en ti. Tenía que venir. Me parecía algo imperativo. Tenía la sensación impresa en el cerebro de que, por el hecho de venir aquí, me curaría. Las jaquecas eran terribles: me obligaron a salir de mi apartamento. No sabía qué hacer, no podía pensar en otra cosa… Sólo en coger el tren. Pensé en coger el tren y aquello me pareció lo mejor.
—¿Y ha desaparecido tu dolor de cabeza?
—Creo que sí; así lo espero.
—¡Qué raro! Mi jaqueca también ha desaparecido. Es muy raro… No estoy asustada.
Su declaración sobresaltó a Richard. Miró nervioso la habitación. No sabía qué esperaba ver, pero, de todos modos, tenía que mirar. Sobre la mesa había un candelabro, y una pared de la sala estaba completamente llena de libros. Los cortinajes eran de terciopelo y se veían grandes cuadros, diversos trofeos, relucientes botellas y copas. La larga mesa estaba iluminada. Los verdes ojos de la mujer le miraban algo ensombrecidos. Las sombras se intensificaban al llegar a los rincones, formando extrañas figuras, como gárgolas. Richard se estremeció y sintió frío, preguntándose vagamente dónde se encontraba. Miró en torno y luego a la mujer con desesperación, necesitándola.
—¿Cómo estás?
—¿Cómo?
—¿Cómo estás?
Ella le miró y frunció el entrecejo, sin creer lo que había oído. Luego echó atrás la cabeza y sus cabellos resplandecieron en un rojo ardiente, cayendo sobre sus desnudos y convulsos hombros mientras estallaba su risa.
—¿Qué pasa?
—¡Oh, Dios mío!
Su risa resonó por toda la habitación; un sonido bárbaro, algo demencial, desprovisto de calor y de humor.
—¡Oh, Dios mío, qué pregunta!
Richard siguió inmóvil.
—¡Cállate! —dijo quedamente.
—¿Cómo estás? —repitió ella riendo enloquecida—. ¡Vaya pregunta me has hecho!
Richard cruzó la habitación sin darse cuenta de lo que hacía, entre luces brillantes y sombras, cristal destellante y fluctuantes velas. Las sillas estaban apoyadas contra la mesa, todas vacías, como si sostuvieran fantasmas, y la risa de la mujer interrumpía el silencio. Era de locura; un sonido cortante que le envolvía. Richard le dio una bofetada, un golpe único y concreto que le volvió la cabeza a un lado y la obligó a interrumpir su risa. La mujer respiró profundamente y se quedó inmóvil, muy abiertos los ojos por la sorpresa, contemplando con fijeza hacia la pared, brillante la mirada, formando sus labios una tensa línea y conteniendo su furia. Richard se apartó de su lado, separó una silla de la mesa y se sentó. La mujer seguía mirando la pared, ladeada, hasta que por fin se irguió, aspiró profundamente y se tocó la mejilla con la mano.
—Me has hecho daño.
—Lo siento. No sabía qué hacer. Parecías histérica.
Ella se tocó nuevamente la mejilla, sonriendo tristemente, bebió un trago y empujó la botella hacia el muchacho.
—¡Bebe! Creo que necesitas un trago. Antes de que concluya la noche necesitarás más, y probablemente no lo tengas.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé. No sé qué significa nada de esto…; sólo sé que está sucediendo.
Richard se sirvió vino, advirtiendo que le temblaba la mano. Volvió a dejar la botella en la mesa y luego miró fijamente a la mujer.
—¿Cómo sabías que vendría?
—Lo ignoro, pero estaba segura de ello. Tenía esa sensación…, una sensación muy concreta.
—Dejaste la puerta abierta.
—Sí, estaba abierta.
—No se deja la puerta abierta por una sensación… Debe haber algo más.
La mujer le miró y sonrió. Sus ojos eran muy extraños, brillaban, pero le estaban mirando como si miraran más allá de él, sin verle realmente. Richard se estremeció. Cogió la copa, la hizo girar y vio los destellos de la luz.
—¡Bebe! —le invitó la mujer—. No está envenenado, no te hará daño.
Richard sonrió y bebió un poco, dejando luego la copa en la mesa. La mujer le observaba con aquella extraña y viva intensidad, ligeramente agarrotada su mano izquierda.
—¿Dónde está tu marido?
—No está en casa.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Me dejó hace cinco meses.
—¿Te dejó? ¿Así, por las buenas?
—Sí, eso quiero decir. El pobre pensó que su mujer se estaba volviendo loca, de modo que hizo las maletas y se marchó.
—¿Te estás volviendo loca?
—No estoy segura. Creo que sí.
Cogió su copa, bebió otra vez y pasó la lengua por el borde.
—Yo dormía muy poco. Y cuando dormía, sufría pesadillas. Estaba enfadada, comencé a destrozar objetos, a tenerlo todo desordenado, a romper los teléfonos…
Dejó otra vez la copa en la mesa, encendió un cigarrillo, ladeó la cabeza para despedir el humo y se volvió lentamente hacia él.
—Teníamos terribles disputas. Yo no sabía nunca qué decía. Le odiaba sin tener motivos: sencillamente le odiaba y deseaba librarme de él. Sin saber por qué, quería encontrarme sola… Tenía que ser así. Quería estar sola en este mausoleo para poder esperar…, esperar algo… Naturalmente, me dejó. Yo vivía muy mal. Tenía intensos dolores de cabezas, como migrañas, sueños terribles, realmente malos. Luego él me dejó, todo eso desapareció y me senté a esperar.
Despidió el humo del cigarrillo y observó cómo formaba volutas ante su rostro, en una neblina azul que disimulaba su desmejorado aspecto, las arrugas formadas por la tensión. Sí, había cambiado. Su rostro denunciaba el miedo. Richard la miró, viendo en ella a una mujer que había envejecido, que enloquecía por momentos.
—¿Esperando? Esperar ¿qué?
La mujer se encogió de hombros, estudió su cigarrillo encendido y le miró como si le atravesara con la mirada, echando la ceniza en el suelo.
—No lo sé. Sólo sé que algo está sucediendo. Ayer noche tuve una jaqueca, fui a dormir y soñé contigo. Me desperté y pensé que iba a estallarme la cabeza, pero seguí pensando en ti. Entonces comprendí que vendrías: lo vi muy claramente. Y también comprendí que cuando vinieses estaría curada, así que abrí la puerta.
—Eso es una insensatez.
—¿Lo es realmente? ¿Lo crees así? Y, sin embargo, tú sufrías jaquecas que te obligaron a salir de tu apartamento, coger el tren hacia Cornualles y venir directamente aquí… ¿Estamos los dos…? ¿Estamos locos?
Richard paseó la mirada por la habitación, un salón del siglo XVIII. Las sombras inundaban los rincones, reptaban por las estanterías, se arrastraban por el suelo y se desvanecían contra un intenso foco de luz. Otro tiempo, otra época; otra época, otro lugar. Bebió un trago y sintió estremecerse su mente, deslizándose por un negro agujero. Él no se encontraba allí; estaba en otro sitio —en un lugar muy lejano—, aquí y allí, que eran uno y el mismo lugar, aislado de la realidad. Miró a la mujer, viendo sus verdes ojos hundidos en las sombras: ojos de loca, obsesionados con lo que se estaba avecinando, sintiendo más de lo que expresaban.
—¿Qué sucedió? —preguntó Richard—. ¿Qué pasó aquel día en las colinas? Recuerdo las siluetas entre la bruma. Sólo eso; nada más.
La mujer se pasó la lengua por los labios, errante la mirada, se volvió hacia él sin verlo, como buscando algo tras de Richard, sin encontrar nada.
—No lo sé. No recuerdo más que tú. Me desperté tres días después, en el coche, en el mismo lugar, y me fui a casa inmediatamente, sin comprender qué había ocurrido; sin creerlo, en realidad. Recuerdo cómo comenzó todo: el inmenso aparato entre la bruma, los platillos que volaban en torno a nosotros proyectándonos su luz. Luego, nada: el vacío. Me desperté y te habías ido. Despuntaba el día y pensé que me había quedado allí dormida toda la noche, que de algún modo habría perdido el sentido. De modo que volví aquí, en mi coche, me fui a la cama y me pasé el día durmiendo. Al levantarme, comí un poco, vi la televisión y descubrí que habían pasado tres días. Luego vinieron los dolores de cabeza, las pesadillas, el miedo. Cuando mi marido me ponía las manos encima me rebelaba y sentía repulsión. No podía entenderlo: sólo sabía que tenía que librarme de él. Sufrí ataques y comencé a destrozar la casa, y él, al final, me abandonó. Después, todo fue mejor; no tuve más pesadillas, ni jaquecas. Sólo la gente… No podía resistir ver a nadie. Así que me quedé en casa. Me pasaba aquí todo el día. Bebía muchísimo y eso me ayudaba. Me constaba que iba a ocurrir algo, que algo sucedería, pero ignoraba qué. No sufrí más pesadillas ni tuve temores. Pero todo comenzó de nuevo ayer noche. Entonces comprendí que había sucedido, que no fue un sueño, y supe que tú vendrías hoy y que todo acabaría pronto.
—¿Que todo acabaría?
—Sólo estoy segura de que todo acabará.
—¿Acudiste a la policía? —preguntó Richard.
—¿La policía? —repitió. Parecía sorprendida—. No, no vino la policía… Se presentaron unos hombres vestidos de gris, con carteras. Dijeron que eran del gobierno… y tomaron notas.
—¿Una semana después de que aquello sucediera?
—No. Sería un mes más tarde. Dijeron que era simple rutina… Tomaron notas… No he vuelto a verlos desde entonces.
—¿Vinieron un mes después de que aquello sucediera?
—Eso es: había pasado más de un mes.
—¿Qué les contaste?
—Cuanto había sucedido. Evidentemente, no me creyeron.
Richard miró a la mujer, que seguía de pie delante de la silla. Las sombras le caían en los ojos, por el rostro, por la curva de los senos. Richard la miraba hipnotizado. La luz se le proyectaba en las manos, que tenía estrechamente enlazadas y sus dedos eran largos y delgados como una pálida red.
—¿Qué dijeron? —preguntó Richard.
Ella se encogió de hombros.
—No gran cosa. Que te habían visto, que les habías contado lo sucedido y querían confirmar que era cierto. Yo les dije cuanto recordaba, que no era mucho, pero ellos lo anotaron. Eran dos hombres muy amables, muy educados. No he vuelto a verlos desde entonces.
—¿Les confirmaste lo que había sucedido?
—Les confirmé cuanto recordaba. Cuando llegué al rayo de luz sonrieron como si no creyesen una palabra: dijeron que había visto el planeta Venus. Luego se metieron en sus coches, se fueron y no he vuelto a verlos.
Seguía inmóvil, mirando en torno, distante, sin sentirse de veras presente. Tenía aspecto fantasmal, con su traje largo y flotante, y a su espalda las paredes se perdían entre sombras. Richard no sabía qué estaba sucediendo; su miedo florecía entre el silencio. Levantó la mirada y vio sus ojos brillantes, con viva y desenfocada profundidad. ¿Qué hacía él allí? ¿Qué esperaban los dos? Consideró la idea de levantarse e irse, pero inmediatamente sintió tensión en la cabeza y entonces comprendió que no podría marcharse. Su mirada se centró en los senos femeninos. Suspiró profundamente, el dolor amenazante se evaporó, y sintió la cabeza mucho más aliviada.
—Esto es una insensatez.
—Sí —repuso ella—, lo es.
—Tengo miedo y no sé exactamente de qué.
—No pasa nada. No pasa nada.
Richard sintió un repentino escalofrío al recordar la cegadora neblina blanca y lo que ella dijo en aquel momento: «No pasa nada. No pasa nada». Recordaba claramente las palabras. Volvió a mirar sus ojos verdes, muy brillantes, que observaban la habitación, y pese a su creciente temor comprendió que, en cierto modo, la necesitaba.
—Volvemos a estar juntos.
—Sí —dijo ella—. Así lo creo.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—No pasa nada. No pasa nada.
La mujer se mordía ligeramente el labio inferior, mirando por encima de él, a través de la ventana, hacia el cielo negro salpicado de estrellas, con mirada inquisitiva, suplicante. Un estremecimiento recorrió la espalda de Richard, haciéndole sentirse más irreal. Vio cómo se extendían las sombras sobre el césped y sobre los árboles en forma de seta. Las estrellas eran brillantes y numerosísimas y ofrecían silencio sin revelar nada. Se volvió y miró a la mujer, sintiendo crecer el temor en él.
—Estoy cansado.
—Esto es agotador.
—¿He de quedarme aquí? ¿Es eso lo que debo hacer? Tengo que quedarme… por las jaquecas.
La mujer le miró, sonrió de un modo extraño, peculiar en ella, y se pasó la mano por los cabellos con un destello acerado en los ojos.
—Sí. Las jaquecas… Algo está sucediendo… Sí, desde luego… Tendrás que quedarte… Más bien los dos tendremos que quedarnos aquí.
Richard la miró como hipnotizado. El negro vestido flotaba sobre su cuerpo. Era alta, de cutis blanco, y muy elegante; resultaba irreal entre las luces y las sombras.
—¿Puedo dormir aquí?
—Sí. Debes dormir. Te sentirás mejor.
Se miraron. El viento soplaba sobre el césped. Las velas oscilaban en la mesa y su luz quedó superada por el candelabro, como un enorme charco de luz que les rodeara: un charco de luz en la oscuridad.
—Te acompañaré arriba.
—Gracias. En realidad, no he traído nada… Ni toallas, ni ropa…
La mujer hizo un ademán lánguido y elocuente, como quitando importancia a sus palabras.
—No te preocupes. No tiene importancia. Siempre estamos preparados para recibir invitados.
Richard se levantó muy lentamente, sintiéndose débil y dolorido. Miró hacia arriba, quedó cegado por el candelabro y desvió los ojos, que le chispeaban. Los rincones de la habitación estaban sumidos en sombras. La cristalería relucía en un armario. Vio su reflejo en el vidrio como un auténtico fantasma, sin existencia. Luego distinguió otro reflejo, una forma flotante, incorpórea, sintió un escalofrío y se volvió en redondo hacia la mujer, que se le acercaba.
—Por aquí —le dijo, tocándole ligeramente, al pasar por su lado, con los largos dedos extendidos.
Se adelantó luego, acompañada por el crujido de sus ropas, y atravesó el vestíbulo.
El muchacho la siguió, sintiendo extrañas contracciones en su estómago mientras iba hacia la escalera. El vestíbulo parecía muy grande, mucho mayor de lo que en realidad era. El suelo estaba alfombrado y el vestido femenino se arrastraba ligeramente. La mujer apoyó la mano en la barandilla y comenzó a subir pausadamente.
Richard iba tras ella sintiéndose extraño, excitando más su nerviosismo la serenidad de la mujer, confundido sin saber realmente qué le sucedía. Se preguntaba si estaría en su sano juicio. Nada de todo aquello era real: la casa, la escalera ni las luces que brotaban débilmente de las paredes y caían sobre la mujer. Apoyo también su mano en la barandilla y su contacto le pareció suave. Miró adelante, vio el ondulante movimiento de las caderas y paseó su mirada desde el brazo hasta la muñeca, contemplando la blanca carne sobre la pulida madera. Era real: estaba viva. Llegaron al descansillo. Ella se volvió y le miró por encima del hombro, sonriéndole enigmática… Luego, siguió andando.
Continuaron a lo largo del mirador, entre las sombras. Las lámparas adosadas a la pared pendían proyectando una débil luz, escasa entre la densa oscuridad. La mujer se detuvo ante una puerta cerrada, la abrió y luego retrocedió, invitándole a entrar con un ademán. Él advirtió su extraña sonrisa, que no le era propia, se estremeció y entró en la habitación, rozándole los senos con el hombro.
—¿Estarás bien aquí? —preguntó ella suavemente.
Richard apenas distinguió la habitación: sólo un lecho con las ropas vueltas. Una lámpara encendida en una alacena, junto al lecho, proyectaba su luz entre las sombras.
—Sí. Está muy bien.
—Pareces cansado, agotado. Aquella otra puerta comunica con el cuarto de baño. Allí encontraras toallas…, pijamas…
Richard asintió sin palabras, sintiéndose demasiado nervioso, confundido e hipnotizado por sus ojos, por aquel verde y opaco destello, por la esbelta línea de su cuerpo, el negro traje y la luz indirecta que la envolvía.
—No te preocupes. No pasa nada, no pasa nada. Descansa y luego te sentirás mejor. Nos quedaremos aquí y esperaremos.
Le hubiera gustado saber qué quería decir ella, qué creía que debían esperar. Abrió la boca para expresar sus pensamientos y luego la cerró, temiendo escuchar el sonido de su propia voz. La mujer fue hacia la puerta y salió por ella, cerrándola sigilosamente.
Richard se quedó inmóvil en medio del silencio o, mejor dicho, de un ruido que se asemejaba al silencio, zumbándole los oídos, los ojos fijos en la puerta cerrada, en tensión y con la mente en blanco. Estuvo así largo rato, oyendo alejarse a la mujer hasta que se detuvo, percibió el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse y, después, el silencio fue absoluto.
El muchacho movió lentamente la cabeza, confundido y algo asustado, se volvió y examinó detenidamente la habitación. Era grande, limpia y cómoda. La estudió con atención, absorto, sin ver nada más que la cama, la lámpara en la alacena y una ventana enmarcando la oscuridad. Fue hacia ella y, nervioso, miró al exterior. Se veía el otro extremo de un patio, una pared de escasa altura, algunos peldaños, el césped recortado que desaparecía en la oscuridad, algunos árboles y un pequeño cobertizo. Miró al cielo. La luna se deslizaba entre las estrellas. Se estremeció y dio la vuelta, desolado. Después entró en el cuarto de baño.
Encendió las luces. Las baldosas eran azules y verdes y las alfombrillas azules. El baño era de mármol, había una ducha y un inodoro, todo caro y de muy buen gusto. Apagó la luz. No tenía ganas de ducharse. Fue hacia el lecho y al llegar a él se detuvo, volvió al baño y encendió otra vez las luces. Eran vivas y le hirieron los ojos. Utilizó el inodoro, se quitó la ropa y se metió bajo la ducha.
Dio el agua caliente hasta casi quemarse y se sintió revivir. Permaneció allí mucho rato. Luego cerró el agua y se secó. Salió del baño, asegurándose de que la puerta quedaba cerrada, y fue a tenderse desnudo en la cama. Suspiró ruidosamente. Fuera se oía soplar el viento. Apagó la lámpara.
La oscuridad estaba dividida. La luz de la luna penetraba por la ventana. Richard oía el ruido del viento y sentía los latidos de su corazón. Miró arriba y en torno, observando el techo y las oscuras paredes, y sus temores se multiplicaron acumulándose y convirtiéndose en un denso manto. De pronto, sintió claustrofobia, se frotó el rostro con las manos, vio la luz de la luna proyectarse en un hilo sobre la alacena y una blanca silla vacía. Se quedó tendido respirando profundamente, esforzándose por tranquilizarse. Sintió deseos de levantarse de la cama y salir de la habitación, pero no pudo hacerlo. ¿Qué sucedía? ¿Por qué quedarse? Se frotó el rostro y cerró los ojos. Vio la luz de la luna o creyó verla, y luego todo le pareció un sueño.
Se oyó un ruido en la puerta y ésta se abrió. Richard miró en torno o le pareció que así lo hacía, y vio cómo se recortaba la silueta femenina entre las sombras. La mujer estaba de pie en la puerta, iluminada por una luz amarillenta. Sólo llevaba un camisón, corto y transparente, y se distinguía su delgada cintura, sus anchas caderas y sus largas piernas ligeramente separadas. No pronunció palabra; simplemente se quedó inmóvil, mirándole. Richard se frotó el rostro, se humedeció los labios y la miró como hipnotizado. La mujer cerró la puerta y fue hacia él, tendiéndose en el lecho.
La carne. El calor de la piel. Eran sueños dentro de otros sueños: la luz de la luna cayendo sobre las blancas sábanas, en el borde de la almohada, en un mechón de cabello rojo, los ojos brillantes, la lengua rosada entre los húmedos labios. Se acercaron uno a otro y se fundieron sus cuerpos, tropezaron sus piernas, se abrazaron; piel cálida, carne complaciente, sus senos aplastados, su espalda sudorosa, las manos anhelantes, las uñas que arañaban, sus muslos extendidos, profiriendo gruñidos. Un sueño dentro de otro, un sueño; sombras que se retorcían a la luz de la luna, levantándose, cayendo, rodando y mordiéndose como animales… Tenía que poseerla, no podía detenerse, ya fuera dormido o despierto, sin preocuparse, sin saber, buscando la liberación de su miedo, como un niño otra vez, indefenso, labios y lengua en sus pezones, ansiando solaz, desquite, perdón, respuestas definitivas, buscando sus senos con las manos, deslizando su vientre sobre el de ella, abalanzándose sobre su cuerpo, intentando ocultarse en su interior, sudor y sangre, las realidades de la vida… ¿Había sucedido? ¿Importaba que así fuera? La roja cabellera se cruzaba ante sus ojos. El rostro de la mujer resbalaba por su pecho, por su estómago, sus labios abiertos le recibían… Sensación de relajamiento: se acabó el miedo. Miró hacia arriba y vio la luz de la luna. Cerró los ojos y se dejó devorar, verter, derramarse en ella.
La luz de la luna, la oscuridad. Las estrellas bañándose en el vacío. Estaba tendido, derritiéndose y desapareciendo, desafiando al tiempo y al espacio. Tocar y ser tocado. Los latidos de la sangre y del corazón. Tocar, sentir, saber y dejarse llevar hacia la sensación de paz. Recordaba su contacto. Se despertó, recordándolo todavía. Parpadeó, se frotó los ojos y miró a su alrededor con el cuerpo aún caliente.
—No pasa nada. No pasa nada.
La vio en la puerta, de espaldas a él, desnuda, cubierta sólo con una leve túnica transparente, saliendo de la habitación. Se iba. Le parecía sentir la carne de ella sobre la suya. Parpadeó de nuevo. Miró obstinado hacia la puerta y vio luz en el balcón. Entonces volvió a sentir miedo. Se sentó en la cama. La luz de la luna entró en la habitación, se fundió con la que llegaba por la puerta abierta, iluminando parte de la prenda que había dejado caer antes de meterse en su cama.
El miedo reptaba arteramente, llegaba hasta él envolviéndole, helando aquel primer escalofrío y quemándole luego, dejándole sudoroso y agitado. Miró con ansia salvaje por la habitación. La luz de la luna entraba por la ventana. Sintió miedo y se esforzó por saltar de la cama y correr hacia la puerta.
La mujer estaba en la escalera e iba hacia el vestíbulo, llevando únicamente la túnica blanca y transparente que recortaba su silueta. Richard la miró fijamente, aterrado. Caminaba como si estuviera en trance. La prenda se le adhería a los senos, a las caderas, a las largas piernas mientras bajaba. Richard se asió con fuerza a la barandilla, advirtiendo en el rostro de la mujer una pálida luz. Dio un grito llamándola, instándola para que volviese, pero ella siguió bajando la escalera, con la mirada fija en la puerta principal.
Richard se apoyó en el pasamanos. Las luces del vestíbulo eran tenues. La puerta principal estaba abierta y la luz de la luna entraba en el vestíbulo, recortándose en el porche la silueta de una figura pequeña, inmóvil y carente de rasgos.
El terror atenazó a Richard y le abrumó, haciéndole retroceder de la barandilla, adosarse a la pared y mirar en torno, paralizado, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. De pronto se movió. Sentía la necesidad de tocar a la mujer, que era algo real, una presencia vibrante de carne y sangre, y todo lo que tenía. Corrió hacia la escalera y la vio en el vestíbulo. La figura antes inmóvil en el porche había desaparecido, pero la luz de la luna lo inundaba. Richard gritó de nuevo: la mujer no desvió su mirada. Bajó corriendo la escalera, latiéndole apresuradamente el corazón, mientras ella iba hacia la puerta.
Richard se quedó paralizado, sosteniéndose en la barandilla con una mano. Miró hacia la puerta, a la luz, inmóvil por el terror. Se movió otra vez, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, pensando tan sólo en ella, en su presencia, en aquel contacto con la realidad. Llegó al pie de la escalera. La luz del exterior iluminaba el suelo. Se adelantó y vio a la mujer en el césped, rodeada por la oscuridad.
El muchacho fue hacia ella: el miedo le ahogaba, le dejaba como reseco. Salió al porche y vio a la mujer delante, inmóvil. El viento agitaba sus cabellos, ceñía la blanca prenda a su cuerpo, y sus caderas y sus piernas destacaban con singular belleza. La mujer se volvió poco a poco, y le miró directamente. Richard se fijó en su pálido rostro, sus flotantes cabellos y su extraña y hechicera sonrisa.
El muchacho se detuvo en el porche, sintiendo el frío impacto del viento. El miedo le asfixiaba, le resecaba, entorpeciendo sus sentidos. La mujer seguía inmóvil en el césped, con la cabellera flotando al viento. Richard percibía el sonido del viento y un zumbido. Lo percibía, se sentía aplastado por él. Se adelantó lentamente sin apartar los ojos de la mujer. Veía detrás de ella la línea de árboles y una luz que aparecía más allá, intermitente, como una niebla luminosa que se levantaba y se extendía convirtiéndose en un abanico.
—¡Oh, Dios mío! —susurró.
No pudo decir más. Sabía que todo había acabado, que no podría volver atrás. No había manera de volver: sólo quedaba el terror. No había modo de resistirse al dolor. Movió la cabeza, indefenso, y se humedeció los resecos labios mientras avanzaba por el césped.
La mujer lo estaba esperando con los brazos colgando. Se detuvo cuando estaba a medio camino, buscando en vano su mirada, que quedaba semioculta entre las sombras. Richard parpadeó y la miró de nuevo, advirtiendo la sonrisa en su rostro, aquella mueca fantasmal, pero sus verdes ojos no eran visibles. Sacudió la cabeza y se estremeció. Fue más deprisa hacia la mujer, que le estaba aguardando. Cuando estuvo más cerca descubrió que tenía los ojos cerrados, que estaba de pie, allí, soñando.
Richard casi se quedó sin aliento, y su corazón latió aceleradamente. Fue hacia la mujer y la tocó, pero ella no abrió los ojos. Entonces el miedo le conmocionó totalmente. Miró enloquecido al cielo y vio la luna deslizarse bajo las estrellas y algunas nubes que pasaban por el cielo. Más allá de la mujer se distinguía la luz sobre los árboles, aquella luz intermitente que formaba un confuso abanico, un resplandor espectral en la oscuridad nocturna.
Richard se echó a llorar. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Oía el sonido, lo percibía, se sentía abrumado por él. Apretó los puños, lleno de impotencia. Entonces vio cómo se acercaban a él aquellos seres sin rostro en la oscuridad. Eran tres, todos de escasa estatura, y avanzaban lentamente, separados.
Richard los miró como hipnotizado. El terror reptaba por su espalda. Olvidó a la mujer que tenía a su lado, olvidó al doctor y a Jenny: no pensó en nada más que en el terror encarnado en los hombres que avanzaban hacia él. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Vio cómo concluía su historia. Seguía mirando a los hombres, que iban a su encuentro, y comprendió que debía reunirse con ellos. Sentía a un tiempo miedo y pesar. Tenía la cabeza en tensión y le dolía. Los hombres avanzaban en la oscuridad. La luz se extendía delante de ellos y sus sombras eran confusas y se proyectaban delante de sus cuerpos sobre el húmedo césped. Richard se quedó inmóvil, hipnotizado. Los hombres se detuvieron al llegar junto a él. Eran pequeños, llevaban máscaras plateadas y vestían monos grises. Richard siguió inmóvil, transfigurado. Uno de ellos se le acercó, le tendió la mano, le tocó en el cuello y él dejó de tener miedo.
—Vamos —dijo Richard.