Capítulo Veinte

Dio la vuelta, se sentó de nuevo y ambos se estuvieron mirando en silencio. En la clara habitación reinaba un silencio mortal y ninguno sabía qué decir. Siguieron allí sentados abrumados y comprobando regularmente sus relojes. Estuvieron largo tiempo allí sentados, pero Richard no apareció.

¡Cuánta ironía hubo en su muerte! Era la que mejor convenía a ambos porque ¿a cuántas personas habían enviado ellos mismos a las cámaras de gas durante los años de pesadilla? Pienso especialmente en Kammler, el general Hans Kammler de las SS. Él proyectó los campos de concentración, supervisó los planos de Birkenau, fue responsable de sus cuatro grandes cámaras de gas y de su execrable homo crematorio. Era un hombre despiadado, de negros cabellos, enérgico y muy decidido. Su gran ambición y su absoluta falta de escrúpulos le hicieron tristemente famoso.

Agosto de 1943. Himmler se encontraba entonces en la cúspide. Su ansia de poder había aumentado con los años y entonces era casi un dios. Sin embargo, aquello no le bastaba; ambicionaba cada vez más, y muy especialmente deseaba controlar los cohetes V-2 y a todos aquellos que trabajaban en su fabricación. Procuró conseguirlo, pero fracasó en su intento. Después fue bombardeado Peenemünde y Himmler sugirió a Hitler que había sido traicionado, por lo que sus SS debían asumir inmediatamente el control absoluto del lugar. Hitler accedió, y Himmler consiguió de este modo sus propósitos. Trasladó al punto la construcción en masa de los cohetes a las cuevas próximas a Nordhausen, y el general Kammler se encargó de su dirección, convirtiéndose en la mano derecha de Himmler. Cuando aquello sucedió, me vi obligado a obrar rápidamente para proteger mi proyecto.

Aquéllos eran años peligrosos. La guerra no iba bien. Tras la desastrosa ofensiva rusa, Italia había caído en manos de los aliados, la salud mental y física de Hitler se estaba deteriorando y el Reich se encontraba en ruinas. Mi propia situación no era mejor. Según recuerdo, bastante precaria. Dudaba de la cordura de Himmler y de su voluntad, y aquello me hacía sentirme incómodo. Los esclavos seguían siendo enviados a Kiel y desde allí trasladados al desierto. Las grandes cuevas se estaban extendiendo bajo el hielo, pero parecían muy lejanas. Me preguntaba si conseguiría llegar hasta ellas, pues ya no confiaba en Himmler. En el Reich se sucedían los desastres, y le veía rebosando histeria. Yo seguía anhelando llegar al hielo, pero sabía que no podía contar con Himmler. Su histeria le estaba volviendo indeciso, y aquello significaba que se hacía peligroso. Anhelaba irme al desierto, donde no tendría que contar con Himmler. En 1943 conocí a Kammler, y su crueldad me sedujo.

Kammler estaba enterado de mi proyecto, y Himmler le había enviado a comprobarlo. Me encontraba entonces en la factoría de la BMW, cerca de Praga, trabajando todavía incansablemente. Sabía que pronto se perdería la guerra y hacía un doble juego. Aquello era peligroso, muy sucio, y tenía que ir con cuidado. Aún seguía necesitando de modo acuciante a Himmler: sus recursos eran esenciales para mí. Sin embargo, sabía que él temía constantemente ser descubierto por Hitler. Después de todo, se trataba de una traición, y si el Führer descubría sus intenciones, ordenaría que fuese ejecutado. Eso asustaba a Himmler: en sus dulces ojos se leía la locura. Había prometido dar al Führer importantes armas nuevas y el Führer estaba inquieto. Yo no me atrevía a acabar el platillo hasta que llegase al desierto. Temía que la creciente confusión de Himmler le impulsase a dárselo a Hitler, lo que hubiera significado el fin de todo, pues los aliados se adueñarían de cuanto encontrasen. Por lo que a mí respectaba, me considerarían un criminal de guerra y probablemente me colgarían.

En la cúspide de todo se encontraba Schriever. El Flugkapitan era ambicioso. Sin embargo, también era uno de los científicos favoritos de Himmler y necesitaba impresionarle. Los ojos de Schriever devoraron mi platillo: rivalizaba conmigo. Me constaba que si se realizaba aquella máquina, él se llevaría toda la gloria. Ya le había visto hacer algo parecido: tenía la astucia del hombre sencillo. Himmler insistió en que compartiéramos todo el proyecto y sabía qué significaba aquello. Yo conocía el secreto de Himmler; el Flugkapitan, no. Una vez que el platillo estuviera realizado, yo desaparecería sencillamente, y entonces Himmler podría ofrecérselo al Führer como un logro germánico. Así, pues, Schriever era una amenaza. Deseaba atribuirse mis logros. Por ello me reservé muchas cosas, guardando en secreto gran parte de mis progresos. Schriever trabajaba con proyectos falseados: yo le facilitaba bastante material para que no recelase nada. El platillo de Schriever podría ascender y mantenerse brevemente en el aire, lo suficiente: entretanto, en la factoría de la BMW yo ultimaba tranquilamente mi gran obra.

Solamente pensaba en el hielo, en los pabellones que se multiplicaban bajo la nieve. Antes o después tendría que huir e incorporarme a la vasta y escondida colonia, y no podía contar con Himmler para ello, pues su creciente pánico le había vuelto peligroso. Por su temor e indecisión se podía comprender que nunca renunciaría. Necesitaba otro aliado, otro hombre con grandes ambiciones. Conocí a Kammler en la BMW y comprendí que él era mi hombre.

Kammler tenía dotes de organizador: era implacable, muy decidido y, lo más importante, dotado de ambiciones ilimitadas y un absoluto egoísmo. Le estuve sondeando poco a poco: me costó meses, pero fui paciente. El único pensamiento de Kammler, entonces, era sobrevivir, y sobre aquella base le trabajé. Él ya conocía la existencia de la colonia secreta y le sorprendía e intrigaba. A medida que le fui desvelando más hechos, pude advertir que la idea le atraía. El Reich estaba desmoronándose totalmente a su alrededor, se producían conjuras y contraconjuras. Los nazis se devoraban entre sí y la supervivencia resultaba difícil. Además, estaban los aliados. Kammler sabía que la guerra estaba perdida. También comprendía que si los aliados le cogían prisionero, seguramente le matarían. Tenía que escapar de Alemania, debía desaparecer por completo. Cuando lo comprendí, le hice partícipe de mis planes y me comunicó que se uniría a ellos.

Era un hombre organizado: cruel y muy decidido. Aquel mismo mes fue a ver a Himmler y le mintió abiertamente. Me pintó con los más negros colores y ensalzó arrebatadamente a Schriever. Se quejó de que mi proyecto era un enredo y que yo estaba entorpeciendo a Schriever. Yo era demasiado viejo, dijo, y el Flugkapitan Schriever, joven y brillante. Dijo que él debía llevar adelante su proyecto, que debía dársele mucho más estímulo. Himmler no parecía muy seguro de ello, pero Kammler insistió mucho en este punto: recordó a Himmler que la invasión aliada ya había comenzado y que debía tomar precauciones. Kummersdorf occidental debía ser evacuado. El americano y Schriever tendrían que separarse. Kammler sugirió que yo fuese trasladado a la región montañosa de Turingia y que Schriever fuese a Mahren. Será mejor así, dijo. Schriever podría trabajar entonces sin molestias. Himmler, a la sazón dependiente de Kammler, le concedió enseguida su autorización.

Después fui trasladado, viéndome por fin libre de Schriever. En Kahla, en las montañas de Turingia, llevé a cabo mi obra más importante, de la que Himmler nunca tuvo conocimiento. Kammler le decía que no realizaba grandes progresos hasta que, finalmente, Himmler apartó de mí su atención, centrándola totalmente en el joven Schriever: aquello era lo que queríamos. Schriever no nos preocupaba. Me había asegurado de que el proyecto de su platillo volante nunca tuviera éxito.

Día 25 de junio de 1944. En mis oficinas del centro de investigación de Kahla hablé con Kammler y Nebe. Recuerdo muy bien al general Artur Nebe, de las SS: un personaje cuyo solo nombre ya sugería terror y gritos por los sótanos. El general Nebe era de hielo y fuego y tenía la astucia de una rata. Era un ser que no demostraba sus sentimientos, que trabajaba silenciosa y despiadadamente. Un ejemplar sin precedentes en la Gestapo. Al frente de sus escuadrillas de exterminio en Rusia se había deshumanizado hasta lo inimaginable. Nebe sabía cómo sobrevivir y era un maestro de la intriga. Se había encaramado sobre los cadáveres de numerosos camaradas para autoprotegerse. Ciertamente que era peligroso y también frío y realista. Y aquel día en mis oficinas de Kahla enmudeció de sorpresa.

El general Nebe tenía que huir. Se había producido un intento de asesinato, el Führer había sobrevivido a la explosión e intentaba vengarse. Las represalias eran terribles. Los hombres de Himmler estaban matando encarnizadamente a centenares de personas. Muchísimos oficiales habían escapado para salvarse, desapareciendo para siempre: el general Nebe era uno de ellos. Se había visto obligado a desertar. Kammler le explicó lo que estábamos haciendo y quiso unirse a nosotros.

Nebe controló el camino de huida. Sus seguidores más fanáticos de las SS se unieron a él: formaron la cadena que se extendió desde Kahla al puerto del Báltico. Yo solía vigilar los trenes que partían de allí: los miembros de las SS hacían restallar sus látigos y los perros mordían los pies de los chiquillos que querían escapar. Muchos procedían de los campos de concentración, y otros de Lebensborn. Robábamos niños de toda Europa y los marcábamos como esclavos. Los trenes los conducían a Kiel, barcos y submarinos los devoraban, desaparecían de la faz de la tierra y no volvían a ser vistos.

Entretanto, yo seguía trabajando. Se me acababa el tiempo. Se estaban produciendo los componentes finales para el platillo, pero todavía no había hecho la prueba. El Ejército Rojo se encontraba en Varsovia y muy pronto llegaría al Oder. Tenía que dar fin al platillo y probarlo antes de que los rusos llegasen.

Kammler me ayudaba en todo lo posible: su autoridad era considerable. Lo que no teníamos, lo tomaba de otros científicos y de distintos centros de investigación menos poderosos. Hitler seguía soñando en sus armas secretas y no regateaba medios para conseguirlas. Por toda Alemania, incluso mientras caían las bombas, los científicos trabajaban noche y día. Estaban en marcha un proyecto de bomba atómica, submarinos eléctricos, rayos láser, armas de infrarrojos y sistemas de control remoto. El Kaiser Wilhelm Institut, el Forschungsinstitut, de Lindau y Bodensee: de tales centros robé lo que podía ayudarme a mejorar mi propio proyecto. La energía giratoria del Feuerball, un metal poroso llamado Luftschwamm… En los laboratorios del Kreiselgerate, no lejos de Berlín Britz, resolví el problema del control giroscópico y la capa límite de Prandtl que resultó ser el logro más importante: la capa límite era la clave. A fines de 1944 la habíamos conquistado y comenzamos la construcción.

Me divierte pensar en Schriever: acaso siempre sucede así. Miro los fulgurantes casquetes de hielo y pienso en lo que aquel hombre se perdió: Schriever vivió una existencia de puro engaño. Todos sus diseños de platillos fueron inútiles. Mientras yo concluía con la auténtica obra en Turingia, él perseguía fantasmas en Mahren. Su disco volador fue un aborto: todas mis líneas directrices eran falsas. No obstante, Schriever pensó que aquello funcionaría, y eso era lo que nosotros deseábamos. Himmler raras veces preguntaba por mí: seguía visitando a Schriever. El disco de Schriever podría mantenerse sobre el suelo, pero no haría grandes cosas más. No importaba: resultaba impresionante. Schriever estaba convencido de que podría hacerlo funcionar. Le dijo a Himmler que sólo necesitaba tiempo y el Reichsführer le creyó. Aquello era exactamente lo que necesitábamos. Mientras Himmler centraba toda su atención en el disco de Schriever, nosotros llevábamos adelante el auténtico.

Fue un milagro que lo consiguiéramos. Era una carrera desesperada e insensata. Sobre nuestras cabezas el cielo estaba lleno de aviones aliados, y el humo ocultaba el horizonte. La ofensiva de Las Ardenas había fracasado. Los soviéticos cruzaban ya el Oder, los ejércitos aliados avanzaban por el sur y nuestras ciudades estaban en ruinas. Hitler se había trasladado a la Cancillería y estaba preparando su Gotterdammerung. Su Reichsführer Heinrich Himmler, presa del pánico, casi nos había olvidado. Himmler quería un platillo volante, quería el platillo volante de Schriever. Por ello estábamos en libertad de proseguir nuestro trabajo sin interferencias. La guerra, lejos, era encarnizada. El humo espesaba en el horizonte. Salíamos de nuestras cuevas para verlo y luego reanudábamos el trabajo.

Lo recuerdo de modo muy vivido: los sonidos del trabajo aún hallan eco en mis oídos. El gran complejo subterráneo de Kahla representaba un futuro. Las cuevas estaban dentro de la montaña y desde el aire eran invisibles. En su interior había miles de obreros esclavos y técnicos llenos de dedicación. Las brillantes luces nos herían los ojos, las paredes de roca proyectaban sombras gigantescas, las máquinas funcionaban y, sobre nuestras cabezas, pendían placas de metales porosos y plateados. El platillo volante era un armazón que crecía, llenando el hangar. Los técnicos escalaban sus costillas de acero con los ojos cubiertos con máscaras. La silbante y blanca llamarada de los soldadores, los obreros sudorosos bajo la bóveda, las luces proyectando sus rayos y relampagueando en la cabina, deslumbrando a los obreros… Las enormes cuevas los empequeñecían: eran catedrales talladas en la piedra. Los ruidos de los remaches, soldaduras y perforaciones repercutían por doquier. Los hombres se veían muy pequeños, como hormigas en sus reductos. Subían escaleras, cruzaban pasillos y se detenían en plataformas y vigas, apartados del mundo real, aislados dentro de la montaña, trabajando durante largas horas y durmiendo muy poco, vigilados por los soldados de Nebe.

Trabajábamos ininterrumpidamente noche y día. Oíamos el tronar de las distantes armas. Todas las noches nuestros trenes se deslizaban por debajo de la montaña y se dirigían a Kiel. El platillo volante tomaba forma: su masa resplandeciente llenaba el hangar. Estaban soldando en la cabina de los pilotos las planchas finales, y el cuerpo ya había sido concluido. El inmenso disco pendía de cadenas y se apoyaba en sus patas macizas que albergaban los cuatro propulsores que contribuirían a su despegue. El disco quedaba oprimido en las patas. Resonaban los ruidos en la cueva. Los esclavos lo miraban silenciosos, con los ojos enturbiados por el agotamiento, mientras los técnicos rugían y aplaudían, uniendo sus manos en gesto triunfal.

Fue un día histórico que nunca olvidaré. Yo estaba junto a Kammler y Nebe y me parecía soñar. Las puertas del enorme hangar se abrieron, y por ellas entraron la luz y el aire frío. El Kugelblitz, apoyado ahora sobre bloques móviles, tenía una tranquila y serena belleza. Lo trasladamos sobre ruedas fuera del hangar. Fue en febrero de 1945. El sol brillaba al pie de las montañas, pero el ambiente estaba oscurecido por el negro humo. Después empezó a llover y a nevar, y tuvimos que anular la prueba. Dos días después, el 16 de febrero, el platillo subió a los cielos. Ascendió vertical y gracioso, se detuvo bruscamente, y luego desapareció en dirección sur, convirtiéndose en una luz parpadeante sobre los campos de batalla, en una estrella radiante entre el humo.

A la semana siguiente, lo destruimos.