El hombre que desembarcó del lujoso yate en Puerto Banús, Marbella, al sur de España, era alto y refinado, llevaba camisa y pantalones negros y escondía los ojos tras unas gafas de sol. Sus cabellos eran plateados, pero abundantes, los peinaba con raya a la izquierda y le caían sobre la frente milagrosamente libre de arrugas. Se detuvo brevemente en el muelle, inspeccionando los numerosos yates que allí se encontraban, y luego, con aire decidido, pasó junto a los restaurantes. Las mesas estaban llenas de gente, una clientela bronceada y elegante, con bikinis, camisas deportivas y gafas de sol, que contemplaba el resplandor de las montañas. El hombre de negro ignoró al público y siguió lentamente su paseo, deteniéndose al llegar ante el bar Sinatra. Miró adentro y penetró cautelosamente.
El interior del local era fresco, oscuro y estaba muy tranquilo y casi vacío. Solamente se veía a una joven en un extremo del mostrador y a un hombre cerca de la entrada. Éste era de mediana edad y rollizo, y vestía un traje blanco que colgaba ligeramente de la parte izquierda del pecho, denunciando la presencia de una pistola. Le sonrió nervioso, con una sonrisa de circunstancias, y luego dio un golpecito señalando la silla que tenía a su izquierda, haciendo brillar los anillos de sus dedos.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Es el señor Aldridge!
El hombre de negro asintió secamente, se quedó inmóvil, se quitó los lentes, y sus ojos azules parpadearon mientras paseaba la mirada por la oscura estancia. La joven estaba bronceada y era muy linda. La larga cabellera de color castaño le caía por la espalda, el bikini ponía de relieve los senos y el pubis, y cruzaba invitadora las piernas. Aldridge la estudió con la mirada, captó en ella la indolencia de la gente rica, y luego, satisfecho al comprender que era inofensiva, se sentó junto al hombre vestido de blanco.
—Buenos días —le saludó éste—. Todo está muy tranquilo, señor.
—Esto parece prometedor —repuso Aldridge.
—Así lo creo, señor Aldridge. No ha sucedido nada fuera de lo corriente: todo pura rutina.
—¿No ha habido visitas?
—Ni siquiera han llamado a la puerta.
—Me siento mejor por momentos.
Una española pequeña y morena apareció por la puerta trasera del bar, y al ver a Aldridge se adelantó hacia él. Él le sonrió amablemente, pero hizo un movimiento de rechazo y la muchacha, tras asentir levemente, se puso a limpiar los vasos.
—¿No va a tomar nada? —preguntó el hombre de blanco—. Pensé que el viaje le daría sed.
—Pero no de vino, Fallaci. Sólo deseo descansar: he venido a relajarme.
Fallaci asintió y tomó un sorbo de vino, brillando sus enjoyados dedos en torno al vaso. Miró a la joven que estaba junto a la barra y se volvió lentamente a Aldridge.
—Esta mañana he hablado por conferencia con nuestros amigos de Arizona. Me han encargado que le comunicase la muerte de Irving Jacobs: se ha considerado un suicidio.
—¡Qué desgracia! Por lo menos para él. Quiero marcharme.
Fallaci se humedeció los labios, se volvió e hizo chasquear los dedos. La española sonrió y fue hacia él, haciendo ondear sensualmente sus caderas enfundadas en unos pantalones tejanos.
—¿Cuánto es? —preguntó Fallaci.
—Cien pesetas, señor.
Fallaci dejó el dinero sobre el mostrador.
—Muchas gracias —dijo.
Saltó al suelo y siguió a Aldridge, que había salido del local.
Un sol cegador se reflejaba en las paredes blancas y en los barcos que flotaban sobre las azules aguas. Fallaci parpadeó y miró en torno: vio unos muslos bronceados, un breve bikini y luego a Aldridge levantando la mano y haciendo chasquear los dedos.
—¿Dónde está el coche? —preguntó Aldridge.
—Por aquí —repuso Fallaci.
—Ya no estamos en público —le recordó Aldridge.
—Lo siento, señor. Por aquí, señor.
Cruzaron una calle estrecha con altas paredes encaladas, protegiéndose en las sombras que proyectaban los balcones de los apartamentos. La calle era fresca, pero muy corta y, al salir de ella, el calor resultaba espantoso. Un violento resplandor envolvía la desierta zona y se reflejaba sobre los automóviles llenos de polvo. Fallaci se adelantó, pisando reciamente el empedrado, apartando con su mano el sudor que le corría por la frente. Finalmente se detuvo ante un coche negro, abrió la portezuela posterior y aguardó pacientemente hasta que Aldridge entró y se instaló. Luego, la cerró. Miró a su alrededor, exhibiendo su corpulenta figura, perdido ya el carácter obsequioso, abrió la portezuela del conductor, ocupó el asiento y dio el contacto.
—¿Qué tal Paraguay, señor?
—Mucho calor —repuso Aldridge—. Por favor, llévame lo antes posible: tengo mucho que hacer.
Fallaci enrojeció y dio la vuelta, soltó el freno de mano, dio más gas y el coche arrancó suavemente, rodeando la zona de aparcamiento y tomando la carretera de Fuengirola, donde ganó velocidad.
Aldridge emitió un suspiro y se recostó en su asiento. Miró al exterior observando el tráfico y las agostadas colinas azules y ocres que se extendían hasta el cielo, profanadas por urbanizaciones de paredes encaladas, influjo del capital extranjero. Aldridge hizo una mueca de desagrado. Cerró los ojos, miró adelante de nuevo y vio la cabeza de Fallaci, sus negros cabellos y la carretera por la que avanzaban. Sonrió y se adelantó en su asiento, oprimió un botón que había sobre el asiento de Fallaci y se oyó un zumbido, mientras aparecía un panel de vidrio que le aislaba del chófer.
La parte posterior del coche estaba insonorizada, tenía aire acondicionado, muelles cojines, un armario, bar, teléfono y un sistema de vídeo y televisión, incorporado todo ello a la parte de atrás de los asientos delanteros y, sobre el armario, un espejo en el que Aldridge estudió su propia imagen. Estaba muy bronceado, mi rostro era extraño, de edad incalculable, y en los azules ojos se reflejaba una fría inteligencia. Aldridge suspiró y se sintió liberado de todos sus años. Descolgó el micrófono de grabación y comenzó a hablar.
—Uno. General. La British Mercantile Airship Transportation Company, en colaboración con Plessey, está trabajando en un prototipo experimental de una nave especial Thermo realizada bajo la dirección general del contraalmirante David Kirke, con forma de platillo volante y motores situados en el borde. Su diámetro se calcula en casi veinte metros y su peso es de unas quinientas toneladas. Este ingenio logrará su impulso de ascenso en parte mediante helio y en parte con el aire caliente generado por reactores giratorios. Hasta el momento, la velocidad alcanzada es de unos ciento sesenta kilómetros por hora, pero existen muchas probabilidades de conseguir superar esta cifra. El Ministerio de Defensa inglés ha mostrado interés por esta máquina con vistas a imprimir mayor celeridad al Ejército del Rin en la lucha, y también se ha confirmado que la Marina Real se ha interesado por la posibilidad de utilizarla para la defensa de los pozos petrolíferos del mar del Norte… Archívese para revisión.
Se ha confirmado que, durante los últimos diez años, la aviación estadounidense ha estado espiando y fotografiando el laboratorio secreto soviético de Semipalatinsk, donde se cree que los rusos están construyendo un arma electrónica en extremo potente, capaz de destruir misiles intercontinentales casi a la velocidad de la luz. Se cree también que esta arma estará compuesta de partículas atómicas o subatómicas, electrones, protones o iones, equivalentes a miles de millones de voltios eléctricos y que se lanzará contra su objetivo a casi trescientos mil kilómetros por segundo. John Allen, científico decano del gobierno estadounidense, ha manifestado que un arma de este tipo parece posible en la actualidad, y tanto George J. Keegan, jefe de espionaje de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, como el doctor Willard Bennet, miembro del equipo americano que se vio obligado a abandonar sus trabajos en este tipo de armas en 1972, creen que los rusos están más adelantados que los americanos en este terreno… Se recomienda vigilar regularmente el laboratorio de Semipalatinsk.
»En julio de 1985 la NASA proyecta lanzar una nueva nave espacial, con motor de iones y abastecida de energía solar, cuya finalidad es llegar hasta el cometa Halley y rodear Temple 2. Una lanzadera espacial transportará a la órbita terrestre dicha nave y, después, un propulsor bimotor Inertial Upper Stage lanzará este ingenio de mil seiscientos kilogramos a una órbita interplanetaria. A continuación se desprenderán los propulsores, y el motor de iones y energía solar emprenderá el viaje de tres años de duración, a velocidad moderada, hasta Temple 2… Archívese para revisión.
Aldridge desconectó el micrófono, frunció los labios y contempló los enormes bloques de apartamentos que pasaban rápidamente por su lado y las montañas que bajaban a sus espaldas. Aquel tramo de carretera era desagradable. Accidentados por la construcción de hoteles y edificios, los antiguos pueblos se habían convertido en despersonalizadas y bulliciosas ciudades repletas de turistas y tiendas de souvenirs. La vieja España había muerto y la nueva crecía por momentos extendiéndose por la Costa del Sol como un espantoso cáncer. Era el despuntar de la democracia, aquel viejo sueño que se autodevoraba, y Aldridge, con su implacable inteligencia, se sentía abrumado ante el espectáculo. Suspiró, frunció de nuevo los labios, escuchó el ronroneo del motor y luego se hundió en su asiento, volvió a conectar el micrófono y prosiguió su grabación.
—Dos. Prótesis. Son inquietantes los progresos en materia de corazones, pulmones, intestinos y entrañas artificiales, así como en células, sistema circulatorio e incluso piel artificial. Se injertan con éxito creciente huesos y articulaciones de aleaciones obtenidas principalmente a partir de variedades de cromo y cobalto, tantalio, titanio, niobio y molibdeno. Durante años se han conservado artificialmente venas y arterias, válvulas cardíacas, huesos, tejidos cutáneos, sangre y córneas, que han sido injertados en cuerpos humanos por investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pennsylvania. También se han injertado huesos congelados durante años, reanimados con radiaciones de cobalto. De igual modo han sido congelados glóbulos rojos, y los bancos de tejidos son alarmantemente comunes. En este sentido, se señala que el banco de tejidos de la Marina estadounidense ha facilitado recientemente más de siete mil centímetros cuadrados de tejidos cutáneos a víctimas de incendios en Brasil… Recabar más información.
»Prótesis externas. El control mioeléctrico está avanzando por momentos, y los soviéticos son quienes mayores adelantos realizan en este terreno. Al parecer ya han logrado perfeccionar la prótesis de un brazo-mano cuyos cinco dedos son capaces de cerrarse sobre objetos de diferente forma, con la precisión de una mano humana. Los científicos británicos han creado, entre otras cosas, brazos mioeléctricos con manos intercambiables, mientras que en Estados Unidos un equipo de científicos e ingenieros de Harvard, del Instituto Tecnológico de Massachusetts y del Hospital General del mismo estado, han fabricado un brazo mioeléctrico perfeccionado que se mueve en cualquier ángulo, velocidad o fuerza simplemente al ser pensada la acción. Este brazo recoge las señales musculares dirigidas al muñón natural, las transmite a un pequeño amplificador y las utiliza para dirigir un motor eléctrico compacto: la maquinaria necesaria para todo ello contenida en una funda de fibra de vidrio del color de la carne humana que parece un brazo auténtico… Los investigadores de la Unidad de Miembros Accionados, del Hospital de West Hendon, en Inglaterra, han conseguido algo equivalente a un transmisor o injerto de electrodos llamado Emgor, que utiliza un circuito de resonancia, sin necesidad de baterías, para detectar las señales mioeléctricas, evitando así frecuentes intervenciones quirúrgicas para rellenar el depósito de energía. Conviene precisar que los amputados a los que se aplica este tratamiento son capaces de gesticular inconscientemente y que ya se han adaptado prótesis semejantes a la parte inferior del cuerpo, hasta el punto de que algunos cirujanos están dispuestos a efectuar hemicorporectomías: amputaciones de la parte inferior del cuerpo comprendidas piernas, recto y genitales. Este procedimiento ha sido ofrecido ya a los pacientes en un célebre hospital neoyorquino como alternativa a la muerte por cáncer abdominal… Recabar más información.
El automóvil se desvió de la carretera principal tomando un camino no asfaltado, y Aldridge contempló las colinas circundantes, los olivares y los trigales. Cruzaron una urbanización diseminada de paredes encaladas que brillaban al sol y jardines agostados. La tierra era dura, y un fino polvillo cubría las paredes moriscas. Aldridge paseó con indiferencia su mirada viendo las piscinas y los bikinis y las bronceadas extremidades de los extranjeros que retozaban entre las mesas y las tumbonas. Eran frívolos y superficiales: el mundo auténtico les pasaba inadvertido. Aldridge sonrió y se reclinó en el asiento. Vio en lo alto el pueblecito de Mijas, y sus ojos azules brillaron intensamente mientras reanudaba su grabación.
—Tres. Gerontología. El doctor Richard Hochschild, de la Microwave Instrument Company, Del Mar, California, ha descubierto que añadiendo DMAE (dimetilaminaetabol) al agua de los ratones se aumenta de modo significativo su promedio de vida. Otros investigadores han utilizado con éxito la centrofenoxina para retrasar la lipofusión producida en el cerebro de los cobayas. En Francia, también se ha utilizado experimentalmente la centrofenoxina para mejorar la capacidad mental de los pacientes seniles.
»En el mismo orden de cosas, el doctor Horace T. Poirier está desarrollando un número de componentes que incrementan la vida en algo semejante a un cincuenta por ciento en los ratones, y que comprende vitamina E, mercaptoetilamina, BHT, Santoquin e hipofosfito sódico, antigua droga utilizada para el tratamiento de la tuberculosis. También se está empleando DMAE, un estabilizador de la membrana lisoma, que fortalece las células contra los daños ocasionados por la acumulación de lipofusión… Eliminar a Poirier.
»Son muchos los científicos que actualmente opinan que el programa de envejecimiento está codificado por el sistema hipotálamo-pituitario. Entre ellos se encuentran el doctor Joseph R. Wiseman, de Chicago, que ha reactivado satisfactoriamente el estro de ratas femeninas adultas estimulando el hipotálamo con impulsos eléctricos; también ha reactivado los ciclos ováricos de mujeres maduras suministrándoles L-Dopa, un estimulante dopamínico utilizado asimismo en el tratamiento del mal de Parkinson, y hormonas tales como progesterona, epinefrina e iproniácido… Eliminar a Wiseman.
El doctor Saúl A. Terkel, director del Instituto de Investigación Gerontológica de Richmond, Virginia, cree que si la prolongación de la vida llegase a obtener prioridad nacional, al igual que los programas espaciales, y que si estadounidenses, rusos y japoneses unieran sus esfuerzos en un programa de mil millones de dólares contra el envejecimiento y la muerte, en cinco años los resultados obtenidos serían extraordinarios. Terkel ha señalado que un programa semejante no costaría más a esos países de lo que actualmente desembolsan en la conservación de antiguas residencias. Respaldado por la absoluta autoridad del Instituto de Investigación Gerontológica, Terkel está influyendo en Washington con éxito aparatoso… Eliminar a Terkel.
El automóvil subía la montaña, saltando sobre piedras enormes, atravesando urbanizaciones inmaculadas y granjas abandonadas, dejando atrás de vez en cuando a un español montado en su burro, con las manos retorcidas por el trabajo. Aldridge miraba con frecuencia al exterior, observando el resplandor del cielo, la tenue cinta de nubes grises que coronaba las montañas y la vertiginosa ondulación de los valles. El pasado se desmoronaba bajo el presente y el futuro competía por devorarlos a ambos. Aldridge, allí sentado, trataba de recordar todos aquellos años y las extensas regiones que había recorrido. El vehículo redujo su marcha y tomó un desvío a la izquierda de la carretera, alejándose de Mijas y dirigiéndose hacia Alhaurín el Grande. Aldridge cerró los ojos, los abrió de nuevo y después siguió hablando ante el micrófono.
—Cuatro. Telecirugía y telepsiquiatría. Se está utilizando la telediagnosis entre el Hospital General de Massachusetts y el Aeropuerto Internacional Boston Logan, en numerosos hospitales californianos y en dos hospitales de Edimburgo, Escocia. También se ha establecido conexión telequirúrgica entre el Hospital General de Massachusetts y el Hospital Bedford de Veteranos de la Administración, a unos veintiocho kilómetros de distancia. En todas esas zonas predomina el ordenador.
»Es de destacar asimismo que muchos bioingenieros estiman que pronto estarán directamente vinculados ordenadores y cerebros humanos. R. M. Page, del Laboratorio de Investigación Naval de Estados Unidos, dice que la información que una máquina puede obtener y almacenar de una persona en pocos minutos, supera los frutos de la vida humana en las comunicaciones entre personas. En cuanto al método, indica que los mecanismos de acoplamiento para llevar a cabo las funciones serán infinitos comprendiendo, en ciertos casos, conexiones eléctricas al cuerpo y al cerebro, algunas de las cuales pueden no precisar cables y resultar imperceptibles los elementos transmisores injertados en el cuerpo.
»Nota adicional: los especialistas en genética Harold P. Klinger y Orlando J. Miller, en la conferencia celebrada en un simposio internacional sobre fetología, sugirieron que en Estados Unidos se necesitaba un registro nacional de anomalías hereditarias para lograr prevenir la concepción de niños tarados. Este sistema tendría que desarrollarse por medio de todos los niños recién nacidos facilitando, por ejemplo, sus muestras cutáneas y sanguíneas a un circuito televisivo genético computerizado que denunciaría, inmediatamente, la presencia de cualquier anomalía en los cromosomas, imprimiéndola en unas tarjetas de datos que se conservarían archivadas en Washington DC. Necesitamos un análisis por ordenador de las actitudes éticas corrientes sobre este tema. Hay que tomar medidas.
Aldridge cerró el micrófono y contempló por la ventanilla el arcaico pueblo de Coín. El coche lo atravesó pasando junto a españoles ojinegros, y siguió por una escarpada y retorcida carretera a cuyos lados se alineaban los olivos. Aldridge se inclinó sobre la consola, pulsó un botón que levantó la tapa de la grabadora, retiró la cinta y se la metió en un bolsillo de la camisa, recostándose luego impaciente en su asiento. El coche asomó de pronto a la luz del sol, entre campos llenos de grava, subió luego por una cuesta, siguió un camino llano y se dirigió hacia la casa.
Ésta se encontraba oculta entre áridas colinas, bien resguardadas por un recinto cercado de altas e impersonales paredes, compuesto por bloques cuadrados de hormigón que nunca se revocaron, cuya parte superior estaba rematada por una alambrada de espino. Constituyendo el único acceso una inmensa puerta de madera, bastante amplia para permitir el paso de un coche. El conjunto del recinto era sólido, escondiendo completamente a la casa en su interior, y su configuración cuadrangular entre las colinas del contorno la hacía semejante a una fortaleza lunar.
El coche se detuvo ante el recinto y Aldridge siguió en la parte posterior mientras Fallaci iba hacia la puerta. Estuvo observándole, viéndole pulsar un zumbador metálico, y leyó en sus labios las palabras que pronunciaba ante el aparato dando la contraseña que le permitiría el acceso. Luego, Fallaci volvió a montar en el coche y aguardó pacientemente hasta que la gran puerta de madera se deslizó sobre sus goznes metálicos. Entonces hizo pasar el coche.
—Hemos llegado, señor.
Aldridge siguió sentado, con impaciencia, tamborileando los dedos en el asiento, y Fallaci enrojeció y salió del coche para abrirle la portezuela. Aldridge suspiró y se apeó, se desperezó y miró en torno, ni complacido ni alterado por hallarse de regreso, observando simplemente el recinto.
Éste estaba desierto, el suelo cubierto de grava, y entre las paredes y la casa no se veían piedras, árboles ni dependencias anejas…; sólo un espacio que debía atravesarse. En todas las paredes había cámaras que giraban arriba y abajo, delante y detrás, protegidas sus lentes del sol y, por la noche, provistas de rayos infrarrojos.
La mansión era funcional, lineal; formaba un rectángulo de piedra y vidrio, de unos treinta metros de longitud por quince de ancho, con techo liso, dos pisos de altura y doble puerta blindada. Las numerosas ventanas eran grandes, a prueba de balas, con cristaleras corredizas, y sobre cada una de ellas se veían más controles automáticos en constante movimiento.
Fallaci fue hacia la puerta principal, pulsó un botón y miró a Aldridge de reojo. La puerta se abrió y Aldridge entró seguido de Fallaci, que la cerró pulsando un mando para conectar la alarma. Luego se quedó inmóvil, con las manos a la espalda, absolutamente pendiente de Aldridge.
—Que me sirvan fruta y cereales, y un vaso de vino blanco seco, muy frío.
Fallaci hizo una señal de asentimiento y desapareció por una puerta contigua. Aldridge se fue por el pasillo hacia su estudio. Las paredes eran muelles e impersonales, enmoquetadas, sin ostentar decoración alguna, y solamente se veían paneles de controles digitales llenos de cifras de color verde que se encendían y apagaban intermitentemente. Aldridge los estuvo observando al pasar junto a ellos, tomando nota de temperaturas y niveles de potencia, y entró en su estudio donde imperaba el silencio, iluminación indirecta. Los paneles de fibra de vidrio parecían de auténtico roble jacobino. Se sentó ante su mesa escritorio, tras un cuadro en el que se alineaban distintos mandos, pulsó uno de ellos y luego se recostó en su silla y estudió las pantallas que tenía enfrente.
Eran seis en total y estaban empotradas en doble hilera, en la pared que había delante del escritorio. Estaban conectadas al circuito televisivo cuyos aparatos se encontraban por todo el edificio, dentro y fuera del recinto, en los dormitorios, en los lavabos y en el garaje, y llevaban incorporado un control automático para captación acústica. Aldridge vigilaba desde allí toda la casa, controlaba su temperatura e iluminación, podía abrir y cerrar cualquier puerta a voluntad y sumergir la residencia en tinieblas si así lo deseaba.
Las pantallas quedaron conectadas y en ellas aparecieron, concretas y definidas, las imágenes de la cocina, las dependencias del servicio y el laboratorio, todo ello desde distintos ángulos. Las cámaras de televisión se movían constantemente, mostrando las habitaciones por completo. Aldridge encendió y apagó los distintos aparatos, vigilando así toda la casa, en gran parte vacía, y cuyas estancias se distinguían vagamente bajo luces tenues, con sus paredes enmoquetadas y mostrando un mobiliario parco y funcional. El edificio era casi futurista, singularmente aséptico e impersonal. Ostentaba un lujo permanente para viajeros de paso, y el silencio acentuaba su singularidad.
Aldridge conectó de nuevo el aparato y observó a Fallaci y a un enano tullido, ambos ante la brillante cocina. Fallaci se estaba enjugando el sudor de la frente. El enano tenía un aspecto lamentable, con la espalda encorvada y las piernas retorcidas, y su mano derecha había sido sustituida por una garra metálica que se sujetaba al brazo con alambres que formaban un bulto enmarañado y pesado en la muñeca. Era una prótesis primitiva, y el enano, que estaba cansado de ella, rogaba constantemente a Aldridge que le facilitase una nueva, pero él siempre se la negaba. Aldridge sonrió levemente, pulsó un botón, y Fallaci y el enano miraron rápidamente a la pantalla que tenían sobre sus cabezas.
—¡Hola, Rudiger! —saludó Aldridge al enano—. ¿Qué tal estás?
—¡Ah, ah! —tartamudeó el enano abriendo y cerrando la garra metálica, parpadeando y mostrando su nariz extrañamente aplastada y los gruesos y babeantes labios—. Bien… bien… Ya sabe, señor… Bien… Es decir…, sin poder dormir.
—¿Padeces insomnio? —inquirió Aldridge—. ¿Tienes pesadillas?
El enano agitó indeciso la garra metálica, abriendo y cerrando sus goznes mientras la pasaba sobre sus ojos luminosos y asustados y apartaba la saliva de sus labios.
—¡Ah… pesadillas…! ¡Sí, señor…! ¡Mal…, muy mal! Cada noche…, todas las noches pesadillas… No puedo dormir por las noches.
—Eso parece terrible —repuso Aldridge con una sonrisa—. ¿Cuándo ha comenzado?
El lisiado movió frenéticamente la garra, abrió y cerró sus labios goteantes, tratando de sobreponerse a la angustia y esforzándose por proferir las palabras.
—¡Ah… ah! ¿Empezar? Cuando usted se marchó… Siempre, señor, siempre… Cuando usted se va… El miedo… Espantosas pesadillas… Demasiado asustado para salir de aquí.
Aldridge sonrió de nuevo.
—Tenías que haber salido. Te advertí que podías hacerlo cuando quisieras. Estoy seguro de que te hubiera aliviado.
—¡Gracias, señor…! Traté de salir…, pero no pude… Estaba demasiado asustado… Muy asustado… por lo que hay fuera… Todo son pesadillas… Demasiados sueños malos.
Abría y cerraba su garra, dando manotazos en el aire, apretando las tenazas metálicas, y movía desvalido la cabeza sobre sus encorvados hombros, goteando saliva.
—Me alegro mucho… de que haya vuelto, señor… Me siento aliviado… Por favor, señor… ¿Querrá ayudarme…?
—Ve a tu habitación —le ordenó Aldridge—. Tiéndete, cierra los ojos y trata de dormir.
—¡Señor, por favor…! ¡Por favor…! ¡Las pesadillas, no!
—No habrá pesadillas —le aseguró suavemente Aldridge—. Ya he regresado y no habrá más pesadillas.
El enano se estremeció emocionado, agitó la garra murmurando palabras de gratitud, y luego se dio la vuelta para mirar nervioso a Fallaci. Después salió de la cocina arrastrando los pies. Fallaci seguía inmóvil observando todavía la cámara, destacándose nítidamente su imagen en la pantalla de televisión ante los azules ojos de Aldridge.
—¿Ha estado tranquilo? —preguntó Aldridge.
—Sí, señor. Se ha portado muy bien. Traté de obligarle a salir en una o dos ocasiones, pero estaba demasiado asustado para ello. Todo resultó como usted había previsto.
—Bien —dijo Aldridge—. Quiero que me sirvan lo que he pedido dentro de diez minutos. Después descansaré hora y media, y luego puedes enviarme a la muchacha.
—Sí, señor —asintió Fallaci.
Aldridge pulsó otro botón, dejando que los aparatos funcionaran de modo automático, y luego sacó la cinta del bolsillo de su camisa y la insertó en la consola. El aparato se puso en funcionamiento y Aldridge volvió a sentarse y reanudó su grabación.
—Cinco. Investigación cerebral. El estímulo eléctrico cerebral (EEC) está resultando últimamente innovador hasta extremos peligrosos. Curtiss R. Schafer ha sugerido la posibilidad de que poco después de nacer se implanten en los cerebros infantiles electrodos controlados mediante ordenador, robotizando así a los niños para toda su vida, según un ensayo presentado a la Conferencia Nacional de Electrónica de Chicago hace algún tiempo. Aunque semejante sugerencia puede haberse hecho medio en broma, resulta evidente que tales ingenios rebasan ya el ámbito de la experimentación animal, adentrándose en el área humana y contando con voluntarios sometidos a electrosueño, electroprótesis, electrovisión, electroanalgesis, electroanestesia y, cada vez más, electrosociología.
Los doctores José M. R. Delgado, profesor de fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale y james Olds, de la Universidad McGill de Canadá, así como también Robert G. Heath, de la Universidad de Tulane, han realizado experimentos con los supuestos centros de placer del cerebro humano. Entre tanto, el doctor C. Normal Shealy, jefe de neurocirugía de la Clínica Gunderon de La Crosse, Wisconsin, ha perfeccionado la técnica de los electroanalgésicos hasta el punto de que están siendo aplicados a los seres humanos, principalmente mediante el injerto de un electrodo estimulador de 0,8 a 1,2 en la columna vertebral antes que en el cerebro. Con respecto a la electrosociología, un equipo de doctores del Hospital General de Massachusetts y del Hospital General de Boston han pacificado a sujetos humanos violentos mediante el injerto de electrodos en la parte rostral del núcleo caudato cerebral. Todas estas personas deben ser inmediatamente sometidas a vigilancia.
Aldridge desconectó la grabadora y se recostó en su asiento, con aspecto pensativo, luego se levantó y cruzó la habitación, pasando la mano por una opaca caja de control, que proyectó una luz roja. Los paneles de la pared se deslizaron y exhibieron un sistema ordenador audiovisual compacto, una masa de pantallas, y controles. Aldridge pulsó el interruptor MODE y otro que indicaba VISUAL/RECORD, y comenzó a distinguirse el sonido y la imagen en la pantalla de un receptor de seis por seis pulgadas. Hizo girar un botón, vio una puerta, una pared blanca, y siguió girando hasta que apareció en ella el retorcido enano tumbado en su lecho. Llevaba pantalones tejanos y camisa con grandes cuadros, y se revolvía incómodo y sudoroso en el lecho, quejándose ruidosamente. Le brillaban los ojos de terror, abría y cerraba la garra metálica y paseaba la mirada por la habitación. Parecía estremecido a la vista de las blancas paredes.
—¡Tranquilízate! —dijo Aldridge con voz suave—. ¡Descansa, relájate!
El enano se quedó inmóvil, fijando sus grandes ojos en la cámara. Aldridge hizo girar lentamente otro mando con el indicador ZOOM, y vio en primer plano el rostro del tullido. Sus ojos estaban llenos de esperanza. Gotas de sudor le brillaban en la nariz, y asomaba la punta de la lengua entre sus labios para recoger la saliva. Aldridge estudió la pantalla y sonrió, conectó un interruptor, hizo girar un mando, y el enano empezó a sacudir la cabeza. Los ojos casi se le desorbitaron y, finalmente, los cerró, hundiéndose en la almohada y dibujando sus labios una sonrisa.
Aldridge observó en la gran pantalla al enano dormido, conectó el sonido, y llegó a percibir incluso la respiración y los acompasados latidos del corazón. Luego miró el electroencefalógrafo, advirtió sus ondas irregulares y amortiguadas y, satisfecho al comprobar que el enano descansaba por fin, desconectó la pantalla.
Se alejó de la consola, fue hacia el estudio y pasó después por una puerta de comunicación a un salón en forma de ele en cuya pared se veía un enorme aparato de televisión ITT, un magnetófono Neal, un aparato de vídeo Philips y un banco con un costoso equipo de alta fidelidad Revox.
Frente a aquel espectacular equipo y a unos cinco metros, se veía un sofá bajito con un tablero de mandos en un brazo. Aldridge se sentó, encontró una lista preparada de videoprogramas, la estudió y pulso el botón que conectaba con la cocina. Se percibió un suave zumbido, y parte del panel del techo descendió hasta cubrir las piernas de Aldridge, formando una mesita sobre la que se encontraba un cuenco con frutas y cereales y un vaso de vino seco muy frío.
Aldridge pulsó un mando que indicaba VIDEO/PLAY/3 y se dispuso a comer mientras se iluminaba la pantalla del televisor. Estuvo viendo el programa mientras comía, fijando intensamente su atención y frotándose de vez en cuando la frente muy lisa y sin arrugas, absolutamente concentrado. Era una cinta grabada con anterioridad, recopilación de diversos programas, una estudiada condensación de todos los acontecimientos científicos y políticos que se había perdido durante su ausencia. Acabó de comer, pero siguió viendo la grabación, registrando y calculando mentalmente, y sólo cuando el programa hubo concluido pareció relajarse. Pulsó otro botón, que hizo subir la mesa hasta el techo, se levantó y se desperezó entrando en su dormitorio.
Aquella habitación era muy similar a todas las demás, con luces indirectas, temperatura acondicionada, algunas pinturas expresionistas decorando las paredes, y más paneles de control en funcionamiento. Aldridge desnudó su cuerpo delgado, pero musculoso, con el pecho y la espalda surcados por numerosas cicatrices. Se metió en la ducha, en que la temperatura del agua estaba programada de antemano. El chorro contenía asimismo una espuma con base oleaginosa, que permitía prescindir del jabón. Aldridge permaneció allí durante algún tiempo, pasando revista mentalmente a la información recibida y, luego, tras secarse con una toalla caliente, se tendió en la cama.
En el techo del dormitorio también había paneles de vidrio que ocultaban una instalación de rayos infrarrojos, que se puso automáticamente en funcionamiento al pulsar Aldridge un dispositivo. Permaneció muy quieto, con los ojos cubiertos por gafas protectoras, respirando profundamente, reteniendo la respiración durante breves intervalos y espirando después con lentitud. Sus músculos en tensión se relajaron, su cuerpo lleno de cicatrices pareció brillar, y después, treinta segundos más tarde, el solario se apagó por sí solo.
La muchacha llegó poco después. Abrió la puerta con sumo cuidado, le miró y, ante su señal de asentimiento, se adelantó silenciosamente hacia él. Iba descalza, vestía una holgada túnica, y la negra melena le cubría la espalda y brillaba bajo las suaves luces. Aldridge siguió tendido en el lecho completamente desnudo, y la miró sin que sus ojos azules expresaran más que simple curiosidad. La muchacha era esbelta y muy joven —probablemente no habría cumplido los veinte años—, y sus ojos castaños y su piel bronceada sugerían un origen eurasiático. Se detuvo junto al lecho, inclinando la cabeza y con las manos cruzadas, y Aldridge siguió examinándola largamente, en silencio, complacido por su belleza.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Rita —murmuró la muchacha.
—¿Sabes lo que quiero?
—Sí, señor.
—Bien. Comienza, por favor.
La muchacha se soltó la túnica, dejándola caer en el suelo, y se quedó inmóvil, luciendo su cuerpo desnudo, ungido con aceites. Sus piernas eran largas y esbeltas, estrecha la cintura y los senos llenos. El triángulo púbico estaba levemente rasurado y se adivinaba suave, casi aterciopelado. Aldridge la miró de arriba abajo con ojos tranquilos, analíticamente, hizo una señal de aprobación y la muchacha le sonrió reconocida y se arrodilló junto a él.
Se inclinó sobre el lecho y sus cabellos le cubrieron las caderas. Sostuvo con una mano el fláccido pene de Aldridge y se lo puso en la boca. Él la observaba sonriendo tenuemente, sintiendo los labios, el movimiento de la lengua, los dientes que mordían suave, imperceptiblemente, la boca húmeda como un cálido guante. Aldridge seguía tendido, sonriendo con aire lejano, casi con pesar. Luego alargó la mano hasta tocar la cabeza de la muchacha, que se movía ininterrumpidamente. Su boca estaba húmeda y su lengua se mostraba activa. Aldridge se esforzó por reaccionar y responder contemplando su brillante y tendida cabellera y tratando de dejarse ganar por ella. La muchacha estaba bien aleccionada y su boca era experta, pero la distancia de donde él procedía y los años le habían dejado impotente. Por último, ella levantó la cabeza. Mantenía el fláccido pene en la mano, muy abiertos los castaños ojos en los que se leía el temor y una muda súplica de perdón.
—No te preocupes —le dijo Aldridge suavemente—. No tienes la culpa: utiliza la máquina.
La joven pareció visiblemente aliviada, se levantó, sonriendo nerviosa, y se dirigió a la pared próxima al lecho. Conectó un mando empotrado, se deslizaron dos paneles que formaban una puerta y apareció un armario brillante. La muchacha se metió en él y apareció con una consola portátil. Aldridge seguía tendido con los ojos cerrados, oyendo sus movimientos y notando cómo sus manos le extendían una pasta por la frente, el cráneo y las sienes, le fijaba después los pequeños electrodos en la cabeza y conectaba la máquina.
Sintió una corriente casi imperceptible, y un flujo de energía le recorrió el cerebro. Se relajó, se concentró por completo en la máquina y sintió cómo su cuerpo respondía. Abrió los ojos y vio su pene enhiesto y lleno, mientras la muchacha desnuda se inclinaba sobre él, atándole algo alrededor. Cerró los ojos y se entregó a la nueva sensación, como si los años le abandonasen. Aparecieron visiones voluptuosas, y perversas fantasías ya casi olvidadas emergieron hasta envolverle. Calor e intensa realidad: la carne sublime y excitante. La observó, la tocó y volvió a su centro. La muchacha respiraba en su rostro, le metía la lengua entre los dientes, recorría su cuerpo acariciándole con lengua y labios, deslizándose sobre él, encendiéndole. Las visiones le invadieron y luego huyeron, llenaron su carne desecándola luego. Finalmente carraspeó, abrió los ojos y sintió una paz absoluta.
La habitación parecía mucho más iluminada. La muchacha desnuda era muy real. La observó mientras le enjabonaba y le lavaba, secándole después cuidadosamente. Cuando hubo concluido, se levantó, brillante su cuerpo moreno y aceitado, mirándole con expresión vacilante. Inclinó la cabeza automáticamente. Aldridge le sonrió y le hizo señas de que podía marcharse, y ella volvió a poner la consola en el armario, cerró las puertas y salió de la habitación.
Al quedarse solo, Aldridge se puso de nuevo las gafas oscuras, pulsó el dispositivo y siguió tendido: los paneles de vidrio del techo se corrieron y apareció el solario. Siguió un rato tendido, con los ojos cerrados, tratando de relajarse, pero sintiendo que su incansable intelecto le obligaba a levantarse y a reanudar el trabajo. Dio algunas vueltas en la cama, se envolvió en la bata y fue a su estudio. Conectó de nuevo la grabadora y se puso a hablar pausadamente y con precisión.
—El doctor George D. Schroeder, del Instituto Americano de Orgonomía, Seattle, ha declarado a la revista inglesa New Scientist que las técnicas de ingeniería atmosférica a base de energía orgónica constituyen un nuevo e importante elemento en la lucha contra el entorno, habiendo destacado previamente que las intempestivas lluvias y la pertinaz sequía de épocas recientes acaso hayan sido ocasionadas por la indiscriminada proliferación mundial de bombardeos químicos a las nubes, y que tiene que hacerse algo para contrarrestarlo. Schroeder ha conseguido finalmente apoyo del gobierno para emprender un extenso programa de investigación sobre las posibilidades de controlar el tiempo atmosférico. Hasta ahora se ha descubierto que la energía orgónica existe como masa libre de energía en tierra, agua y atmósfera terrestre, y que es manipulable mediante agentes externos. Para tal fin ha estado experimentando con cohetes liberadores de borrascas. Es de advertir que las últimas pruebas han resultado muy importantes, no sólo en el control atmosférico sino en más de una investigación sobre ovnis. Esto debe detenerse.
Aldridge se interrumpió, se arrellanó en su asiento y se acarició la barbilla. Sus grises y plateados cabellos le cayeron sobre los ojos ocultando su frente lisa, sin arrugas. Miró hacia la pared de enfrente, a las pantallas y registros de vídeo allí empotrados, y su brillante y matemático cerebro consideró todas las opciones. Conocía a Schroeder, lo había visto en una ocasión y le había parecido duro e inteligente, posibilidad que no obstante podía ser aprovechada como para un posible candidato en el futuro. Era una lástima perder a Schroeder, pero no tenía otra elección: el buen profesor contaba actualmente con apoyo del gobierno y aquello sonaba a progreso. Aldridge miró al extremo opuesto de la habitación, frunció los labios, se acarició el mentón y suspiró.
—Eliminar a Schroeder —dijo con voz firme e implacable.