Mirando por la ventanilla posterior del grande y cómodo taxi londinense, lo primero que sorprendió gratamente a Epstein fue la peculiar belleza de la luz gris perla del atardecer desvaneciéndose entre un grupo de nubes que se deslizaban por el cielo, sobre la majestuosa grandeza de Parliament Square, del Guildhall y del Big Ben, y sobre los turistas que deambulaban por las calles dominadas por las estatuas. A Epstein le agradaba la luz inglesa. Le gustaba desde la guerra. Había algo en aquel gris suave y neblinoso que serenaba el alma más temerosa.
—¿Cómo te sientes al estar de regreso? —le preguntó Campbell—. Ha pasado muchísimo tiempo.
—¿Cuánto? —preguntó Epstein.
—Unos diez años —repuso Campbell—. Por entonces venías con mucha frecuencia: eras un turista regular.
Epstein sonrió y se frotó los ojos. El taxi corría junto al Cenotafio. Distinguió el Foreign Office, Downing Street y el Tesoro. Vio a los turistas presenciando el relevo de la guardia y a los soldados muy erguidos, con sus rojos uniformes.
—Entonces se daban muchas conferencias —dijo—. Ahora, no: los ingleses se muestran muy reservados sobre los ovnis, así que no tengo por qué venir.
—¿Es mejor en América?
—Mejor y peor, pero separando el grano de la paja, sí, es mejor.
Campbell, que estaba sentado junto a Epstein en la parte posterior del taxi, con su traje de raya diplomática, zapatos negros y llamativa corbata, miró su resplandeciente anillo y asintió juiciosamente.
—Sé lo que quieres decir. Los ingleses somos callados. La Ley de Secretos Oficiales lo oculta todo; no somos tan libres como creemos.
El taxi dejaba atrás Whitehall y se metía entre el denso tráfico de Trafalgar Square, con sus cuatro leones en eterna vigilancia y bandadas de palomas sobre las fuentes. El monumento a Nelson se levantaba hacia el cielo y, detrás, se alzaba la National Gallery. Epstein estudió el escenario con tristeza, recordando otros tiempos, tiempos mejores, en que se había sentido más seguro, protegido por su inocencia juvenil. Aquellos tiempos se habían ido para siempre y nunca más volverían. Se escabulleron calladamente, llevándose consigo sus sueños y su salud, dejándole inquieto y derrotado, abrumado ante su futuro. No quería pensar en el hospital. No pretendía ser tan valiente. Ahogó la tos en su puño y volvió a mirar, distinguiendo ahora los peldaños de una iglesia.
—St. Martin in the Fields —dijo Campbell.
—¿Qué hace ahí toda esa gente?
—Es una especie de manifestación —explicó Campbell—. Siempre las hay por aquí.
La luz era distinta allí, más oscura, sutilmente teñida de monóxido de carbono: los tubos de escape del tráfico que perpetuamente rodeaba la plaza y producía el caos en las calles del contorno del West End. Epstein, cansado, se frotó los ojos, hundiéndose más en su asiento, sufriendo el agudo descontento que sienten los ancianos cuando descubren que el pasado se ha esfumado y no puede recuperarse.
—Siento que Stanford no haya podido venir —dijo Campbell—. Lo lamento realmente. No es propio de él perderse un viaje a Londres. Debes tenerle ocupado.
—No quiso venir —repuso Epstein.
—¿Stanford? No hablarás en serio.
—Lo digo muy en serio. No quiso venir. Últimamente está obsesionado.
—No me dirás que se ha enamorado.
—No se trata de una mujer.
—Hablando de Stanford, se trata de una mujer… Y nuestro joven amigo siempre logra conquistarlas.
Epstein sonrió comprensivo.
—Pareces decepcionado. De todos modos, no es una mujer. Está obsesionado con su trabajo.
—¿Te refieres a los ovnis?
—Eso es.
—No me parece propio de Stanford.
—Stanford ha cambiado muchísimo —dijo Epstein—. No es el que tú recuerdas.
—¿Crees que los ovnis son reales?
—Sí, los creo reales. Y ahora, Stanford… también lo cree. Es lo que le tiene obsesionado.
El taxi redujo su marcha al llegar a Cambridge Circus, se metió poco a poco entre el tráfico y Epstein vio por la ventanilla a la gente que avanzaba arrastrando los pies y las bocas de las alcantarillas llenas de basura. La ciudad era más sucia, sus edificios se veían sombríos y despintados, el gris que todo lo impregnaba había dejado de ser romántico y ahora era producto del descuido. Todo cambiaba, se corrompía, se convertía en nada. Apartó los ojos, reflexionó y se avergonzó de tan sombríos pensamientos.
—Esa transcripción es extraordinaria. ¿Qué opinas del asunto?
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Campbell—. Creo que es una historia de veras sorprendente. He oído las grabaciones una y otra vez, pero no puedo llegar a una conclusión.
—¿Por qué no?
—Estoy confundido: no sé qué creer. Es la historia más increíble que he oído en mi vida de alguien sometido a hipnosis, y temo que me ha dejado algo desconcertado.
—¿Es una auténtica experiencia o no?
—Es una auténtica experiencia para Richard.
—Pero no significa necesariamente que haya sucedido en realidad.
—No, me temo que no.
Epstein suspiró y miró hacia fuera, a Tottenham Court Road, acusando el cansancio tras su viaje entre los aeropuertos de Kennedy a Heathrow. Sentía ligeras náuseas, palpitaciones en la cabeza y una especie de vértigo por el trayecto realizado en avión.
—Es una historia muy elaborada. Siempre vuelve al mismo punto. Si lo que narra no es auténtico, ¿qué significado tiene? ¿Por qué lo cree cierto?
—No lo sé —confesó Campbell—. No estoy seguro. Evidentemente le sucedió algo traumático cuando estaba haciendo autostop en Cornualles, y es posible que solamente trate de ocultarlo.
—¿A sí mismo?
—Sí.
—¿Incluso sometido a hipnotismo?
—Sí. Incluso en esa situación puede seguir tratando de engañarse.
Epstein suspiró y miró los grandes escaparates de las tiendas que exhibían grabadoras, televisores y equipos estereofónicos, estímulos audiovisuales de una sociedad cada vez más divorciada de sus sentidos. Todo giraba en torno a inversión y producción, todos estaban programados: conecta el aparato, gira el disco y olvida la existencia del mundo real… Y, sin embargo, ¿qué era el mundo real? ¿Dónde se unían realidad y fantasía? La experiencia del joven Richard Watson era muy real y, sin embargo, acaso nunca había sucedido.
—De acuerdo —admitió Epstein—. Supongamos que está ocultando algo. Ha quedado impresionado y no puede enfrentarse a la realidad, de modo que crea una auténtica fantasía. Sin embargo, si eso fuese cierto, ¿qué le haría pensar en los ovnis? Anteriormente nunca le habían preocupado. ¿Por qué iba a recordarlos ahora?
—Eso no es cierto —replicó Campbell—. Alguna vez había pensado en ellos. Como todos nosotros, había leído muchas cosas sobre ellos y comentado el tema de vez en cuando, no con frecuencia, pero sí alguna vez. De modo que era algo que tenía en la mente.
—Eso no basta para que establezca relación con los ovnis cuando sufre amnesia.
—Bueno, hay algo más —dijo Campbell—. Hace unas semanas sostuve una larga conversación con el padre de Richard y me facilitó alguna información interesante. Parece que su padre, actualmente ingeniero en British Leyland, fue piloto de la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial, y cuando Richard era pequeño solía hablarle de los misteriosos «globos de fuego» vistos por muchísimos pilotos y que desde entonces se fueron convirtiendo en literatura ovni, al igual que los primeros informes auténticos de visiones de tales objetos. Ahora bien; cuando se nos pide que recordemos… En fin, que Richard pudo haber vuelto a pensar en ello.
—¿Nada más?
—Sí. Según el padre de Richard, solía embellecer esas historias para quitarle el miedo al niño, diciéndole que los globos de fuego eran realmente platillos volantes pilotados por extraterrestres y que éstos tenían una base secreta en la Antártida, desde donde realizaban sus incursiones.
—Ése es un antiguo mito ovni —dijo Epstein.
—Exactamente.
—De modo que tú crees que de ahí podría provenir el paisaje de hielo y nieve mencionado por Richard.
—Sí. Ahí existe una pauta: primero recuerda los globos de fuego, inmediatamente los ve como de origen extraterrestre y, luego, los asocia con un paisaje de hielo y nieve. De ello podría provenir su historia.
—De acuerdo… Pero, en primer lugar, ¿de dónde procedería?
Campbell se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe? Ésa es la parte que él no comentó. Como podrás apreciar por las transcripciones, existe un punto en su narración más allá del cual se niega a avanzar. Ese punto, claro está, es el auténtico incidente que le dejó marcado, pero con el que no desea enfrentarse.
Epstein se echó atrás en su asiento, tosió de nuevo y se frotó los ojos, sintiéndose desesperado mientras pasaban por Regent’s Park Station y se dirigían hacia Harley Street. La fantasía y la realidad; el sueño y la realidad. Recordó las luces de Galveston, el enorme disco del Caribe, las muertes, apariciones y contradicciones en la política de las Fuerzas Aéreas, y comprendió que la linea divisoria resultaba tenue y en verdad podía ser un milagro… Y, sin embargo, tenía que saberlo. Su tiempo se estaba agotando. No quería exhalar el último suspiro sin que le fuese revelada la verdad. Epstein sentía una creciente ira. Quería derribar todos los muros: por Mary, por Irving y por sí mismo; por todas las personas que habían sufrido o muerto mientras subsistía el misterio. El taxi giró a la izquierda por Harley Street y se detuvo frente al consultorio de Campbell. Epstein se apeó, dejando que su amigo pagase y sintiendo una impaciencia creciente.
—Por fin hemos llegado al hogar de los valientes —anunció Campbell.
—¿Cuánto falta para que venga Richard?
—Veinte minutos. Primero tú, por favor.
Campbell abrió la puerta de la casa, invitó a pasar a Epstein y luego le llevó junto al antiguo ascensor, con su placa de latón brillante. Epstein se sintió atrapado en el angosto espacio, maldijo silenciosamente su modorra en aumento y se sintió aliviado cuando salieron al rellano y entraron en el consultorio. Campbell tenía la misma secretaria: hacía quince años que estaba con él. Epstein advirtió cómo había envejecido.
—No ha cambiado absolutamente nada —mintió, estrechándole la mano.
Siguió a Campbell cruzando la puerta que conducía a su despacho y que el médico cerró cuidadosamente, después de lo cual le señaló una silla ante la mesa. Epstein obedeció su indicación y se sentó, respirando dificultosamente y tosiendo.
—¡Vaya resfriado tienes! —comentó Campbell.
—Sí.
—¿Has comido en el avión?
—No te preocupes por mí.
—Entonces no te hará mucho daño un coñac. ¿Copa grande o pequeña?
—Que sea grande.
Campbell fue detrás de su mesa, abrió un compartimiento de la parte inferior y sacó una botella de Remy Martin y dos copas, en las que vertió una generosa cantidad de licor. Tendió una copa a Epstein y luego se sentó, poniendo los pies en la mesa y llevándose su copa a los labios. Epstein sorbió lentamente su coñac, sintiendo el calor por la garganta, lo que dio más viveza y agilidad a su cerebro. Se le humedecieron levemente los ojos. Aquello le sentaba bien, le reconfortaba y calmaba su pánico, pero no detenía el bullir de su ira, su creciente frustración. Tosió de nuevo y maldijo en voz baja, recordando el hospital de Nueva York donde le habían confirmado lo que sabía hacía tiempo. Pero ahora la verdad le estaba acosando: un año, quizá dos. El doctor se lo había dicho sonriendo. Epstein pensó de nuevo en lo que le habían comunicado y luego trató de olvidarlo.
—Aún celebraste otra sesión con Richard. ¿Conseguiste sacarle algo?
—No —repuso Campbell—. La misma rutina, idénticos resultados. En el momento en que tratas de llenar los vacíos, se niega a responder.
—¿Intentaste intimidarlo?
—Sí, y comenzó a sufrir pánico. No quiere enfrentarse al período en blanco. Y no puedo insistir más en ello.
—¿Ha de venir dentro de veinte minutos?
—Quince: es muy puntual.
—Quiero saber —dijo Epstein—. Has de suministrarle el pentotal. Créeme, James, es muy importante… Debemos hacerle hablar.
—Podría resultar peligroso —objetó Campbell—. No sólo está asustado, sino aterrado. No estoy seguro de los resultados si le obligamos, y eso me pone nervioso.
—Escucha —dijo Epstein inclinándose hacia delante y dejando su copa en la mesa.
Juntó las manos y se expresó en tono apremiante, con serena y tajante precisión:
—Es el encuentro más notable con que me he tropezado. Podría ser cierto, y en tal caso revestiría gran importancia. Más que importante: lo considero vital. Y tenemos que descubrirlo. No intento inventar los ovnis: me consta que existen. No sé qué son ni de dónde proceden, pero estoy convencido de su autenticidad. Yo mismo he visto uno de ellos. Stanford y yo lo vimos juntos. Era enorme, brillante y muy claro, y fue visible largo rato. Aquel ovni secuestró a un científico. Stanford y yo fuimos los últimos que le vimos. Ahora la CIA nos está pisando los talones y esto no me huele muy bien. No creen nuestra versión; por lo menos dicen no creerla, pero tengo razones para pensar que podrían creerme y que su preocupación está provocada por el hecho de que nosotros lo vimos realmente. No me preguntes aún por qué. Te lo ruego, limítate a creerme. Aparte de esto, la CIA nos persigue, dice que nuestra explicación es falsa. Así que, aparte nuestra curiosidad natural, tenemos buenas razones para querer saber. Richard podría ser lo que necesitamos; él podría desvelarnos todos los secretos. Tenemos que aprovechar la oportunidad, debemos acorralarlo porque hemos de descubrirlo todo.
Campbell miró fijamente a Epstein con ojos luminosos e inquisitivos. Luego puso los pies en el suelo y se reclinó sobre su mesa.
—¿De verdad has visto uno?
—Sí.
—No lo creo.
—Lo vimos Stanford y yo juntos… y no lo imaginamos. Fue hace mucho tiempo: había un barco antiguo debajo de él, sobre el que proyectaba luces y sombras. Estaba allí: existía.
Campbell movió la cabeza, dubitativo.
—No puedo creerlo.
—No te miento. Yo no miento. Sabes que no.
Campbell se irguió, apoyó la barbilla en las manos, frunció los labios y movió cansadamente la cabeza.
—Es demasiado ridículo. Y no me refiero exactamente a los ovnis. Toda la versión de Richard es como un sueño, un sueño típico.
—¿Típico? ¿Qué quieres decir?
—Porque Richard lo estaba viendo: no desempeñaba un papel activo… Lo estaba observando. Se situaba fuera, mirando, observando su propio sueño. No interviene en el desarrollo de la narración. No tiene voluntad ni disposición algunas. Todas sus acciones están dictadas por los otros personajes y él nunca se resiste. No es realmente un ser que participe, sino un observador simple. En ningún momento de la narración demuestra la menor resistencia a aquellos hombres: hace lo que ellos quieren. Es una negación de responsabilidad, un repudio de su propia voluntad. El clásico sueño de alguien que está abdicando: el verdadero espíritu de la amnesia.
—¿Y eso es todo?
—Probablemente.
—De acuerdo. Supongamos que sucedió de verdad. Si fuera cierto, ¿resultaría totalmente insólita su absoluta falta de voluntad?
—No sé qué quieres decir con eso.
—James, uno de los aspectos más corrientes de los casos de contactos es la aparente falta de voluntad o resistencia por parte de los contactados. Éstos suelen hablar de que, aunque estaban asustados, se sentían atraídos hacia los extraños seres, sentían que los estaban obedeciendo… incluso cuando parecía que ellos no hablaban realmente. De nuevo, tal como en el caso de Richard, parece ser común denominador una sensación de lejanía, de alienación del propio yo. Los protagonistas se comportan invariablemente como si fuesen autómatas. En este caso concreto sucede lo mismo. La mujer, por ejemplo, en principio está aterrada, pero luego, en cuanto la hiere el rayo luminoso, se queda extraordinariamente tranquila. Lo mismo sucede con Richard. El rayo de luz que incide sobre la mujer no alcanza a Richard; por consiguiente no le produce efectos. Sin embargo, cuando el extraño ser levanta la mano, otro rayo luminoso alcanza a Richard y, de forma temporal, le deja inconsciente… En esta ocasión, cuando Richard se despierta, sigue sintiendo temor, pero también está aturdido y se nota lejano, sin experimentar gran resistencia. Después, siempre que Richard está asustado, aquellos hombres se limitaron a pasarle una mano por los ojos y vuelve a estar ausente. Al igual que otros contactos, Richard hace lo que le dicen aquellos hombres, pero ¿crees que realmente no le hablan…? ¿Es todo esto tan imposible?
Campbell se apoyó de nuevo sobre la mesa, poniendo una mano sobre otra, con las mejillas ligeramente enrojecidas, la mirada grave y creciente interés.
—¿Sugieres que existe hipnotismo?
—¿Por qué no? Nada hay particularmente extraordinario en ello… y tú conoces bien sus efectos. Como tú mismo has dicho, una vez que una persona ha sido condicionada para aceptar el estado hipnótico, una simple frase o un gesto pueden hacerle caer en trance inmediatamente. Así, el extraño ser sólo tuvo que pasar su mano ante los ojos de Richard, y éste entró inmediatamente en un trance hipnótico…, pero siguió despierto, con los ojos abiertos.
—Eso es posible —admitió Campbell—. ¿Y tú crees que el rayo de luz era una especie de ingenio hipnotizador?
—Podría serlo. No ha de haber necesariamente nada mágico en ello. Ten en cuenta que tanto la luz como el sonido pueden afectar extraordinariamente lo físico y lo mental en seres normales. Por ejemplo, una luz que fluctuase en algún punto de la escala alfa-ritmo, entre ocho y doce ciclos por segundo, puede producir reacciones en extremo violentas a la persona a ella expuesta, comprendiendo sacudidas de los miembros, desmayo, debilidad mental o inconsciencia. Por tanto es científicamente posible que el rayo de luz descrito por Richard fuese una especie de rayo láser que apareciese con intermitencias en ese promedio que afecta a las pautas rítmicas básicas del cerebro y estimula la hipnosis. En cuanto al extraño zumbido o vibración, sonidos que también parecen afectar a quienes los oyen, es un hecho científico que los infrasonidos, que se encuentran exactamente por debajo de los límites de percepción humana —de ahí la inseguridad de Richard sobre si oía o no el ruido—, pueden afectar a los seres humanos del mismo modo que las luces intermitentes. En realidad, ciertos sonidos de baja frecuencia pueden inducir no sólo a un cambio en las normas rítmicas del cerebro, sino a auténticos cambios físicos, tales como la ruptura de cristales y el asesinato de seres humanos al infiltrarse en el cerebro la pura vibración. Teniendo esto en cuenta, no es tan descabellado sugerir que el rayo de luz combinado con los sonidos vibrantes pudiera haber conducido al estado inicial de hipnosis.
—Sí, Frederick, eso es factible.
—Bien, mientras seguimos con este tema, hay algo que se repite constantemente en los casos de los contactados y que acaso podría vincularse a todo ello. Una y otra vez se nos dice que esos extraños seres oprimen a los contactados en un lado del cuello, ya sea con la mano o con un ingenio metálico, y de ese modo los dejan en estado inconsciente o les despojan de su voluntad con carácter temporal. ¿Puede esto relacionarse con el hipnotismo?
—¡Por Dios, sí! ¡Podría estarlo…! En realidad, es una forma estándar de hipnotismo: la técnica instantánea o el procedimiento de la carótida.
—¿Qué es eso?
Campbell se encogió de hombros.
—Se trata de simple biología. Se ejerce presión en una vena próxima al oído, obstaculizando así el promedio de pulsaciones cardíacas e interfiriendo el riego sanguíneo al cerebro. El sujeto queda sorprendido y confundido, y en condiciones de ser sometido a sugestión.
—Y en tal caso, ¿se produce una hipnosis ambulante?
—Sí. El paciente se halla despierto, sabe dónde está y lo que hace, pero realiza lo que se le ordena bajo ese estado hipnótico. En el extremo opuesto de la escala —y tal vez sea éste el caso de Richard—, al sujeto se le puede hipnotizar de modo absolutamente normal mientras duerme. Se atrae su atención, dormido, con una especie de contacto físico, se le hipnotiza diciéndole repetidas veces que puede oír la voz de quien le habla y se le obliga a realizar lo que se quiere de él. Luego, muy suavemente, se le vuelve a dormir. Más tarde se despertará, como de costumbre, sin saber qué ha sucedido.
—¿Pudo haberle sucedido eso a Richard cuando se despertó en la extraña cama y descubrió al hombre llamado Aldridge de pie junto a él?
—Precisamente.
—¿Y podría existir sugestión poshipnótica?
—¿Qué quieres decir?
—A Richard le dijeron que no recordaría nada de lo sucedido o, por lo menos, que lo recordaría sólo en parte, de una manera confusa y probablemente sin mucho sentido. Eso parece ser lo sucedido: Richard aún no logra recordarlo…; lo consigue sólo sometido a hipnosis, pero, aun así, de modo muy vago e inconexo… y siempre omite algo.
—Bien, aferrándonos a nuestra hipótesis, sí, esto es algo totalmente posible. Suponiendo que Richard fuese hipnotizado, las instrucciones que le hubieran dado para que olvidara lo ocurrido le inducirían a ignorarlo.
—¿Y hay algo especialmente misterioso en ese tipo de hipnosis?
—No, es del todo rutinaria.
Campbell sorbió otro trago de coñac, se mojó los labios y dejó la copa en la mesa, cruzando de nuevo las manos.
—¿Sabes? Es interesante. Según Richard, el hombre le dijo que tenía una voluntad muy firme y gran resistencia, y que, mientras la mayoría de gente olvida la experiencia, él podría recordarla.
—¿Cómo es eso?
—Desde un principio, la observación confirma que otras personas han sido sometidas a ese experimento.
—Sí, el relato de Richard coincide, ciertamente, con muchísimos otros, muy en especial con el de Barney y Betty Hill, de 1961, y con el caso de Pascagoula de 1973.
—Ciertamente existe gran similitud. Recuerdo ambos casos.
—Esto en cuanto al principio. ¿Qué más hay?
—Bien, querido; insistiendo en nuestra hipótesis, conviene resaltar que cuando la mujer fue hipnotizada por el rayo de luz, suponiendo desde luego que fuese así, entró en lo que se diría un trance, un trance en el que se hallaba totalmente despierta, y al parecer dejó de experimentar temor. Por otra parte, cuando Richard estaba también afectado por la luz se sentía más ausente pero, en realidad, no perdió su sensación de temor. Esto podría justificar la afirmación hecha por el extraño hombre a Richard de que poseía una voluntad muy firme y gran resistencia. Aceptado esto, es posible que la mujer, aunque estuviera hipnotizada, pudiese no recordar lo sucedido, mientras cierta clase de personas, como nuestro Richard, recordarían parte de ello sometidas a hipnosis. En resumen: mientras que nuestros presuntos visitantes pueden, según parece, hacer olvidar a la gente sus experiencias, su éxito en este campo es bastante limitado.
—¿Lo dices por Richard?
—Precisamente, si Richard no hubiera sido sometido a hipnosis, jamás lo hubiera recordado.
—Sin embargo, sus sueños eran una especie de recuerdo.
—Eso es. Otra clave para justificar su resistencia: Richard recordaba algunos de los hechos acaecidos en sus sueños, pero no sabía qué significaban. También resulta notable que su sueño, que se repetía cada vez, comprende a un grupo de hombres que le rodean de pie mientras él yace en una mesa de operaciones. Por lo que él nos dijo, eso debió de suceder cuando se vio obligado a tenderse y le pusieron el casco metálico…; es la experiencia que se niega a seguir relatando.
—¿Se niega o simplemente no puede recordarla?
—De acuerdo —dijo Campbell—. Supongamos que sus raptores existen realmente y que todo lo que hablamos sucedió. El hombre llamado Aldridge se sentía intrigado por la insólita fuerza de voluntad de Richard y le dijo que tendría que regresar. Supongamos entonces que el casco metálico fuese un casco estereotáxico que se utilizó para inyectar un diminuto electrodo en el cerebro de Richard a fin de reforzar su incapacidad de recordar… Ahora bien; cuando se trate de obligarle a recordar aquel particular incidente con todo detalle, no sólo demostrará gran tensión sino también se le resentirá la cabeza y se agitará con gran violencia, despertando después con terrible jaqueca… Por consiguiente, es posible que Richard haya sido programado para sentir dolor y miedo cuando trate de recordar aquel acontecimiento. Y, además, que ellos quisieran hacerle volver para comprobar el relativo éxito o fracaso de la implantación.
Epstein se frotó los ojos y sonrió.
—Hemos dado toda la vuelta al círculo. Ahora eres tú quien formula las preguntas: debes ser un convencido.
Campbell sonrió y levantó las manos.
—Acepto la derrota. Has conseguido hacerme sentir tanta curiosidad como tú, convirtiéndome en otro obseso.
—Bien —dijo Epstein—. Me agrada oír eso. Así que ¿es posible?
Campbell se encogió de hombros.
—Lo es. La implantación de electrodos en el cerebro hace años que se está realizando, abiertamente sobre animales y de modo encubierto en seres humanos, llevándose en el último caso los experimentos con cierto secreto. Lo que se sabe es que los electrodos implantados en el cerebro humano han sido utilizados con éxito para activar miembros artificiales y paralizados, para dominar también espasmos musculares incontrolables, como el mal de Parkinson, para tranquilizar a pacientes mentales violentos y a prisioneros, e incluso para iniciar el «control de pensamientos» entre un controlador humano y un ordenador. Ahora bien; dado que cualquier forma de manipulación cerebral puede representar posibilidades sociales y políticas espeluznantes, muchísimos experimentos realizados sobre seres humanos se han llevado a cabo a puerta cerrada, muy notoriamente en instituciones mentales y en prisiones estatales, y los resultados de tales experimentos no han sido divulgados. No obstante, teniendo en cuenta lo que realmente se haya conseguido en secreto, es obvio suponer que la clase de programación de que estamos hablando entra en los límites de lo posible.
—¿Cómo son controlados los sujetos?
—Bien; es de dominio general que los reflejos y apetitos de diversos animales han sido controlados a razonable distancia por un controlador instalado tras una consola unida a un ordenador. El animal en cuestión puede verse obligado a levantarse, sentarse, comer o dejarse morir de inanición; jugar, luchar, desplomarse aterrorizado y todo ello sin ningún motivo. Con respecto a los seres humanos, hasta la fecha sólo hemos sido capaces de estimular zonas específicas del cerebro y, según se dice, bajo inmediato control visual. En cuanto al control a larga distancia, es razonable entender que la respuesta específica requerida sería programada en el momento de la implantación, introducida en el cerebro por el ordenador y circunscrita a una o dos respuestas solamente. Para expresarlo de un modo más sencillo, y considerando a Richard como nuestro caso hipotético, sí, pudieron haberle implantado un electrodo en el cerebro, programándolo para que sintiera dolor y terror cada vez que intentase recordar un incidente en particular. En otras palabras, es muy posible que cuando traté de obligar a Richard a recordar el incidente del casco, el solo pensamiento pudiera estimular el terror y las terribles jaquecas, terror y dolor producidos por el electrodo implantado.
—Otra forma de hipnosis.
—No —repuso Campbell—. Absoluto control mental.
—¿Quieres decir que llevando esta tecnología a sus últimas consecuencias podríamos apropiarnos sencillamente del cerebro de otra persona?
—Eso es.
Epstein se irguió en su silla, excitado y lleno de súbita energía, sintiendo que se hallaba al borde de un precipicio, a punto de saltar hacia lo desconocido. Las posibilidades eran ilimitadas, las implicaciones terribles y la verdad, probablemente, se encerraba en el cerebro de Richard. Tendrían que buscar la cerradura y forzar la puerta. El riesgo sería grande, pero la recompensa, mayor: desvelar por fin aquel misterio que aterrorizaba a todo el mundo. Epstein se estremeció y sintió emoción. Tenía la cabeza ligera y despierta, no experimentaba temores ni depresiones, y desechaba especular sobre el futuro.
—¡Tenemos que conseguirlo! —exclamó Epstein—. ¡Tenemos que emplear pentotal! ¡Hemos de utilizarlo en esta sesión y descubrir qué sucedió!
—No estoy seguro —objetó Campbell.
—¡Tenemos que conseguirlo! —repitió Epstein.
—Acaso sea demasiado pronto para eso. Demasiado peligroso y prematuro.
—¡Maldita sea, James, es importante!
—No es tan importante, Frederick. Has estado en el juego durante treinta años…; ahora puedes esperar un poco más.
—No puedo —replicó Epstein, sintiéndose avergonzado cuando hubo pronunciado aquellas palabras—. Tengo cáncer: me quedan como máximo dos años. No viviré más.
Campbell le miró asombrado. Los dos estaban asombrados. Permanecieron mirándose largo rato, envueltos en el silencio. Epstein desvió finalmente la mirada, fijando sus ojos en el suelo. De pronto parecía muy viejo, muy frágil, con el rostro arrugado por el agotamiento.
—Tengo que saberlo. No puedo morir sin enterarme. Como tú dices, estoy metido en esto desde hace treinta años, pero ahora creo poder resolverlo. Es lo más importante de mi vida. Muchísima gente ha sufrido por ello. No puedo dejarlo escapar teniéndolo tan próximo… y cada día es más urgente. No sólo por mí mismo; no se trata de algo puramente egoísta: es por Irving, Mary y todos los demás que fueron destruidos tratando de descubrirlo. Algo está pasando, James; no es una ilusión, sino un hecho muy real. Se me está acabando el tiempo, me hallo muy cerca, muy cerca, y no puedo sentarme a esperar a que Richard recuerde… Tengo que saberlo ahora.
Campbell suspiró, se levantó y dio la vuelta, miró por la ventana, consultó una vez más su reloj y frunció ligeramente el ceño, aún de espaldas a Epstein.
—De acuerdo. Someteré a Richard al pentotal. Después de todo, será como si hubiere examinado su cabeza por rayos X.
Dio la vuelta, se sentó de nuevo y ambos se estuvieron mirando en silencio. En la clara habitación reinaba un silencio mortal y ninguno sabía qué decir. Siguieron allí sentados abrumados y comprobando regularmente sus relojes. Estuvieron largo tiempo allí sentados, pero Richard no apareció.