Capítulo Diecisiete

Richard se chupó el dedo y lo pasó por el borde de su vaso. El humo del cigarrillo se retorcía sobre él, irritándole los ojos legañosos e inyectados en sangre. El alboroto que había en el pub, lleno de gente a la hora del almuerzo, era excesivo para sus oídos. Tenía la mirada fija en el vaso, en los cubitos de hielo de la Coca-Cola, pero de vez en cuando miraba la cerveza que Jenny se estaba tomando con retorcida y amarga sonrisa.

—¡Sólo una copa! —suplicó.

—No —repuso Jenny.

—Déjame tomar solamente media pinta de cerveza: no me afectará lo más mínimo.

Jenny suspiró y movió negativamente la cabeza con aire malhumorado, tirando con gesto distraído de un rizo de sus cabellos y mordiéndose con suavidad el labio.

—No —repitió—. Hemos quedado que no beberás más. Cuando empiezas, no sabes acabar: no debes volver a hacerlo.

—¡Media pinta! —insistió Richard.

—¡No! ¡Vete al diablo!

—Pues dame un sorbo de la tuya, por favor.

—Bebe tu Coca-Cola y cállate.

Richard hizo girar los ojos desesperado, recogió su vaso, lo agitó y se lo llevó a la boca con sumo cuidado, bebiendo un trago y dejándolo de nuevo sobre la mesa.

—Sigues temblando —dijo Jenny.

—¿Cómo esperas que esté? No he bebido nada desde hace cinco días. Estoy a punto de estallar.

—Ya has estallado: hace un año que estás así. No puedo aceptar otro año como éste, de modo que mantén la boca cerrada.

Richard no respondió: no podía decir nada. El año anterior lo había pasado sumido en un mar de alcohol en el que trataba de ahogar sus pesadillas. Estudió el ambiente que le rodeaba entre el humo que le escocía los ojos. La gente llevaba trajes de mil rayas, zapatos negros y paraguas. Se veían atractivas oficinistas con las cabelleras tendidas por la espalda, enrojecidas las mejillas por el gin y el Campari y ceñidos provocativamente los senos. Todo aquello le parecía muy lejano, superfluo, irreal, inútil tanta belleza y energía, como si lo contemplara difuso tras un vidrio esmerilado. Después miró a Jenny, sus ojos castaños en el rostro redondo. Llevaba un gastado anorak y descoloridos tejanos, la blusa desabrochada hasta los senos, y su cutis era lechoso y fino. Parecía algo más real, algo más próxima, como si fuese parte de él, y el hecho de que todavía tratase de ayudarle le llenaba de vergüenza.

—¡Un hipnotizador! —exclamó—. ¡Por Dios! ¡No creo en ello!

—No es un chiflado —protestó Jenny—. Es un psiquiatra y neurólogo, un especialista de Harley Street y, como posiblemente no te perjudicará, no tienes nada que perder.

—¿Un psiquiatra? —repitió Richard.

—No te sientas mortificado.

—¿Crees que necesito un psiquiatra? ¿Piensas que me estoy volviendo loco?

—¿Y cómo podríamos calificarte?

—No estoy loco.

—De acuerdo. No estás loco…, pero tampoco muy cuerdo.

—¡Ah! —exclamó Richard tocándose la sien con un dedo y haciéndolo girar como un destornillador—. Estoy mal de la cabeza.

—Muy divertido.

—Sí. Mucho.

—Escucha, Richard, no se trata de que vayas a ver a un doctor brujo que haga resonar sus tambores en la jungla.

Rebuscó en su bolso, sacó de él un paquete de cigarrillos, utilizó el encendedor con rápida y reprimida ira y volvió a meterlo en el bolso.

—¿Qué te molesta? Se trata simplemente de un doctor. Estamos en 1975. ¡Por Dios, es algo corriente!

Richard enrojeció y desvió su mirada hacia los vidrios que estaban sobre el bar, molesto y cohibido por la afirmación de Jenny, reconociendo cuánta verdad encerraba. El año anterior había sido horroroso: una gradual inmersión en la locura, viendo transcurrir los días a través de un filtro de alcohol y pasando las noches entre pesadillas. La entrevista con la policía no le sirvió de nada; en realidad fue peor, pues su incredulidad le llenó de vergüenza y profunda confusión. Ahora la rueda había girado por completo: se sentía reacio a admitirlo, cada vez se resistía más a la idea de que aquello había sucedido realmente.

—Escucha —dijo Jenny—. No he llegado a pensar que estás loco. Sólo creo que estás bastante enfermo y que debes curarte. Antes bebías como una persona normal; quiero decir que nunca te excedías. Pero nunca has necesitado beber como ahora… Es demasiado. No puedes seguir de este modo. No te hará ningún bien. Has dejado la escuela de bellas artes, estás viviendo del desempleo y no has visto a tu familia ni a tus amigos desde hace casi un año. ¿Qué clase de vida es ésta? Sólo tienes diecinueve años, ¡por Dios! Has ido a ver al médico por misteriosas erupciones y jaquecas… y te tomas las píldoras con vino… ¡Tienes que hacer algo por salir de esta situación!

Richard bebió un trago de su fría Coca-Cola, pasó el dedo por el borde del vaso, levantó la mirada y se encogió de hombros, sintiéndose derrotado, con una sonrisa humilde y dolorosa.

—Creo que tienes razón —admitió.

—No hay duda.

—Tampoco a ti te he visto demasiado.

—No trates de echarme la culpa.

Richard volvió a mirar a su entorno. Vio el dorado resplandor de la cerveza, los enrojecidos rostros del público que se acodaba sobre la barra del bar. Sus conversaciones eran ruidosas —charlas despreocupadas del mediodía—, y sintió una repentina sensación de soledad, como si ya no perteneciera al mismo mundo que aquellas gentes. ¿Llegó a producirse el suceso alguna vez o todo había sido un sueño? Al instante de pensar en ello sintió que el corazón le latía apresuradamente. Volvió a mirar a Jenny y vio cómo aplastaba su cigarrillo. Ella le observaba sonriente, profundos sus ojos como pozos, y de nuevo le invadió aquella secreta y creciente vergüenza que se había convertido en parte integrante de su ser.

—Me siento mejor.

—No digas tonterías —replicó Jenny.

—No se trata de eso. Me siento mucho mejor: no creo que sea necesario.

—¡Richard, se trata de un psiquiatra!

—No importa. Me parece tonto.

—¡Maldita sea! Está acostumbrado a tratar con locos… Probablemente tú le parecerás casi normal.

—Todo eso son tonterías —insistió Richard.

—¿Qué son tonterías?

—Eso de la hipnosis.

—¿Lo has intentado?

—No, no lo he intentado.

—Entonces, ¿cómo diablos lo sabes?

Richard se encogió de hombros y dejó vagar otra vez su mirada, observando al selecto público que le rodeaba: los hombres con trajes de mil rayas y paraguas, y las mujeres que olían a desodorante. ¿Qué hacía él allí? No deseaba seguir en aquel lugar. Sintió una desesperación que crecía lentamente y amenazaba con asfixiarle.

—¿De qué va a servirme eso? —preguntó.

—No lo sabrás hasta que lo intentes.

Jenny echó hacia atrás su silla y se levantó con aire decidido, apartando de su frente los oscuros cabellos y evitando su mirada. Richard suspiró y levantó las manos con ademán indeciso y débil, pero Jenny, ignorándolo, dio la vuelta y se apartó de él, saliendo del pub. Richard profirió una maldición en voz baja y la siguió, reuniéndose con ella en la calle. Ella le aguardaba, despidiendo el humo del cigarrillo y frunciendo de modo atractivo los labios, con el anorak ajustado a las caderas sobre los descoloridos tejanos.

La joven se puso en marcha, impaciente, haciendo un gesto airado con la cabeza, y volvió por la esquina de la estación de Baker Street, como si el asunto ya no le importara. Richard maldijo de nuevo y corrió detrás de ella, abriéndose paso entre la gente que disfrutaba de su tiempo libre para comer, alcanzándola junto al Planetario y el Museo de Madame Tussaud.

—De acuerdo —dijo tendiéndole la mano—. Lo siento. ¿Lo olvidamos?

—No te molestes —repuso Jenny—. No necesito para nada tus malditas disculpas. Sólo quiero que visites a ese psiquiatra: eso es todo lo que te pido.

—¿Tú lo pides? Me rindo.

Ella se detuvo en York Gardens. El viento agitaba sus cabellos. Estaba pálida y sus labios formaban una línea tensa. Los ojos castaños se veían grandes y luminosos.

—De acuerdo. Muy bien.

Cruzaron Marylebone Road, pasando junto a una línea de coches estacionados, y luego siguieron silenciosamente por la acera opuesta sin siquiera tocarse. Richard se mantenía algo detrás, nervioso y confundido, mirando las grises calles y las imponentes hileras de edificios georgianos, con la garganta seca, sediento, deseando hallar en la bebida el anhelado olvido. No quería volver atrás. Lo sucedido era el pasado y en él debía quedar totalmente enterrado y olvidado. No deseaba revivirlo, no creía que pudiese volver a resistirlo y, sin embargo, iba detrás de Jenny, siguiéndola por Harley Street, sabiendo que ella tenía razón, que debía enfrentarse al problema, que tendría que arrancar el velo de misterio que le mantenía aterrado.

—Aquí es —dijo Jenny.

Se había detenido ante una casa de estilo georgiano, alta y de fachada lisa, con una puerta negra y picaporte de bronce. Richard la miró fijamente, leyó los nombres que figuraban en la placa y un estremecimiento de temor le recorrió el cuerpo y se congeló en su garganta.

—¡Bien! —exclamó.

—¿Vas a entrar? —preguntó ella.

—Sí. Supongo que sí. ¡Jesús, me siento torpe!

Jenny pulsó el timbre, acercó el rostro a un pequeño intercomunicador, y una voz deformada e impersonal preguntó quiénes eran. Jenny dio el nombre de Richard y la voz respondió, invitándoles a entrar. Luego resonó en la puerta un zumbido irritante que significaba que podían abrirla. Richard hizo pasar primero a Jenny y luego entró él y la cerró. El zumbido cesó.

—Tercer piso —murmuró Jenny.

Permanecieron juntos en el vestíbulo de paredes barnizadas que formaban paneles, con muelle alfombra en el suelo y una planta en una maceta junto a la puerta principal. Richard miró la puerta metálica del ascensor y experimentó una leve sensación de claustrofobia que le hizo estremecerse ligeramente. Observó incomodo a Jenny, el alto y adornado techo y las escaleras que se curvaban detrás del ascensor, remontándose entre la descolorida pintura. El temor volvió a invadirle, devorándole y haciéndole sentirse torpe. Le pareció que iba a deshacerse allí mismo, quedándose liberado de su cuerpo. No deseaba subir, no quería revivir aquello. Ansiaba dar la vuelta y marcharse, pero no podía hacerlo.

—Subiremos por la escalera —dijo Jenny.

Richard asintió sin palabras, en un torpe gesto de conformidad. Vio los ojos de Jenny a través de una película de pánico y, después, ella volvió la cabeza. La siguió por la escalera, avanzando lentamente y de mala gana, fijando la mirada en sus piernas cubiertas con los tejanos, en los altos tacones de sus botas, en las arrugas formadas por el anorak ceñido a sus anchas y oscilantes caderas. Volvía a recordarlo todo: el blanco resplandor, las siluetas, la mujer pelirroja de verdes ojos, el catálogo completo de pesadillas. Se estremeció, avergonzado y confundido, bajó la mirada, observando sus pies sobre la alfombra mientras el corazón le latía de modo dramático. Llegaron al tercer piso, pasaron junto a la puerta metálica del ascensor, sobre la mullida alfombra y entre las paredes barnizadas, rodeados de un intenso silencio. Jenny se detuvo ante una puerta, apoyó en ella una mano y luego se volvió, se acercó a Richard y le abrazó cálidamente.

Fue un gesto triste e instintivo, una repentina expresión de tensión. Era la primera vez que ella se le aproximaba realmente desde hacía meses, su confesión de que le era necesario. Richard siguió inmóvil, confundido, con los brazos colgando, sintiendo el calor de su cuerpo, su amor, y preguntándose qué podía hacer con él. Luego deslizó los brazos rodeándola, sintió sus omóplatos, su columna, y la estrechó más contra sí, apoyando la mejilla entre sus cabellos.

—Todo va bien —le susurró.

Ella siguió junto a él un rato, arañándole la espalda con los dedos, estrechando los muslos y los senos firmemente contra él antes de apartarse. Luego le miró sonriendo dubitativa, con los ojos ensombrecidos, y desapareció por la escalera dejando su perfume en el aire.

Richard se quedó un rato inmóvil, sintiéndose agitado de nuevo y débil. Cerró los ojos y se cubrió el rostro con las manos, dejando escapar un profundo y doloroso suspiro. Después echó atrás la cabeza, observó las molduras que adornaban el techo, se encogió de hombros y golpeó ligeramente la puerta hasta que una voz le invitó a entrar.

Pasó adentro, cerrando con cuidado la puerta, y vio las paredes de color verde pálido, una mesita de cristal, cómodos sillones y a una dama de mediana edad detrás de una mesa, que le sonreía amablemente.

—¿El señor Watson? —preguntó.

—Eso es —repuso Richard.

—Es usted un paciente muy puntual. El doctor Campbell le está esperando.

Oprimió un botón que había sobre la mesa, con su elegante mano, blanca como la leche, y anunció la presencia de Richard por el intercomunicador, con voz suave pero clara. Richard paseó la mirada por la estancia como si estuviera ausente, sin oír nada, todavía consciente del calor de Jenny en sus ropas, de nuevo embargado por la emoción. La mujer se levantó. Vestía blusa blanca y falda gris claro, y abrió suavemente la puerta que daba acceso a otro despacho, invitándole a pasar. Richard tosió, se cubrió la boca con el puño, trató de orientarse y pasó junto a ella, sonriéndole, evitando su mirada. La puerta se cerró tras de sí con un golpe seco.

—¡Ah, el señor Watson!

—Sí.

—¿Te importa que te llame Richard?

—No.

—Bien. Por favor, siéntate.

El hombre llevaba traje gris a rayas, camisa blanca y elegante corbata. Extendió las manos sobre la mesa escritorio y destacó el brillo de sus gemelos y un enorme anillo. Tenía los cabellos oscuros y los llevaba bastante largos, cayéndole descuidadamente por la frente. Algunas arrugas rodeaban unos vivos y amables ojos azules, y sin duda llevaba alguna funda en los dientes. Rondaba la cuarentena, estaba bronceado y tenía aspecto saludable. De uno de sus bolsillos asomaba un blanco pañuelo, muy bien doblado y planchado.

—Siéntate, por favor —repitió.

Richard le obedeció y se sentó frente a él, cruzando las piernas, y luego separándolas y apoyando las manos en su regazo. Miró rápidamente en torno y vio las paredes del mismo color verde pálido, algunas reproducciones de Turner, unos diplomas y, por fin, al doctor enmarcado por la ventana.

—¿Te ha visitado alguna vez un psiquiatra?

—No —repuso Richard.

—¿Has sido hipnotizado en alguna ocasión?

—No —repitió Richard.

—¿Y te molesta algo de todo esto?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé. Me parece tonto. No creo que funcione.

—¿No crees poder ser hipnotizado?

—No.

—¿Por qué no?

—No lo creo posible. Sencillamente, no creo en todo esto.

El doctor Campbell sonrió.

—No crees, y por eso no te parece que puedas ser hipnotizado, ¿verdad?

—Sí.

—Bien, veamos.

El doctor buscó en su mesa un gran sobre de papel manila, lo abrió y sacó de él algunos papeles que estudió cuidadosamente. Richard siguió sentado, sintiéndose nervioso y algo ausente, esforzándose por parecer más despreocupado de lo que estaba. Deseaba levantarse y echar a correr.

—Un caso interesante —dijo el doctor levantando la mirada y sonriendo con simpatía—. Es evidente que has pasado un año muy malo. ¿Cómo estás ahora?

—Bien.

—¿Nervioso?

—Sí.

—Bueno, es normal. Eso significa que eres humano.

El doctor sonrió a Richard, levantó la mano y se miró el anillo. Volvió a inspeccionar los papeles y fijó otra vez su mirada en su interlocutor.

—Aquí dice que has estado bebiendo mucho.

—Sí.

—¿Y aún tienes necesidad de beber?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Y las pesadillas?

—¿Qué pasa con ellas?

—Según estas notas, todas tus pesadillas son exactamente iguales.

—¿Sí?

—De modo que estás soñando…, estás reviviendo aquel mismo incidente con toda exactitud.

—¿Quiere usted decir que cree que sucedió?

—No necesariamente. Podría tratarse de un caso de autosugestión, como consecuencia de haber sufrido una gran tensión.

—Usted me cree loco, ¿no es eso?

—Ni remotamente. Sólo estoy diciendo que, fuese lo que fuese lo que te ocurrió durante tu período de amnesia, pudo haberte inducido a esta alucinación particularmente vivida.

—De acuerdo: lo aceptaré. Eso está muy bien. Ahora, ¿cómo va a curarme?

—¿Estás convencido de tu aceptación?

—Sí, desde luego.

—Mentira. Desde luego que no es así. Sólo lo dices porque quieres marcharte a beber algo.

Richard se encogió de hombros.

—De acuerdo, doctor; haga lo que sea necesario. Dígame qué espera que le diga y con mucho gusto le contestaré.

—Sólo quiero que me des tu opinión.

—No creo nada: no sé qué creer. Todo ocurrió hace un año y eso significa mucho tiempo. Ya se lo expliqué a los policías y ellos se rieron de mí. Cuando traté de decírselo a alguien más me tacharon de loco y creo que tenían razón. No pudo suceder: cosas como ésa no pasan. De modo que creo realmente que tiene usted razón, que tuve una especie de amnesia, que durante aquel tiempo sufrí una alucinación y que luego la creí real. No me importa lo que fuera: sólo deseo olvidarlo. Quiero liberarme de esas pesadillas y volver a dormir a gusto.

—Yo no he dicho que fuese una alucinación, sino que pudo serlo.

—Tuve una alucinación: créame, eso es lo que sucedió. Ahora bien, ¿cómo va a curarme?

—Dices que te sientes bien.

—Mentía: estoy consumido.

—¿Quieres decir físicamente?

—Quiero decir mentalmente… Quiero decir que tengo problemas para dormir, cuando duermo sufro pesadillas y sigo teniendo erupciones y padeciendo horribles jaquecas. Y creo que todo es parte de lo mismo.

—Sí. Aquí tengo tus datos médicos. Nunca habías sufrido tales problemas antes del incidente… y son muy peculiares.

—¿Peculiares? ¿Qué quiere decir?

—Que no pueden ser producidos por nada físico: las erupciones y las jaquecas son psicosomáticas, consecuencia de algo psicológico.

—Eso es ridículo.

—No, Richard, no es ridículo. La gente puede desear sufrir jaquecas, fiebres, úlceras, cardialgias, trastornos gástricos y molestias en la piel. En realidad, por nada…

—No soy hipocondríaco.

—No lo he sugerido en absoluto.

—Me pareció que lo daba a entender.

—No, no se trata de hipocondría.

El doctor se echó atrás en su silla, puso las manos detrás de la cabeza, los pies sobre la mesa y sonrió amablemente.

—Permíteme que te hable sobre el cerebro humano. Lo primero que conviene advertir sobre este tema es que, aun tratándose de un instrumento notable, raras veces se utiliza ni siquiera en una décima parte de su potencial. Ahora bien; la mayoría de funciones corporales están controladas realmente por el cerebro: él nos dice qué hacer, cuándo y cómo, de modo que lo que vemos, oímos, olemos y sentimos son simplemente los colores, olores, ruidos y sensaciones que el cerebro ha escogido como más necesarios. Esta selección no es arbitraria —el cerebro selecciona lo que cree que necesitamos—, pero hay otras sensaciones que, aunque reales, están más allá de la escala limitada de nuestros sentidos inmediatos. Sin embargo, despertando ciertas zonas dormidas del cerebro, ya sea eléctricamente, por el uso de drogas o mediante sugestión hipnótica, el objetivo de nuestras sensaciones y capacidades puede ampliarse de manera portentosa.

—No comprendo qué tiene eso que ver conmigo.

—Verás, voy a decírtelo. ¿Estás de acuerdo en que las drogas o el estímulo eléctrico del cerebro pueden alterar el comportamiento humano?

—Sí.

—Magnífico. Ahora, ¿sabías que esos métodos para afectar el cerebro pueden inducir asimismo al dolor y a experiencias similares?

—Sí, lo sabía.

—De acuerdo. Bien; respecto a la hipnoterapia, podemos aplicar los mismos principios, siendo su única diferencia que las sensaciones se inducen o recuerdan en virtud de un proceso de sugestión más que con el recurso a medios físicos. En otras palabras, por el hipnotismo un paciente puede ser inducido a irse a dormir o a despertarse, experimentar un dolor inexistente o ignorar el que se le está infligiendo, endurecerse como un tablón o revivir experiencias olvidadas y, en general, actuar de un modo que él no consideraría normal. De la misma forma, el ser humano medio también puede desear sentir voluntariamente dolor, depresión o enfermedades graves, sin creer en ningún momento que sea así, convencido de que se trata de algo físico.

—Eso no lo creo.

—¿No lo crees? ¿Sabes que a una persona perfectamente normal, sometida a trance hipnótico, si se le indica que se ha quemado acabará teniendo ampollas? ¿Sabías, además, que la misma persona, siempre sometida a hipnosis, puede ser quemada o atravesada con agujas sin experimentar ningún dolor y sin que le queden cicatrices cuando se le despierta?

—No. Y tampoco lo creo.

—Créeme, Richard. Si yo te hipnotizara y te dijera que eres un madero, te pondrías tan rígido como si lo fueses; realmente podrías tenderte sobre dos apoyos y no te moverías lo más mínimo aunque te utilizasen dos personas como trampolín… Sencillamente, te habrías convertido en un tablero.

—¡Eso es mentira!

—No, muchacho, no es mentira. Son realidades de la autosugestión, comprobadas y verificadas, de modo que cuando te digo que tus dolencias pueden ser psicosomáticas, no te estoy sugiriendo ni por un momento que seas hipocondríaco… Te digo simplemente que esos trastornos acaso sean síntomas de alteraciones más profundas.

Richard cruzó las piernas, las separó y se rascó la rodilla. Luego observó un instante el suelo y volvió a levantar la mirada.

—Así pues, ¿qué vamos a hacer?

—Te haré retroceder al instante en que sufriste la amnesia, descubriremos qué sucedió durante aquellos tres días olvidados, grabaremos cuanto me digas en estado de trance y luego oirás esa grabación.

—No quiero saberlo.

—Tiene que ser así —insistió el doctor.

—Me importa un bledo. No deseo enterarme de nada.

Le sorprendía su propia vehemencia. Estaba erguido en la silla, sonrojado, latiéndole intensamente el corazón, con una repentina opresión en la garganta. El doctor le miró pensativo, no muy sorprendido, volvió a poner los pies en el suelo y apoyó la barbilla en sus manos.

—¿Qué es lo que te asusta?

—Simplemente que no deseo hacerlo.

—¿Por qué?

—No soy bastante tonto como para poder ser hipnotizado. No creo en ello, no funcionará.

El doctor sonrió, paciente.

—Bueno, veamos. Me parece que te muestras reacio porque crees degradante someterte a hipnosis. Permíteme asegurarte, Richard, que todo adulto inteligente, y la mayoría de niños mayores de siete años, pueden ser hipnotizados; únicamente los retrasados mentales y los psicópatas logran resistirse, y la hipnosis no es en modo alguno señal de voluntad débil. Más aún: cuanto más inteligente e imaginativo es el individuo, mejor paciente resulta. Por tanto, no debes sentirte avergonzado. Nada de malo hay en ser hipnotizado. Hay que considerar la hipnosis como una rama de la medicina, y tratar de aceptarla.

Richard cruzó las piernas, las separó, se rascó una rodilla, se mojó los labios y paseó vagamente la mirada por el despacho, fijándose por último en el suelo. Recordó el año que acababa de transcurrir, las pesadillas y borracheras y cómo había ido perdiendo a sus amigos, la ira de Jenny y su salud resentida. No podía seguir viviendo así: aquello no tenía sentido. Deseaba acabar con todo y curarse, pero el temor le hacía mostrarse retraído. Miró abiertamente al doctor, tratando de decirle algo, pero sin conseguirlo. Se levantó, se rascó la oreja y, por fin, se encogió de hombros, sintiéndose derrotado.

—¿Qué tengo que hacer?

El doctor sonrió y se levantó.

—Excelente. En primer lugar, probaremos algunas de tus reacciones y veremos si eres apto.

Dio la vuelta alrededor de la mesa y se detuvo delante de Richard, le miró a los ojos y luego retrocedió unos pasos.

—Consulta tu reloj.

Richard hizo lo que se le ordenaba: eran las tres y media.

—Pon las manos en los costados y relájate, quédate inerte.

Richard obedeció, pensando que el doctor era bastante tonto. Sintió lástima por él y decidió gastarle una broma para ahorrarle el desconcierto. El doctor seguía hablando, diciéndole que se relajara.

—Estrecha las manos.

El muchacho lo hizo así, tratando todavía de seguirle la corriente. El doctor continuaba hablando y diciéndole que se relajara aún más. Después le dijo que podía separar las manos y Richard le obedeció. Seguidamente, le indicó que levantase el brazo derecho y también lo hizo. El doctor le pinchó en el brazo y Richard no sintió nada en absoluto porque no quería que el doctor se sintiera cohibido. Luego le indicó que se tendiese sobre el diván, y así lo hizo. Le ordenó que se relajase y Richard siguió allí tendido, sintiéndose algo divertido. El doctor le hizo cerrar los ojos: el muchacho sonrió y los cerró. A continuación le ordenó que los abriera y le hizo consultar su reloj. Abrió los ojos, levantó la mano y observó el reloj. Parpadeó y lo miró de nuevo sin poder dar crédito a sus ojos: eran las cuatro y media. Había pasado una hora. Richard sacudió la cabeza y se sentó en el diván, sintiéndose algo ausente, pero descansado.

—¿Cómo estás? —le preguntó el doctor.

—Muy bien —repuso Richard.

—¿Cuánto rato crees haber dormido?

—No he dormido.

Richard miró de nuevo su reloj. Definitivamente eran las cuatro y media. Se encogió de hombros y sonrió neciamente. Se levantó, se desperezó y luego fue detrás de la mesa escritorio, se sentó y garabateó su nombre en un bloc de notas.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó el doctor.

—No lo sé.

Se levantó, volvió a rodear la mesa y se detuvo delante del doctor.

—¿Me ordenó usted que lo hiciese?

—Sí. Has estado dormido durante una hora. Has sido obediente y has hablado muchísimo, y todo ha quedado grabado en una cinta.

—¿Puedo oírlo?

—No.

—¿Por qué no?

—Todavía no estás preparado para ello.

El doctor fue a su mesa, desconectó la grabadora y luego se sentó y anotó algo en su bloc. Después, miró a Richard.

—Ahora quiero que vayas a tu casa. Debes acostarte temprano y, con un poco de suerte, no tendrás más pesadillas y podrás dormir bien. Quiero que vuelvas la semana próxima: mi secretaria te señalará hora. Cuando vuelvas, te diré algo que te hará dormir inmediatamente, y la experiencia será tan indolora como lo ha sido hoy. Te estoy haciendo volver al pasado de modo gradual; no puedo hacerlo con prisas. Eso significa que tendrás que ir viniendo aquí con regularidad durante algunos meses: no creo que te moleste hacerlo. En realidad, probablemente desearás venir. Al final de las sesiones, cuando hayamos reunido todas las piezas, podrás enterarte de lo que sucedió durante aquellos días pasados en blanco, ¿de acuerdo? Hasta la semana próxima.

El doctor sonrió y Richard salió. La secretaria le concertó otra entrevista. Bajó en ascensor y salió a la calle, encaminándose directamente a Baker Street Station, mezclándose con la ruidosa muchedumbre. Regresó a su hogar sin incidentes. Cambió de tren en King’s Cross. El tren estaba lleno de gente y la luz le hería los ojos. Se sentía muy tranquilo. Se apeó en Finsbury Park muy contento y animado. Por los largos túneles que conducían a los autobuses había borrachos. Richard subió en el W7, compró su billete y se sentó mirando hacia fuera, viendo cómo caía la oscuridad y las luces de las calles comenzaban a parpadear. El autobús le condujo a Crouch Hill. Se apeó y sintió frío. Anduvo por el polvoriento empedrado, giró por una avenida, cruzó por la zona de coches aparcados y entró muy tranquilo en el bloque de apartamentos.

Abrió la puerta del piso, la cerró después cuidadosamente, cruzó el pasillo y se detuvo al llegar al dormitorio. Jenny estaba tendida en la cama, completamente vestida y con los ojos abiertos. Richard se acercó a ella y se detuvo a su lado sin decir nada; simplemente sonriendo. Jenny le tendió una mano que él estrechó, sus dedos se cruzaron y ella le atrajo hacia sí. Mientras se desvestían mutuamente, mezclaron sus lágrimas. Richard se sumergió en ella y desapareció el temor que aún persistía. Jenny le abrazó, le acunó en su cuerpo y allí, en aquel lecho de carne y huesos, durmió con el sueño de una criatura.