Capítulo Dieciséis

El nuevo orden fue planeado y realizado con esa especie de feroz energía que sólo puede impulsar a los místicos. Albert Speer fue su arquitecto: él creó el contorno para su visión. En las obras de Albert Speer, y de los demás arquitectos nazis, pude comprobar la realización del Lebensraum en su forma más concreta. Lebensraum —espacio— equivalía a conquista y expansionismo germánicos: los grandes edificios y las fábricas subterráneas eran los pilares de mi futuro.

Himmler me enseñó el refugio de Hitler, que se encontraba en la cumbre de la montaña Kehlestein. Los ocho kilómetros de carretera que ascendían hasta ella desde el Berghof habían sido excavados en la ladera de la montaña con el sudoroso esfuerzo de los obreros esclavos. En la cumbre había un pasaje subterráneo y, al final de éste, un ascensor cuyo hueco, de unos ciento veinte metros de profundidad, había abierto en la sólida roca. Aquel ascensor descendía hasta una inmensa galería de altos muros, sostenida por complicadas columnas románicas. Al final de la galería, también excavado en la montaña, había un sorprendente salón circular, completamente acristalado. Cuando me encontré en aquel enorme salón mirando a través de las ventanas, no vi más que otras montañas y el cielo… Fue una experiencia abrumadora.

Lo imposible hecho posible… eso era lo que constantemente se lograba. Si los sueños eran grandiosos, los logros aún lo eran más: logros de hombres que podían hacer de lo imposible algo completamente normal.

El ingenio de los alemanes radicaba en la organización. En ese aspecto eran inigualables. Añádase a ello el hecho de que su mano de obra era infinita y los sueños se convertían en realidad. ¿Quién construyó las poderosas pirámides? Los miles de esclavos de los egipcios. El Tercer Reich tenía ingenio y siete millones y medio de esclavos y, dada la combinación de ambos factores, todas las cosas llegaban a ser posibles.

Siete millones y medio de esclavos. Esclavos que trabajaban durante días interminables; esclavos que abrían las montañas, cavaban túneles a través de la tierra y trasladaban rocas, equipos y almacenes sin quejarse jamás: tales eran mis recursos. Los egipcios me hubieran envidiado. Y, teniendo esto en cuenta, amén de mis enormes ambiciones, mis limitaciones eran escasas.

Himmler y yo fuimos grandes amigos y él me desveló su gran sueño: la ambición de una Atlántida renacida de entre las cenizas de la guerra, sin judíos ni seres infrahumanos. Gobernarían los rubios miembros de las SS en una sociedad de amos y esclavos en la que no se producirían disensiones. Existirían grandes ciudades de acero y cristal donde predominarían los arios puros. Himmler me contó sus sueños de un desierto poblado por superhombres.

—¿Cómo se construye una Atlántida? Se necesitan amos y esclavos. Los amos serán la élite de mis SS y los esclavos, los polacos, checos y las restantes razas inferiores. ¿Y cómo lo hacemos? Es fácil, mein Freund. Vamos construyendo los campos, enviamos allí a los judíos a millares y, cuando las alambradas comienzan a resultar insuficientes para contenerlos, construimos hornos crematorios. Gaseamos a los schweine y los hacemos desaparecer, convirtiéndoles en humo y cenizas. Cuando los campos han quedado limpios de judíos, llevamos allí a los subhumanos, que son los trabajadores, y subsisten como simples esclavos: viven solamente para trabajar para la gloria del Reich… Los esclavos construirán los nuevos templos.

Los «nuevos templos» serían las fábricas, los laboratorios y las universidades; la nueva religión consistiría en el conocimiento y la conquista, en el retorno del superhombre. ¡Qué sueños más grandiosos! ¡Qué declaración más impresionante! Himmler deseaba contar con ciudades subterráneas y disponía de todo lo necesario para crearlas. Me paseó por toda Alemania, mostrándome cuánto podía lograrse. Yo vi las grandes factorías subterráneas y comprendí lo que era posible.

Recuerdo muy bien Nordhausen. Había sido excavado en la montaña Kohnstein. Trece mil esclavos de Buchenwald lo construyeron con sus esfuerzos y sus sudores. Cuando lo visité estaba vacío: aún tenía que llegar el complejo del V-2. Contaba con túneles de mil ochocientos metros de longitud y casi cincuenta cámaras laterales. Yo miraba en torno maravillado. Himmler se rascó la nariz y sonrió. La zona de trabajo tenía ciento veinticinco mil metros cuadrados y se encontraba profundamente sepultada en la montaña. Himmler me mostró todo el contorno. Su voz resonaba entre el silencio. Había doce aparatos ventiladores, enormes generadores facilitaban la iluminación, y una calefacción especial aseguraba una temperatura constante, día y noche.

—Aquí trabajarán miles de personas. Los esclavos vivirán en un campo separado. Ese campo, que ya existe, está profundamente oculto en el valle, al pie de una montaña, a menos de un kilómetro de la entrada de uno de los túneles, y cuenta con todos los servicios: grupos de barracas, un burdel, zona deportiva, hospital, cocina, lavandería, universidad de selección psicológica y vocacional, crematorio y prisión. También está la ciudad de Bleicherode, a veinte kilómetros de distancia. Allí, los nuevos túneles, a dieciséis kilómetros de profundidad, albergarán varias fábricas más de misiles y miles de dependencias habitables. ¿Qué otra finalidad tienen las montañas? ¿Para qué, si no, utilizar a los esclavos? Los nuevos templos serán ciudades subterráneas virtualmente inexpugnables.

Todavía recuerdo las palabras exactas que pronunció. Su voz resonaba entre aquel vasto silencio. Me enteré de que toda la zona, desde las montañas del Harz hasta Turingia, del sur de Praga hasta Mahren, estaba socavada por túneles semejantes y fábricas subterráneas. Únicamente algunas de ellas eran conocidas por Hitler: Himmler las controlaba en su totalidad. Estaban rodeadas del más estricto secreto y dirigidas por las SS. Los trabajos proseguían ininterrumpidamente, noche y día. A los holgazanes se les pegaba un tiro o eran colgados. Las fábricas subterráneas funcionaban como colonias totalmente insulares, con amos y esclavos, libres de leyes morales. Poquísimos alemanes conocieron su existencia, y muchos menos fueron los que llegaron a verlas.

De ese modo quedaban resueltos mis problemas. Vi cuanto podía lograrse. Encontrándonos allí, junto a Himmler, en aquella enorme y silenciosa cueva, pensé en todos los millares de esclavos que trabajarían en aquel lugar y comprendí dónde se encontraba mi futuro. El sueño de Himmler, de hielo y de fuego. Soñaba con ciudades construidas bajo tierra; veía el sol reflejándose en los picos helados aparentemente solitarios. Acepté lo que Himmler me ofrecía. Me escondería entre el vidrio y la piedra. Me volví, observé su sencilla expresión y advertí su locura como sensatez.

—El nuevo orden necesita amos y tienen que ser arios: de rubios cabellos, ojos azules, fuertes y que muestren absoluta obediencia. Estas personas se encuentran en el Jungvolk; son los muchachos de diez a catorce años que se forman en las Juventudes Hitlerianas. Se les entrega la Daga de la Sangre y el Honor y se les entrena para adorar al Führer y a la nación, y luego se incorporan a mis SS. Una vez en ellas son míos: hago de ellos lo que quiero. Ya no siguen perteneciendo a Hitler, sino a mí, y me adoran como esclavos.

Himmler soñaba y realizaba sus sueños: paría a sus acólitos. El sencillo granjero avícola cerraba sus humildes ojos y veía un mundo de dioses. Las SS eran la iglesia de Himmler, su lecho y su altar: era una orden gobernada por los principios de los jesuitas y dirigida por férreo puño. Todos sus miembros eran racialmente puros y estaban unidos entre sí por sagrados juramentos. Se les despojaba de sus antecedentes, se les daban números en lugar de nombres, eran adoctrinados según los mitos del Volk y se convertían en sus discípulos. No formulaban preguntas, no ignoraban ninguna orden. Su ciega obediencia les habría impulsado a atravesar el infierno sin vergüenza ni repugnancia.

Yo confié en aquel acercamiento. Sin disciplina se producen disensiones. Los fines de Himmler me parecieron de índole casi religiosa, pero sus métodos eran firmes. No podemos progresar concediendo libertades; los hombres libres son una maldición, se resisten a los cambios porque les dejan expuestos, como indefensos. Himmler lo entendía muy bien. Temía a los individuos, sentía que ellos constituían una amenaza para sus planes magistrales. ¿Y en qué consistían tales planes? Quería dioses, no hombres normales. Creía en la obediencia, en la procreación controlada y en la vivisección; creía en la mutación biológica y en su producto, el Superhombre. Tales sueños no eran insólitos. La ciencia moderna aún los persigue. Fuera de allí, en el mundo alejado del hielo, cirujanos primitivos sajaban huesos para tal fin. Acepté lo que me ofrecían: los hombres eran carne que podía ser utilizada. También yo creía en la mutación y aprovechaba cuanto me ofrecían.

—El nuevo orden estará purificado. Los infrahumanos serán esclavos. Se despojará a los disidentes de su resistencia hasta que también ellos obedezcan. En caso de que nuestros planes fallen, los eliminaremos mediante gas, arma blanca o de fuego. Incluso entonces, nos aseguraremos de que también ellos contribuyen a la buena marcha del orden: les quitaremos los dientes de oro, su piel será utilizada para pantallas de luz, convertiremos sus huesos en cenizas y polvo en los grandes crematorios… Es necesario que sea así. Tenemos que afirmar nuestra seriedad. Tenemos que hacerles saber que la disciplina lo es todo y que sus cenizas pueden resultar útiles. El nuevo orden será estricto: su único objetivo lo constituirá el progreso, y se centrará en la investigación y experimentación, en el adelanto del conocimiento. La mayor parte de los laboratorios cuentan con limitaciones: en el nuevo orden no será así. Los infrahumanos, útiles como esclavos, también nos servirán como conejos de indias.

No todo era aeronáutica: aquello sucedía en la parte oeste de Kummersdorf. En sus factorías mi otro sueño cobró forma. Recuerdo los nombres, no sus rostros, y no siento ningún afecto por ellos. Sin embargo, colaboramos. Mi incansable genio me impulsaba a ello. Las vicisitudes de la guerra no me afectaron y mi proyecto se desarrolló. ¿Cuántas noches pasé en blanco? Recuerdo todo aquello con orgullo. Por entonces pasaba de la cincuentena, pero los dirigía a todos incansablemente. El primer disco cobró forma poco a poco: había muchas imperfecciones en él. Viajé por el Norte, Sur, Este y o Oeste, y robé hombres e ideas a las fábricas ocultas de Schwarzwald, los R-Laboratory en Volkenrode. Acaloradas discusiones sobre campos electrostáticos y controles giroscópicos. El gran disco llenó el hangar. Los ojos de Schriever denunciaban su orgullo. En las cuatro patas que albergaban los rotores de las turbinas de gas se reflejaban las luces. Schriever lo observaba maravillado. Este recuerdo me hace sonreír. Lo que Schriever miraba con tal orgullo y maravilla era un juguete primitivo: los auténticos logros se encontraban en mis archivos; lo que Schriever veía no era nada.

En el hangar de Kummersdorf estaba construyendo un objeto inútil.

El engaño era necesario. No había nadie en quien yo pudiera confiar. El Tercer Reich estaba lleno de hombres asustados y ambiciosos que deseaban causar impresión. No confiaba en Rudolph Schriever, y en los ojos de Himmler leía la muerte. Recordaba mi pasado, las grandes factorías de Iowa, a aquellos hombres de negocios y a los políticos cobardes que habían destruido la labor de mi vida. Aquello podía repetirse. La guerra no duraría eternamente. Ya en 1941 advertí las sangrientas heridas del Reich. ¿Cuánto podía durar Himmler? ¿Y cuánto mantener su secreto? Yo deseaba utilizar su plan maestro, pero ¿qué garantías tenía? Los nazis devoraban a los de su misma especie. Se volverían contra mí, destruyendo todo cuanto yo había obtenido. Heinrich Himmler, el Reichsführer: sus dulces ojos no me engañaban. Sus limpias uñas estaban manchadas de sangre y su sonrisa escondía su histeria. No, no confiaba en él. No había nadie en quien yo pudiera confiar. Y así le concedí sólo un poco, un prototipo que no funcionaría, explicándole que necesitaba más tiempo y que eran muchos los problemas existentes.

Fue una maniobra delicada: se requería enorme astucia para ello. El disco tenía que engañar a otros ingenieros y seguir careciendo de algo. Empleé técnicas caducas, cedí a los ingenieros su dirección. Las turbinas de gas y los cohetes de oxígeno eran el fruto de sus esfuerzos: con tales creaciones se conformaban. En los ojos de Schriever brillaba el triunfo. Joven y orgulloso, mostraba sus proyectos a Himmler mientras yo seguía mi camino. Su gran disco había quedado superado: el auténtico logro se hallaba en mis archivos. Les daba un poco, me llevaba una gran parte y no dejaba de escuchar a Himmler.

—Contamos con nuestras fábricas subterráneas, cuya localización hemos escogido. Tenemos los amos, las SS, nuestros esclavos y nuestro propio ingenio de acero. Pero eso no basta. Necesitamos algo más que hombres normales. Lo que precisamos es una mutación biológica que conduzca a la auténtica grandeza. Debemos aprender a controlar a los obreros. No con látigos ni con armas de fuego: lo que necesitamos es el control automático de sus mentes y de sus cuerpos. El cerebro humano debe ser examinado y explorados los secretos del cuerpo. Debemos conseguir robarles su voluntad y sus fuerzas y dejarles únicamente lo imprescindible. Una democracia no puede conseguir esto: su moral regresiva se lo impediría. Pero aquí, en el despuntar de la nueva era, no existe ningún obstáculo. Debemos usar el Ahnenerbe y el Lebensborn. Debemos estudiar las características raciales y fomentar únicamente la progenie de los más puros. Esto resolverá el primer problema. De este modo descubriremos el Superhombre. No obstante, aún nos queda el problema de los obreros y también éste debemos resolverlo. Hay que controlar la mente y el cuerpo. Hemos de descubrir un nuevo método completo. Pienso en la realización de experimentos médicos y psicológicos de lo más extremo. Los campos están a su disposición. Los Schweine son carne inútil: el nuevo orden necesita un caudal de músculo puro y su genio debe descubrirlo.

Los campos de concentración eran los laboratorios y los seres allí internados, conejillos de indias. Todos los misterios de la vida humana fueron explorados mientras ellos se retorcían de dolor sobre las mesas… ¿Cuáles son los límites del dolor humano? ¿Cuánto tardan en dejar de funcionar los pulmones? Si no se asisten las quemaduras, ¿se renueva la carne o se gangrena? Se inoculaba ictericia a una mujer, tifus a un niño, se disparaban proyectiles con balas envenenadas, se injertaban huesos, se trasplantaban miembros, se extirpaban testículos, ovarios e intestinos, pero sin emplear anestésicos. ¿Era la cirugía la causante de la muerte o acaso la producía el choque o el dolor? Se ponía a un hombre helado entre dos prostitutas y se estudiaban después sus respuestas. Más trabajo (raras veces se interrumpía). Los Ahnenerbe necesitaban cráneos humanos, el Instituto para Investigación de la Herencia necesitaba medidas antropológicas. Se disponía de unos sucios judíos y polacos, se los desnudaba y medía. Si eran aceptables, entraban en las cámaras de gas y luego se les decapitaba y se enlataban sus cabezas. Había que cuidar en extremo el embalaje. Se retiraba la carne de los huesos, se deshacían éstos y se utilizaba la carne sana. Un jirón ya descompuesto: una buena pieza de material. Unos tatuajes que resultaban adecuados para una bonita pantalla en la lámpara del dormitorio de Frau Koch… Pero ésas eran frivolidades nazis. Mis auténticas investigaciones nunca se interrumpían. El campo de concentración, con sus mataderos y crematorios, era un laboratorio extraordinario.

—¿Lo entiende de una vez? El nuevo orden es muy real. Estará dividido en colonias, separadas entre sí, cada una con su trabajo propio y, en ellas, amos y esclavos estarán aislados; existirán únicamente para el futuro. ¿Qué es una colonia en este desierto? Solamente otro Nordhausen. Se envía allí a los subhumanos para que construyan un complejo subterráneo, se les controla gracias a lo que se les ha inculcado y con el concurso de las SS, y luego se envía allí a científicos, técnicos y administradores, obligándoles a colaborar estrechamente, sometidos por temor a los amos que todo lo ven. Una vez allí, ¿adónde pueden ir? No hay modo de entrar ni salir. Vivirán bajo tierra, acobardados por el temor, seducidos por el poder, vinculados a los amos por sus juramentos y sus convicciones religiosas. Y, en cuanto a los subhumanos, por las torturas, la muerte y la imposibilidad de otras alternativas. Sí, americano, esto es posible. Ya estamos a medio camino de conseguirlo. Debe usted trabajar, debe ultimar su gran disco antes de que esto culmine.

Yo escuchaba a Himmler. Sus monótonas palabras me estimulaban, no porque él pudiera sobrevivir, sino por que sus ideas eran valiosas. Yo le utilicé a él y los recursos que me brindaba. Llenamos trenes con miles de desconocidos, con esclavos que eran enviados al puerto de Kiel, de donde desaparecían.

Sin embargo, debía tener cuidado; no podía disimular mucho. Himmler me presionaba para que realizásemos una prueba de vuelo del disco y tenía que satisfacer sus deseos. Estoy seguro de que fue en junio de 1941. Las grandes puertas del hangar se abrieron y el sol entró en él. Aquello lo recuerdo muy bien. El disco brilló a la luz. Schriever entró en la abovedada cabina del piloto, con un brillo excitado en la mirada. Todos los ingenieros se retiraron, protegiéndose los ojos. Himmler se reunió conmigo detrás de los sacos de arena, con las gafas muy levantadas en la nariz. El disco parecía un hongo metálico o quizá se asemejara más a una araña. Sus cuatro patas contenían los rotores de las turbinas de gas y se apoyaban oblicuamente. Himmler se frotó la nariz: el sol resplandecía en sus gafas. Se oyó el gruñido del motor mientras las huecas patas despedían fuego y llenaban el aire de negro humo. El disco sufrió una sacudida y luego crujió, y del asfalto se levantó una llamarada amarilla. El sonido cambió, transformándose en un sordo silbido, mientras el disco se levantaba del suelo. Himmler se tapó los oídos y su cuerpo pareció encogerse. El disco se estremeció en medio de un gran estruendo, se levantó suavemente del suelo, quedó suspendido por un momento y osciló a uno y otro lado, quedando escondido tras una espesa humareda. Himmler se volvió y me miró fijamente. Sus dulces ojos eran radiantes como el sol. El disco gruñó y permaneció suspendido sobre el suelo mientras Himmler me estrechaba la mano.