—De acuerdo, Stanford. Quiero que comprendas una cosa: voy a darte la información que me pides, pero nunca más volveré a hacerlo. Y si se te ocurre, aunque sea solamente repetir mi nombre en sueños, te cortaré la cabeza. Es un asunto muy peligroso. Me tranquiliza pensar que ya he superado todo eso. De modo que cuando hayamos acabado, cuando salgas por esa puerta, ten por seguro que será por última vez.
O’Hara tenía aspecto muy floreciente: llevaba corbata, brillaban sus puños, y las arrugas de su rostro hacían juego con sus cabellos grises y sus ojos azules, fríos como el hielo. Quedaba enmarcado por el cristal de la ventana y tenía como telón de fondo Manhattan. Aquel amplio encuadre parecía singularmente fuera de lugar en la moderna oficina.
—De acuerdo —dijo Stanford—. Eres muy amable conmigo. Comencemos con el grupo Robertson.
—Según mis datos, el grupo se reunió desde el 14 hasta el 17 de enero de 1953 en Washington DC, y la reunión se celebró en el más alto secreto. De la seriedad con que el tema se trató pueden dar clara idea no sólo las credenciales de los participantes —todos especialistas en ciencias físicas y armamento avanzado—, sino también el hecho de que el veredicto del grupo, formulado por escrito, debía ser transmitido al Consejo de Seguridad Nacional y luego, si se decidía que los ovnis eran de procedencia extraterrestre, al propio presidente.
—Esto parece muy grave —dijo Stanford.
—Lo era —replicó O’Hara—. Y lo que más me intrigó después fue que, por lo menos, según pruebas de lo que estuve viendo y oyendo, la hipótesis ovni era una sombría realidad, y la existencia de los platillos volantes quedó demostrada. No obstante, y ante mi gran sorpresa, el grupo rechazó los descubrimientos.
—¿Qué descubrimientos?
—Voy a darte algunos ejemplos que bastarán para convencerte —dijo O’Hara.
Abrió una caja que tenía sobre la mesa, sacó un grueso puro, cuyo extremo cortó, y le aplicó una cerilla. Luego se reclinó en la mesa y fumó.
—Durante los dos primeros días, Ruppelt revisó los descubrimientos realizados por los científicos del Libro Azul, e hizo declaraciones verdaderamente impresionantes. En primer lugar, destacó que el Libro Azul había recogido los informes de tan sólo el diez por ciento de las apariciones de ovnis detectadas en Estados Unidos, lo que significaba que en cinco años y medio se habían presenciado unas cuarenta y cuatro mil apariciones; luego inutilizó muchas de ellas incluyéndolas en el porcentaje de globos sondas, aviones, cuerpos astronómicos y otras falsas interpretaciones tales como pájaros, papel volador, nubes noctilucas, inversiones de temperatura, reflejos, etcétera, y destacó que aun así quedaban como definitivamente «desconocidas» cuatrocientas veintinueve. De estos objetos desconocidos, era evidente que la forma más apreciada era elíptica, el color más destacado el blanco o metálico, que se había declarado igual número de apariciones de ovnis de día como de noche, y que las trayectorias cubrían por igual los dieciséis puntos cardinales de la brújula. El setenta por ciento de esos objetos desconocidos había sido distinguido visualmente desde tierra, un diez por ciento por personas aerotransportadas y radares terrestres, y el ocho por ciento restante era una combinación de captaciones visuales y por radar. Ruppelt nos intranquilizó a todos enormemente al confirmar que los ovnis solían verse en zonas próximas a instalaciones de energía atómica, puertos y polígonos industriales. Finalmente, nos puso de relieve que, según datos del radar, las velocidades de vuelo registradas alcanzaban hasta los ochenta mil kilómetros por hora.
—Tienes razón —dijo Stanford—. Parece impresionante.
—Lo es —siguió O’Hara, expulsando el humo—. Y lo más impresionante fue que Ruppelt y el comandante Dewey Fournet realizaron un análisis de los movimientos de los objetos no identificados, vistos con el fin de determinar si estaban controlados de modo inteligente. A este respecto, Fournet, que disfrutaba de gran reputación, nos explicó que eliminando toda posibilidad de globos sonda, aviones, cuerpos astronómicos y demás, de los centenares de informes estudiados, y analizando los movimientos de los ovnis en la categoría restante de no identificados, su grupo de estudios se había visto obligado a decidir que tales objetos estaban «inteligentemente controlados por personas con cerebros iguales o muy superiores a los nuestros». Así se expresaba en el informe. El siguiente paso en el estudio, explicó el comandante, consistió en descubrir de dónde procedían aquellos seres, y puesto que parecía improbable que sus máquinas pudieran haber sido construidas en secreto, la respuesta era que los seres procedían del espacio exterior. ¿Te sorprende, Stanford? Así nos pasó a nosotros… E incluso nos quedamos mucho más sorprendidos cuando a la mañana siguiente nos proyectaron cuatro cintas sobre objetos que habían sido clasificados en la categoría de desconocidos.
—¿Te refieres a las películas teodolíticas tomadas por los científicos en el polígono de pruebas de White Sands en 1950?
—¡Muy brillante, muchacho! A ésas, más la de Montana, tomada el 15 de agosto de 1950 por el manager del equipo de béisbol Great Falls; y la de Tremonton, tomada el 2 de julio de 1952 por el jefe de fotografía de la Marina, sargento Delbert C. Newhouse.
—¿Y qué?
—En la película de Montana aparecían dos luces brillantes de gran tamaño deslizándose por el cielo en formación escalonada. Las luces no dejaban entrever ningún detalle, pero ciertamente parecía tratarse de objetos grandes y circulares. En la película de Tremonton se veía aproximadamente una docena de objetos de forma discoide y brillantes, que aparecían y desaparecían constantemente, realizando extraordinarias acrobacias, yendo y viniendo con la mayor rapidez, rodeándose entre sí en un cielo azul sin nubes. Se descartó toda posibilidad de que pudiera tratarse de fenómenos astronómicos, al verlos claramente en la película avanzar en formación compacta hacia el horizonte, al Oeste, y aún más cuando uno de ellos abandonó el grupo principal y desapareció hacia el Este.
—¿Hubo algo más positivo que eso?
—Sí. El filme de Montana fue sometido a miles de horas de análisis en el laboratorio de las Fuerzas Aéreas, en Wright Field, y los análisis demostraron de forma concluyente que los objetos no eran pájaros, globos sonda, aviones, meteoros ni reflejos. En resumen, que se trataba de objetos desconocidos. En cuanto a la película de Tremonton, había sido estudiada durante dos meses completos en los laboratorios de la Marina de Anacostia, Maryland, y las conclusiones obtenidas fueron que los objetos no identificados no eran pájaros ni aviones, que probablemente viajaban a varios miles de kilómetros por hora y, a juzgar por sus extraordinarias maniobras, que eran vehículos inteligentemente pilotados.
Stanford silbó lleno de admiración y se adelantó en su asiento, pensando retrospectivamente en lo que había sucedido en Santo Tomás y en cuánto le había afectado. Aquello le dejó lleno de estupor, miedo e incredulidad, pero entonces, escuchando las palabras de O’Hara, comenzaba a aceptarlo.
—Aquellas pruebas parecían en extremo concluyentes —siguió O’Hara—, pero el grupo Robertson aún consiguió desecharlas. Los miembros del grupo pasaron dos días considerándolas, pero los resultados de sus deliberaciones ya estaban previstos de antemano. Influidos por mí y por mis compañeros de la CIA, los miembros del grupo llegaron a la conclusión en su informe de que las pruebas no eran sustanciales; que el continuo énfasis de las informaciones recibidas sobre los fenómenos tenía como resultado, citando textualmente, «amenazar el buen funcionamiento de los órganos protectores del cuerpo político», y que los informes entorpecían los canales militares. Que podían llegar a provocar la histeria en masa y estimular la defensa personal, para que se identificaran erróneamente o se ignorara a los verdaderos enemigos de la Aviación. En resumen, el auténtico problema no radicaba en los ovnis, sino en los informes que de ellos se recibían.
Stanford vio detrás de O’Hara los rascacielos de Manhattan, y más arriba el cielo azul y las blancas nubes que por él se deslizaban. El cielo no revelaba nada. Stanford suspiró y bajó la mirada. Su amigo O’Hara, detective privado, en otro tiempo agente de la CIA, se adelantaba hacia él apoyando los codos en la mesa y despidiendo humo por la nariz.
—De modo —continuó— que hicimos algunas recomendaciones. En primer lugar, que las dos entidades privadas más importantes dedicadas a estudiar los ovnis, la Organización de Investigaciones de Fenómenos Aéreos y el Servicio de Información Civil sobre Platillos Volantes, fueran sometidas a vigilancia, debido a lo que describimos como la «potencial y enorme influencia que ejercían sobre el pensamiento de las masas» en el caso de apariciones en serie. A este respecto, recuerdo también que hicimos constar la siguiente frase: «Debe tenerse en cuenta la aparente irresponsabilidad y el posible uso de tales grupos con fines subversivos». A continuación recomendamos que los organismos de seguridad nacional tomaran medidas inmediatas para restar importancia a los fenómenos ovnis y que eliminaran el aura de misterio que habían adquirido, utilizando como medio para ello una campaña pública. Finalmente, elaboramos un programa que se proponía la divulgación generalizada sobre el tema con dos fines: adiestramiento y disminución de su importancia. El primero contribuiría a que la gente identificara los objetos conocidos, lo que reduciría la masa de informes recibidos fruto de una identificación errónea; el segundo reduciría el interés público por los ovnis y, por lo tanto, haría decrecer el número de informes, o acabar con ellos.
—La conciencia liberal lo consideraría un lavado de cerebro —dijo Stanford.
—La conciencia liberal tendría razón.
O’Hara sonrió fríamente a Stanford, se recostó en su asiento, miró al techo y siguió hablando, despidiendo humo azul.
—Como medio de llevar a cabo este programa educativo o, hablando en plata, este lavado de cerebro, el equipo sugirió que el gobierno contratase a expertos familiarizados con la psicología de masas, a empresas cinematográficas especializadas en películas de instrucción militar, a las producciones Walt Disney y a personalidades tales como Arthur Godfrey, para transmitir sutilmente este nuevo modo de pensar a las masas. También ellos, contrariamente a lo que más tarde diríamos a Ruppelt, decidieron mantener en secreto los informes de apariciones, y entendieron de nuevo que las Fuerzas Aéreas tenían que estrechar sus medidas de seguridad y continuar negando el acceso al personal no militar a los archivos de los ovnis. En otras palabras, echar tierra al asunto.
Stanford se reclinó en su silla, pensando en Goldman y Albuquerque y comprendiendo que Goldman, aunque fuese un alcohólico, había estado diciendo la verdad.
—Creo que poco después de esto —siguió O’Hara— comencé a preguntarme qué diablos estaba pasando. Como podrás juzgar por ti mismo, la finalidad concreta del equipo Robertson era permitir que las Fuerzas Aéreas pudieran demostrar durante la siguiente década, más o menos, que un cuerpo científico imparcial había examinado los datos de los ovnis y no había descubierto pruebas de que apareciese nada insólito en los cielos. Aunque esto era una evidente distorsión de la realidad, significaba que las Fuerzas Aéreas no podrían ya evitar discutir la naturaleza de los objetos y, en lugar de ello, concentrarse en una campaña de relaciones públicas para eliminar totalmente los informes sobre ovnis. Teniendo en cuenta la naturaleza de las recomendaciones del equipo, no hay duda de que fueron directamente responsables, de la política de ridiculización y negación que ha impedido realizar un estudio efectivo de los fenómenos desde entonces, y que ha tenido, hablando claro, algunos efectos desafortunados en las vidas de un grupo de ciudadanos perfectamente responsables y en el personal de las Fuerzas Armadas.
—¿Te refieres a que las humillaciones sufridas por los testigos de los ovnis las han padecido todos por igual?
—Más o menos —repuso O’Hara—. De todos modos, dado nuestro sumario sobre seguridad nacional —seguíamos luchando contra Corea, los soviéticos habían hecho estallar su primera bomba de hidrógeno y la guerra fría continuaba en su punto álgido—, entendí perfectamente la necesidad de semejante juego. Sin embargo, no podía imaginar por qué nuestros superiores querían que engañásemos a Ruppelt diciéndole que el Libro Azul había sido difundido y no arrinconado; que el informe ovni iba a verse libre de restricciones cuando esto no era cierto; ni por qué pretendían hacerle creer que podía seguir adelante con sus planes cuando, en realidad, pretendíamos interrumpir sus indagaciones.
—¿Lo descubriste alguna vez? —preguntó Stanford.
—No estoy seguro, pero aguarda que te explique lo sucedido. Como bien dices, ya sabes qué ocurrió con el proyecto Libro Azul, que fue prácticamente borrado del mapa. Por entonces, las recomendaciones del equipo Robertson estaban en pleno auge y habíamos logrado asustar a los más fidedignos testigos de ovnis: empleados de líneas aéreas y operadores de radar, para que se abstuvieran de dar información sobre apariciones. Iba a producirse lo peor. En agosto de 1953, el mismo mes que Ruppelt dejó las Fuerzas Aéreas, el Pentágono promulgó las Reglamentaciones de Aviación 200-2, con la sola finalidad de contar con un arma de relaciones públicas en el sentido de que prohibía divulgar información alguna sobre apariciones, excepto en el caso de que la visión fuese positivamente identificada como un fenómeno natural. Además, mientras que el decreto anterior AFR 200-2 declaraba que las apariciones sólo debían admitirse oficialmente de un modo muy restrictivo, según el nuevo decreto las apariciones debían ser archivadas. Luego, para empeorar más las cosas, en diciembre de 1953, la cumbre de jefes de equipo ampliaba el 200-2 con el Decreto 146 del Mando Conjunto Ejército-Marina-Aire, en el sentido de que cualquier información al público constituía un delito de espionaje, penado con uno a diez años de prisión o con una multa de diez mil dólares. Y el aspecto más nefasto de dicho Decreto 146 era que se aplicaba a quienquiera que tuviese conocimiento de su existencia…, comprendidos los pilotos de líneas aéreas comerciales. Se sobreentiende que estos decretos hicieron decrecer de modo efectivo el flujo de información que llegaba al público y que, contrariamente a las declaraciones de las Fuerzas Aéreas, el proyecto ovni quedase sumido en el mayor secreto.
Stanford pensó en Albuquerque, en lo que Goldman le había dicho y en su propio asombro al oír sus explicaciones. Volvía a experimentar aquella sensación de asombro, sentía un temor creciente que no tenía forma, y comenzaba a comprender que los hechos nunca eran como parecían. Miró a O’Hara, su antiguo amigo de la CIA, preguntándose cómo conseguían prosperar tales hombres sin sentir dolor ni culpabilidad.
—Aguarda un momento —dijo Stanford—. Me siento algo confundido. Dices que la CIA dirigió virtualmente el grupo Robertson, pero que su mayor preocupación radicaba en la seguridad nacional, no en que creyesen en los ovnis.
—No —repuso O’Hara—. Te estoy diciendo que nuestros superiores nos engañaron.
—No entiendo.
—Escucha. Según ellos, la razón por la que deseaban eliminar el interés por los ovnis consistía en que los informes sobre los mismos constituían una amenaza para la seguridad nacional, en primer lugar porque el público americano, deliberadamente confundido, podía creer que los bombarderos enemigos fuesen simplemente ovnis; segundo, porque una potencia extranjera podía explotar el delirio por los ovnis para hacer dudar al público de las declaraciones oficiales de las Fuerzas Aéreas sobre esos objetos y, por consiguiente, minar la confianza del público en el sector militar, y tercero, porque en términos de lucha psicológica, especialmente en 1952, las líneas de comunicación de todo el país podrían verse saturadas por centenares de llamadas telefónicas, como suele suceder tras una oleada de apariciones de ovnis, poniendo en peligro la red defensiva. Ésas fueron las razones que nos dieron para justificar la necesidad de la prohibición.
—Pero vosotros suponíais que era mentira.
—Claro —respondió O’Hara—. De ser cierto que todo radicaba en la seguridad nacional, la prohibición hubiera tenido cierta lógica. Sin embargo, si la seguridad nacional era lo único que les preocupaba, ¿por qué humillaban a tantísimos testigos de ovnis y hostigaban a nuestros equipos de tierra y aire para que mantuvieran la boca cerrada? La única explicación lógica era que a las más altas esferas de las Fuerzas Aéreas les preocupaba más el fenómeno de lo que deseaban admitir, que posiblemente sabían más acerca de él de lo que reconocían y que, por razones solamente por ellos conocidas, desanimaban activamente a su personal más dotado, para que desistiera de investigar el asunto.
—Ruppelt parece haber constituido el más perfecto ejemplo de todo eso.
—Así es —siguió O’Hara—. A mí me pareció que cuantas más explicaciones daba Ruppelt demostrando haber sido testigo de objetos no identificados, y la mayoría de ellos lo eran realmente, más nerviosos se ponían en las Fuerzas Aéreas. Lo comprendí por vez primera cuando la CIA nos obligó a mentirle acerca de las recomendaciones del grupo Robertson. Y me quedé aún más convencido cuando, al irse a Denver, no le sustituyeron y aprovecharon su ausencia para desarticular el Libro Azul.
—Sin embargo, eso no significa mucho. Como dices, si les preocupaba realmente el gran número de informes sobre apariciones de ovnis que entorpecían su red de comunicaciones, hubieran deseado que dichos informes quedasen reducidos al mínimo.
—Permíteme que te dé un ejemplo más claro —continuó O’Hara—. Poco después de asustar a las Fuerzas Aéreas con las pruebas presentadas al grupo Robertson, Ruppelt descubrió un par de casos que confirmaron de manera virtual el control inteligente de los ovnis. La primera fue una visión que se produjo sobre la base de Haneda, actualmente Aeropuerto Internacional de Tokio, en Japón. Aquel ovni fue observado en primer lugar por los controladores de vuelos, que vieron una luz grande e intensa que se desplazaba en dirección Noreste, sobre la bahía de Tokio. La luz estaba en movimiento y fue observada con unos gemelos de 7x50. Mantenía un brillo constante, era de forma circular y parecía constituir la porción superior de una masa grande, redonda y oscura que medía unas cuatro veces el diámetro de la propia luz. Luego, al desplazarse, los controladores advirtieron una segunda luz más confusa en el extremo inferior de la porción oscura y en sombras. Este ovni particular fue simultáneamente detectado por radar y observado por oficiales de Inteligencia mientras volaba de un lado para otro de la parte central de la bahía de Tokio, permaneciendo a veces casi inmóvil y acelerando después bruscamente su velocidad hasta alcanzar quinientos kilómetros por hora. Fue perseguido por un avión F-94 al que esquivó deliberadamente.
—¿Deliberadamente? —repitió Stanford.
—Así pareció. Aquella aparición fue investigada concienzudamente por los oficiales de Inteligencia de las Fuerzas Aéreas de la zona, y también Ruppelt la estudió después muy a fondo. Todos convinieron que no se trataba en modo alguno de un fenómeno meteorológico, que tampoco era una estrella y que tanto las detecciones visuales como el radar demostraron que correspondía a un objeto sólido y móvil. También comprobaron que los giros del ovni eran constantes y que las «patas» que había entre ellos tenían aproximadamente la misma longitud. Por cierto que Ruppelt manifestó más tarde que el esquema del vuelo seguido por el ovni le recordaba muchísimo las líneas entrecruzadas que había utilizado en sus vuelos durante la Segunda Guerra Mundial, y que la única vez que el ovni se desvió seriamente de su pauta fue cuando el F-94 trató de perseguirlo.
¿Y la segunda visión?
—La segunda visión se produjo la noche del 29 de julio de 1952, cuando un F-94 intentó interceptar un ovni sobre la parte Este de Michigan. Aquella aparición fue aún más interesante en el sentido de que existía una razón concreta que justificó todos los movimientos realizados por el ovni. En primer lugar dio un giro de ciento ochenta grados porque el F-94 estaba muy próximo a él. Seguidamente, aumentó y decreció alternativamente su velocidad, pero sólo la aumentaba cuando el avión estaba cerca de él, y siempre se demoraba al encontrarse fuera del alcance del radar de su perseguidor. Luego, reforzando su argumento de que tales movimientos no podían haber sido producidos al azar, Ruppelt sometió un tercer informe, que él calificaba del mejor objeto no identificado que había visto, del piloto de un F-84 que persiguió un objeto localizado visualmente y por radar cuando cruzaba Rapid City. Según el piloto y los operadores de radar, aquel objetivo aceleraba y retardaba su velocidad de modo que siempre había exactamente cinco kilómetros entre él y el F-84, Y se mantuvo así hasta que este último se quedó sin carburante. Más tarde, tanto el piloto como el controlador de la torre dijeron a Ruppelt que el ovni parecía disponer de cierta especie de radar automático de aviso conectado a su sistema de propulsión.
—De acuerdo —convino Stanford—; supongamos que los ovnis fueran controlados de modo inteligente… ¿Qué tiene esto que ver con la CIA?
O’Hara estudió su consumido cigarrillo, formó una «o» con los labios despidiendo humo, y miró burlonamente a Stanford con sus ojos azules y claros.
—Piénsalo —le dijo—. Si, según pretende la CIA, la seguridad nacional es su única preocupación, tales visiones habrían debido alarmarles en grado sumo y, por consiguiente, desearían saber más del asunto. Sin embargo, no sucedió así ni remotamente: en lugar de estimular a Ruppelt a utilizar su información, de inmediato le obligaron a interrumpir sus pesquisas… y le sometieron a observación.
—De modo que lo que estás diciendo es que pretendían estar preocupados por la defensa nacional y, sin embargo, no querían que la gente vigilase el cielo: existe una contradicción en todo ello.
—Cierto —admitió O’Hara.
Stanford suspiró y se frotó los ojos, sintiéndose cansado y algo desalentado, convencido de que estaba saliendo de su profunda oscuridad y acercándose a una zona peligrosa. Las contradicciones eran ya evidentes: la seguridad nacional no las explicaba. Estaba claro que al Pentágono, la CIA y las Fuerzas Aéreas les preocupaban más los ovnis de lo que admitían y que, no obstante, trataban de ocultar el hecho. Suspiró de nuevo y estudió a O’Hara: los ojos de su amigo eran claros y azules. Movió cansadamente la cabeza y se preguntó si estaría soñando.
—Continúa.
—De acuerdo —repuso O’Hara—. Por el momento seguiré refiriéndome a Ruppelt. Porque lo que Ruppelt hizo y cómo reaccionaron las Fuerzas Aéreas es representativo de toda esta oscura historia y puede aclararte muchas cosas.
Aplastó el cigarrillo y se puso la mano detrás de la cabeza. Luego se echó muy atrás en la silla, rodeado por el resplandor del sol.
—En realidad, yo había estado vigilando a Ruppelt casi desde agosto del año anterior, 1952, y la orden recibida de informar de sus movimientos me tenía sencillamente intrigado. Conviene no olvidar que en aquella época, en especial, se produjo un repentino aumento de apariciones de ovnis. Ahora bien; dichas apariciones aumentaron principalmente a comienzos de septiembre, en que cada mañana durante casi dos semanas se recibía media docena, más o menos, de nuevos informes de la parte Sureste de Estados Unidos, especialmente de Georgia y Alabama. Muchos de ellos, desde las proximidades del nuevo complejo de la Comisión de Energía Atómica, del más alto secreto, y muchas más sobre la base de las Fuerzas Aéreas de Brookley, próxima a Mobile, Alabama. Aquel mismo mes las fuerzas navales de la OTAN estaban haciendo maniobras por la costa europea: se trataba concretamente de la operación Mainbrace. El 20 de septiembre, un periodista americano, un grupo de pilotos y la tripulación de un portaaviones en el mar del Norte distinguieron una esfera plateada, perfectamente clara, que cruzaba el cielo detrás de la flota. El objeto era de gran tamaño y parecía moverse rápidamente, y el periodista tomó varias fotos de él. Estas fotografías fueron reveladas rápidamente y estudiadas enseguida por los oficiales de Inteligencia que viajaban en el portaaviones. Las imágenes eran excelentes y el objeto tenía el aspecto de un enorme globo, pero no había globos en aquella zona, y un análisis de las fotos demostró de modo concluyente que el objeto se movía con gran rapidez. Luego, al día siguiente, seis pilotos de las Fuerzas Aéreas Británicas que volaban en formación de cazas reactores sobre el mar del Norte, vieron un objeto brillante y esférico que procedía de la dirección de la flota de la OTAN. Fueron en su seguimiento y lo perdieron, pero cuando se aproximaban a su base, uno de los pilotos advirtió que les seguía un ovni. Se volvió en dirección a él, pero el ovni también cambió de dirección y se distanció del avión de la RAF en unos momentos. Finalmente, al tercer día, se observó la presencia de un ovni cerca de la flota, esta vez sobre el aeródromo de Topcliffe, en Inglaterra. Un piloto que volaba en un reactor británico fue enviado en su persecución y consiguió aproximarse bastante para describir el objeto como «redondo, plateado y blanco», y advertir que «parecía girar en torno a su eje vertical y, en cierto modo, balancearse». Después, cuando trató de aproximarse más a él, el ovni desapareció repentinamente.
O’Hara volvió a adelantarse en su silla, apartó las manos de la cabeza y apoyó los codos firmemente en su mesa, y la barbilla entre las manos.
—Naturalmente, aquellas apariciones trastornaron a la OTAN. En realidad, según un oficial de Inteligencia de la RAF destinado en el Pentágono, fueron las visiones de Mainbrace las que finalmente obligaron a la RAF a reconocer el fenómeno ovni, que había negado hasta aquella fecha. Sin embargo, Ruppelt investigó el caso y calificó todas las visiones como de objetos desconocidos. Por desdicha, aquello le incitó a creer que podía comprometerse definitivamente en el asunto…, y aquel mismo entusiasmo le impulsó a la destrucción del más importante sistema ideado hasta entonces para la investigación de los ovnis…
—No te muestres tan complacido —dijo Stanford—. Limítate a informarme de lo sucedido.
—De acuerdo. Durante mucho tiempo, Ruppelt y el general de brigada Garland, entonces jefe de ATIC, habían estado tratando de obtener información concreta sobre los ovnis, llegando por fin a establecer un plan para estaciones de localización visual que debían instalarse por todo el norte de Nuevo México, zona en la que se producían constantemente más apariciones de ovnis que en ninguna otra zona de América. Las estaciones de localización visual tenían que estar equipadas con ingenios especialmente diseñados, todos ellos conectados a un sistema interfónico instantáneo; cada dos estaciones podían localizar el mismo objeto, desde sus diferentes instalaciones, y determinar la altitud y velocidad de los ovnis. Asimismo, cada estación contaría con instrumentos para medir el paso de cualquier cuerpo que desprendiera calor, cualquier alteración en el campo magnético terrestre y cualquier incremento de la radiación nuclear en el momento de la visualización.
—No había oído hablar nunca de ello —confesó Stanford—, pero parece impresionante.
—Así es, en efecto —siguió O’Hara—. En realidad, aquélla era la primera vez que se había diseñado y sometido a las Fuerzas Aéreas un sistema científico adecuado, virtualmente a prueba de imprudencias y, de haber sido adoptado, se habrían detectado, fotografiado y medido los ovnis con precisión sin precedentes.
—Y vas a decirme que las Fuerzas Aéreas lo retiraron de la circulación.
—Eso es.
—¿Por qué?
—No estoy seguro. Todo cuanto sé es que en diciembre de aquel año, cuando los planes de Ruppelt llegaron a Washington para ser sometidos a aprobación, la Marina americana estaba a punto de lanzar la primera bomba de hidrógeno, dentro del proyecto Ivy, y algunos miembros del Pentágono, recordando los objetos no identificados de la operación Mainbrace, hicieron desaparecer a Ruppelt de la zona de pruebas y organizaron ellos un equipo de información sobre ovnis.
O’Hara se rió sarcásticamente, extendió las manos en el aire y empujó luego la silla hacia atrás, extendiendo las manos con ademan perezoso.
—Con la CIA sucede igual que con el Pentágono: es un engranaje dentro de otro, y en estos casos no se puede llegar a ningún sitio. Con ello quiero decir que la orden de que Ruppelt se desplazase para el proyecto Ivy llegó en noviembre, pero en diciembre se recibieron en Washington sus planes para la red de visualización y radar; y poco después recibí una llamada telefónica del Pentágono encargándome que evitase el viaje de Ruppelt, cosa que naturalmente hice.
—Con ello sugieres que algunas personas del Pentágono estaban auténticamente preocupadas por los ovnis, pero que otras, por razones desconocidas, no desean que se investigue acerca de ellos.
—¡Cuán brillante eres!
Stanford miró más allá de la cabeza de O’Hara y vio las agujas de los rascacielos, el sol como un globo blanco en el claro cielo y las blancas nubes deslizándose lánguidamente.
—¿De modo que se vieron ovnis sobre el proyecto Ivy durante el lanzamiento de la bomba de hidrógeno? —preguntó por fin.
—No lo sé. Ni tampoco lo supo Ruppelt. Poco después de aquello apareció el informe Robertson y se manifestaron sus consecuencias, y unos meses después, en agosto de 1953, Ruppelt, sin duda amargamente resentido, dejó definitivamente las Fuerzas Aéreas. A fines de aquel año el proyecto Libro Azul contaba con un equipo reducido a tres miembros, y su autoridad en el campo de la investigación había sido delegado al 4602d, el escuadrón al Servicio de la Inteligencia Aérea, carente de experiencia. La mayoría de sus proyectos fueron sistemáticamente anulados mediante una reducción de fondos. Ruppelt, Fournet y Chops ya no seguían comprometidos en el asunto, y el general Garland, en otro tiempo firme protector de Ruppelt, no volvió a levantar la voz en defensa de ninguna investigación sobre ovnis.
Stanford seguía sentado en silencio sin saber qué decir. Pensó en Ruppelt y en Goldman, en decepciones y supresiones. Luego recordó a Irving Jacobs muerto en el desierto y se preguntó qué significaba todo aquello. Las Fuerzas Aéreas estaban tapando el asunto, y también se hallaba implicado el Pentágono. A todo Washington le preocupaban los ovnis, pero nadie quería que se investigara sobre ellos. Stanford no lograba comprenderlo. Parecía que no podía añadirse nada más. El misterio se intensificaba y se complicaba ante sus ojos como un negro agujero en el espacio.
—Sencillamente, no tiene sentido —dijo por fin—. ¿Cuál era la finalidad de todo eso?
—No estoy seguro —admitió O’Hara—. Me lo estuve preguntando a mí mismo, y la única conclusión a que llegué fue que quizá hubiese algo en el fenómeno de los ovnis y, lo que resultaba aún más intrigante, que quizá las Fuerzas Aéreas supieran realmente qué eran los ovnis. En este caso, desearían mantener muy en secreto el asunto.
—Eso podría tener sentido. ¿Por qué, si no, ridiculizar a sus propios pilotos y a los equipos de tierra? ¿Por qué, si no, estimular a oficiales como Ruppelt para que investigaran el asunto y luego, cuando conseguían alguna prueba concluyente, hacerlos salir de escena?
—Estoy de acuerdo con ello —convino O’Hara—. Y ten en cuenta cómo operan las fuerzas defensivas. La Marina, el Ejército y las Fuerzas Aéreas desarrollan proyectos de investigación independientes entre sí, y suelen reservarse sus secretos. En el Pentágono también hay departamentos tan secretos que incluso el presidente ignora a qué se dedican. Lo mismo puede decirse del FBI y la CIA: detrás de los nombres hay números, y esos números no pueden ser comprobados; esos números representan a los hombres anónimos que crean sus propias leyes.
—Así, siempre se trata de rumores.
—Ciertamente. Por ejemplo, exactamente antes de que yo dejase la CIA, corrían rumores de que se habían producido auténticos aterrizajes de ovnis en bases aéreas, uno en la de Cannon, Nuevo México, el 18 de mayo de 1954; otro en la de Deerwood Nike, el 9 de septiembre de 1957; y una tercera en Blame, el 12 de junio de 1965. La respuesta automática a tales historias consiste en decir que no pueden resultar ciertas, que no sería posible mantener en secreto tales hechos, no sólo para el público, sino para la inmensa mayoría de equipos del FBI, la CIA y del Pentágono.
—No es cierto —replicó Stanford—. Algunos de nuestros descubrimientos científicos más sorprendentes se han mantenido bien ocultos con eficacia increíble incluso durante cincuenta años. Los antibióticos fueron descubiertos en 1910, pero no se aplicaron prácticamente hasta 1940. Asimismo, la energía nuclear se descubrió en 1919, aunque no fue del dominio público hasta 1965. En resumen, no importa lo grande que sea el secreto: podemos estar seguros de que seguirá siéndolo.
—En efecto —confirmó O’Hara—. Por lo tanto…, ¿podría mantenerse en secreto durante casi una década el hecho de que los ovnis hubieran aterrizado en tres bases aéreas diferentes? Creo que sí. Lo creo porque las Fuerzas Aéreas, la Marina, el Ejército, la CIA o las altas esferas del Pentágono pueden, si no ocultar por completo un hecho semejante, reducirlo en cambio a una mezcolanza de vagas especulaciones y rumores… Y buen ejemplo de ello es el caso del famoso Flapjack volador…
—Eso resulta familiar.
—Podría serlo —repuso O’Hara—. Lo más interesante es que nadie en la CIA lo mencionó jamás hasta 1950 y, sin embargo, ya había sido diseñado en 1942. El Flapjack, originalmente conocido como Flounder en la Marina, era un avión circular, construido por la Marina americana durante la Segunda Guerra Mundial. En aquel tiempo lo que la Marina necesitaba desesperadamente era un avión que no precisase de largas pistas de aterrizaje, que pudiera elevarse casi verticalmente desde un portaaviones, para ser utilizado desde cualquier zona limpia tras la retaguardia de las tropas de primera línea. El resultado fue una combinación de helicóptero y reactor, una máquina de forma de platillo volante impulsada por dos motores convencionales y guiada por dos hélices. El prototipo, diseñado por Charles H. Zimmermann, del Consejo Nacional del Comité para Aeronáutica, y construido por Chance-Voight, tenía una velocidad máxima de unos ochocientos kilómetros por hora, podía elevarse casi en vertical y permanecer prácticamente suspendido a cincuenta y cinco kilómetros por hora. Al parecer, como el aparato carecía de alas, su reducida estabilidad presentaba problemas, pero un modelo posterior, que fue conocido como el XF-5-U-1, solucionó ese problema, y se rumoreaba que era de forma circular, que tenía unos treinta metros de diámetro y contaba con turbinas, lo que le haría asemejarse a las ventanas luminosas que rodean el borde exterior en tantísimos ovnis observados. Además, estaba construido en tres capas: la central ligeramente mayor que las otras dos y, puesto que la velocidad y capacidad de maniobra del platillo eran controladas por la fuerza e inclinación de las turbinas separadas, no tenía alerones, timón ni ninguna protuberancia.
—Un auténtico platillo volante.
—Eso es —confirmó O’Hara—. Ahora bien; como ya he dicho, nadie en la CIA, por lo menos nadie que yo conociese, tuvo la menor idea de la existencia de esa máquina hasta principios de 1950, cuando las Fuerzas Aéreas, con el fin de legitimar su conclusión del proyecto Grudge, en diciembre de 1949, dieron a conocer fotografías y una vaga información técnica sobre el Jounder de la Marina y el Flapjack, añadiendo en su información de prensa que habían desechado el proyecto en 1942, transmitiéndolo generosamente a la Marina americana, que se había mostrado interesada por él.
—¡Cristo! —exclamó Stanford.
—Eso es. La información sobre el Flounder y el Flapjack se dio a conocer al público en abril de 1950 por medio del U. S. News and World Report, y el resultado fueron algunas interesantes especulaciones. La primera de ellas se desprendía del conocimiento retrospectivo de que la Marina americana siempre había expresado más interés por un aparato de ascenso vertical que las Fuerzas Aéreas; que hasta 1950 aquélla gastó doble presupuesto que las Fuerzas Aéreas en la investigación de misiles teledirigidos; que sus bases de misiles secretos se hallaban localizadas en torno al polígono de pruebas de White Sands, donde se habían producido la mayor parte de apariciones oficiales de ovnis; y que, como la Marina no estaba oficialmente comprometida en las investigaciones de ovnis, podía desarrollar sus propios experimentos en el mayor secreto, sin que la atención del público se entrometiera. El siguiente punto interesante era que las medidas tomadas por el comandante de la Marina R. B. McLaughlin y su equipo de científicos del ovni detectado sobre el polígono de pruebas de White Sands, a principios de 1950, correspondían muy exactamente, excepto en cuanto a velocidad, a los detalles del legendario XF-5-U-1. Aquellos detalles se habían dado a conocer más o menos al público por medio del artículo publicado por McLaughlin aquel año, y la Marina, aunque se negaba a hacer ningún comentario sobre el proyecto del Flapjack, asignó inmediatamente un nuevo destino, embarcado, al comandante McLaughlin.
—¡Cristo! —repitió Stanford.
—Bien, Stanford; veamos qué tenemos aquí. Primera pregunta: ¿se basaban en hechos reales los rumores que circulaban en la CIA sobre platillos volantes que habían aterrizado por lo menos en tres bases aéreas? Segunda pregunta: los ingenios que aterrizaban —o posiblemente eran sometidos a prueba en aquellas mismas bases militares— ¿podían ser los mismos objetos que solían detectarse sobre la zona del polígono de pruebas de White Sands? En resumen: ¿tenemos a la vista datos de los que podemos inferir que los supuestos objetos voladores no identificados son exactamente lo que parecen, y que, lejos de atribuírseles un origen extraterrestre, deben considerarse producto de las actividades experimentales secretas de la Marina americana desde la Segunda Guerra Mundial?
Stanford trató de dominarse. Sentía una fría e intensa excitación: los hechos caían sobre él, aturdiéndole con confusa rapidez.
—¿Estaba alguien más implicado en todo esto? —preguntó.
—No lo sé —repuso O’Hara—. Lo que sí me consta es que, en 1954, el gobierno del Canadá anunció públicamente, tras haber examinado las pruebas aportadas por el proyecto Libro Azul sobre las apariciones de Lubbock de 1951, que el ovni observado sobre Albuquerque era exactamente como un platillo volante que habían tratado de construir pero que, debido a la falta de conocimientos y medios, lo habían transmitido a las Fuerzas Aéreas americanas. Éstas, naturalmente, pretendían haber desechado el proyecto como inviable.
Stanford se inclinó hacia delante, cubriéndose el rostro con las manos, se frotó los ojos y luego se enderezó en su silla y miró fijamente a O’Hara.
—Todo eso parece imposible —dijo.
—¿Imposible? —repitió O’Hara—. Entonces, revisemos los hechos, Stanford. Contamos con que la mayoría de objetos no identificados comprobados han sido vistos sobre desiertos o sobre instalaciones del más alto secreto militar y civil. Demos por hecho que platillos volantes aún imperfectos fueron construidos en otro tiempo por el Consejo Nacional del Comité de Aeronáutica; que eran uno de los proyectos de investigación de la Marina americana desde, por lo menos, 1942 a 1947; que se rumoreaba que ingenios similares habían aterrizado en bases militares vecinas a la zona del polígono de pruebas de White Sands, y, finalmente, que el gobierno canadiense pretendía haber realizado experimentos con un platillo volante que acabó traspasando a las Fuerzas Aéreas americanas. Y, por fin, pero no con carácter definitivo, contamos con el hecho de que, cuando un comandante de la Marina americana y sus científicos detectaron y midieron un objeto volador no identificado, sobre el polígono de pruebas de White Sands, y cuando ese objeto resultó semejarse mucho al Flapjack, aquel comandante fue retirado de White Sands y se le asignó un destino embarcado.
»Ahora veamos cómo reaccionaron las Fuerzas Aéreas ante las investigaciones más logradas sobre los ovnis. Durante aquel tiempo sólo contábamos con tres métodos científicamente sólidos para analizar la velocidad y dimensiones de los ovnis y, lo que es más importante aún, de discernir si eran o no inteligentemente controlados. El primero de ellos fue el estudio de maniobras del comandante Fournet, realizado en 1952; el segundo, la compilación del proyecto Libro Azul, realizada por oficiales desconocidos; y el tercero, la red proyectada por Ruppelt para visualización personal y por radar. Las Fuerzas Aéreas negaron que hubiera existido jamás el estudio de maniobras de Fournet, guardaron el más absoluto secreto sobre los descubrimientos realizados en el proyecto Libro Azul, amparándose en el Decreto contra el Espionaje, y anularon totalmente los planos de visualización y radarización del capitán Ruppelt.
»¿Con qué más contábamos? Con unas Fuerzas Aéreas que insistían en la no existencia de los ovnis y que, sin embargo, declaraban delictivo el facilitar información al público sobre tal tema, según el Decreto contra el Espionaje. También contábamos en aquella reglamentación con una amenaza no sólo para el personal militar, sino para los pilotos de aviación civil y para cualquier civil que llegase a conocer la existencia de tal reglamentación. Del modo más misterioso, teníamos unas Fuerzas Aéreas que pretendían preocuparse únicamente por la seguridad nacional y, no obstante, se cercioraban de que sus funcionarios de tierra y aire no informasen de haber visto objetos no identificados en el cielo… ¿Qué crees que significa esto?
Miró fijamente a Stanford, sin pestañear, mientras éste se erguía en su silla, sintiéndose extrañamente ausente.
—Aún cabe formular la pregunta de si todo esto es posible —dijo Stanford.
—Y la respuesta es que sí —concluyó O’Hara—. Todo es posible. Como tú mismo has dicho: en este asunto sólo tenemos que pensar en las extraordinarias innovaciones alcanzadas por la ciencia y la tecnología actuales, y luego recordar que tales milagros son únicamente la punta del iceberg, y que lo que se oculta tras las protegidas rejas de nuestras instituciones, dentro del más alto secreto, adelanta probablemente en décadas lo que conocemos de modo oficial. Teniendo esto en cuenta, la velocidad y capacidad de los objetos volantes no identificados no se halla fuera de los límites de lo posible. Asimismo, considerando todo lo expuesto, no es en modo alguno irrazonable que circularan rumores de que los ovnis hubieran aterrizado en varias bases aéreas, y que ello fuese fruto de un programa militar para guardar en secreto. Sólo el personal de dichas bases sabría, pues, qué está sucediendo.
O’Hara echó una mirada a su reloj, apretó un botón sobre la mesa y la puerta de su despacho se abrió dando paso a una secretaria que se situó detrás de Stanford, muy servicial y eficiente. Stanford se levantó, sintiéndose aturdido e invadido por una creciente ira. Miró a la muchacha, las paredes de la habitación, divididas en paneles, y el claro cielo que se recortaba tras la cabeza de O’Hara, delimitando su contorno. Los hechos eran sorprendentes y las posibilidades asustaban. Stanford fijó su mirada en los azules ojos de O’Hara y se dejó dominar por aquella sensación de ira.
—Así están las cosas —dijo O’Hara—. No vuelvas por aquí, doctor Stanford.